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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Kate Walker

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amante esposa, n.º 1467 - abril 2018

Título original: The Married Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-204-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SARAH se apartó de la puerta entreabierta tan cuidadosamente y en silencio como le fue posible.

No era sencillo. La sola idea de molestar a los ocupantes de la habitación, el hecho de llamar su atención sobre su presencia, confirmando así que los había visto, aceleraba el pulso de su corazón y enturbiaba su mente.

Bajo su brillante melena pelirroja asomaba un rostro blanquecino y sus asombrosos ojos verde esmeralda resaltaban en contraste con la extrema palidez de sus mejillas.

Sintió náuseas, enferma de rabia y traición, y necesitó un par de minutos antes de poder hacer frente a lo inevitable. Tendría que volver a bajar las escaleras. Tenía que alejarse de la escena que sus ojos habían descubierto, llenos de asombro, cuando había abierto la puerta en un primer momento. Una imagen que había borrado de su ánimo la paz de espíritu que creía que finalmente había alcanzado.

¡Paz de espíritu, ja!

¡Eso sí que tenía gracia! Pensó en ello mientras llegaba a la escalera. Hacía mucho tiempo que no había disfrutado de una verdadera paz. Esa paz de espíritu que nacía de lo más profundo del alma humana cuando uno se sabía realmente feliz. Feliz y satisfecho con su entorno vital. Tal y como lo había sido en un tiempo que ahora le resultaba extrañamente lejano.

Pero ahora no quería pensar en el pasado. No tenía sentido. Debía concentrarse en el momento presente. El pasado solo lograría socavar su habilidad para manejar la situación a la que se enfrentaba en esos momentos.

–¿Sarah?

Era la voz de Jason. Sonaba grave y áspera, teñida de asombro.

Distinguió el sonido de los muelles de la cama, seguido de pasos amortiguados por la moqueta. Había notado su presencia e iba a su encuentro.

La figura del pasillo también había escuchado los pasos. Y había distinguido con claridad la voz. Una voz masculina que le produjo un profundo dolor en la boca del estómago y una punzada en el corazón.

Ella estaba con un hombre. Allí. En la casa que una vez habían compartido. Estaba claro que no se había tomado en serio su amenaza acerca de su inminente regreso.

Pero, al parecer, no había sido demasiado pronto. La dulce Sarah se había mantenido ocupada durante su ausencia. Había encontrado otro hombre. Y lo había perdido con la misma rapidez, si tenía en cuenta la celeridad con que la delgada figura de pelo castaño rojizo, vestida con una blusa verde pálido y una falda tubo algo más oscura, bajaba las escaleras de caracol.

Sarah no era feliz. Era tan desgraciada que no lo vio, de pie junto a la pared, amparado por la sombra de la puerta que se mimetizaba con su pelo negro y su cazadora de cuero. Y esa reacción bastaba para que supiera qué había ocurrido exactamente en la habitación del primer piso.

El mismo dormitorio que, en otro tiempo, había sido suyo.

Ese pensamiento lo encolerizó, empañó sus ojos con un velo rojizo, anuló por completo su capacidad para cualquier clase de pensamiento.

–¿Sarah? –gritó nuevamente Jason, la voz repleta de ecos que Sarah no deseaba interpretar–. ¿Eres tú?

Ahora parecía enojado. Antes que Sarah pudiera encontrar una respuesta, una señal que delatara su presencia, Jason había alcanzado el descansillo y estaba asomado a la barandilla, mirándola fijamente.

Su larga melena rubia estaba despeinada y aún tenía las mejillas coloradas. Pero, al menos, había tenido la oportunidad de ponerse unos vaqueros, si bien todavía llevaba el torso desnudo y los pies descalzos.

–¿Así que eres tú? ¿No me has oído llamarte? ¿Por qué demonios no has contestado? ¿Cómo es que has vuelto tan temprano?

Era una técnica que ella conocía demasiado bien. Consistía en disparar una batería de preguntas para desorientar al enemigo y que no supiera qué contestar en primer lugar. Significaba que estaba nervioso. Todavía no sabía cuánto tiempo llevaba en la casa ni si había subido al primer piso.

