la señorita keaton y otras bestias

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

TERESA COLOM

 

La señorita Keaton
y otras bestias

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original

La Senyoreta Keaton i altres bèsties

Traducción del catalán

Andrés Pozo Cueto

 

 

© De los textos: Teresa Colom

© De la traducción: Andrés Pozo Cueto

 

Madrid, 2018

 

Edita: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-17118-21-1

 

Diseño de cubierta: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación

 

 

 

 

Para Jordi Vila

 

La señorita Clock

La misma mañana en que se topó con la irreversibilidad de la vejez, la señora Clock supo que estaba embarazada.

Era la hora del desayuno. Las ocho y media. El sol entraba por los ventanales del imponente comedor con vistas al jardín. El señor Clock leía el diario, la sección de mercados. La señora Clock removía el té con desgana. En la superficie, bajo el vapor aterciopelado que desprendía, flotaba un grumo. Nada que no pudiera deberse al agua caliente y al propio té. Nada más verlo, a la señora Clock le vino a la mente la boca pastosa del señor Grum, el mayordomo. El señor Grum no había servido el té, había sido ella misma, pero la razón no fue tan rápida como la bocanada que le subió de repente y que la empujó hasta la taza del inodoro más cercano. Arrodillada en el suelo de mármol, la señora Clock vomitó restos de la cena de la noche anterior mezclados con algunas de esas sustancias de las que estamos rellenos. Náuseas matutinas. No era la primera vez que las sufría. Las había conocido diez años atrás, antes de su primer y único aborto.

Fue entonces, al levantarse para enfrentarse al espejo y comprobar los estragos ocasionados por la indisposición, cuando advirtió en su propio rostro —como calcada del de su difunta madre— una arruga profunda que partía de la comisura del labio en dirección a las entrañas de la tierra. No era una arruga de expresión. No era una de esas arrugas que hoy tienes y mañana, si duermes bien, se desdibujan. A sus cuarenta y seis años, estaba familiarizada con las evidencias fáciles de enmascarar tras la esperanza. Aquella arruga no era un brote tierno, era un roble.

El médico lo confirmó enseguida. La señora Clock estaba embarazada. De pocas semanas. Los señores Clock no daban abasto. A partir del tercer mes había que escribir cartas, tarjetas, telegramas. Muchos familiares y amigos debían conocer la noticia de primera mano.

Durante los meses de gestación no ahorraron en atenciones y prudencia. Habría sido difícil cuidar mejor a una mujer embarazada. Reposo. Mucho reposo. El vientre de la madre no es un lugar cualquiera, el vientre de la madre es la madre, y cuando la futura madre está tranquila, la criatura nace tranquila y al oír un crujido no se altera y, años después, cuando ya ha crecido, ante los diferentes desenlaces posibles de una situación, jamás considera más probable el que tiene las implicaciones más terribles. Del mismo modo, si la futura madre está triste, la criatura nace triste y, mientras las otras criaturas juegan despreocupadas, esta ya se fija en el cielo y, años después, cuando ha crecido, toma asiento en la consulta del psicoanalista, que avanza a ciegas mientras intenta descubrir en su infancia conexiones con una tristeza que lleva arraigada en ella desde mucho antes. Y la señora Clock, entre descanso y descanso, se miraba en el espejo. No dejaba de mirarse en el espejo. Interrumpía los descansos para mirarse en él. El delicado espejo de Murano del vestíbulo, el gran espejo de la sala de baile, el espejo de cuerpo entero de la primera planta, el espejo de tres caras del tocador, la sopera de plata, las cucharas de plata. La señora Clock, que había sido la dulce y joven señorita Stam, la hija pequeña de los Stam, entraba en la sala de los retratos y se quedaba plantada frente al de su madre, la difunta señora Stam. Empezaba por la arruga en la comisura del labio con la que ella, cuando era pequeña, pensaba que su madre ya había nacido, ascendía hasta la frente, recorría el resto del rostro como si se contemplase en un espejo del futuro, volvía a los ojos y, desde la onda más próxima, se deslizaba por los cabellos sin llegar a las manos, que el artista no había pintado. Posaba las manos sobre el vientre con ilusión. Sentía cómo la criatura crecía en su interior. Pero solo tenemos un cuerpo y una mente, y la ilusión y las inquietudes desembocan en la misma mezcla... Pasaron los días, las semanas y los meses.

Ocho meses y dos semanas después de la primera náusea, al cabo de siete horas de contracciones y tres de parto, la señora Clock dio a luz a una niña.

