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Colección Con vivencias

40. Las cartas que los padres nunca recibieron



Primera edición en papel: junio de 2014

Primera edición: marzo de 2018


© Ramon Andreu Anglada

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. - 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02

www.octaedro.com - octaedro@octaedro.com


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ISBN (papel): 978-84-9921-577-8

ISBN (epub): 978-84-17219-49-9


Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro

A Julio Ezequiel Andreu Lopez, mi padre.

A María Anglada Raurell, mi madre.

Mi carta nunca escrita tiene párrafos de todas las que aparecen aquí. ¡Cuánto siento que nunca, nadie, me enseñara a escribirla!

Agradecimientos

Necesito y deseo expresar desde aquí mi profunda gratitud a todos los que, con su ayuda y colaboración, han hecho posible este libro, y a todos los que me han prestado su ayuda para la divulgación del mensaje que contiene. Tengo con ellos una deuda de gratitud: una de estas deudas que, además de ser eterna, le enriquecen a uno como persona. Para que mi agradecimiento no sea anónimo, deseo expresarlo personalmente a:

Rosa, mi esposa, por su aliento y apoyo incondicional, y su importante aportación crítica.

Eduard, mi hijo, que fue el primero en regalarme un libro con las hojas en blanco para que las llenara, y la estilográfica para escribirlas.

Gerard, mi hijo, por sus cariñosos apremios que tanto me estimularon.

Amparo, mi hermana, por su expectación ilusionada e ilusionante.

Olinta, mi hada informática, que me guía por el bosque del «eucaliptordenador».

Carles Singla.

Montserrat Milian.

Alfredo Abián, ex vicedirector de La Vanguardia, de Barcelona.

Nuria Heras, secretaria de dirección de La Vanguardia.

Ellos han sido ayuda decisiva en la divulgación del mensaje.

Juan León, director de Ediciones Octaedro.

Magalí Sirera, responsable de edición, de Ediciones Oc­taedro.

Ellos han hecho posible la materialización del mensaje en forma de libro que pudiera llegar al lector, realizando un trabajo primoroso que merece la calificación cum laude, como la de la más brillante tesis doctoral.

Y a mis pacientes, que pagaron por enseñarme.

Prólogo

Rosa Vergés1

Este libro, como una botella lanzada al mar, a merced de la corriente, llega a un inesperado destino: el lector. Contiene un mensaje del doctor Ramón Andreu claro, conciso y contundente: «La paz con la madre es la madre de todas las paces. La paz con el padre es el padre de todas las paces. Sin esta doble paz, no es posible la paz consigo mismo, ni con nada, ni con nadie.»

La publicación de estas cartas, que los padres nunca recibieron, ha sido posible gracias al coraje de los que las escribieron, sometiéndose a un tratamiento para mejorar su bienestar mental, y que logra la sabiduría de su terapeuta. Son cartas que, como se menciona en el libro, «pueden ser útiles como liberación del dolor y sus consecuencias». Una liberación «que no significa olvidar, algo imposible, sino llegar a poder recordar sin sufrimiento». Fueron escritas, tal vez demasiado tarde para enderezar errores, puesto que en la mayoría de los casos los padres a quien van dirigidas, aunque no para ser leídas, han muerto. Demuestran, en cambio, haber sido muy oportunas para las personas que han sufrido, a causa de lo que «se vivió mal y no pudo aceptarse mientras ocurría». Representan un extracto del gran aprendizaje sobre la mente humana que ha adquirido el doctor Andreu a lo largo de su dilatada trayectoria profesional. Expresan situaciones, adversas emocionalmente, pero reversibles terapéuticamente: «Hace falta coraje moral para someterse a un tratamiento. Y voluntad autocrítica para poder mejorar como persona» –escribe.

Tienen un valor que trasciende al propio paciente, pues, mediante ellas, a su vez, el doctor Andreu analiza la sociedad, alertándola de los peligros de la falta de salud mental. El lector puede encontrar la clave de algunos enigmas en su propio comportamiento. Resultan un buen ejercicio de búsqueda en la memoria para que se haga la luz y se ilumine aquel pasado recóndito que marcó las relaciones de cada hijo con su «grupo original», como denomina el Dr. Andreu, al núcleo familiar. Con un estilo conciso y directo, plantea el libro como si nos permitiera asistir a sus sesiones. Puede ayudarnos a todos a revisar nuestra propia posición frente a nuestro grupo original. Y original es la estructura del libro, que destila la magnífica y generosa humanidad del experto terapeuta. Mediante imágenes, que van desde el ámbito cinematográfico, su pasión, hasta el cancionero popular, ilustra, el difícil e íntimo trayecto hacia atrás para restablecer el contacto emocional, el eslabón perdido con el mundo. Una de esas citas expresa magníficamente el contenido del libro: «Hay que nadar a contracorriente, como las truchas en el río, para llegar hasta los orígenes.»

Aunque sean difíciles, los casos que disecciona, con la inestimable colaboración de los propios pacientes, la lectura del libro deja la esperanzadora sensación de que los resuelve. Y lo hace como lo podría hacer Agatha Christie, investigando minuciosamente el camino a la inversa, que ha conducido, a cada uno de sus pacientes, a sus problemas mentales. En ese camino, va acumulando pistas para ayudar a pensar, a conocer lo que se busca, para comprender cuál es el origen de los males y superar disfunciones hipnóticas o de sufrimiento. Utiliza metáforas bien comprensibles: «Tras una sesión de hipnosis uno es capaz de beber agua porque cree tener sed, cuando en realidad cumple con una orden subliminal recibida bajo el efecto del ensueño.»