–Puedo ir y venir cuando me venga en gana, Jason. ¡Esta es mi casa!

El hombre, oculto entre las sombras, corrigió mentalmente la afirmación de Sarah. Se trataba de su casa. La gran mansión de Londres siempre había pertenecido a la familia Nicolaides. Había permitido que ella siguiera allí porque le convenía, pero no le pertenecía. Incluso si seguía siendo, técnicamente, su esposa.

Claro que, aparentemente, solo en el papel.

Un momento antes había sentido el impulso de dar un paso al frente, salir de su escondite y encararse con los dos. Pero, en el momento en que el tipo de melena rubia se había asomado en el rellano, había cambiado de idea. La idea de aguardar acontecimientos y observar parecía más adecuada. Si alguna vez había asistido a una cita secreta, un encuentro sexual ilícito, ahora la evidencia se mostraba en la expresión culpable de ese bastardo. Si fuera juez, aseguraría que la otra mujer todavía estaba en el dormitorio.

–¡Sarah, no te enfades por algo tan tonto!

Jason estaba bajando las escaleras mientras se arreglaba el pelo con la mano y terminaba de abrocharse los pantalones.

–¡Una tontería!

El tono gélido en la voz de Sarah dibujó una sonrisa seca en la boca del observador. Conocía ese tono demasiado bien. También él había soportado ese reproche, lleno de indignación, en más de una ocasión. Todavía le dolía el impacto que le había causado la última vez que lo había utilizado con él.

–¡Una tontería!

–Bueno, de acuerdo. Me he echado la siesta en tu cama. ¿Y qué? –admitió el hombre, seguro de que podría salir del paso–. ¿Qué tiene de malo? Al fin y al cabo vamos a compartir la cama de ahora en adelante.

–Todavía no he accedido a que te mudes aquí.

–Bueno, quizá no lo hayas expresado con palabras, pero ambos sabemos que solo es cuestión de tiempo –apuntó Jason.

Sarah pensó que hablaba con una insultante seguridad en sí mismo. Se sentía herida y traicionada. Estaba claro que creía que ella no había subido a la habitación, que no sabía lo que había pasado en su dormitorio.

Todavía pensaba que se saldría con la suya porque la consideraba tan ingenua como para tragarse cualquier excusa. Y lo que más enfurecía a Sarah era que, sola e infeliz, seguramente mostraba esa cara ante los demás.

–Ambos sabemos que era lo más probable.

–¿Jacey? Jacey, cariño…

Una tercera voz, leve, petulante y femenina, interrumpió a Sarah antes de que pudiera tomar la palabra. Al tiempo que Jason se volvía, un nuevo improperio en la punta de la lengua, se abrió la puerta del dormitorio y apareció la figura curvilínea de una joven en el descansillo. Llevaba una bata de seda de color rojo, bastante suelta, que Sarah reconoció al instante. Hecha a medida para su esbelta figura, sobresalía en el cuerpo menudo de esa mujer y colgaba hasta el suelo en vez de llegar hasta la pantorrilla.

–¿Piensas volver en algún momento? –dijo con un puchero y se asomó a la barandilla–. Echo de menos…

–¡Andrea, te he dicho que no te movieras! –señaló Jason con ira–. ¡Tenías que quedarte muy quieta y…!

–¡Estaba aburrida! –protestó la chica–. Estaba harta de esperarte.

–¡No te enfades por algo tan tonto! –repitió Sarah con amargura–. Me pregunto qué pensara tu «amiguita» cuando sepa que te refieres a ella en esos términos.

El arrebato de Sarah acalló a Jason por un momento mientras la mirada de Andrea se clavaba en la otra figura femenina.

–¿Y tú quién eres?

–¿Yo?

Para su asombro, Sarah logró controlar el temblor de su voz. Claro que cualquiera que la conociera bien habría reconocido en la rigidez de su tono su lucha interior para mantener el control de la situación. El hombre que estaba observando la escena lo conocía bien.

–Soy la propietaria de esta casa, de la cama en la que estabas acostada, de la bata que llevas puesta…

Y la novia de Jason, supuso que podría haber añadido, pero esas palabras se le atragantaron.

–La bata que… ¡apenas llevas!