Instalaron la habitación de la criatura en la primera planta. Ni demasiado lejos de la de los señores ni demasiado cerca. Al lado de las escaleras. Ni demasiado cerca de las estancias del servicio ni demasiado lejos. Para las paredes escogieron un papel de un rosa tan delicado como los primeros meses de vida. Uno de los artistas con más renombre de la ciudad lo salpicó de pequeños pájaros blancos. Una cuna, un armario, una cómoda, una butaca y una ventana desde la que se veía la salida del sol.

¿De qué color tenía los ojos? Los padres, los parientes, los amigos, siempre hacen la misma pregunta. ¿A quién se parece? ¿De qué color tiene los ojos? Todo el mundo quiere que la criatura se le parezca. La madre no lo dice, pero prefiere que la niña se parezca a ella. El padre no lo dice, pero prefiere que la niña se parezca a él, o a su madre. Aunque siempre hay excepciones, como la señora Fermet, la mujer del fabricante de conservas, a la que, mientras daba a luz al regreso de una inolvidable luna de miel por las lejanas tierras de Oriente, le importaba un bledo a quién se pareciera la criatura, mientras no saliese con los ojos achinados.

¿De qué color tenía los ojos la señorita Clock? Era una mañana de abril. La criatura tenía tres días de vida. El cielo estaba nublado. Habían dicho que aquella tarde llovería. La señora Clock se sentó junto a la cuna. Acercaba el dedo a la niña para que se lo agarrase. La niña abría los ojos, grandes, despiertos, pero era imposible definir su color. Durante los primeros días, los niños todavía no ven el mundo. Todo lo que sabemos en el momento de nacer, todo lo que más adelante llamaremos fe o intuiciones, desorientados por su origen, confortados por una extraña e incomprobable certeza, se nos revela en el momento justo y se nos retira en el momento justo. Tras los ojos empañados de un recién nacido están las verdades que, sacudidas por la violencia del nacimiento, nunca podremos llegar a presenciar con ojos de adulto. Mientras todos intentamos llamar la atención de la nueva vida con onomatopeyas y muecas, las verdades, poco a poco, se depositan en el fondo.

¿De qué color tendría los ojos la señorita Clock? Sentada al lado de la cuna, la consciencia de la espera sacudió a la señora Clock. El tiempo. La inquietud que la había roído durante todo el embarazo. Cuando la niña fuese presentada en sociedad, ¿qué edad tendría ella? Sería una anciana; la que había sido la joven y dulce señorita Stam sería una anciana. Una de aquellas viejas que se arrinconan en una silla durante las fiestas. Una de aquellas viejas cuyas joyas admiran los más cercanos con una media sonrisa como si colgaran de un esqueleto que pronto será fácil desvalijar. Y, sin darse cuenta, en aquel instante, la señora Clock puso en marcha la maquinaria que había construido durante su embarazo.

El cielo se oscurecía y los ojos de la niña se aclaraban. La madre los contemplaba maravillada. Eran azules. La señora Clock corrió escaleras abajo para hacérselo saber a todos. Los ojos de la niña eran azules, azules como los del señor Stam, su padre. Hizo buscar inmediatamente al señor Clock. La criada más joven seguía las carreras desde la escalinata. El señor Grum le dirigió un gesto con el brazo para que dejara de distraerse y siguiera pasando el trapo por el pasamanos. La señora Clock corría sonriente hacia la biblioteca. El mayordomo iba tras ella a paso ligero. ¡Los ojos de la niña eran azules! Mientras tanto, en el primer piso de la casa, en aquel tempestuoso día de primavera, en el silencio de su habitación, la niña, con solo tres días de vida, volvió la cara hacia la ventana y observó el mundo.

Era una criatura adorable. Su madre no podía estar más orgullosa. Con dos semanas pronunció su primera palabra, y con tres ya construía frases completas. No era un hecho habitual, pero sin duda estas cosas pasan. Como el hijo de los Blou, que con solo dos años tocaba la trompeta con un soplido equivalente al de los pulmones de un hombre de noventa kilos. O la hija de los Buvot, que al tercer día ya no cabía en la cuna. Cuando era un bebé de pocas semanas, en un momento de descuido, se precipitó al agua. La dieron por muerta hasta que, un año después, supieron que un pesquero japonés la había avistado en alta mar acompañada de un grupo de ballenas.