En su búsqueda para resolver enigmas mentales, ofrece un amplio abanico de experiencias traumáticas. Nos enseña a «aprender a substituir el juzgar por el comprender». Manifiesta con contundencia «que es imposible entender lo que se encuentra sin saber qué se busca».

Con inteligencia, hace un recorrido vital, a través de cada uno de los casos, algunos de ellos de sufrimiento extremo, de complejidad terapéutica. Titula cada caso con acierto, y nombra con pseudónimos, muy reveladores, a sus distintos pacientes.

A Miriam, la hija maltratada, le cuesta aceptar lo que es «demasiado bonito para mí». El caso de Belinda, que nunca se ve como «tiene que ser», lo titula como El drama del espejo. David, el joven cascarrabias, expresa muy bien cómo le beneficia la terapia del deshielo para recuperar el calor del afecto. Armandine, nombre que cita a George Sand, descubre que «lo mío se tiene que solucionar pensando». Con buen sentido del humor, el doctor clarifica que «un clavo no saca otro clavo sino que hace una agujero más grande». Con Ricardo, el caso Sísifo, que alude a la tragedia griega, descubrimos que no hace falta ser el número uno: «Hay que sentirse como todo el mundo, sin estar ni por encima, ni por debajo de nadie.» En su carta, define a su padre como «un libro sin páginas». A Juan, el niño al que nunca vieron, hombre de éxito, pero infeliz, su percepción alterada de la realidad le hizo sentirse invisible. La terapia le ha ayudado a pasar de «la represión a la contención». Sara, la niña que no podía jugar con muñecas, ha comprendido a través de las cartas que fue «víctima de víctimas y no de verdugos» y, aun sin olvidar el dolor, el saber perdonar le ha devuelto la paz. Puede recordar sin sufrir. Ángela, la niña nacida para ser mujer y educada para ser Ángel, se libera con las cartas de la drogadicción al sufrimiento, causada por la enfermedad de su hermano; y supera su intolerancia al bienestar. Eduardo, el chico sospechoso, comprendió escribiendo, que su madre, «en lugar de electrificar, dar luz y calor, electrocutaba» y acaba por decirle: «Me gustaría no quererte más, sino querernos mejor de lo que nos queremos.» A la protagonista del siguiente caso, la niña que al crecer dejó de hablar y dejó de reír, el doctor la bautiza como Aurora, porque con sus cartas ha vivido un nuevo amanecer en su vida. Pepe, el hombre tranquilo escribe a su padre: «Te echo de menos, pero no desde que nos dejaste, sino desde siempre.» Eusebio, el caso del defensa central, que nunca jugó en el campo en la posición que quería su padre, en su carta le dice: «No eres mi entrenador» y «La vida no es sufrir, sino vivir». Con la terapia ha encontrado la salida del laberinto. Lidia, la mujer que no podía conducir, ha aprendido a manejar su vida.

Todas las cartas tienen en común el saber desvelar las consecuencias anímicas de los tres demasiados que interesan al doctor Andreu: «Demasiado pronto, demasiado fuerte, demasiado tiempo». Pero no será tarde, según él, para deshacer los nudos que oprimen la mente a causa de la insana relación con el grupo original en el primer tercio de la vida, siempre que se acometa un «reset».

Este libro demuestra la eficacia de «la familia de acogida» que representa una terapia: «Los padres tienen un plazo fijo para influir en la formación del carácter de los hijos, educarles, infundirles valores, transmitirles un modelo de actuación ante la vida. Este plazo caduca o finaliza en la posadolescencia inmediata, es decir, antes de los veinte años. Fuera de ese plazo es imposible proporcionarles adquisiciones nuevas. Y también reparar los daños por errores que hayan podido cometer con ellos. Pero sus representantes simbólicos, los terapeutas tenemos un plazo más amplio, prácticamente indefinido.»

En su anterior obra El GPS secreto de nuestra mente, el Doctor Andreu supo describir la constelación familiar que, mediante satélites, orienta nuestras relaciones con la familia, el dinero, el tiempo y la autoestima.

Y ahora, con Las cartas que los padres nunca recibieron, nos invita a escribir nuestras propias cartas, a reconocer, si es el caso, que necesitamos ayuda. En alguno de los casos que analiza descubrimos que la decisión de acometer una terapia viene tras la lectura del primer libro. Y eso, a buen seguro, va a repetirse tras la profunda, reveladora y al mismo tiempo amena, lectura de este volumen.

Es importante la aportación de un gran terapeuta, como es el doctor Ramón Andreu, para concienciar a una sociedad del grado de su salud mental, identificando comportamientos tóxicos, y señalando a su vez las pautas de un comportamiento sano, para mejorar las relaciones, en la búsqueda del bienestar, de la felicidad, la tranquilidad, la paz y la libertad.

Quisiera despedir este escrito a modo de carta:

«Querido Ramon Andreu, te agradezco profundamente la confianza que has depositado en mí, al permitirme participar en este proyecto tan sumamente saludable, del que tanto he aprendido. Gracias también por concederme, además, el don de tu amistad. Por favor, sigue escribiendo.»

1. Rosa Verges Coma es directora y realizadora cinematográfica. Licenciada en Historia del Arte por las Universidades de la Sorbona (París) y Barcelona, su primera película, Boom-Boom, obtuvo el Premio Goya a la mejor Opera Prima, el Premio San Jordi y los Fotogramas de Plata. Es profesora asociada de las universidades Ramon Llull, Menéndez Pelayo y Pompeu Fabra. Delegada de la Fundació de l’Escola de Cinema i Audiovisulas de Catalunya y vicepresidenta de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España de 1994 a 1998, fue miembro del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts de la Generalitat de Catalunya.

