¿Fin del conflicto armado en Colombia? / eds., Roberto González Arana, Luis Fernando Trejos Rosero ; Alejo Zuluaga Nieto … [et al.] -- Barranquilla, Col. : Editorial Universidad del Norte, 2016.
239 p. ; 24 cm.
Incluye referencias bibliográficas
9789587417340 978-958-741-732-6 (impreso)
9789587417340 978-958-741-733-3 (PDF)
9789587417340 978-958-741-734-0 (ePub)
1. Conflicto armado—Colombia. 2. Paz—Colombia. 3. Acuerdos de paz—Colombia
4. Desplazamiento forzado—Aspectos sociales—Colombia. I. González Arana, Roberto, ed. II. Trejos Rosero, Luis Fernando, ed. III. Vargas Velásquez, Alejo. IV.Tít.
(306.62 F491 ed.23) (CO-BrUNB)
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© Universidad del Norte, 2016
Roberto González Arana, Luis Fernando Trejos Rosero,
Alejo Vargas Velásquez, Jaime Zuluaga Nieto, Carlos Guzmán Mendoza,
Ivonne Molinares Guerrero, Luis Ricardo Navarro Díaz,
Blas Zubiría Mutis, Javier Tous Chimá, Edwin Monsalvo Mendoza,
Guillermo Cervantes Acosta, Homero San Juan Vergara,
Jorge Acosta Reyes, Marco Coscione, Pedro Montero Linares, 2016
Coordinación editorial
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ROBERTO GONZÁLEZ ARANA
Doctor en Historia, Instituto de Historia Universal (Rusia).
LUIS FERNANDO TREJOS ROSERO
Doctor en Estudios Americanos, Universidad Santiago de Chile.
CARLOS GUZMÁN MENDOZA
Doctor en Ciencia Política, Universidad de Salamanca (España).
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Doctor en Ciencias Políticas, Universidad Católica de Lovaina (Bélgica).
LUIS RICARDO NAVARRO DÍAZ
Doctor en Ciencias Sociales, Universidad del Norte (Colombia).
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Magíster en Historia, Universidad Nacional de Colombia.
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Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Externado de Colombia.
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Magíster en Historia, Universidad CEU San Pablo (España).
PEDRO MONTERO LINARES
Magíster en Derecho, Universidad del Norte (Colombia).
MARCO COSCIONE
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Universidad de Alcalá (España).
GUILLERMO CERVANTES ACOSTA
Doctor en Virología e Inmunología, Universidad de Montreal (Canadá).
HOMERO SAN-JUAN VERGARA
Doctor en Ciencias Médicas, Universidad del Sur de la Florida (USA).
JORGE ACOSTA REYES
Magíster en Ciencias Clínicas, Universidad de Antioquia (Colombia).
El análisis del conflicto armado colombiano y sus variables sociales, políticas y económicas es una actividad académica inacabada y sometida a continuas revisiones. Por ello es necesario señalar que no existe una única teoría que explique o analice la naturaleza y las características de los distintos conflictos armados bélicos internos, ya que, debido a la complejidad y longevidad de cada caso, y a las cambiantes dinámicas político-militares de sus actores, resulta muy difícil enmarcarlos en una categoría preestablecida.
Es muy importante un alto nivel de rigurosidad en el análisis teórico-conceptual del conflicto armado colombiano, ya que de un ejercicio que a simple vista se presenta como una actividad teórica de la cual derivan importantes consecuencias políticas, jurídicas y militares, tanto en el plano nacional como en el internacional. De ahí que su caracterización a menudo tiende a ser instrumentalizada, especialmente con fines político-electorales.
La descripción del conflicto está estrechamente relacionada con la naturaleza de sus actores, ya que no es lo mismo, para la sociedad y para el Estado, en términos estratégicos, enfrentarse a una organización político-militar en el marco de un conflicto armado interno que a un grupo terrorista en un escenario de paz. Desconocer (consciente e inconscientemente) la naturaleza, pretensiones y estrategias de los actores enfrentados conduce a equivocar la definición de la naturaleza de la confrontación, y lo que es más grave: a no poder acertar en la definición de las estrategias para resolverla.
