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Índice

PORTADA

CRÉDITOS

DEL YO AL NOSOTRAS

PREFACIO DE LA AUTORA

PRIMERA PARTE. NACIMIENTO

1

2

3

4

5

SEGUNDA PARTE. MADRES Y PADRES

6

7

8

9

TERCERA PARTE. NIÑOS

10

11

CUARTA PARTE. LA DAMA OSCURA

12

AGRADECIMIENTOS

a Douglas Hughes White

DEL YO AL NOSOTRAS

Carolina del Olmo

Hace unos meses, el escritor Alberto Olmos publicó un artículo lamentando el exceso de la autoficción en nuestros días: en su afán por diferenciarse encontrando una novedad formal, algunos autores habrían dado con un nuevo recurso, basado en saltarse las convenciones del pacto narrativo y el pacto autobiográfico, mezclando elementos reales de sus vidas en obras eminentemente ficticias. Una situación que la ruptura reciente de la frontera entre ficción y ensayo vendría a complicar aún más. Olmos denunciaba, con razón, el alcance sideral de los niveles de narcisismo de muchos autores, y el hartazgo que, como lector, experimentaba por tener que enterarse de cómo la novia del autor lo echaba de menos en su viaje a aquel remoto país al que acudió para documentarse para su libro.

Como autora de un libro de ensayo con abundante información personal, sentí una ligera punzada al leer el artículo: quizá había caído en la trampa y, pensando que encontraba el formato que mejor convenía a lo que quería contar, me había limitado a seguir una moda que ya resultaba cansina.

Sin embargo, después me paré a pensar en los libros importantes sobre maternidad que he ido leyendo a lo largo de los años, ocho ya, que han pasado desde que nació mi primer hijo. En todos ellos, esa mezcla de géneros estaba ahí. Algunos eran más autobiográficos, en otros la reflexión ensayística ganaba al peso al desvelamiento de información personal, en otros destacaba la ficción, pero en todos había una mezcla que era, en primer lugar, enormemente sugerente y, en segundo lugar, muy «auténtica» —si es que todavía se puede usar esta palabra—: una forma tan adecuada al contenido que resulta imposible pensar el uno sin la otra, un tipo de literatura ajena a toda forma de ironía o metaliteratura, inmune a la pugna por lograr una novedad formal con la que destacar en el sobrepoblado panorama literario-ensayístico.

No es mi intención, con estas líneas, incluirme en ese elenco de autoras: a lo mejor yo sí caí en la trampa. Pero sí quiero romper una lanza por este género híbrido que, en mi opinión, alcanza su apogeo cuando se trata de mujeres hablando de maternidad (o de nomaternidad como ha demostrado Silvia Nanclares con su espléndido Quién quiere ser madre). A esta pila de libros híbridos pertenece, y en lugar muy destacado, El nudo materno de Jane Lazarre.

Sin lugar a dudas, es un diario. Pero es también literatura universal: como el propio Olmos señalaba, lo que permite diferenciar la cansina moda de la autoficción protagonizada por un yo en constante campaña de autopromoción de esa otra autoficción en la que brilla un yo literario, es que en la primera el autor te lo cuenta porque le ha pasado a él, mientras que en la segunda te lo cuenta porque (también) te ha pasado a ti: el clásico de te fabula narratur. Y es también un ensayo político: como nos ha enseñado una y mil veces el feminismo, lo personal es político. Muy especialmente cuando se trata de sacar a la luz algo personal que ha sido ninguneado, o incluso pisoteado en todos los ámbitos que han gozado de visibilidad a lo lago de la historia. Si algo me llama la atención al acercarme hoy —con mis ojos de madre— a la historia de la filosofía, es la clamorosa ausencia de una experiencia tan fundamental para el género humano como la maternidad. Como se pregunta una y otra vez la escritora Laura Freixas, ¿dónde están las madres? Ciñéndonos a la producción libresca, habría que contestar que no, desde luego, en la filosofía. Pero tampoco, hasta muy recientemente, en la economía, en la sociología o en la psicología, que han construido su edificio obviando esta faceta de la realidad —a pesar de que, muchas veces, esto ha significado negar sus propios cimientos—. Y ni siquiera en el pensamiento feminista buena parte del cual se ha regodeado en su voluntaria ceguera frente a la experiencia maternal. Afortunadamente, lo que la inmensa mayor parte del pensamiento académico nos ha hurtado, lo hemos podido encontrar en algunas novelas, en alguna corriente más o menos minoritaria del pensamiento feminista y, muy especialmente, en estos textos híbridos que habitan en los márgenes —no podía ser más acertado el nombre de la editorial que acoge en castellano el libro de Lazarre: «Las afueras»—, y que no encajan en casi ningún sitio. Y es que no podrán encajar hasta que consigamos entre todas—y entre todos, porque esto no va «solo» de mujeres— construir un mundo en el que la vulnerabilidad que nos constituye como animales humanos y los cuidados que esta requiere ocupen un lugar central, un mundo en el que podamos superar las constricciones de esa individualidad adulta y supuestamente autónoma que a todos nos pesa y en el que podamos dedicarnos a ensayar formas de interdependencia que no entrañen relaciones de opresión.