PARTE PRIMERA

Empezando por el principio

Cómo empezó todo

Me refiero, claro está, a cómo empezaron a gestarse estas cartas únicas y excepcionales, diferentes a todas las demás cartas. Porque todas las cartas, como mensajes que en realidad son, ya sean escritas en papel, electrónicas, o en forma de SMS, se escriben para ser leídas: tienen uno o varios destinatarios.

Pero las que el lector va a poder leer en estas páginas, no. Aunque tienen destinatario, a veces uno, a veces dos, están escritas precisamente para no ser leídas. Para no llegar nunca a su destinatario. Para no ser nunca enviadas ni cursadas. Unas veces, su destinatario o destinatarios han muerto. Pero la mayor parte de las veces, aún viven. Es más: el autor o autora de la carta, aún vive con ellos.

Como el lector habrá advertido por el título del libro, los destinatarios son los padres. Unas veces por separado; otras, como en el caso de Lidia, conjuntamente, como pareja parental.

Pero, ¿por qué uno va a necesitar escribir una carta a alguien con quien está viviendo bajo el mismo techo, o bien convive habitualmente aunque viva en otro domicilio, y con quien habla a diario, o casi a diario (si no viven juntos), y además, con la expresa intención y finalidad de no enviársela y de que no la lea?

Pues porque uno, o una, puede tener la necesidad vital de decirles determinadas cosas a los destinatarios, que ya sabemos quiénes son. Y la satisfacción de esta necesidad puede ser irrenunciable, e imprescindible, para conseguir la salud mental o psicológica que le falta al sujeto en el momento de la consulta con el psiquiatra o con el psicólogo.

Ahora bien, también es vitalmente necesario e imprescindible que el mensaje no llegue de viva voz ni por escrito a sus destinatarios. ¿Por qué? Porque nunca han estado, ni están, en condiciones de comprender su contenido, encajarlo, asimilarlo, elaborarlo, ni digerirlo. A veces, comprenderlo, sí. Pero asimilarlo, nunca. Cuando la carta ha sido escrita, para ellos ya es demasiado tarde. En cambio, para el sujeto es justo el momento oportuno para poder introducir ciertos cambios en su vida, que sin la elaboración de esta carta, nunca podrían realizar.

En las páginas siguientes iremos desgranando todo esto, explicándolo y desarrollándolo con detalle. Lo ilustraremos con casos clínicos reales, historias humanas cuyos protagonistas han autorizado expresamente la publicación del fragmento de su historia referida a este tema.

Haremos especial énfasis en las consecuencias trágicas que puede tener el empecinarse en hacer conocedor del mensaje al destinatario, como le sucedió a Belinda en «el caso de la hija justiciera».

Solo hay una manera de satisfacer al mismo tiempo las dos necesidades vitales e imprescindibles, es decir, la de decirles a ellos ciertas cosas, y la de que no se enteren, y es escribirles la carta, pero hacerla llegar al destinatario adecuado: su representante simbólico, el terapeuta.

Es imprescindible que el protagonista (el autor de la carta) acepte desde el principio que nunca podrá alcanzar el nivel de comunicación con los padres que desearía, porque no poseen el grado de salud psicológica que ello requiere. También esto lo explicaremos ampliamente.

Al ser el terapeuta (por definición) su representante simbólico, el protagonista tiene que aceptar que este nivel de comunicación con ellos solo podrá establecerlo indirectamente a través de él, lo cual no quiere decir que el nivel de comunicación con los padres no pueda cambiar. Lo que ocurre es que, por más que cambie, nunca podrá ser el que nos gustaría que fuera. Ni mucho menos el que tendría que haber sido.

Al llegar a este punto, el lector se preguntará qué cosas han motivado que se escribiera esa carta. Vamos a tratar de explicarlo. Primero, en general. Luego, en la segunda parte, en particular, a través de los casos que iremos describiendo y que ilustrarán, de modo práctico, estas explicaciones que ahora parecerán teóricas al lector.

La necesidad de escribir esta carta ha surgido a lo largo de un tratamiento psicoterápico. Así pues, empecemos por ahí.

¿Por qué consulta uno con el psiquiatra o con el psicólogo?

Porque no se siente bien. Esto quiere decir que la persona no se siente bien consigo misma: puede tener angustia, ansiedad, sentimiento de insatisfacción, complejo de fracaso, desorientación, confusión, falta de proyecto de futuro, o tener alterado el estado de ánimo en forma de depresión, ya sea de forma permanente, o alternando con fases de una rara excitación eufórica sin motivo aparente. También puede tener miedos que, para diferenciarlos de los miedos normales, los llamamos fobias y se caracterizan por tres cosas: son de causa aparentemente desconocida (en realidad el motivo es inconsciente para el sujeto), incontrolables por la voluntad, y originan una conducta determinada que suele ser de evitación o huida de aquello que provoca el miedo. O bien puede tener obsesiones, que provocan un grado elevado de sufrimiento y, a veces, comportamientos que reciben el nombre de «rituales». Asimismo puede tener síntomas o molestias físicas tales como: palpitaciones, dolores torácicos en el área del corazón, cefalalgias que pueden llegar al grado de jaqueca, dolores abdominales y alteraciones del ritmo intestinal (como ocurre en las diarreas del colon irritable), y que no son más que la repercusión en el cuerpo de las tensiones psíquicas emocionales internas que padece la persona.

La lista de posibles motivos de consulta podría ser mucho más larga, pero la resumiremos enumerando los más frecuentes en la práctica.