En el caso colombiano, desde finales de los noventa han tomado fuerza las teorías que explican desde principios y lógicas económicas el conflicto armado, que sostienen que en este país no existe diferencia entre delincuentes comunes y delincuentes políticos, ya que los dos producen los mismos efectos en la sociedad; además, el accionar militar de las organizaciones guerrilleras genera innumerables efectos en la vida y la propiedad, y sus ánimos rentísticos son los que determinan las prácticas que realizan. Estos autores sostienen que las guerrillas nacieron en contextos de injusticia y violencia, pero esconden fines primordialmente económicos, de ahí que se beneficien más de la guerra que de la paz.
Las anteriores teorías podrían servir para explicar de algún modo la longevidad de la insurgencia colombiana y su permanencia durante la posguerra fría, en el sentido de que el haber generado fuentes nacionales de financiamiento les ha permitido crecer y mantener su infraestructura armada, para el caso de las FARC-EP y el ELN. Ambas organizaciones practican acciones de tipo predatorio, como el secuestro, la extorsión, robo de vehículos, abigeato, desplazamiento, ejecuciones extrajudiciales, etc. Sin embargo, hay quienes sostienen que se debe hacer una distinción entre acciones de tipo militar-estratégico y acciones predatorias con fines económicos, ya que –argumentan– existe una marcada diferencia entre las acciones realizadas en el marco de una confrontación armada que mantiene sus proyecciones políticas y las que se ejecutan solo con un fin de lucro personal o colectivo.
En la misma línea, puede sostenerse que estas teorías (al menos en el caso de la insurgencia) pierden fuerza en el marco de la negociación entre el Gobierno nacional y las FARC-EP, ya que toda la agenda es de tipo político y sus efectos son de alcance general, no solo sectorial o grupal.
En este sentido, esta obra busca ampliar el marco interpretativo del conflicto armado colombiano, presentando el mismo desde distintos enfoques, pero destacando sus orígenes sociopolíticos y los efectos que sobre la vida pública y privada de la sociedad civil ha tenido la aplicación de los planes político-militares de los distintos actores armados, quienes en la ejecución de los mismos han buscado construir por medio de la violencia o la amenaza real de uso órdenes sociales diferentes al estatal, lo que ha implicado en muchos casos la captura local o regional del Estado con el fin de instrumentalizar la administración pública.
El valor agregado de este libro se encuentra en los aportes que se hacen para fortalecer el debate social y académico sobre la fase de postacuerdos. En ese sentido, aborda el tema de las negociaciones de paz en Colombia desde aspectos históricos o políticos; y también se detiene en el análisis de las implicaciones institucionales que traería la firma de los acuerdos de paz y su posterior implementación, especialmente en lo referido al nuevo rol de las Fuerzas Armadas.
Queremos agradecer a todos los académicos de muy diversas universidades que aceptaron nuestra convocatoria para la realización de este libro, el cual sin duda podrá arrojar luces para una mejor comprensión tanto de las raíces del conflicto como de los escenarios del postacuerdo. Asimismo, a la Universidad del Norte que, a través de División de Humanidades y Ciencias Sociales y el Instituto de Altos Estudios Sociales y Culturales de América Latina y el Caribe, adscrito al Departamento de Historia, nos acompaña en la tarea de propiciar escenarios de reflexión académica sobre muy diversas problemáticas sociales y políticas de América Latina, en lo cual se incluye al caso colombiano. De alguna manera, esta obra pretende continuar una vieja discusión sobre la paz en Colombia, la cual iniciamos con varios de estos mismos expertos a fines de los años noventa durante el proceso de paz del gobierno de Andrés Pastrana1. Desde esos años hasta hoy el debate se ha ido enriqueciendo con una amplia literatura sobre el tema y con nuevos elementos de análisis. También la realidad del país y la región ha cambiado, lo cual merece una atención especial de la academia.
Roberto González Arana
Luis Fernando Trejos Rosero
Editores
1 González, R. (Ed.). Democracia y proceso de paz en Colombia. Un debate desde la academia. Roberto González (editor), Ediciones Uninorte, 2000.
Hace algunos años Camacho Guizado (2001) en un trabajo publicado por la Universidad de Salamanca (España) señalaba que el inicio de un nuevo siglo era motivo suficiente para reflexionar acerca de los retos que la sociedad colombiana enfrentaba de cara a la centuria que recién veía la luz del sol (p. 127). En particular, el emérito profesor de la Universidad Nacional se refería a la capacidad de la misma sociedad para consolidarse como una democracia moderna. Agregaba que la provisión a la población de un conjunto de condiciones de vida y bienestar, conquistas de la humanidad, y la garantía de no apropiación privada o particular de espacios donde los intereses de la colectividad se expresan, se constituyen en los pilares de la consolidación democrática. Significaba con lo anterior que la sociedad y el Estado colombiano por entonces se encontraban asediados por ciertas características políticas, sociales y culturales que imposibilitaban la realización de tales condiciones. Destacaban la corrupción, la desigualdad, el clientelismo y la violencia. Rasgos propios de un Estado débil tanto en lo institucional como en lo territorial que se muestra incapaz de garantizar, proteger o restablecer los derechos que les son conculcados a los ciudadanos.