Estaba tan tensa como un húsar y muda de rabia.

El observador apreció cómo había perdido el color de sus mejillas y apretaba la mandíbula con fuerza. De pronto, sintió un repentino e inoportuno ataque cercano a la compasión.

Peligrosamente cercano.

La compasión era un error con esa mujer, un error muy grave, y lo hacía vulnerable. Una vez le había entregado su corazón y ella lo había machacado, hecho añicos, igual que un pedazo de basura. No estaba dispuesto a correr ese riesgo otra vez.

–Así pues, ¿puedo sugerirte que vuelvas a la habitación, te vistas y salgas de aquí? ¡Y llévate a tu hombre contigo!

–Pero Sarah…

–¡Fuera!

Se dijo que podría recuperar la entereza si se marchaba en ese instante. Si daba media vuelta y salía de allí inmediatamente quizá fuera capaz de olvidar su estúpido comportamiento de las últimas dos semanas. Una actitud que la había llevado nuevamente a embarcarse en una relación fracasada desde el principio.

Había buscado en esa relación una cierta comodidad y un refugio, pero solo le había conducido al caos en el que se encontraba ahora mismo.

–¡Sarah, por favor! No significa nada, en serio. Solo ha sido una aventura.

–¿Una aventura? ¿Estabas dispuesto a traicionar mi confianza, a poner en peligro nuestra relación por algo que ni siquiera te importa? ¡Solo lo has hecho para hacerme rabiar!

Al menos, Damon había tenido la decencia de engañarla con la mujer que amaba. Su amante había sido el sujeto de sus deseos y ella solo había jugado el papel de esposa por conveniencia.

La expresión de Jason reflejaba abatimiento y un falso arrepentimiento. Tal y como había supuesto, dio un par de pasos en su dirección y se acercó a ella. Demasiado cerca, desde luego.

–¡Vamos, Sarah! Tienes que entenderlo.

Avanzó otro paso y esta vez alargó la mano hacia ella. Estaba a punto de rozarla y ya le resultaba intolerable.

–¡No!

Sarah levantó los puños, lo apartó de sí presa de un ataque de nervios y dio media vuelta, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera salir de allí. Apenas podía soportar que respirasen el mismo aire. Solo deseaba alejarse de él, libre y en paz. Libre para olvidar a Jason y todo lo que había significado para ella.

Libre para pensar en el hombre que una vez lo había significado todo para ella. Libre para…

–¡Uf!

El grito de pánico, entre la confusión y el arrebato, escapó de sus labios con violencia impelido por el aire retenido en sus pulmones al tiempo que tropezaba, ciega y desorientada, con un cuerpo sólido interpuesto en su camino. Una masa sólida y fuerte que bloqueaba el paso.

Una masa sólida, fuerte y cálida.

Un cuerpo sólido, fuerte, cálido y vivo, que respiraba.

Una figura tan intensamente masculina, esbelta, proporcionada y enérgica que solo podía pertenecer a una persona. Un hombre alto y fuerte, en la flor de la vida.

Un hombre cuyos brazos, de modo instintivo, volaron hacia ella para sostenerla cuando perdió el equilibrio. Un hombre cuyo pecho, ancho y poderoso, sirvió de apoyo para su cabeza, la mejilla sobre el polo blanco, inmaculado. Podía distinguir el latido de su corazón como el eco de la sangre que le corría por las venas. A través de sus fosas nasales aspiraba el intenso aroma, sensual y embriagador. Era una mezcla de la piel fresca, un leve toque de una colonia ligeramente afrutada y el inconfundible aroma de su misma esencia.

Un aroma que conocía tan bien como el de su propio cuerpo. Era tan reconocible que no necesitaba escuchar su voz ni ver su rostro para confirmar la terrible sospecha. Incluso si lo intentaba, no tendría ninguna oportunidad para negar la evidencia ni para escapar de su impacto.

La reacción inmediata de su cuerpo, en el caso de que hubiera necesitado una nueva prueba, no dejó lugar a dudas. Una llamarada recorrió su cuerpo, cada terminación nerviosa, y arrasó con toda sombra de incertidumbre antes de que pudiera siquiera formar la palabra en su boca.