Ahora bien, esto no es lo único que lleva a la persona a la consulta. Además, suele haber problemas en la relación con los demás: familia, pareja, amistades, medio laboral, dificultades de sociabilización. Unas veces, la persona los expone espontáneamente. Otras, van surgiendo a lo largo del tratamiento.

Con gran frecuencia, la persona suele tener problemas en su relación con el dinero, y también con el tiempo.

Aunque a veces los síntomas físicos o los anímicos, por su intensidad y por el sufrimiento que producen, requieren medicación, esta siempre constituirá un tratamiento sintomático, no causal, de lo que le pasa al sujeto. Es como cuando en una gripe tomamos antigripales.

El tratamiento causal será la psicoterapia. Siempre y cuando esta se enfoque a la averiguación de las causas que provocan la desestabilización del sujeto. Hay dos tipos de psicoterapia causal: la psicoanalítica y la constructivista.

La psicoanalítica o psicodinámica tiene tres variantes técnicas: la clásica del diván, que suele requerir tres o más sesiones semanales. Cada vez se aplica menos; el vis-a-vis, sentado, que suele realizarse a razón de una sesión semanal, a veces, dos; y el análisis a través del grupo, utilizando el grupo como instrumento de análisis. Suele realizarse una sesión semanal de dos a dos horas y media de duración.

Últimamente ha surgido una derivación auténticamente innovadora, que podría tildarse de revolucionaria: el abordaje de lo emocional y de los conflictos inconscientes a través del cuerpo: el morfoanálisis. Es revolucionaria dentro del psicoanálisis porque, siendo este un método verbal, el morfoanálisis, en cambio, no lo es: pretende hacer eclosionar los contenidos emocionales conscientes e inconscientes, por estímulo físico directo sobre el cuerpo del paciente. De modo similar a como lo hacen los fisioterapeutas, el morfoanalista estimula por contacto físico directo determinadas zonas del cuerpo del paciente, haciéndole realizar determinados ejercicios físicos, unas veces activamente y otras pasivamente. No es que esta terapia sea muda, el paciente verbaliza con su terapeuta los contenidos emocionales que van emergiendo. Las sesiones se realizan en ropa de gimnasio, o ropa interior, sobre colchoneta. El morfoanalista es un psicólogo con un grado de formación psicoanalítica.

Otras psicoterapias, como la cognitivoconductual, gestáltica, humanista, etc., no abordan el nivel inconsciente del sujeto.

La terapia constructivista es verbal, se realiza con la variante técnica del vis-a-vis, y suele realizarse a razón de una sesión semanal, y a veces, dos. En sus orígenes, el constructivismo bebió en las fuentes del psicoanálisis.

Así pues, la necesidad de escribir las referidas cartas, surgió de un proceso psicoterápico en curso. Este, a su vez, surgió como indicación terapéutica a raíz de las primeras consultas con el psiquiatra o el psicólogo. Y la primera consulta se realizó, porque la persona experimentaba un cierto tipo de malestar y de síntomas, que hemos descrito antes.

Ahora bien: ¿cómo ha llegado la persona a esta situación? ¿Cuáles son las causas? ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Vamos a tratar de explicarlo.

Las cosas han ocurrido, y los acontecimientos se han desarrollado, en un escenario determinado: el grupo original familiar. De cómo se desarrollen los acontecimientos, es decir, de cómo se vayan configurando las relaciones entre ellos y nosotros, va a depender que nuestro crecimiento sea suficiente y el grado de salud psicológica (o mental) el adecuado o que, por el contrario, nuestro crecimiento no comporte un desarrollo en grado suficiente y nuestra salud psicológica no tenga el nivel óptimo necesario. En este último caso surge de forma gradual, lenta, y progresiva el malestar que acabará llevándonos a la primera consulta, y que antes hemos descrito.

Como esto es de la mayor importancia, vamos a describirlo con detalle en la Parte segunda, a continuación.

PARTE SEGUNDA

El escenario

El escenario: el grupo original

En otro texto (El GPS secreto de nuestra mente. Octaedro, 2013) he descrito cómo nuestro inconsciente es un verdadero GPS, y además emisor-receptor. También él recibe respuesta, a las señales que emite, de una constelación de «satélites» que no es otra que la constelación familiar. Y cómo, según cuáles sean las «señales» que llegan a nuestro GPS interno, este podrá trazar una hoja de ruta hacia la salud o la enfermedad; hacia la felicidad o la infelicidad.

Para el lector que no haya tenido ocasión de conocer el texto anterior resumimos, a continuación, lo referente a este tema. Es de una importancia capital, porque cuando las «señales» recibidas no han sido suficientes, o no han sido las adecuadas, y sobre todo cuando han sido tóxicas (describiremos las dos más importantes: la «señal D» y la «señal H»), es cuando se instaura el malestar creciente que acaba por llevarnos a la primera consulta. Y cuando, fruto de los déficits de comunicación que presidieron aquella etapa del desarrollo, surge la necesidad de escribir aquellas cartas.

Relación grupal original

Entendemos por tal la forma de relacionarnos con las personas que constituyen este grupo, y que viene determinada e impuesta por la forma en que ellos se han relacionado entre sí y con nosotros. De este modo, el niño aprende a relacionarse con su entorno de una manera determinada: la aprendida en el seno de su grupo original en la primera etapa de su vida, la que se extiende desde el nacimiento hasta la post-adolescencia.

La trascendencia de este aprendizaje es decisiva para nuestra vida. En las etapas posteriores, nos relacionaremos con el mundo externo, es decir, con todas las demás personas y con todos lo demás grupos humanos (laboral, profesional, de vecindad, social en general y, sobre todo, con el grupo familiar que fundemos), exactamente de la misma forma en la que lo hicimos con los componentes de nuestro grupo original.