Hoy, luego de poco más de 10 años de publicado el sentir de Camacho Guizado, habría que agregar que no solo es suficiente sino necesario reflexionar sobre lo mismo: los retos que enfrenta el país en procura de consolidar la democracia y avanzar en la construcción de una paz estable y duradera, ad portas de la finalización del conflicto interno armado colombiano que azota a Colombia desde la década de los años 50 del siglo pasado.
Colombia, pese a ser el tercer país en población, ser considerada una de las economías emergentes de América Latina permanece relativamente olvidada, incomprendida y poco estudiada. No en vano David Bushnell, historiador norteamericano, en entrevista para The Economist en 2001 manifestó que de todos los países de América Latina, Colombia es el menos estudiado y quizá el menos comprendido por la comunidad internacional. Continúa siendo indescifrable, y de ella se hacen lecturas simplistas y maniqueas que desfiguran la realidad. Contrasta lo anterior con la atención que a los demás países de América Latina se presta por parte no solo de los medios de comunicación, sino también por parte de la comunidad académica nacional e internacional, que ve en otras experiencias quizás objetos de estudio más atractivos que los del mismo país.
Tal situación de incomprensión y olvido hace que hechos políticos importantes y decisivos, no solo para Colombia sino también para el conjunto de países de América Latina y el mundo, no sean precedidos y contrastados con elaboraciones teóricas, que se constituyan en un aporte posterior de experiencias, capaces de orientar acciones futuras que posibiliten el aumento de probabilidades de éxito, al tiempo que disminuyan la repetición de errores en temas como el del tratamiento de la violencia o los procesos de paz, por mencionar algunos ejemplos.
Este trabajo tiene como propósito fundamental, sin pretender agotar la temática ni tampoco saturarla de un escrito más sobre lo mismo, identificar en la violencia de los años cuarenta y cincuenta, así como en el Pacto del Frente Nacional, que va, desde el punto de vista formal, de 1957 a 1974, los gérmenes del conflicto interno armado colombiano que aún persiste en el país. No obstante los acuerdos que han alcanzado hasta hoy, mientras escribo estas notas, los negociadores tanto del Gobierno nacional como de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo (FARC-EP), como resultado de los diálogos que se desarrollan en La Habana.
A partir de una lectura diferente de los sucesos ocurridos entre 1946 y 1974, años en que se acentúa el enfrentamiento entre colombianos, el primero, y en que finaliza el Pacto, por lo menos desde el punto de vista formal, el segundo, señalamos lo que a nuestro juicio fueron los orígenes del más antiguo de los conflicto armados internos, que se encuentra en su fase terminal, aun en contra de los escépticos y detractores del proceso que se lleva a cabo en La Habana. Hay que añadir, no obstante el optimismo razonable que nos caracteriza, que de continuar con la interpretación que de él hacen aquellos, a pesar de los ingentes esfuerzos tanto del Gobierno como de la sociedad civil por acabarlo a través del diálogo, este se reproducirá en el corto plazo, o se expresará bajo formas distintas pero igualmente perversas, nocivas y atentatorias contra los derechos y libertades, que aunque débilmente institucionalizados, se encuentran consagrados en la Constitución Política del Estado colombiano.
Defendemos la tesis de que el periodo del Frente Nacional, como régimen, contrario a lo que muchos afirman, no fue de pacificación e inclusión de nuevos actores políticos y sociales, sino de exclusión y violencia. Asimismo, que una y otra son factores que en buena medida se encuentran en la base de la explicación más que del origen de la persistencia del conflicto interno armado del país. En este sentido, la exclusión social y política1 es causa y no consecuencia del enfrentamiento entre los actores armados ilegales y las fuerzas regulares del Estado. Consideramos, a manera de post scriptum, que los cultivos ilícitos y el narcotráfico no pueden ser señalados como factores, suficientes y necesarios, para explicar el conflicto armado actual, y quizás el que se reproduzca luego de terminada la guerra con las FARC-EP; hacerlo reduce la complejidad de un conflicto que hunde sus raíces en las estructuras sociales, económicas y políticas del Estado colombiano.
