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Colección Con vivencias

32. Carta a mis hijos y a los hijos del mundo por venir

Título original: Lettre à mes enfants et aux enfants du monde à venir, Le Cherche Midi, París, 2012.

Traducción de Quim Sirera y Magalí Sirera



Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’Institut Français.

Esta obra se ha beneficiado del apoyo de los programas de ayuda a la publicación del Institut Français.



Primera edición en papel: octubre de 2013

Primera edición: marzo de 2018

© Raoul Vaneiguem

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

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ISBN (papel): 978-84-9921-434-4

ISBN (epub): 978-84-17219-50-5


Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro

Para Ariane, Ariel, Chiara, Tristan, Garance, Renaud, Sasha, Lunta

Necesitamos solo una cosa:

la alegría profunda de la vida.

Que su poder poético se despierte

y se revele, y todo nos será dado con creces.

Prólogo

No podría dirigirme a mis hijas, a mis hijos, a mis nietos y biznietos sin dirigirme al mismo tiempo a los que, precipitados en el universo sórdido del dinero y del poder, corren el riesgo, aun mañana, de ser despojados de las promesas de una vida innegablemente ofrecida al nacimiento como un don, sin contrapartida alguna.

Si el mandamiento moral no me repugnara, me habría limitado a nobles declaraciones humanistas. Hay, sin embargo, cierta inconsecuencia en estimular el angelismo de las buenas intenciones sin prevenir contra los monstruos de la violencia ordinaria, que lo devorarán de un bocado.

La simplicidad del hombre y del mundo en el que intenta vivir es solo aparente. La faz de los seres y de las cosas tiene la engañosa impasibilidad del lago: el pez que por desidia se abandona a ella es atrapado. Por otro lado, la evolución de las costumbres y de las mentalidades ha alcanzado tal punto de aceleración que en el seno de la oscuridad del ayer una nueva manera de ver se evidencia de manera inusitada.

Quizás asentiréis al reproche que con frecuencia se me hace de escribir en un estilo que exige del lector más esfuerzo y atención que una novela.

¿Hay algo más neciamente inteligible que la machacona repetición de los prejuicios que desde hace siglos pasan por sesudos pensamientos, esos lugares comunes repetidos de generación en generación hasta pasar por verdades eternas? Filosofías, religiones e ideologías no han hecho más que ratificar un comportamiento que, por diverso que sea, obedece a móviles considerados como inmutables: el gusto por el poder, el atractivo del dinero, la competencia, el combate de la fuerza y de la astucia, la bestialidad reprimida y sus desbordamientos, el amor desnaturalizado, la angustia culpable, el exilio de sí mismo, el malestar existencial…

Aquellos cuyo pensamiento no va nunca más allá de la ordinaria constatación de estas perpetuas motivaciones y reiteran una y otra vez el mismo discurso anticuado son los mismos que me reprochan repetirme siempre que vierto algunos granos de arena en los engranajes de un destino mecánico que –ellos lo saben y se resignan– les lleva adonde no quieren ir.

Las evidencias rocosas del pasado no se rompen sin forjarlas con ideas capaces de pulverizar las antiguas banalidades y de abrir al futuro vías que este acabará banalizando.

¿Cómo, sin embargo, no desalentar al lector atizándole verdades candentes que teme concebir acostumbrado como está a las cenizas ya frías? No tengo intención de recurrir a las astucias literarias que el escritor usa preocupado por seducir al lector. Mi dilema consiste en evitar los artificios de la seducción sin renunciar a la pereza, cuyas virtudes estimo lo bastante como para seguir cultivándolas.

Se cuenta que Leonardo de Vinci había construido un cuarto tapizado con pequeños espejos. Allí se instalaba para reflexionar en el centro de un microcosmos que lo «reflejaba» multiplicando y variando sus imágenes. Permanecía allí, en el centro de múltiples reflejos, solo, para captar sus enseñanzas. ¿Acaso no estamos constantemente rodeados de un mosaico de elementos dispersos en el que las mismas cosas y los mismos seres vuelven incesantemente pero bajo un ángulo siempre distinto, que modifica su punto de vista y los enriquece con nuevos significados?