Así pues, si las cosas han ido lo suficientemente bien en nuestra primera etapa dentro del grupo original, los aprendizajes habrán sido correctos y nuestra forma de relacionarnos con el mundo será la adecuada. Pero si no ha sido así, los aprendizajes habrán sido defectuosos y causarán defectos de funcionamiento en nuestro modus operandi. Es decir, tendremos problemas y conflictos en la relación con nosotros mismos y con los demás.

En resumen: el grupo original es un auténtico molde con el cual el sujeto va a «fabricar» las piezas, que son las relaciones con los demás. Si el molde es defectuoso, las piezas también lo serán. Cuanto más graves sean los defectos o fallos del molde, más lo serán los de las piezas que de él van a salir.

Si en el seno del grupo original las cosas van aceptablemente bien, es decir, si no ha habido más frustraciones que las imprescindibles para educar, y no ha habido déficits substanciales, la persona crece y se desarrolla en paz y armonía. Pero si ha habido frustraciones excesivas o indebidas, y déficits en los suministros básicos (en las «señales» que nuestro GPS interior debe recibir), la persona no puede crecer en paz y armonía, sino en un estado de perpetua zozobra caracterizado por la crispación y la hostilidad interior: no estará en paz consigo misma, porque no podrá estarlo con sus padres.

Y es que un axioma fundamental del funcionamiento mental, que cuarenta años de práctica clínica me han permitido formular, es el siguiente:

La paz con la madre, es la madre de todas las paces. La paz con el padre, es el padre de todas las paces. Sin esta doble paz, no hay paz posible consigo mismo, ni con nada, ni con nadie. La felicidad es entonces imposible. Quizás, éxitos parciales, si el sentimiento de culpa (a veces inconsciente) lo permite. Pero nada más. La vida de pareja, fracasará.

Ahora vamos a explicar cómo funciona, o mejor, cómo debe funcionar el grupo original.

La interacción entre los componentes del grupo original, la relación que establecen entre sí, es un complicado juego (o fuego) cruzado, de instintos y pasiones. Para que la necesidad dictada por el instinto alcance la categoría de Deseo, y la pasión evolucione a Amor, este interactuar entre sí no puede ser anárquico o caprichoso, sino que debe regirse por unas reglas básicas y un principio fundamental. Solo así podrá cumplir su misión el grupo original: enseñarnos a saber desear y a saber amar, que es tanto como enseñar a vivir.

Las reglas básicas son tres: comunicar; respetar; compartir.

El principio fundamental es el principio de autoridad parental.

Principio de autoridad

La autoridad es una de las formas esenciales del poder. Consiste en la facultad o capacidad de regular y dirigir el funcionamiento de una colectividad, a través de un sistema de derechos y deberes que se le transmiten e inculcan, y que tiene que aceptar. La relación entre colectividad (o grupo) y autoridad, es la subordinación.

Ahora bien, la subordinación no debe confundirse con la esclavitud, la humillación, ni el sometimiento. Ni debe consistir en la anulación de la persona. Debe basarse en el respeto mutuo.

Hay otras dos formas de poder, que no deben confundirse con la autoridad: la manipulación-influencia-control (en el sentido de inducir a otros a adoptar una conducta que interese al manipulador), y la coacción pura y dura.

Max Weber distingue tres tipos de autoridad: la tradicional, la legal-racional y la carismática. La primera consiste en la creencia en un poder conferido por el tiempo y la tradición a determinados individuos o instituciones (por ejemplo, la monarquía); la segunda se basa en la creencia en un sistema general de principios de los que se desprende un sistema jurídico de relaciones (por ejemplo, el estado constitucional); la tercera se basa en la creencia en los poderes excepcionales que posee la persona que detenta la autoridad, a la que se conceptúa como sobrehumana, se le suponga o no un origen divino. Es la forma más nefasta de autoridad, porque esta sí exige la anulación del pensamiento de las personas y la imposición de un pensamiento único. Ejemplos: las sectas, las dictaduras con el llamado «culto a la personalidad» (del líder, claro).

Según cuál sea su naturaleza, pueden distinguirse varios tipos de autoridad: política, religiosa, económica, civil, militar. Pero aquí nos interesa tan solo una: la parental, que es la base sobre la que se sustenta la familia, y sin la cual, la familia no es posible: no podría funcionar como tal.

En su obra Tótem y tabú (escrita para el público general), Freud explica cómo la horda primitiva de homínidos se transforma en grupo organizado. La horda era un grupúsculo de individuos anárquico y caótico que solo podía coordinarse en la estrategia de acoso y derribo de la presa. Una vez conseguido esto, se había acabado la coordinación: estallaba la lucha a muerte entre ellos, para ver quién conseguía el mejor trozo, o entre dos o más machos que codiciaran la misma hembra, o entre dos o más hembras que codiciaran el mismo macho. De esta forma, el grupúsculo se estaba construyendo y destruyendo incesantemente.

Pero esto cambia radicalmente cuando surge el tótem (la autoridad), que hace respetar un tabú. El tabú que hay que respetar será la prohibición de atentar contra la integridad física, y sobre todo sexual, de los miembros del grupo, la del personaje totémico o autoridad, y la prohibición de las relaciones sexuales, aunque fueran voluntarias, entre los miembros del grupo. Es decir, lo que se denomina incesto. La transgresión del tabú conllevaba la muerte.

Es entonces cuando el grupúsculo caótico de «todos contra todos» se transforma en grupo organizado, dirigido y cohesionado por una autoridad superior, cuyo lema es «todos contra los demás». Como los demás están demasiado ocupados en matarse entre ellos, el grupo organizado se impone fácilmente: los somete como esclavos, se apodera de las tierras fértiles, controla ríos y valles, y las montañas que dominan los valles.