Si bien la responsabilidad del manejo del conflicto armado interno es exclusiva de los colombianos, corresponde a la comunidad internacional aportar su cuota en el proceso de paz. El país no debe ser visto por parte de esta solo como un rincón más del planeta, ni asociarlo únicamente con narcotráfico, violencia, playas, fútbol, o Juanes y Shakira; debe verse, sí, como un punto estratégico para la región y el mundo. Obviar, en pleno auge de la globalización, el enorme potencial económico, social y ambiental que el país representa para el mundo sería otro error más.
Resulta cómodo iniciar este tipo de reflexión con una digresión histórica que sirva, al mismo tiempo, como prolegómeno de lo que será el resto del trabajo. Resulta necesario conocer, aunque sea de manera breve, la historia reciente de los procesos políticos y sociales de Colombia como condición para una mejor lectura, e interpretación, del estado actual del conflicto armado interno del país, más hoy cuando este se encuentra muy cerca de su terminación2.
Con certeza se puede afirmar que ninguna otra nación de América Latina tuvo desde su origen, como Estado libre, una vida política más brutal y sangrienta que la vivida por Colombia. Esta situación, que se extendió a lo largo del siglo XX, continúa vigente en los inicios del siglo XXI.
Alcántara (1999) sostiene que
… la vida política de Colombia, desde mediados del siglo XIX hasta el presente, resultaría inteligible si se omitiese en ella tanto el papel de los partidos políticos, como el de la violencia como forma de expresión política. Para corroborar esta información basta con enumerar, en primer lugar, el listado de los conflictos de carácter nacional, guerras de independencia, conocidos desde el surgimiento de la república, igualmente sangrientas y complicadas, además de las guerras civiles3 libra das desde mediados del siglo XIX. Una rápida reconstrucción histórica permite ubicar, sin mayores dificultades, la ordenación lógica de los hechos políticos sucedidos en Colombia y que nos conducen hasta hoy. (p. 311). (La cursiva es nuestra)
En este apartado solo algunos de estos hechos interesan, por su relevancia, puesto que de su análisis e interpretación deriva el objeto de este trabajo. En primer lugar, hacemos referencia a los sucesos y procesos que dieron lugar al Pacto del Frente Nacional: la Violencia partidista de los años 1946 a 1957 y el gobierno militar del general Gustavo Rojas Pinilla, que abarca de 1953 hasta 1958; y en segundo lugar, el periodo del mismo Pacto: es decir, el periodo comprendido entre 1958 y 1974, años que marcan el inicio y el final, por lo menos desde el punto de vista formal, de uno de los más importantes, por sus implicaciones lejanas y actuales, periodos de la historia y la vida política del país. A estos periodos los denominamos de exclusión y violencia política. Y los calificamos de factores explicativos del inacabado conflicto armado en el que Colombia se encuentra sumergida desde entonces.
La época de la reciente violencia política4 en Colombia abarca un periodo que va desde 1946 hasta 1958, año en el que se firma el Pacto del Frente Nacional. Diferentes posturas se observan al momento de determinar o establecer las causas de la violencia de esa época5. Se identifican claramente dos corrientes: una que apuesta por los factores políticos y otra por los factores socioeconómicos y de lucha de clase. En ellas se inscriben, dependiendo quizá de su interés, diversos investigadores tanto nacionales como foráneos.
Entre los que atribuyen la violencia a factores políticos encontramos a Deas y Gaitán Daza (1995, p. 209), quienes sostienen que la violencia es consecuencia de los factores políticos. A los intentos del Partido Conservador, a través de la utilización de los instrumentos del Gobierno que disponía y de la policía6, por afianzar su hegemonía y disminuir la influencia y permanencia en el poder del Partido Liberal y a la reacción de este se atribuye la causa del inicio de la violencia y los fenómenos sociales que acompañaron el final de la República Liberal.
En esta misma línea, Hartlyn (1993), quien si bien da importancia a los cambios económicos y sociales, sin considerarlos explicativos del fenómeno, atribuye el inicio de la violencia a factores políticos tales como la naturaleza de la dinámica de los partidos de fragmentación de la elite y el fracaso de las negociaciones entre ellas (pp. 64-65).