En pleno verano, el jardín de la mansión de los Clock estaba lleno de vida. Una infinidad de insectos saltaba arriba y abajo. De brizna en brizna. De flor en flor. La señorita Clock corría tras aquellos curiosos seres. Sentada en la hierba, acercó su mano a un pequeño saltamontes que iniciaba un salto. El insecto, ante la perspectiva de la nueva superficie, se desorientó y aterrizó en la palma de su mano. Qué bicho. Verde. Verde como la hierba. Tenía cabeza, cuerpo, extremidades y ojos, pero no se parecía a los invitados que en aquel momento tomaban el té en el jardín. Sus patas le hacían cosquillas. Notaba su ligereza y su fragilidad. El insecto volvió a saltar. Vivo. Hacia su mundo. Un pájaro voló hasta el suelo desde una rama próxima. La señorita Clock se fijó en él. Los pájaros cantan. Los sentía cantar todas las mañanas desde su habitación. El pájaro observaba a la niña desde la hierba. Avanzaba hacia ella dando saltitos sigilosos. Era como uno de los pajarillos del papel de su habitación. Con gran precisión, el pájaro estiró el cuello, atrapó con el pico al pequeño saltamontes, que apenas acababa de posarse, le apretó el tórax y, mientras el insecto movía aún alguna pata, se lo tragó. El pájaro no miraba a la niña. A pocos metros, al lado de la mesa del jardín, la hija de cinco años de los Simons lloraba agarrada al regazo de su padre. Su madre la había reñido por haberle pasado la mano sucia de pastel por las faldas. La señorita Clock no oía los lloros de la niña. Seguía el vuelo del pájaro, que volvía a la rama y terminaba de engullir. Sentía tensas la terminaciones que unen los ojos al cuerpo, y la leche del almuerzo le había subido a la boca. Al cabo de nada, a la pequeña de los Simons ya se le había pasado la rabieta y removía la tierra de los rosales. Algo la sobresaltó, se encogió pero no dijo nada.

—¡Ven! —gritó a la señorita Clock.

Con el regusto agrio todavía en la garganta, la señorita Clock le hizo caso y fue hacia ella.

—Pasa la mano por aquí —le pidió la niña con una sonrisa dulce.

La señorita Clock pasó la mano por el tallo del rosal y se pinchó. La hija de los Simons se rio.

—Yo también me he pinchado —le hizo saber.

Cayó la tarde y los invitados se marcharon. Aquella noche, por primera vez, la señorita Clock, rodeada de pajaritos, no se durmió enseguida. El sol se había puesto. Se veían las primeras estrellas. La habitación estaba en silencio. Había algo más tenebroso que la oscuridad. ¿Por qué le había pedido que pasase la mano por el rosal si ella ya se había pinchado? Fue la primera pregunta que la señorita Clock se hizo sobre la humanidad.

La señora Clock estaba muy activa aquella mañana. Hacía seis meses que la niña había nacido y ya habían sustituido la cuna por una cama. Aunque era menuda, el cuerpo le crecía al mismo tiempo que el entendimiento y mantenerla protegida por barrotes había perdido sentido. Alguien que no conociese el caso le habría supuesto fácilmente ocho o nueve años. En cuanto a la señora Clock, no se podía decir que ya no se mirase en el espejo. Pero nada que ver con la obsesión de los meses anteriores. Estaba demasiado ocupada con la niña, aunque esta era bastante autosuficiente. Se levantaba sola de la cama, bajaba las escaleras e iba a la cocina, allá las criadas se preocupaban de que desayunase, la subían a su habitación, la ayudaban a vestirse y, cuando su madre se despertaba, la niña estaba limpia y arreglada. Al principio jugaba en su habitación. Después fue descubriendo los rincones de la casa. Habían hablado de ponerle una institutriz, pero creyeron más adecuado esperar a que cumpliese un año y dejar que disfrutase seis meses más como un bebé. La arruga seguía presente en la cara de la señora Clock, pero cuando su hija le daba el beso de buenas noches, antes de que la criada se la llevase para acostarla, le parecía que los años, en lugar de desgastar, completaban. Era su niña. Sonreía de satisfacción. Más de una noche, antes de retomar la conversación con los invitados, sentía el impulso de subir las escaleras y acostarla ella misma, y de preguntarle cómo le había ido el día. Pero la niña ya sabía que ella era su madre y, de todos modos, al final del día tampoco podía tener demasiadas cosas que explicar. Era preferible no descuidar a los invitados. Ya tendría tiempo de hablar con ella. Un hijo daba un nuevo sentido a la vida. El señor Mulay, que era transportista, decía que a los hijos se les traspasa una parte de la responsabilidad de encontrarle sentido a la vida, y que te notas renovado, aligerado, porque te has deshecho de parte de la carga. Él siempre hablaba en términos de carga y descarga. Por su parte, el conde de Beauvin, gran observador de la naturaleza, veía en la maternidad, para la madre, la misma magia que podía suponer para una cabra el tener un cabrito. Y él valoraba mucho lo que pudiese sentir una cabra. A diferencia de los animales, nosotros no debemos estar pendientes constantemente de que alguien nos pueda partir el cuello. A nosotros, a nuestra cría. Para una cabra, la complejidad de ser madre, teniendo en cuenta qué supone para una cabra ser una cabra, es equiparable a la complejidad de ser madre para una mujer, teniendo en cuenta qué supone para una mujer ser mujer. O para un humano ser humano. El lobo dominante solo se aparea con la hembra dominante de la manada. La necesidad de sentirse madres resulta tan sencilla para el resto de las hembras que es común, entre las no dominantes, pasar embarazos utópicos. Fuera como fuese, la señora Clock conocía a muchas mujeres que no habían sido madres y no parecían más infelices que el resto. Muchas parejas no habían sido padres y no parecían más infelices que el resto. Como los Colin, o los Lonely, o la tía Margarita. Aunque el caso de la tía Margarita no estaba muy claro.