Pronto cunde el ejemplo y se van formando cada vez más grupos organizados. Luchan por el poder y la dominación del entorno, del que depende su supervivencia. A alguien se le ocurre un día que dos grupos juntos tendrán más poder que uno y nace la tribu, y después el poblado.

El primer grupo organizado, cuya autoridad disponía omnímodamente de la vida y la muerte de sus componentes, evolucionó a lo que llamamos «clan». Y este, a su vez, a lo que llamamos «familia».

Pero, ni la familia ni la sociedad existirían si no existiera una autoridad y el respeto a unos tabúes o a unas prohibiciones determinadas (no matarás, no robarás, etc.).

Freud cuestionaba en su obra algo que era un misterio no desvelado aún (y tampoco lo ha sido después de su muerte en 1939): cómo surgió el primer tótem o autoridad que impuso los tabúes o prohibiciones básicas. De la horda al grupo organizado hay un salto, un intermedio que nos es desconocido: el famoso «eslabón perdido».

Así pues, sin autoridad no habría ni familia, ni sociedad civilizada. Vamos a describir ahora la forma específica de autoridad que es la base fundamental de la familia: la autoridad parental, es decir, la de los padres.

Autoridad parental

Defino la autoridad parental como una fórmula-coctel de poder.

En efecto, está compuesta por todo lo que hemos descrito hasta aquí: es tradicional, legal-relacional, carismática; incluso tiene algo de influencia-control, y a veces es coactiva. Tiene algo de todas, pero no puede ser ninguna de ellas. El quid de la cuestión está, como siempre, en el ser humano, en la dosis adecuada de los componentes.

Es tradicional por lo que tiene de poder conferido por el tiempo y la tradición, que hacen de él una institución. Es legal-racional porque se basa en la creencia en un sistema general de principios, de los que se desprende no solo un sistema jurídico de relaciones y normas sino, además, un sistema de valores. Es carismática porque los padres han de tener «carisma», que es la capacidad de ser líderes de su grupo, el familiar; deben conducirlo e inspirarlo basándose en la fuerza de su personalidad, y nunca en la coacción ni en el incentivo de bienes materiales. Ha de ejercer una influencia (benefactora, naturalmente) y un control sobre los hijos, entendido como orden necesario para el crecimiento y el progreso. Y ha de poseer una capacidad de coacción, puesto que en determinados momentos del crecimiento, los hijos no pueden comprender la conveniencia de ciertas normas, y sobre todo de ciertos límites, en razón del insuficiente desarrollo de su aparato mental, y en esta circunstancia, no hay más remedio que imponerlos.

Pero insisto: los componentes del coctel que constituyen la autoridad parental (tradición, racionalidad, carisma, influencia, coacción) han de darse en la dosis adecuada. Si no, aparecen las deformidades patológicas o enfermizas que dañarán a los componentes del grupo original en distintos grados de gravedad. Vamos a verlo.

La autoridad parental ha de ser tradicional, pero no retrógrada; racional, pero no obsesiva; carismática, pero no dictatorial; influenciante, pero no manipuladora; coactiva, pero no castradora.

Por último, a propósito de la autoridad, transcribo dos fragmentos del texto que sobre este concepto ha escrito en su último libro la Dra. Roser Pérez Simó (Lo mejor y lo peor de la adolescencia; Cahoba Ensayo, noviembre 2007). Sus palabras recogen la sabiduría que no solo da la preparación académica, sino más de cuarenta años de experiencia en la práctica clínica con adolescentes. Leámosla con atención:

[…] quizá de forma reactiva a la educación represiva que promulgó el franquismo y quizá también por las teorías educativas que nacieron del deseo compartido de fomentar las libertades humanas, se desdibujó la autoridad de los adultos.

[…] en la crisis de los valores y preceptos educativos de las últimas décadas, se idealizó la niñez, se atribuyó demasiado poder a un YO todavía inmaduro, quizá se les entrenó poco para la renuncia, para la tolerancia a la frustración y para la capacidad de poder esperar. Se les ha hecho protagonistas de la época, y se pusieron todas las esperanzas para que ellos nos condujeran a una cultura basada en el respeto mutuo. Con las mejores intenciones y subrayando los logros conseguidos, quizá seamos responsables de haberles legado un cierto tinte omnipotente, omnipotencia que reclama, exhibe y actúa la adolescencia hoy.

Las reglas básicas del juego en el grupo original

Como decíamos, son tres: comunicar; respetar; compartir.

Comunicar es transmitir, hacer llegar al otro. ¿Qué? Pues lo que pensamos, lo que necesitamos, lo que deseamos, lo que tememos, lo que nos gusta, lo que nos disgusta, lo que nos alegra, lo que nos entristece. Sin libertad de comunicación y de expresión, ningún grupo humano funciona; y mucho menos, el original. La vergüenza y el miedo, son incompatibles con la higiene mental.

Respetar. El respeto es un sentimiento. Consiste en sentir una deferencia y tener una consideración hacia el otro que manifestamos con nuestras palabras y nuestra actuación, tanto ante él como cuando se hable de él en su ausencia. Esta deferencia y esta consideración vienen dictadas por el rango moral y humano que en él reconocemos. A los niños debe enseñárseles, desde el principio, que no pueden hablar a los papás como hablan a cualquier otro niño de su edad. E imponérselo. Y también, que libertad de expresión y de comunicación no significa libertad para insultar, agredir y ofender. Pero además de enseñar diciendo, hemos de enseñar actuando con el ejemplo: tenemos que hacer que se sientan respetados. ¿Cómo? Tratándolos sin violencia verbal ni física, hablando, no gritando. Y con detalles tales como llamar a la puerta antes de entrar en su habitación, aunque sean pequeños (parvulario). No son convenientes ciertos diminutivos y apodos.