Si algo destaca en estos relatos universales, en los que la primera persona está ahí por estricta obligación, es la aparición constante de la palabra «ambivalencia». Jane Lazarre muestra con extraordinaria precisión la angustia, pero también la potencia, de esta ambigüedad que preside la experiencia maternal y que impide plantear las cosas en términos de sí o no. Cuando por fin encuentra una amiga con la que poder compartir sus incertidumbres, el enorme dolor y la inmensa felicidad que le produce su hijo, nos cuenta cómo se desarrollan sus conversaciones:

—Yo daría la vida por él […], prefiero morirme a perderlo. Supongo que esto es amor —dije estremeciéndome, y después nos echamos a reír—, pero ha destrozado mi vida y solo vivo pensando en cómo recuperarla —dije para terminar, porque sin la segunda parte de la frase, la primera era una pérfida mentira, una mentira que juramos desterrar para siempre.

—Estoy deseando que llegue mañana para que te ocupes tú de los niños —me confesó—, pero me da terror dejarlos.

Asumimos que las frases tendrían siempre dos partes: la segunda contradecía aparentemente la primera, pero su unidad estaba siempre sujeta a nuestra capacidad cada vez mayor de tolerar esta ambivalencia, pues el amor maternal trata precisamente de esto.

Hoy día somos testigos de numerosos intentos de romper el mito de la maternidad como circunstancia idílica: bienvenidas sean esas grietas en una ideología que ha hecho mucho daño. Pero, lamentablemente, el nuevo relato que se está construyendo oscila a menudo entre la banalización —esas «malas madres», que parecen superar el exquisito sufrimiento maternal reconociendo que se les olvidó la fecha del cumpleaños de su hijo o que odian hornear bizcochos— y la erección de un nuevo mito: el que se construye a base de «madres arrepentidas» o «no-madres» convencidas, en el que la maternidad aparece como una trampa desagradable, y que tiene el efecto secundario de arrinconarnos a las demás en un mundo de supuestas «buenas madres» en el que no habría lugar para el arrepentimiento o para el sufrimiento.

Frente a estas visiones más o menos simplistas, El nudo materno nos enseña que ser madre es lo mejor del mundo y es también lo peor; que ser madre es tener un poder omnímodo sobre otro y es también ser esclava de ese otro; que ser madre es una identidad que te devora hasta el punto de no poder ser otra cosa y es también (dolorosamente) compatible con seguir siendo hija y otras muchas cosas más.

Si las circunstancias nos dejan vivir con intensidad la experiencia de la maternidad y si encontramos las palabras necesarias para pensarla —algo que antaño las mujeres solían obtener de sus comunidades y hoy, cada vez más, le debemos a las páginas de libros como este—, podemos aprender algunas cosas importantes. Este saber maternal no solo nos puede ayudar a reconciliarnos con nuestra ambivalencia, sino que nos ofrece un esquema de pensamiento capaz de ir más allá de dicotomías estériles —dependiente/independiente, naturaleza/cultura y tantas otras— y de salir del ámbito que lo vio nacer para circular fructíferamente por terrenos como la filosofía, las ciencias sociales o la política.