La repetición es solo aparente; semejante a las variaciones musicales sobre una melodía dada. Cuando, al final, el compositor reitera el tema inicial, este, en su constancia, se ha enriquecido con todas las improvisaciones que ha creado y que se han sucedido.

La composición en mosaico juega con la paradoja de lo familiar y lo distante. El lector deberá centrarse en sí mismo para distinguir, al hilo de mis propuestas, lo que resuena como eco de sus aspiraciones, para adivinar por qué vías de posible cumplimiento se encaminan sus laberínticos deseos.

Con toda la energía que gastáis trabajando en lo que os agota y empobrece, ¿refunfuñaréis por el esfuerzo que suponen una cierta manera de entender el mundo y el deseo de transformarlo radicalmente?

Estoy de acuerdo en que es más fácil avalar la aberración dominante que la vida auténtica, pero me niego a ceder a esta cobarde facilidad, como niego a las emociones pútridas y odiosas el derecho de apagar la conciencia humana de una vida por construir.

Tan acostumbrados estamos a los criterios cuya supervivencia cotidiana jalona sus fastidiosos recorridos que las manifestaciones de la vida, ofreciendo su gratuidad, nos espantan por su insólita claridad y nos lastiman como heridas del absurdo.

Quiero recorrer este camino, desagradable y apasionante, donde voy y vengo desde lo que soy a lo que querría ser. Mi ruta sube y baja, siempre la misma e incesantemente otra, bajo mis pasos que la pisan, la ahondan, la surcan.

Tras la aparente oscuridad de las palabras y de los giros donde uno cree perderse, siempre llega el momento propicio para el despertar de lo viviente. Se desprende del magma existencial donde uno chapoteaba, surge como al acecho de un encuentro inesperado.

La confrontación con uno mismo restituye el sentido y la simplicidad a lo que parecía complejo. La conciencia se enriquece con lo que uno posee. El mejor remedio contra la ausencia de vida, que es el mal de sobrevivir, consiste en descubrir la propia riqueza, la del goce, la creación, el amor, el sediento deseo de liberarse de la opresión mercantil.

Hay que dejar al «verbo» el tiempo de descender de la cabeza al cuerpo, donde otros oídos lo escuchen, lo registren a su manera, donde la lengua de las emociones lo destile antes de interpelar la conciencia, surgida de nuestra actividad mental, que vehicula la gravedad y la gracia de un humano siempre más humano.

¡Cuántos días, cuántos años harán falta para que «el sentido tome cuerpo»! Para aprender a afinar nuestra bestialidad emocional en lugar de reprimirla y derramarla en las cloacas de la barbarie, como lo ha prescrito el largo pasado de nuestra inhumanidad.

Deseo nada menos que la soberanía de la vida. No me preocupo ni de rogar ni de profetizar. Mis pensamientos se reiteran y progresan a cada paso, ya que la llamada es constante. Mi pereza apuesta por un efecto de resonancia cuyos ecos repercuten por todas partes sin necesidad alguna de preocuparme de ellos. Jugando con lo cercano y lo lejano, me distancio y me adelanto. Me invento recursos para lograr salir sin perjuicios de este atolladero que resulta ser la supervivencia. Mis pasos van en contra de aquellos que, a costa de vanos esfuerzos, se debaten y se hunden en un fatalismo donde su agria lucidez macera como un cadáver.

¿Queréis saber lo que más me importa? Es el canto de la tierra en el que, siguiendo el modelo de las variaciones musicales que antes he evocado, el tema inicial es idéntico al tema final; es poner las bases de una sociedad en la que mi felicidad, la felicidad de mis hijos, de mi amante, de mis amores de antaño, de mis amigos, de los seres que quiero esté íntimamente ligada a la felicidad de las criaturas abatidas en cualquier rincón del mundo por la tiranía del dinero, el poder y la mercancía. Y a la de las bestias, empezando por la que vive en nosotros.