La violencia, agrega Hartlyn, comenzó menos como consecuencia del derrumbe de una presencia activa del Estado central o sus aparatos represivos y sí como consecuencia de la incitación de los líderes partidistas regionales y aceptación pasiva o activa de los líderes nacionales7. Por otro lado, continuando con Hartlyn, existe poca evidencia acerca de que la violencia fuera una revolución social abortada; el conflicto giró alrededor de dos objetivos económicos estrechos a nivel individual, tales como la adquisición de tierras o la expropiación de cosechas.
Guillén (1979), por su parte, afirma que la violencia encuentra sus orígenes en la disputa de los partidos tradicionales por el poder; situación que en modo alguno se puede calificar de lucha de clases (pp. 179-191).
Por su parte, Costa Pinto (1971), con una inclinación hacia las tesis que explican el conflicto colombiano de la época como lucha de clases, manifiesta que la violencia es el resultado del consenso entre las elites de las facciones partidistas en que históricamente se han dividido las capas dirigentes, liberales y conservadoras, y que conjuntamente forman un «superpartido», o lo que él denomina “partido del orden” (pp. 36-37). Ellas, señala Costa Pinto, actúan de manera eficiente siempre que las rivalidades entre las facciones partidistas amenazan la estabilidad de la estructura global y de control que ellos tienen. En el caso colombiano, la alternancia de los dos partidos tradicionales, antes eventual e «informal» y luego institucionalizada a partir de 1957, el partido del orden no ha tenido nunca como punto de discordia la manutención o el cambio de la estructura social, económica y política de la nación; siempre ha funcionado como obstáculo a la integración de capas emergentes en sus organizaciones políticas propias e ideológicamente definidas; siempre funcionó como una de las armas más eficaces de las clases dirigentes en su lucha histórica contra las demás. El carácter fundamental de un proceso histórico de lucha de clases, anota Costa Pinto, como el caso de la violencia en Colombia, no se encuentra en la epidermis de los hechos, pues es la crueldad dantesca de estos lo que antes y por encima de todo se observa. La significación histórica y sociológica del fenómeno ha de encontrarse en la forma como fue desencadenada y fomentada y, además, por la forma como fue terminada (p. 38).
El autor hace referencia a esa actitud pasiva o activa de la clase política dirigente tradicional del nivel nacional primero para permitir el conflicto, luego para fomentarlo a través de las consignas beligerantes y posteriormente, cuando este se les sale de las manos, para terminarlo, como los veremos más adelante, y fundamentalmente para perpetuarse en el poder. Las declaraciones del General Alberto Ruiz Novoa, ministro de Guerra, ante la Cámara de Representantes, durante el gobierno de Guillermo León Valencia, al diario El Tiempo en 19628, citadas por Guzmán, Fals Borda y Umaña (1980), son reveladoras:
Todos sabemos que no fueron las Fuerzas Armadas las que… dijeron a los campesinos que se fueran a matar unos contra otros para ganar unas elecciones. Si sabemos que no fueron las Fuerzas Armadas las que… dijeron a los campesinos que asesinaran a los hombres, a las mujeres y a los niños para acabar hasta con la semilla de sus adversarios políticos, sino los representantes y los senadores, los políticos colombianos. (p. 181)
La existencia de diversas posiciones frente a los orígenes del conflicto no supone la primacía de una de ellos o su exclusión. Por el contrario, lo que se observa es la existencia de una evidencia multicausal del fenómeno de la violencia partidista del periodo 1946-1958, a partir de las cuales se explicaría dicho fenómeno. En el análisis se identifican como factores que explicarían el proceso de la violencia, causas políticas, la lucha por el poder político entre liberales y conservadores, tal vez la principal, pero no la suficiente y necesaria para que desencadenase tamaño fenómeno en la política colombiana de mediados del siglo XX; a la causa política no le podría faltar la actitud o estrategia de la elite9, lo que derivaría en una causa de tipo psicosociológica de los partidos tradicionales, sin la cual el proceso de la violencia no habría tomado los rumbos que tomó; en el comportamiento económico de la época, que para unos fue alentador, mientras que para otros, la gran mayoría, no, encontraríamos las causas de tipo económico; en la desobediencia civil y el estado de anomia social, ilustrada magníficamente por Molina (1990) cuando describe el pensamiento del campesinado, principalmente: … si las reglas constitucionales y legales no ofrecen una salida, hay que buscarla en los rifles y machetes…, que se venía larvando en el país y que se agudizó una vez que el conflicto ganó su propia dinámica, encontramos las causas sociológicas10.