PREFACIO DE LA AUTORA

Tanto en el ámbito de la literatura como en el de la sociología, hay muy pocos libros sobre maternidad escritos por las propias madres. Al contrario, la mayor parte de los que conocemos sobre el tema son descripciones de las madres desde la perspectiva de los niños, niños ya mayores, que hoy son psicólogos, antropólogos o escritores, en un sentido existencial y en relación con las personas que describen, pero niños no obstante. Por ello, como suele ocurrir en el ámbito del «conocimiento científico», los deseos inconscientes y las necesidades se entrelazan irremediablemente con lo que aparenta ser una exposición puramente analítica. Siempre que las mujeres profesionales, entre las que se incluyen las madres, han tratado de contribuir al conocimiento de esta experiencia tan compleja, en el terreno del psicoanálisis por ejemplo, se han visto excesivamente influenciadas por el extendido mito occidental de la maternidad como un estado plácido y gratificante, idea corroborada por sus profesores y mentores masculinos, de modo que ellas, al igual que sus homólogos hombres, nos han revelado solamente una parte de la historia. Y el círculo vicioso se cierra: el mito determina el contenido de nuestro supuesto conocimiento objetivo y nuestro conocimiento sirve entonces para reforzar el mito. Y el mito, que ejerce su influencia sobre todas las madres que conozco, es un arma destructora precisamente porque no es del todo erróneo, sino que omite media parte de la historia.

Pese a que las mujeres se distinguen unas de otras igual que los hombres, pese a que hemos desarrollado personalidades diferentes a través de nuestras innumerables y diversas experiencias, pese a que hemos nacido cada una con un temperamento propio, sigue predominando la imagen de la «buena madre», una imagen imperante en nuestra cultura. En su peor faceta, la imagen de esta madre es una reina tirana poseedora de un amor prodigioso y un masoquismo asesino que ni una sola de nosotras emula ni pretendería emular. Pero incluso en su mejor faceta, la madre es una persona normal con sus limitaciones y no la contenedora del vasto tesoro de potencial humano que origina y alimenta este mito cultural. Es fuerte y discreta, generosa y desinteresada, poco exigente, poco ambiciosa; es receptiva y tiene una inteligencia media y práctica; tiene un carácter tranquilo y sabe controlar perfectamente sus emociones. Ama a sus hijos completamente y sin fisuras.

La mayoría de nosotras no somos como ella. Por mucho que lo intentamos, cuando nos acosan las dudas mientras estamos a solas con nuestros hijos, nuestros auténticos yos vuelven una y otra vez, nos acechan. Aun así, queremos tener hijos. Y los amamos desmedida e intensamente como esta «buena madre», si es que existe. Como nuestra experiencia no está descrita, tenemos que empezar desde el principio, y explicar en detalle cómo es en realidad. Solo así podríamos alterar los términos y las teorías que se ciernen sobre nuestra experiencia y que nos exigen que sacrifiquemos nuestro conocimiento propio ante la verdad establecida.

Recientemente, tanto los hombres como las feministas que han asumido una responsabilidad total hacia sus hijos pequeños, han escrito extensamente acerca de los terribles detalles que confinan las vidas de las madres, acerca de la extraña y paradójica manera en que nuestro amor infinito hacia los hijos queda atrapado en una rutina sorda y enervante, especialmente cuando nuestra vida queda totalmente relegada solo a esa función. Escapar a este patrón es particularmente difícil para la mujer.

Al contrario, abandonarlo todo por nuestros hijos, esos seres con los que hemos convivido en el mismo cuerpo, es lo más fácil. Porque la separación nunca es absoluta. Cada año, antes del cumpleaños de mi hijo, siento unas ligeras contracciones y un hormigueo en mis pechos, como si la leche me fluyera por dentro. Nos resulta muy difícil superar esta relación de enorme dimensión que a menudo amenaza con rebasar nuestros límites habituales de identificación con ellos.

