El tulipán negro

Alexandre Dumas


Publicado: 1850
Categoría(s): Ficción, Histórico, Novela

Capítulo 1 Un pueblo agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pensionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.

Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.

Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.

Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.

Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.

Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del estatuderato.

Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.

El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.

Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coac tus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»

Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.

En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.

No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, e intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.

Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre elegido, y lo recomienda a la posteridad.

Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la tarea.

Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.

Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la derogación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.

Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.

Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de «Justum et tenacem» de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.

No por ello los jueces exoneraron menos a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.

Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.

Los atenienses, que han dejado una hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses. Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.

Jean de Witt, a los primeros rumores de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.

Durante este tiempo, Guillermo de Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.

Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.

Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas, tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían había sido mal realizado.

Nos referimos al trabajo del verdugo.

Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.

Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya debía tomar parte?

Y, además, se decían los agitadores orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha querido hacerlo asesinar?

Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.

En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.

En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cristiana.

Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.

Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt. El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.

Y algunos instigadores repetían en voz baja:

-¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!

A lo que otros respondían:

-Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.

-¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! -gritaba la muchedumbre a coro.

-Sin contar -decía una voz- conque durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.

-Y los dos bribones se comerán en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.

-¡Impidámosles partir! - gritaba la voz de un patriota más avanzado que los otros.

-¡A la prisión! ¡A la prisión! -repetía el coro.

Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.

Sin embargo, no se había cometido todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.

Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:

-¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!

La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.

Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.

-¡Eh, señores de la guardia burguesa! -les increpó-. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?

Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:

-¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!

-¡Viva Orange, sea! -dijo el señor De Tilly-. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré -y volviéndose hacia sus soldados, gritó- : ¡Arriba las armas, soldados!

Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de caballería.

-¡Vaya, vaya! -exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas-. Tranquilizaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.

-¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mosquetes? -replicó furioso el comandante de los burgueses.

-Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes -dijo De Tilly-. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.

-¡Muerte a los traidores! -gritó la compañía de los burgueses exasperada.

-¡Bah! Siempre decís lo mismo -gruñó el oficial-. ¡Resulta fatigante!

Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.

Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.

 

Capítulo 2 Dos hermanos

Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.

Lo cual, visto por el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:

-¡Vivan los burgueses!

En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.

-¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? - gritaban los orangistas.

-¡Ah! -respondió el señor De Tilly-. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

-¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

-Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro -respondió De Tilly.

-Pero ¿quién ha dado esta orden?

-¡Los Estados, pardiez!

-Los Estados nos traicionan.

-En cuanto a eso, yo no sé nada.

-Y vos mismo nos traicionáis.

-¿Yo?

-Sí, vos.

-¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.

-Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.

-Si tal hicierais -gritaron los burgueses-, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

-Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquellos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

-Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

-En primer lugar, yo no soy un ciudadano -dijo De Tilly-, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

-¡Sí, sí! -gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más-. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! ¡Vamos, vamos!

-Eso es -murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos-. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

-Estará bien, capitán -dijo al oído del conde su primer teniente-, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.

La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.

Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.

Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.

El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.

Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.

Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.

Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.

Pensaba también en su hermano.

Probablemente, era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.

Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.

-Corneille, mi pobre hermano -dijo-, sufrís mucho, ¿verdad?

-No sufro ya, hermano mío, porque os veo.

-¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.

-Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?

-Sí.

-Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.

-No tendréis que caminar mucho tiempo, hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.

-¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?

-¡Ah! Es que se supone -dijo el ex gran pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual- que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.

-¿Un tumulto? -repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano-. ¿Un tumulto?

-Sí, Corneille.

-Entonces, esto es lo que oía hace un momento -dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose hacia su hermano-: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad? -preguntó.

-Sí, hermano mío.

-Pero entonces, para venir aquí…

-¿Y bien?

-¿Cómo os han dejado pasar?

-Sabéis bien que no somos muy queridos, Corneille -explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura-. He venido por las calles apartadas.

-¿Os habéis ocultado, Jean?

-Tenía el deseo de llegar hasta vos sin pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.

En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Corneille-. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.

-Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos -respondió Jean-. Mas, primero, una palabra.

-Decid.

Los clamores ascendieron de nuevo.

-¡Oh! ¡Oh! -continuó Corneille-. ¡Qué encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?

-Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos reprochan en medio de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.

-Sí, nos lo reprochan.

-¡Los necios!

-Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.

-Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.

-Hermano mío -respondió Corneille-, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.

-Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal -comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la ventana.

-No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.

-¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?

-Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.

-¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido e inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius, está perdido, hermano mío!

-¿Perdido?

-Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día u otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno u otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos deprisa, si todavía estamos a tiempo.

Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.

-¿Acaso no conozco a mi ahijado? -dijo-. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.

Jean se volvió sorprendido.

-¡Oh! -continuó Corneille con su dulce sonrisa-. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.

-¡De prisa, entonces! -exclamó Jean-. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

-¿Con quién le damos esa orden?

-Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

-Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.

-Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

-¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.

-Sí, sí -dijo Corneille-, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

Jean abrió la ventana.

-¡Muerte a los traidores! -aullaba el populacho.

-¿Oís ahora, Corneille?

-¡Y los traidores, somos nosotros! -exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

-Somos nosotros -repitió Jean de Witt.

-¿Dónde está Craeke?

-Al otro lado de esta puerta, imagino.

-Hacedle entrar, entonces.

Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

-Venid, Craeke, y retened bien lo que mi hermano va a deciros.

-Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

-¿Y por qué?

-Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

-Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.

-¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille.

-Aquí hay un lápiz, por lo menos.

-¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

-Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

-Bien.

-Pero vuestra escritura ¿será legible?

-¡Adelante! -dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas. El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

Corneille escribió:

20 de agosto de 1672
Querido ahijado:

Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.



Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

-Ahora -explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.

Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

-Y ahora -dijo- partamos, Corneille.

 

Capítulo 3 El discípulo de Jean De Witt

Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.

No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

Con la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

La serenidad o la inquietud.

Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

-¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

-Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.

-¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

-Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:

-Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.

-Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

-¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

-Al grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.

El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

-Si ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

-Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.

-¡La orden! ¡La orden! - gritaron varios millares de gargantas.

El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples y desesperados.

Pero viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.

D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.

-Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.

-¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

-¿A qué?

-Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.

-Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

-Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

-¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.

-Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.

-Ya veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció. Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.

Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada. Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas. La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

Era el cirujano Tyckelaer.

-¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.

-¡Tienen la orden! - murmuró el oficial estupefacto.

-¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.

Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

-Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.