–Da…

La sílaba suelta salió ahogada de su boca. Fue incapaz de retenerla dentro, si bien carecía de la fuerza necesaria para completar el nombre.

Solo un hombre había logrado colocarla en ese estado de ansiedad. Solo un hombre había podido estimular sus sentimientos y sus emociones tan descarnadamente.

–Damon… –susurró–. ¡Damon!

Adivinó, sobre su cabeza, cómo se dibujaba en sus labios una amplia sonrisa de triunfo y sintió el gorjeo sordo de la risa bajo su mejilla. Sabía, sin ningún género de dudas, que estaba disfrutando con el efecto que había causado en ella su presencia y la rapidez con que su cuerpo había evidenciado las señales de ese impacto.

Tan solo la conciencia de que le había otorgado, en bandeja de plata, un arma perfecta para usar en su contra la condenó a un silencio mortificante. Tuvo que apretar los dientes para sofocar el violento rechazo que casi dejó escapar. Damon Nicolaides no necesitaba que lo animaran para sentirse naturalmente superior a cualquier otro ser humano. Ya se sentía en una nube y, seguramente, interpretaría sus atropelladas excusas como todo lo contrario de lo que dijera.

–¡Damon! –repitió en un tono muy diferente–. ¡Suéltame ahora mismo!

Una vez más escuchó el eco de su risa en su pecho.

–Sabes que no estás hablando en serio, encanto.

Era la primera vez en seis meses que escuchaba su voz. La sensación agridulce que eso produjo en su sistema emocional, los recuerdos que reavivó en una décima de segundo, casi la desarmaron por completo.

–Pues claro que sí.

Reunió las pocas fuerzas que le quedaban, se revolvió entre sus brazos y echó la cabeza hacia atrás hasta que pudo mirarlo directamente a la cara, oculta entre las sombras.

Al instante lamentó su iniciativa.

Si había cometido un error al permitir que notara la reacción de su cuerpo al caer en sus brazos, este era definitivamente un segundo error. Y era mucho más grave y bastante más peligroso de lo que había hecho hasta entonces.

Al levantar la vista hacia él reconoció el atractivo de sus facciones, la pulcritud de sus rasgos, el brillo de sus ojos negros y la calidez de su sonrisa. De pronto sentía que nunca se había marchado de su lado. En esos terribles momentos, los ciento ochenta días que se había ausentado desaparecieron como si nunca hubieran existido. Entonces recordó el devastador momento en que había conocido la verdad. El día en que el padre de Damon había obligado a Sarah a abrir los ojos para comprender que su amor no se basaba en los principios sólidos que ella había imaginado, sino que se sostenía sobre arenas movedizas. Había perdido pie y se había quedado sola, perdida y sin ningún punto de apoyo.

–En serio… –intentó de nuevo, pero sus palabras se desgajaron al entrar en contacto con el aire, incapaces de soportar el énfasis que Sarah deseaba otorgarles.

Tuvo que admitir que sus protestas no habían causado el menor impacto en su marido. Miró en sus profundos ojos negros, pero no encontró ningún consuelo. Sin embargo su sonrisa se agrandó, feroz, mientras le devolvía la mirada.

–Hola, preciosa –saludó con un leve acento en la voz–. Me alegro de verte.

Antes de que pudiera interpretar el significado de esa sonrisa, antes de que comprendiera que había cometido un tercer error, la cabeza orgullosa se había inclinado sobre ella y selló sus labios con un beso ardiente.

Un beso que barrió toda estrategia de resistencia. Un beso que arrasó sus defensas antes incluso de que pensara en ellas, igual que el torrencial cauce de un río se llevaría por delante las raíces de un árbol joven, arrastrándolo a su paso.

Sarah se encontraba a merced de esa fuerza de la naturaleza. Desconcertada ante semejante aluvión de emociones, se limitó a cerrar los ojos y se dejó llevar por el más profundo y primitivo de los sentimientos. Una sensualidad plena y absoluta.

Era como el primer beso y, al mismo tiempo, no se parecía a nada de lo que había experimentado en el pasado. Comenzó de modo abrupto, poderoso, sensual. Pero, enseguida, se suavizó. Era como si ella, a su pesar, se abriera a él, claudicara ante su asalto, separase los labios y permitiera la arrogante invasión de su lengua.