Pero tengo la sensación de que gran parte de lo que ha sido tildado de «neurótico» en una mujer o «patógeno» en el niño por la literatura psicológica es, al contrario, un aspecto normal de la experiencia maternal, probablemente para toda la vida, pero sobre todo durante los primeros años y concretamente con la llegada del primer hijo. A mi entender, lo único eterno y natural en la maternidad es la ambivalencia y su manifestación durante los ciclos de separación y unión con nuestros hijos que se suceden continuamente.

Esta es la historia de la primera crisis de maternidad que experimenta una mujer. Se trata de un caso individual y atípico: es una artista, tiene un temperamento intenso y es de clase media desde un punto de vista cultural. No tiene dinero para contratar asistentas, ni canguros a tiempo completo, ni dispone de un despacho o habitación donde aislarse. Pero es una mujer típica porque es un ser humano, una mujer y una madre, y en este sentido sus experiencias reflejan las de otras mujeres, incluso ayudan a demoler una serie de patrones insoportables que nos oprimen a todas: la mística de la maternidad.

Primera parte

NACIMIENTO

Este ojo

no es para llorar

lo que ve

debe aclararse

aun cuando las lágrimas cubren mi rostro

su propósito es la claridad

nada debe

olvidar.

Adrienne Rich, «Desde la prisión»

1

Estaba aterrada. Llevaba dos meses aterrada. Cuando parí por primera vez, hace cuatro años, yo era inocente y aplacaba mis miedos con la idea de que el nacimiento era un proceso natural. Esta vez he sido más sabia. Los eufemismos, fueran clínicos o místicos, ya no me pesaban como una losa. Mi única esperanza, a diferencia de las veinticuatro horas de parto que padecí con mi primer hijo, era esperar que fuese más corto.

La enfermera no dejó entrar a James para que me acompañara. En ese instante se multiplicaron mis miedos. Los dolores seguían siendo soportables, la contracción fuerte llegaba cada veinte minutos aproximadamente. Pero, en los intervalos, la ansiedad me provocaba retortijones y mi estómago estaba cada vez más tenso, señal de que en dos minutos me trasladarían al paritorio. «Relájate y te dolerá menos», me dijeron, insinuándome que no había nada que temer, como si el origen del dolor estuviera en mi imaginación y no en mi propio útero. Pero decidí que lo mejor era afrontar la noche con un realismo inquebrantable. Antes de que mi marido volviera a atravesar el umbral de mi habitación, yo caminaba llorando de un lado al otro, no de dolor, sino de miedo.

Hace siete años, cuando acabábamos de conocernos, él me había dicho que odiaba los conflictos con todas sus fuerzas. Provenía de una familia extremadamente sensible y emocional que solo sabía comunicarse a gritos. Pasaban la vida intentando entenderse entre ellos y a ellos mismos, todos menos él, el único que supo mantenerse al margen ya desde muy pequeño. Se encerraba en su habitación huyendo de aquella atmósfera sofocante repleta de sentimientos. O salía de su casa y corría hasta el prado que había detrás de la casa para tumbarse en la hierba y despejar la mente royendo los tallos de los juncos sin pensar en nada. La intensidad de los sentimientos era un lastre para él. Si alguna vez manifestaba los suyos, lo hacía en el campo de fútbol o en sus apasionados encuentros sexuales de adolescencia, pero nunca en las conversaciones, ni siquiera cuando recordaba sus sueños. Probablemente, en algún momento del pasado, decidieron por unanimidad que el niño James era la expresión misma del silencio, virtud de la que carecía el resto de la familia. Era el niño que corría en una dirección inequívoca hacia su objetivo mientras todos los demás se metían en distintos jardines.

Encendían la radio, el televisor y el tocadiscos al mismo tiempo en tres habitaciones de la casa. Mientras, en la cocina, se desarrollaba una debate muy enérgico y todos aguardaban con ansia la súplica de James de que desenchufaran algo, lo que fuese. Cada miembro de esta prolija familia compartía todos y cada uno de los detalles de sus vidas privadas con el fin de consolarse y economizar fuerzas, sin obviar un solo matiz, mientras que James preservaba una intimidad cada vez más estricta; aquello no era asunto suyo, solía decir, y no podía evitar sumergirse en la lectura de una revista cada vez que volvían las constantes discusiones emocionales.