Hay un hecho que merece mención especial: es psicológicamente tóxico que los hijos se dirijan a sus padres por su nombre de pila. Papá es papá: no es José. Hay muchos José, pero un solo papá. Y mamá es mamá: no es Antonia. Antonias hay muchas. Mamá, solo una. El llamar a los padres por el nombre de pila genera una proximidad psicológica y emocionalmente tóxicas. ¿Por qué? Porque borra los límites y la distancia (no confundir con el indeseable distanciamiento) que ha de haber entre unos y otros. Se crea una cierta promiscuidad psicológica. A nivel inconsciente, los niños viven el hecho como incestuoso, y esto les perturba, aunque externamente no lo parezca. Pero lo cierto es que la vivencia incestuosa genera una excitación indebida que puede manifestarse de formas distintas: trastornos de conducta, déficits de atención y concentración, hiperactividad, hábitos regresivos impropios de la edad, entre otras.

Compartir es dividir algo en partes, tomando cada uno la que le corresponda. Es participar de algo del otro. Es poseer algo en común, con los demás. Resulta imposible sin comunicar o sin respetar. En el grupo original, se ha de compartir un espacio físico, unos bienes materiales determinados, pero sobre todo un espacio de diálogo y el afecto. Los niños deben aprender que el afecto no puede ser un monopolio exclusivo. Tienen que aprender a participar de los sentimientos y estados de ánimo del resto del grupo, y a hacer participar a los otros de los de él. Debemos enseñarles que esto es compatible con el respeto a su privacidad e intimidad, sin interrogatorios ni control excesivos, y sobre todo guardando y haciendo guardar la confidencialidad, respetando y haciendo respetar el secreto confiado, si así lo pide el interesado o lo creemos oportuno aunque no nos sea explicitado.

Estas reglas básicas del juego son las reglas de oro por las que nos hemos de regir. Si no las seguimos fracasaremos en la vida de relación y, muy especialmente, en la vida de pareja. Aprender a seguirlas solo puede realizarse en el seno del grupo original y en ningún otro sitio, excepto en un grupo terapéutico psicoanalítico, o en una terapia individual de igual orientación. Ni la escuela, ni ningún otro ámbito, pueden substituirlo.

El llamado «complejo de Edipo»

La leyenda de Edipo aparece por primera vez en la Odisea, de Homero. Fue recogida por autores posteriores, que la novelaron ofreciendo distintas versiones, pero coincidentes todas en lo fundamental. La mejor conservada y conocida ha sido la de Sófocles, que escribió la tragedia Edipo rey. En ella se inspiró Freud para describir el famoso «complejo de Edipo».

Veamos: Layo y Yocasta, reyes de Tebas, tienen un hijo, Edipo. El oráculo vaticina que les traerá la desgracia: matará a su padre, y se casará con su madre, cometiendo incesto. Los padres lo entregan entonces a unos sicarios para que lo maten, pero estos, compadecidos de la criatura, lo entregan a unos pastores, en el vecino reino de Corinto. Edipo es adoptado por el rey de Corinto. Para desvelar el misterio de su origen y nacimiento, se encamina a Delfos para consultar al Oráculo. En el camino, su comitiva se cruza con la de Layo, al que Edipo desconoce. Se produce un altercado, y en la lucha, Edipo mata a Layo, sin saber quién es. Al pasar por Tebas, libera a la ciudad del maleficio de una deidad, la Esfinge, resolviendo determinados enigmas, y la ciudad, en agradecimiento, le concede el reino y la mano de Yocasta, la reina. Años después, la peste se abate sobre Tebas, y los dioses hacen saber que solo se liberará de ella si se descubre quién mató al Rey. Es Tiresias, el ciego, el adivino que lo descubre. Consternado, Edipo se arranca los ojos, para no ver. Yocasta se suicida ahorcándose. Según unas versiones, Edipo sigue reinando aún durante dieciséis años. Según otras, se exila a Atenas, cuyo rey le acoge, y donde finalmente muere.

Hasta aquí, la obra literaria.

Ahora veamos qué es lo que quiso decir Freud, al describir su «complejo de Edipo».

En primer lugar, hemos de aclarar el significado de la palabra «complejo». En su significado original y auténtico significa «conjunto de», amalgama, entramado de varios componentes. Por eso se dice que tal o cual situación es compleja, para indicar que no es sencilla ni simple sino complicada por la coexistencia de varios factores; o se habla de «complejo industrial» para indicar el conjunto de varias edificaciones distintas que forman un todo.

Pero el lenguaje evoluciona, y a veces degenera, perdiendo algunas palabras su significado original, o atribuyéndosele otro, que puede coexistir con este. Eso es lo que ha sucedido con la palabra «complejo», a la que se atribuye en sentido coloquial, el significado de «manías», miedos enfermizos, o rarezas de carácter o comportamiento, y así, se dice coloquialmente que tal o cual persona «tiene complejos» o «está acomplejada». Se utiliza entonces «complejo» como sinónimo de anormalidad.

Aclaremos, por tanto, que Freud utilizó la palabra «complejo» en su sentido y significado original y auténtico, queriendo indicar que la relación del hijo con los padres no es simple sino compleja: consiste en la amalgama de sentimientos opuestos y contradictorios, que son, amor y odio.