No es el objeto de este trabajo realizar un análisis causal del fenómeno de la violencia. Sí ofrecer una lectura diferente tanto del actual conflicto armado como de aquel, separándolo del fenómeno del narcotráfico y los cultivos ilícitos. Por ello, las variables explicativas que a juicio del autor son las causas del conflicto no tendrán tratamiento alguno y solo servirían como referente para otro estudio más acerca de la violencia en Colombia11.
Una vez desatada la violencia, esta ganó su propia dialéctica: la de las muertes. El asesinato del líder popular el liberal Jorge Eliécer Gaitán12 el 9 de abril de 1948, en lo que ha dado en llamarse “el Bogotazo”13, marcó una escalada de muertes cuyo número aún hoy se desconoce a ciencia cierta.
Muchas de las cifras que se citan a menudo adquieren una plausibilidad engañosa, lo cual no evita que se sigan citando14 (Deas, 1993, p. 12). La muerte de Gaitán se utiliza como bandera y excusa para que la violencia se extienda por todo el país, principalmente en las zonas rurales, donde las condiciones les eran favorables al bandolerismo y la delincuencia, común cuyos actos, de hecho, se incrementaron. Adquirió mayor intensidad en razón de los intereses que había en juego15, la pertenencia partidista, el enriquecimiento personal y la delincuencia se confundieron. La violencia moldeó un estilo de vida, una actitud ante la vida en el que la corrupción y el crimen alcanzaron niveles desbordados (Costa Pinto, 1971, p. 39). La impunidad y la inoperancia del sistema judicial en todo el territorio nacional se hicieron evidentes (Deas & Gaitán Daza, 1995, p. 209).
Paradójicamente, la economía nacional creció durante la mayor parte del periodo de la violencia (Hartlyn, 1993, p. 66); hecho que estimuló el cambio en las relaciones de producción hacia el capitalismo, especialmente en el sector agrario (Leal, 1984, p. 142).
Como bien lo anota Pécault (1987):
… la violencia está al servicio de la modernización capitalista de la agricultura: al permitir la puesta en circulación y concentración de la tierra, y al provocar la expropiación masiva del campesinado, la violencia habría creado las condiciones de la expansión posterior de los cultivos comerciales, café, por ejemplo.
Así, siguiendo a Hartlyn (1993, p. 66), la naciente burguesía industrial se vio complacida con el estado del conflicto, al no verse afectadas las zonas industriales y urbanas con él, y la buena situación económica en lo más crudo de este. La situación de bonanza económica puede ayudar a explicar por qué la reacción contra la violencia continuada creció tan lentamente durante el régimen de Laureano Gómez.
El gobierno de Laureano Gómez (1950-1954) configuró una situación de crisis y de quiebra de la autoridad estatal que no solo puso en peligro a las instituciones, sino que encaminó al Estado colombiano a un estadio en el que las acciones de gobierno se vieron seriamente afectadas. En este estado de ingobernabilidad16 producida por la violencia, y como solución al conflicto, la elite política tradicional buscó un nuevo compromiso17, una fórmula alternativa que solucionara, a la vez, el debilitamiento del control político institucionalizado, el peligro antidemocrático y la situación prerrevolucionaria a que había llegado la violencia (Leal, 1984, p. 141).
Fue así como, apoyado por amplios sectores políticos, encabezados por Mariano Ospina Pérez, conservador, y los lideres liberales Alberto Lleras Camargo y Carlos Lleras Restrepo, se propició el golpe militar, y la llegada del general Gustavo Rojas Pinilla al poder en 195318, contra el recién posesionado Laureano Gómez19 (Alcántara, 1999, p. 320; Hartlyn, 1993, p. 320; Leal, 1984, p. 140). No obstante, muchos analistas coinciden en calificar el golpe militar de Rojas Pinilla como un golpe de opinión o civil (Alcántara, 1999, p. 320; Fals Borda et al., 1962, p. 374).
Así como la violencia fue su arma anterior, la dictadura militar sería su instrumento eficiente y oportuno para conservar el control del poder, anota Costa Pinto (1971) al respecto de los acuerdos de la elite de los partidos tradicionales (p. 40). El nuevo régimen, aun a costa de la quiebra de la democracia, no significaba potencialmente un cambio en las reglas del juego político, sino, más bien, una pausa para su reorganización. Pécault (1987a) señala que Il est certes de bons arguments pour parler de dictature. La rupture avec l’etat de droit n’est pas seulement la manifestation d’une crise… (pp. 357-360).