James adoraba a su familia; tanto era así que, al casarse, escogió a alguien mucho más parecido a ellos que a él mismo. Quizá se debió a ese deseo tan expansivo de compartirlo absolutamente todo para no perder el contacto con su propio entorno. Tal vez, de pequeño, se adjudicó el papel de niño reservado para contrarrestar la intensidad del otro. En cualquier caso, no escogió a una mujer de talante sereno capaz de mantener sus sentimientos más profundos bien plegaditos y ocultos: se casó conmigo.

Finalmente, la enfermera le dejó entrar en aquella sórdida habitación de paredes desconchadas y un aparato de aire acondicionado que emitía el runrún de una manada de caballos galopando sobre charcos. La atmósfera ideal para concentrarse en respirar, jadear y resoplar. Cuando superé la primera fase de respiraciones, ya empecé a descontrolarme. El método Lamaze.1 Me había jurado a mí misma no confiar más en sus insidiosas promesas. James sonrió al ver cómo me sentaba con aire solemne en mi cama de hospital tratando de jadear al ritmo de Cinco lobitos tiene la loba... Le sonreí en señal de respuesta y dije: «Mierda». Esa había sido nuestra actitud durante las últimas seis semanas. Siempre que practicábamos los ejercicios, ya fuera a solas o con los amigos que también esperaban su segundo hijo, a los diez minutos acabábamos riéndonos y desistíamos. Después de nuestro primer hijo, nos enteramos de que la secta a favor del parto natural no era otra cosa que un burdo mecanismo de defensa contra el dolor. Existe una isla en el Pacífico donde las mujeres se autofustigan con un palo afilado durante el parto, un ejercicio físico tal vez más divertido que respirar como un perro acalorado. De todas formas, en ambos casos el supuesto es el mismo: cuanto más logras pensar en otra cosa, mejor soportas el pánico que atenaza tu útero.

Pero yo no soy de las que aguantan. Insatisfecha con la imagen revolucionaria que heredé de los sueños de mi padre, solo en mis fantasías puedo soportar las torturas fascistas y negarme en rotundo a delatar a mis compañeros. Lo cierto es que temo que ante la mera amenaza del dolor, lo cante todo.

Esas películas, tan populares entre la gente de mi generación, en las que someten a los protagonistas a todo tipo de torturas físicas me dejan machacada durante días, de noche me acosan como las sombras y contribuyen a mi insomnio. No es que me guste ser así. Quiero ser valiente, como las amazonas y, si el reto es tolerar el dolor psíquico, soy la primera en apuntarme. Pero me siento débil. Solo el hecho de seguir con vida ya me parece milagroso.

Cuando James me sonrió, se me escapó el final de la frase del espejismo Lamaze. «Espera igualmente a que llegue el dolor —me dije—. Es posible que mañana siga viva.» Al recordar el breve intervalo de quince minutos durante el trabajo de parto de mi primer hijo (ese lapso terrorífico en el que sientes que una barra de acero te parte por dentro), sentí que podría aguantar.

Durante las tres horas siguientes seguí tumbada y sufriendo progresivamente a cada contracción, fingiendo que respiraba de manera rítmica a fin de ahorrarme la pelea con el obstetra. Al menos no arrojaba sin parar un vómito verdoso sobre los brazos de James como la vez anterior. Dejé que me rasuraran el pubis, acoplado prácticamente contra la palma de la mano de la enfermera, traté de sacudirme el miedo al dolor y a la muerte, y me concentré en mi hijo y en mi hermana, cuya dependencia de mí siempre me ayudó a sentirme fuerte y a contenerme en los momentos difíciles. Estaba segura de que daría a luz a las cinco de la mañana. Una enfermera incluso apostó un bocadillo de atún a que iba a ser un parto como todos los segundos partos: llevadero, por no decir fácil.