El jardín de la tía Margarita era uno de los más exóticos de la provincia. Un mes de marzo, la tía contrató a un extranjero que buscaba trabajo. Ayudaría en el jardín. Nadie sabía de dónde venía ni identificaba su acento, pero era tan peludo que todo el mundo situó su origen en tierras frías. Trabajó un año en la casa y se marchó con la misma discreción con la que había llegado. Meses después de despedirse, en casa de la tía Margarita apareció una criatura. Tanto aquellos que la habían visto como quienes solo habían oído hablar de ella la llamaban así: «la criatura». La tía Margarita ordenó que levantasen una parte del mosaico de su formidable salón para plantar allí un árbol. Aunque el animalito no parecía sentirse demasiado cómodo en él y a menudo perdía el equilibrio y acababa en el suelo, pasaba gran parte del día entre sus ramas. Si se caía, volvían a subirla. Era una criatura muy sufrida. Las malas lenguas decían que no era una bestezuela exótica, como la tía Margarita quería hacer creer, sino un fruto del pecado. Si se hubiese confirmado la noticia, el escándalo habría sido mayúsculo, de modo que los familiares y amigos, cuando visitaban a la tía, hacían la vista gorda. De vez en cuando, la criatura bajaba del árbol y entraba en la biblioteca. El servicio tenía instrucciones, en el caso de que la encontrasen hojeando libros ilustrados, de ahuyentarla para que regresara de nuevo al árbol o bien, si hacía bueno, saliese al jardín. Una de las criadas había explicado que, una noche, cuando el servicio dormía y la casa estaba libre de extraños, oyó un ruido y bajó las escaleras. La puerta de la biblioteca estaba entornada. Dentro, con el fuego encendido, sentada en una butaca, vio a la señora. Tenía a la criatura en el regazo y le leía un cuento.

El señor Clock se ausentaría dos días por negocios. Aquella mañana, la señora Clock estaba muy activa. Había subido al desván y estaba revolviendo los baúles de la ropa. Se los había llevado del hogar de sus padres cuando se casó. Era ropa vieja. Su ropa de jovencita. Vieja en años, pero prácticamente nueva. Los vestidos, los chales le traían tantos recuerdos... Anhelaba el momento en que su niña pudiese lucirlos, ojalá fuera pronto. Alguien subía las escaleras. Peldaño a peldaño, los pasos correspondían, gradualmente, a un cuerpo más pesado. Era extraño, no parecía que el efecto se debiese al acortamiento de la distancia, a la proximidad, a la llegada inminente. Un rumor, como cuando un pastel sube en el horno, acompañaba el movimiento. La señora Clock se volvió. El sol penetraba por la claraboya que quedaba a su espalda, y la zona entre sus pies y la puerta permanecía en la penumbra. La puerta del desván chirrió. Llegaba claridad desde la escalera. El contorno de la figura se recortó a contraluz. No podía distinguirla, no veía su rostro, y la medida... no había nadie con aquella medida en la casa. No era un niño, no era un adulto. Se le acercó con pasos ligeros. Cuando la tuvo a dos palmos, la figura le tendió la mano. Un rayo de sol le dio de lleno en la cara.

—¡Mamá!

La señora Clock dejó escapar un grito. Mientras la miraba horrorizada, la muchacha, a quien no había visto nunca, cogió de entre sus dedos el vestido que sujetaba. La señora Clock lo dejó ir. Dio un paso atrás.

—Mamá, ¿te he asustado? ¿Eran tuyos?