Con el régimen político de Rojas Pinilla se inició y se terminó el experimento populista en Colombia. Las Fuerzas Armadas apenas sí podían considerarse portadoras de vocación política o preparada para asumir el poder; y hasta el último momento el general Rojas Pinilla manifestó públicamente su preferencia por una solución civil cuando reconoce que “nosotros los militares no tenemos la capacidad suficiente para gobernar el país”.
La modestia política de los militares, en cabeza del máximo jefe de las Fuerzas Armadas, no es solo indicio de la posición subordinada que les es asignada por el orden elitista, sino también de una expresión de la precariedad de lo simbólico de la unidad nacional (Pécaut, 1987a, pp. 351-352).
Rojas Pinilla llegó al poder sin una estructura organizacional sólida, seria y capaz20. El gobierno militar asumió el Gobierno con los dos partidos tradicionales: del Conservador extrajo la alta burguesía y del Liberal una gran complacencia.
A la vez dio comienzo tímidamente a la integración bipartidista en la burocracia, acomodando algunos liberales donde solo antes pululaban los conservadores. En cuanto al enfrentamiento armado, de los dos partidos, pudo colocarlo en el plano del control institucional unificado del Estado (Leal, 1984, p. 142); al fin y al cabo, el rol que el partido del orden le había atribuido al dictador era el de acabar con la violencia, restablecer el orden, imponer la paz a las facciones en pugna, defender el sistema, aplastar la oposición, liquidar los brotes de guerrillas e integrar las capas emergentes a la estructura existente (Costa Pinto, 1971, p. 41).
Estos hechos, tanto el inicio de la integración burocrática bipartidista como la subordinación política de la lucha armada, le proporcionaron al general Rojas Pinilla cierta independencia de poder, y sin buscarlo fue quebrando el antiguo criterio de gobierno de partido al sustituir en ciertos sectores las lealtades partidistas por las burocráticas. En contraste, Rojas Pinilla fue incapaz de generar el apoyo institucional de la Iglesia21 y de los gremios económicos, que se pusieron en su contra (Hartlyn, 1993, p. 70), así como de cumplir a cabalidad con el cometido que le había sido asignado: pacificar e integrar.
Una vez instaurado, así como en su momento la violencia, el régimen militar ganó su propia dinámica y dialéctica: la de los gobiernos militares de la época en otros países latinoamericanos. Creó sus propios intereses y formó sus propios cuadros; intentó desarrollar su propia política y definió la situación nacional según sus propios criterios; lo que había anunciado como la dirección del país por las Fuerzas Armadas evolucionó hacia un gobierno unipersonal (Molina, 1990, p. 297). Rojas Pinilla quizo hacer valer políticamente dicha situación, y en 1955, junto con un grupo de insurgentes conservadores, unos pocos liberales y algunos socialista, fundaron el Movimiento de Acción Nacional (MAN), de corte populista, que se erigió como una “Tercera Fuerza” en el ambiente político colombiano. Sin embargo, los esfuerzos por consolidar el movimiento político, al margen del bipartidismo tradicional, fracasaron. El espacio organizacional, ya ocupado por los partidos tradicionales, así como las implicaciones domésticas del ambiente internacional, contribuyeron a este hecho, debido a las inclinaciones peronistas y su política económica, la que generó oposición por parte de Estados Unidos como del Banco Mundial (Hartlyn, 1993, pp. 71-72; Leal, 1984, pp. 143-144).
Los grandes recursos del partido del orden estaban ya en su contra. Los recursos políticos desde la cúspide de las clases sociales en contra de la dictadura anunciaban nuevamente el advenimiento de una hegemonía, una coalición para derrotarla, pues no había sido instalada con esos propósitos; la elite que lo llevó al poder lo abandonaba.
Una segunda ola de violencia22, e inseguridad, con su correspondiente crisis institucional y de pesimismo en la mentalidad colectiva de los colombianos, se inició, y solo concluyó hacia 1957, cuando una junta militar sucedió a Rojas Pinilla en el poder23.
Molina (1978, p. 299) ilustra bien este momento del régimen de Rojas Pinilla cuando sostiene que “Pocos hombres han llegado al poder rodeados de mayor respaldo que Rojas Pinilla y pocos lo han abandonado en la mayor soledad…”.