En vista de ello, las dos horas y cincuenta y nueve minutos de transición me cogieron de improviso, durante las cuales no dejé de gritar rogándoles que me abrieran por dentro o que acabaran conmigo para siempre. Seguramente reventé las venas de las manos de James de tanto apretar mientras las comadronas me sujetaban las piernas y yo me esforzaba en empujar la cabeza del bebé hacia la posición correcta. Me inyectaron Pitocin para acelerar las contracciones, algo sobre lo que mis hermanas feministas ya me habían advertido: aumenta el dolor y es menos manejable. Pero qué más daba ya. Por lo menos terminarían antes y más rápido. Tenía ganas de que acabara. Tenía ganas de estar viva. Tenía ganas de que James regresara a casa con nuestro pequeño Benjamin, quien, no me cabía duda, se habría quedado traumatizado por la separación. De nuevo dejé que me suministraran Demerol, consciente de que toda posibilidad de controlar las contracciones se desvanecería en un segundo mientras entraba y salía de un duermevela vago y nauseabundo, sobresaltada solo por un fuerte dolor en el esfínter («Es muy normal sentir presión en el ano en el segundo parto, joven.») o por unos aullidos que provenían de muy lejos. Durante los dos o tres minutos de contracciones me percaté de que los aullidos eran míos, aunque escapaban de manera escalofriante a mi control.

«No chilles —me aconsejó amablemente la enfermera— o derrocharás la energía que necesitas para empujar.» Y, Dios bien lo sabe, cómo deseaba dejar de gritar, pero era incapaz. Mi boca se abría por sí sola y emitía unos alaridos desesperados.

No había vuelto a oír esos aullidos desde mi infancia. De pequeña enloquecía cuando creía oír a mi madre, que había fallecido debido a un cáncer, chillando dentro de mi cabeza, reventándome los tímpanos.

Se me nublaba la visión, pero sentía el contacto del brazo de James. Deseaba que James me viese como una persona fuerte, madura. Como él, y no como un ser confundido y exhausto, con la fuerza interior resquebrajada a causa de la presión que ejercía la maternidad.

En la mesa de parto había perdido la fe en seguir viva. Temía tocarme la vulva o el ano y ver cómo mi mano chorreaba mi preciosa sangre. «Hemorragia en la mesa de parto», oí como decía el doctor al salir de la habitación. Unas abrazaderas de hierro me cubrieron los antebrazos. De mis muslos colgaban unas mallas verdes. Tenía el pecho cubierto por una bata blanca de hospital y una máscara de cuero espantosa apretaba mi rostro. Solo mi vulva quedó al descubierto.

¿Me quieres así, Jamie?

—Empuja —dijo el doctor, y lo interpreté como si quisiera matarme. Tenía el culo abierto en dos y derramaba sangre sin cesar. Voy a inundar el suelo del hospital, pensé. Oí gritar a otra mujer a lo lejos, parecía estar desmayándose entre gemidos de angustia—. Cierra la puerta, mejor no oír eso —dijo el doctor.

—Empuja —dijo James. Obedecí, mientras pensaba: «Adiós cariño, no te das cuenta de que me muero, pero así es, y nunca más estaremos juntos, el pozo negro del dolor me está engullendo, esta vez no hay salida, ya no podré cuidar de Benjamin, mi pequeñín, solo sé que quiero morirme, no me importa, excepto por ti», y entonces nació mi segundo hijo.

Era absurdo seguir preguntándome, tumbada en la sala de rehabilitación y mecida por el vaivén de un sueño ligero (el último vestigio de la química que ayudó finalmente a tumbarme sobre la mesa de parto), cómo había osado otra vez, después de haber jurado y perjurado cuatro años antes en otro hospital que nunca más lo volvería a hacer. Lo único que pude recordar fue el momento en que deseé de manera desesperada otro hijo, plenamente consciente de la gran dificultad que presentaba la maternidad. Quería embarazarme de nuevo, volver a dar a luz, quería otro recién nacido.