Estaba perdida entre un mar de sensaciones, ajena a la realidad. El suelo había perdido firmeza bajo sus pies y el pasillo se había convertido en una neblina azul, pálida y oscura. El zumbido del tráfico de Londres, siempre presente en cualquier punto de la ciudad, se había convertido en un suave ronroneo que acompañaba melodioso el frenético latido de su corazón.

No dejaba de repetirse que no deseaba nada de eso. No quería nada, pero lo deseaba todo. Sabía que si la soltaba volvería al infierno de la soledad, la terrible soledad en que se había convertido su vida desde que su breve matrimonio se había roto. Y, después de lo que había sufrido, sabía que no podría pasar por ello una segunda vez.

–Perdona.

Esa breve interrupción apenas traspasó el cerco de pasión que encerraban los pensamientos de Sarah y llegó hasta sus oídos como un sonido más, desprovisto de significado.

–¡Perdona! –repitió Jason con más énfasis.

Ese segundo intento tuvo algún efecto sobre Damon. Hizo una pausa, sus labios todavía pegados a la boca de Sarah, y levantó la cabeza justo lo necesario.

–¿Sí?

Su tono resultaba seco, desdeñoso e insultante. Si la injerencia de Jason había resultado fría, la respuesta de Damon había sido puro hielo.

–¿Qué puedo hacer por ti?

Las palabras de Damon iban dirigidas a Jason, arrojadas con desprecio, y eso hizo que el otro hombre perdiera el hilo de su pensamiento. Se sentía algo perdido y no sabía cómo recuperar el equilibrio.

–Yo… me gustaría saber…

El muy estúpido estaba definitivamente hundido y Damon se permitió una sonrisa de satisfacción ante la embarazosa expresión de Jason, perplejo e iracundo. Y era así exactamente como lo quería. Encajaba perfectamente con el plan que había ideado mientras observaba junto a la puerta el pequeño drama que se había desarrollado frente a él.

Necesitaba a Jason y a Sarah fuera de sí, desconcertados. Inseguros de sí mismos y de él.

Deseaba tenerlos en el filo de la navaja mientras se preguntaban cómo reaccionaría.

Así pues forzó una sonrisa frente a la expresión beligerante de Jason, de modo que la sorpresa de su oponente fue aún mayor.

–¿Sí? –preguntó con educación, mientras sujetaba entre sus brazos a la mujer.

No se trataba tan solo de una exhibición. Iba más allá de la imagen que quería presentar al otro hombre, un intruso en su territorio, un extraño que había intentado perturbar la paz de su guarida.

La realidad era que, después de tanto tiempo sin tener a Sarah entre sus brazos, no podía liberarla. Había aguardado tanto tiempo para eso, había soñado tantas veces con ese momento y lo había imaginado tantas noches solitarias que ahora no renunciaría sin presentar batalla.

La amarga ironía era que esa no era precisamente la situación que había planeado. Nunca había imaginado otro hombre. Desde luego nunca había pensado en un tipo como Jason ni en la rubia de la bata roja que seguía en lo alto de las escaleras, apoyada en la barandilla, siguiendo la escena con verdadera curiosidad.

–Bueno… –balbució Jason, cada vez más atónito–. ¿Es que no lo ves?

–No, me temo que no –replicó Damon con fingida sinceridad, aparentemente preocupado–. Lo lamento, pero tendrás que explicarte. ¿Qué te sorprende exactamente?

–¿Acaso no resulta obvio? –Jason estaba perdiendo los estribos–. ¡Tú! ¡Tú eres el problema! ¿Quién diablos eres?

–¿Quién diablos soy? –replicó Damon, sopesando la respuesta, si bien Sarah estaba segura que solo formaba parte de su juego–. Pensaba que ya lo sabías. Pero, ya que no es así, tendré que explicártelo. Yo…

Se detuvo y miró a Sarah.

–Voy a decirte quién diablos soy. Tienes que saberlo, ya que tanto te preocupa. Verás, querido Jason, soy el nuevo amor de Sarah. De hecho, soy tu sustituto en la cama de esta encantadora señorita.