Los dirigentes políticos de ambos partidos reaccionaron y convocaron un paro nacional que culminó el 10 de mayo de 1957, cuando una junta militar compuesta por cinco oficiales de alto rango sucedió a Rojas Pinilla en el poder, y dirigió el país, durante quince meses, hasta el 7 de agosto de 1958; momento en que entró en vigor el Frente Nacional, creado para poner fin al conflicto (Valencia Gutiérrez, 2010, p. 185). Con la Junta Militar se inició un periodo de transición que culminaría en agosto de 1958, cuando el primer presidente del Frente Nacional asumiera su cargo.
La violencia presente en el país desde la segunda mitad de los años cuarenta, el fallido intento militar del gobierno de Rojas Pinilla para contenerla y el gobierno en manos de la Junta Militar conducen a que de nuevo las elites políticas de los partidos tradicionales, sin renunciar al sistema bipartidista, propicien una reforma constitucional en 1957 encaminada no solo a la reconciliación y pacificación de la alterada vida política colombiana (Alcántara, 1999, pp. 320-321; Leal, 1995, p. 22; Hartlyn, 1993, p. 69,97), sino también a la institucionalización del monopolio legal del poder político a través de la alternancia en este de las dos formaciones políticas tradicionales: el Partido Liberal y el Partido Conservador24 (Costa Pinto, 1971, p. 51).
De esta forma se daba paso al establecimiento del Pacto del Frente Nacional25, y con este a la ruptura de la racionalidad sectaria de la tradicional ideología de pertenencia a cada partido. Leal Buitrago (1984) lo ilustra así:
… hasta la víspera del Frente Nacional, el enemigo irreconciliable había sido todo aquel que perteneciera al partido contrario; ahora no sólo se convivía con él en las oficinas, sino que hasta se le daba el voto para el cargo más codiciado por cada partido: la Presidencia de la República. (p. 145)26
Es difícil determinar en qué momento exacto las elites que apoyaron al general Rojas Pinilla le dieron la espalda y se volvieron contra su gobierno. Primero fueron los liberales. Ansiosos por recuperar el poder, mostraron su descontento y se mostraron como las principales víctimas de la violencia durante la administración de Rojas Pinilla. Querían que se restaurasen los procedimientos normales promulgados por la Constitución. Solo a través de ellos se podrían aventurar a reconquistar el poder. Luego, los conservadores, aunque algunos continuaron siendo leales al régimen, al fin de cuentas el general Rojas Pinilla era un conservador más. Sin embargo, la elite del partido depuso su simpatía por el gobierno militar. Para ellos, quien se encontraba frente al Estado no era más que un aparecido sin carrera política (Bushnell, 1993, pp. 218-219). Ambas colectividades desconfiaban de su política socioeconómica27, que lo hacía aparecer, al mejor estilo gaitanista, como el defensor de las masas populares frente a los egoístas oligarcas.
Tal vez el aspecto más controvertido, por parte de los partidos tradicionales, y que a la postre fue el que más influyó para su caída, fue haber intentado, a partir de la organización obrera Confederación Nacional de Trabajadores (CNT), conformar una tercera fuerza partidista. Esto no lo podía permitir la elite de los partidos tradicionales. La clase dirigente de Colombia, la elite político-tradicional, no cedió a la dictadura de Rojas Pinilla, ni tampoco a ninguna “nueva clase”, ni dirección económica. Mucho menos a posiciones ideológicas o de liderazgo político. La dictadura militar, que solo había sido el resultado de una estrategia de la elite para “restablecer el orden”, ya no era útil. Era el momento de un nuevo pacto entre partidos que les garantizara a ambos su parcela de poder.
Con la caída del régimen de Rojas Pinilla, el país inició un nuevo capítulo con muchos elementos de continuidad histórica (Hartlyn, 1993, p. 105; Bushnell, 1993, p. 223)28. La reconciliación política y la “paz” fueron la esperanza para la construcción de un nuevo escenario de desarrollo social, político y económico.
La junta miliar que reemplazó en el gobierno al general Gustavo Rojas Pinilla en mayo de 1957 nunca aspiró a ser más que transitoria y permaneció en el poder el tiempo suficiente para que, bajo un nuevo conjunto de normas establecidas por la elite de los partidos tradicionales, se eligiera un nuevo gobierno civil y evitara una nueva ola de violencia. Estas normas, pensadas y concertadas por los líderes de los partidos tradicionales y aprobadas por los votos ciudadanos del plebiscito popular, sentaron las bases del particular régimen de coalición bipartidista conocido como el Frente Nacional y que perduró, por lo menos de manera formal, hasta el final de la década de los años setenta29 (Bushnell, 1993, p. 223).