Al fin desperté y enseguida pregunté por mi bebé. Cuando me lo trajeron, abrió los ojos, dos ojos muy oscuros, y con su boca empezó a buscar mi pezón húmedo. Me fijé en su mentón afilado, muy parecido al de mi primer bebé en sus primeras semanas de vida. El olor a sangre y a sudor se disipaba a medida que el aroma a recién nacido me iba embriagando. Mis lágrimas goteaban sobre su carita mientras recordaba el dolor que había sufrido pocas horas antes y, milagrosamente, supe que lo quería, a pesar de todo.

A los tres días volví a casa. En un espacio limpio y ordenado, que James había procurado para mi regreso, pude descansar durante una hora y disfrutar del silencio que procuraba la ausencia de Benjamin, que todavía no había regresado de la guardería.

«Sea un “bebé bueno” o no lo sea —me dije—, yo ahora soy otra persona, me encuentro más cómoda en mi papel de madre, y ya sé que tarde o temprano llegará el día en que él también saldrá de casa con la fiambrera en la mochila y se negará a que le dé un beso cuando a mí se me antoje.»

Tan pronto como la depresión postparto descrita por los médicos empezó a tomar forma en mi propio ser y personalidad, sentí que era una experiencia idéntica a la anterior: solo quería estar echada y en silencio, a media luz, dentro de una habitación que simple y llanamente estuviera impecable. Necesitaba que alguien lo hiciera todo excepto alimentar a mi bebé. Cuando no daba de mamar, quería a James solo para mí. Cualquier otro sonido parecido a la voz humana me aterraba.

Con todo, a pesar de revivir mi primera experiencia exactamente como la anterior, me sentía una persona muy distinta. Todo iba a ser distinto esta vez.

Cuando Benjamin regresó a casa de la guardería yo tenía tantas ganas de abrazarlo que me sudaban las manos mientras esperaba a que se abrieran las puertas del ascensor. A medida que se acercaba a mí recordé el día, veintisiete años antes, en el que trajeron a mi hermanita a casa. Alcé la vista para mirar a mis padres, dos gigantes desde mi altura, ignorando cuánto iba a cambiar mi vida, pero convencida de que ya nada iba a ser lo mismo.

Benjamin pasó de puntillas delante de mí, rodeando a esta mujer que por un pavoroso instante se había convertido en la madre de otro, y se dirigió hacia el cochecito a mirar de cerca a su hermano. Durante las siguientes semanas me detestó por haberle traído aquello que él había pedido con tanta insistencia, el bebé que había gestado en mi vientre durante nueve agotadores meses, todo para que mi querido niño tuviera su ansiado hermanito. Una vez superada la fase inicial de rabia, su mirada cobró una luz nueva.

En aquellos tiempos, la maternidad seguía siendo un mito. Así que, por segunda vez, traté de cumplir con todas las expectativas y dar la imagen de la mujer ideal envuelta en un bata de terciopelo dorado. Las antiguas fantasías de Benjamin, los bellos recuerdos de la infancia de James y los míos propios, el rostro satisfecho de mi bebé cuando mamaba y los miles de retratos de madres etéreas se fundieron en la imagen de una amazona dulce y poderosa cuyo cuerpo podría habitar con dignidad.

Madre, diosa del amor, a quien todos acudimos en busca de protección y de amor incondicional, el ser humano perfecto en quien todos creemos, pues así hemos sido educados, a quien los poetas han comparado incluso con la misma tierra, que se arrodilla con los brazos extendidos presta a envolvernos y a protegernos de las lluvias, a quien ni uno solo de nosotros hemos conocido, pero que se nos aparece y nos persigue despiadadamente; Madre, no puedo encontrarte, y mucho menos ser como tú.

Y la heroína que yo esperaba que cada mañana saliera de mi cama, encarnada en mi antiguo ser, pero envuelta en la mágica aura de la maternidad, no apareció. Al margen de lo que cualquiera pudiera pensar o amar, de manera consciente o inconsciente, a viva voz o en secreto, yo no era esa persona. Solo necesitaba a mi madre.