Así pues, Freud denominó complejo de Edipo a un estadio NORMAL del desarrollo del niño, que abarca desde el nacimiento hasta la adolescencia, y que, en circunstancias normales, finaliza con esta. Para Freud, complejo de Edipo es sinónimo de situación edípica, y es el marco relacional NORMAL en que el niño se relaciona con los padres. Nunca dijo, ni escribió, que esto fuera anormal o signo de locura o de enfermedad.

Siguiendo con la imagen metafórica del GPS, lo que en este es la constelación de satélites que lo alimentan, aquí podemos llamarlo «constelación Edípica», ya que los padres y hermanos son estos «satélites».

Ahora bien, así como es normal tener azúcar en sangre (glucosa), pero la diabetes es una enfermedad, y a nadie se le ocurre decir que es anormal tener azúcar en sangre, así también, Freud describió dos variantes patológicas del complejo de Edipo: la neurótica y la psicótica. Estas sí son enfermedad.

O sea, que el complejo o situación edípica es tan normal como el azúcar en sangre. Y como este, es imprescindible para la vida. Pero su alteración patológica es incompatible con la salud, y constituye en sí mismo una enfermedad. Como lo es la diabetes, por ejemplo.

Aclarados estos conceptos previos, ahora ya podemos entrar en el núcleo o meollo de la cuestión.

Freud llamó edípica a la relación normal del hijo con los padres (no solo con la madre), por el papel que desempeña en esta la sexualidad infantil. Esta constituye el tercer integrante fundamental de la relación padres-hijos junto con el amor y el odio (o si se prefiere, la rabia).

¿Y cómo interviene la sexualidad del niño en esta relación?

Pues interviene en forma de curiosidad y deseo.

Cuando entre los dos y los tres años, el niño descubre la diferencia de sexos, una infinita curiosidad, en forma de afán de saber, se apodera de él. Acribilla a preguntas a los padres, les espía a través del ojo de la cerradura de la habitación y del baño, menudean los juegos eróticos entre hermanos y amiguitos, o irrumpen repentinamente en la habitación de los padres para sorprenderlos en su intimidad.

Esta curiosidad, que en sí misma ya es deseo (deseo de saber), se acompaña de otra forma de deseo: el desear «hacer lo mismo» que papá (el niño) y «hacer lo mismo que mamá» (la niña).

Un ejemplo práctico: un varón adulto, padre de una niña de ocho años, comunica, en una de las sesiones de su psicoterapia, que la hija suele ir a la cama de los padres al despertar por la mañana los días festivos y gusta de juguetear con ellos. Un día, mientras la madre prepara el desayuno, la niña «juega a hacer el amor» con el padre: se sienta horcajadas sobre él, que está todavía acostado bajo la sábana y la colcha, y mientras remeda los movimientos de vaivén como si montara a caballo, le dice entre risas: «¡qué divertido, ¿verdad papá?… estamos haciendo el amor!». Se trata de un juego inocente, y aunque pudiera parecer lo contrario a un observador superficial, timorato, o poco avisado, completamente normal.

Hoy día, a esta edad, los niños ya han recibido información en la escuela de todo lo relativo a la reproducción. Sería mejor que la escuela se abstuviera y dejara esta tarea a los padres, para cuando el niño o la niña preguntaran espontáneamente, pero las cosas están así. ¡Qué le vamos hacer!

Ahora bien, a pesar de esto, cuando la niña juega así con el padre, no tiene una representación mental consciente como la que tenemos nosotros, y a pesar de que sabe, no se entera. Y en circunstancias normales, no se enterará nunca. Jugueteará con la parte visible del iceberg, pero sin vislumbrar jamás, la parte sumergida en la profundidad del inconsciente, a años-luz del campo de la consciencia.

Esta erotización «light» de la relación padres-hijos es imprescindible para un buen crecimiento, y debe ser recíproca. Hay padres, sin embargo, que se asustan indebidamente. Por ejemplo, es muy frecuente, en nuestro medio ambiente, que padres que tienen un buen contacto emocional con la hija se asusten del cambio puberal de esta y se coloquen entonces a una distancia excesiva de ella, quien al no poder entenderlo, lo vive como un abandono. Esta erotización es como el aire caliente que se insufla en el globo para que se despliegue, se hinche, se ponga turgente, y pueda emprender el vuelo. El aire caliente se genera mediante la combustión de un gas. Ahora bien, si la llama es excesiva, en vez de hinchar el globo lo quemará, destruyéndolo. Si es insuficiente, el globo no se pondrá turgente y no se podrá elevar.

Es decir, la erotización no debe ser demasiada, ni demasiado poca.

Pues bien, a esta relación padres-hijos, definida por la ambivalencia y por la erotización (light), Freud la denominó complejo de Edipo. Quiso significar con ello que la relación no es sencilla o simple, sino muy compleja, al ser una amalgama de los componentes que hemos descrito, que, como el azúcar en sangre, han de estar presentes en su justa medida, sin variaciones por defecto ni por exceso.

Si la representáramos simbólicamente mediante una balanza, esta sería de joyero; no de carnicero.

Digamos, por último, que, en la situación edípica normal, el niño suele decir, alrededor del tercer año, «me casaré con mamá», mientras que la niña dice «me casaré con papá». Pero ni uno ni otra tienen la representación mental consciente que tiene el adulto, asociada a la expresión «casarse». Este deseo está programado en los genes, para desarrollarse con esta cronología. Porque como todo programa genético, tiene un «temporizador» que es el que determina su puesta en marcha en determinado momento del desarrollo.

Todo ello explica que en la relación padres-hijos de mismo sexo haya más rivalidad y competencia que en la de progenitor-hijo de sexo distinto, donde predominará el idilio y la idealización.

Hasta aquí, hemos descrito la situación edípica normal.