Entre el alfa y la omega de mis intenciones no hay más que el intento y la tentación de esclarecer lo bien fundado de mi elección.

Ante vosotros un cambio de civilización está en marcha

Habéis tenido el privilegio de nacer en un punto crucial de la historia; una época en la que todo se transforma, en la que ya nada volverá a ser como antes.

La suerte es excepcional, la ocasión, inquietante, ya que por más favorable que se anuncie, cualquier cambio lleva incertidumbres, balbuceos, torpezas. Su fragilidad lo expone a confusiones que pueden alterar sus méritos.

Pesa aún sobre vuestras espaldas la carga de un pasado inhumano. No creo ser el único en querer despedirme de este pasado. En el combate sin tregua que entre lo nuevo y lo viejo se libra, aparecéis justo en medio del campo de batalla.

Una civilización se hunde, otra nace. La desgracia de heredar un planeta en ruinas se mezcla con una felicidad incomparable: la de asistir a la lenta emergencia de una sociedad tal que la historia jamás ha conocido –si no es por la loca esperanza, alimentada por millares de generaciones, de poder llevar un día una vida digna del ser humano, una vida liberada, al fin, de la miseria, de la barbarie y del miedo.

Habíamos perdido ya toda esperanza de poder alcanzar lo que comúnmente pasaba por ser una quimera, una utopía, y he aquí que desde ahora su realidad se concretiza ante nosotros.

Una nueva sociedad emerge poco a poco de la bruma. Pero todavía no es más que un esbozo, donde las mejores intenciones se mezclan con las peores. No solo estáis ante un bloque informe del que habréis de realizar una escultura viva y harmoniosa, sino que formáis parte de ella.

Confrontados a una experiencia paradójicamente solitaria y solidaria, os aventuraréis solos y sin embargo otros muchos estarán a vuestro lado, ocupados también ellos en «esculpir su propia vida».

¿Hay algo más conforme a nuestra cualidad de ser humano que juntarnos para construir nuestra felicidad y la de todos? De esta apasionante aventura rápidamente sacaréis una triple enseñanza:

  1. Lo que se desea desde lo más profundo del corazón tiene todas las posibilidades de realizarse.
  2. Nunca nada está adquirido.
  3. ¡Guardaos pues de orgullo y de presunción!

Las viejas pesadillas turban aún nuestros sueños de primavera

Diré una palabra del pasado que me agobia, una del futuro que me exalta y una del presente en el que, a cada instante, una realidad que juzgo intolerable entra en conflicto con la realidad viviente a la que aspiro.

Basta con ojear los más o menos diez mil años que componen nuestra historia para constatar la distancia que separa la evolución de las técnicas y el progreso de las costumbres. Interminable es el camino que va de la forja neolítica a las centrales nucleares; horriblemente corta, la distancia entre el asentamiento de las primeras ciudades-Estado, seis mil años antes de nuestra era, y los campos nazis, el gulag soviético y el genocidio ruandés. Del puñal de bronce al misil, apenas ha variado la bestia militar.

¿Qué representan el impulso tecnológico y las magnificencias del arte al lado de la miseria y del miedo, cuya permanencia parece reducir a la redundancia de un grito el largo quejido de la humanidad sufriente?

¿Cómo olvidar que en los tiempos en que el genio de Bach enriquecía la cultura universal millones de desgraciados morían de hambre, perecían en los suplicios, eran masacrados por el ejército de los príncipes y la justicia de los notables?

He vivido en un mundo donde el yugo de las tradiciones obligaba a doblar la espalda. ¡Pobre del que quisiera ponerse en pie y desmarcarse de las masas esclavas! La fuerza, la mentira y la astucia le persuadían, a puntapiés y con promesas, de entrar en el rango, de regresar al rebaño que el poder del Estado, de la Iglesia y de las más variadas ideologías llevaba al matadero.