El proceso de paz en Colombia : Disertaciones alrededor de una historia / Juan Manuel Martínez Fonseca … [otros autores]. -- Bogotá D. C. : Los Libertadores Fundación Universitaria. Departamento de Formación Humana y Social. Centro de Producción Editorial, 2016.
200 pág. (Colección Debates).
ISBN : 978-958-9146-59-0
1. PROCESO DE PAZ -- COLOMBIA. 2. CONFLICTO ARMADO -- COLOMBIA.
3. VIOLENCIA -- ASPECTOS SOCIALES -- COLOMBIA . 4. COLOMBIA -- POLÍTICA
Y GOBIERNO. I. Título. II. Autores.
303.66 / P963
© Fundación Universitaria Los Libertadores
Departamento de Formación Humana y Social
Bogotá, D.C., Colombia.
Cra. 16 No. 63A-68 / Tel.: 254 47 50
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Colección Debates
ISBN: 978-958-9146-59-0
ISBN ePub: 978-958-5478-05-3
Hecho el depósito que establece la ley
Primera edición: Bogotá, D.C., 2016
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PRÓLOGO
Gabriel Tolosa Chacón
CAPÍTULO I
HISTORIA DE UN CONFLICTO
FARC y ELN: Continuidades y discontinuidades en los procesos de paz en Colombia
Juan Manuel Martínez Fonseca - Rodolfo Antonio Rodríguez Pérez
CAPÍTULO II
ABORDAJES PARA UN POSIBLE POSTCONFLICTO
Investigación social para la paz en Colombia: Entre la verdad histórica y la prueba judicial
Luisa Paola Sanabria Torres
¿Estamos preparados para el postconflicto?: Colombia y la firma del proceso de paz, propuestas para asumir el postconflicto
Edgar Javier Garzón Pascagaza
Colombia: la incertidumbre de solucionar el conflicto
Otto Medrano Bermúdez
CAPÍTULO III
CONTEXTOS DEL PROCESO DE PAZ EN COLOMBIA
Los diálogos de paz en twitter: el phatos discursivo de la subjetividad política
Chris Aleydi González Hernández
Aportes de la epistemología de la Grecia clásica para una valoración crítica del concepto de paz
Manuel Leonardo Prada Rodríguez
CAPÍTULO IV
IN MEMORIAM
Nelson Mandela, construir la paz: una cuestión de principios humanizantes, no de teorías politizantes
Edwin Armando Barrientos Rey
Nuestros autores
CONTRA LA NATURALIZACIÓN DE LO IMPOSIBLE;
UNA CRÍTICA A LA NOCIÓN DE CULTURA DE LA VIOLENCIA EN EL ANHELADO POSTCONFLICTO
Gabriel Tolosa Chacón
La sucesión de innumerables violencias ha marcado la vida de las últimas generaciones de colombianos. Hemos vivido en un país donde el sonido de las balas y de las explosiones es cotidiano, por lo menos para gran parte de los sectores populares rurales y urbanos. El conflicto armado, metonimia de problemas de exclusión históricos de nuestra sociedad, ha sido el ámbito donde muchos crecimos. Es casi nuestro escenario, aquel que olvidamos por cotidiano, aunque nunca lo ignoremos por completo, bien sea porque hace parte de nuestra novela familiar, por la gravedad de algún acontecimiento de guerra repetido hasta el hastío en el noticiero, o porque en cada nueva ronda electoral el político de turno promete el final de la guerra.
Según algunos periodistas y académicos nos hemos acostumbrado a vivir con diferentes manifestaciones de ese conflicto. Hemos aprendido a coexistir con él de forma natural, a ver sin (tanto) asco la sangre, a no asustarnos (tanto) con el ruido de la confrontación, a no horrorizarnos ante un secuestro o alguna desaparición. Tampoco nos sorprenden las vinculaciones de un político con alguno de los ejércitos ilegales en contienda, o su participación en el desplazamiento de varios campesinos propietarios de tierras codiciadas por alguna multinacional, como tampoco nos incomodan las alianzas entre militares y paramilitares para asesinar a algún líder sindical. Al final de cuentas, mañana será otro día para seguir con nuestras vidas y continuar, porque como dicen los abuelos: “el muerto al hoyo y el vivo al baile”.
Este comportamiento frente a la muerte nos haría duros e indolentes. Nos llevaría a plegarnos a discursos y prácticas violentas, dentro de las cuales cualquier vacilación frente al contradictor nos parecería una cobardía. Justificaría que nos matemos incluso en la felicidad particular (como las peleas entre familiares en medio de una fiesta) y colectiva (los muertos y heridos acostumbrados durante las celebraciones de éxitos deportivos). Haría que optásemos por salidas violentas para acabar con la violencia, eligiendo como dirigentes políticos a consabidos matones o contratando sicarios para que nos cacen la culebra. Ante tal panorama resulta obvio que nos pensemos naturalmente violentos y franqueados por una cultura de la violencia. Como el destino así lo quiere, así será…
En varios textos y entrevistas es subrayada esta situación y se concluye que en Colombia nos caracterizamos por una cultura de la violencia1, la cual haría que nuestros vínculos con los demás impliquen siempre algún grado de violencia inmanente. Los desplazamientos, las apropiaciones de tierras, el silenciamiento de las oposiciones, los “falsos positivos” y las operaciones de “limpieza social” son comportamientos propios de un grupo social que ve en la eliminación la forma esperada (y adecuada) de tramitar las diferencias. Las disputas causadas por la apropiación o por la redistribución de recursos económicos y simbólicos serían manifestaciones macro de una violencia esencial, primigenia, y natural, que va de suyo en nuestro material genético.
En consecuencia, seríamos violentos en todos los ámbitos de nuestra existencia, incluyendo el trato cotidiano con nuestras familias, con nuestros amigos y vecinos, nuestros compañeros de trabajo y con cuanto desconocido nos crucemos por la calle. Bate en mano y cuchillo en bolsillo, estaríamos prontos para dar el batazo y recibir la puñalada, tanto del anónimo mensajero que se sienta a nuestro lado en el bus, como a nuestra hermana menor por habernos comido el pedazo de queso reservado para ella. Esa violencia cotidiana operaría como el correlato de la violencia política, una y otra serían lo mismo, porque serían manifestación de nuestra “cultura de la violencia”. Las diferencias entre violencia cotidiana y conflicto armado resultarían solamente de la magnitud del acto violento, de la cantidad de muertos y/o heridos.
Al someter a un análisis sociológico estos usos simplistas de la “cultura de la violencia” es posible que le opongamos tres cuestionamientos y un rechazo. Primero, que al calificar a nuestra cultura como violenta se cae en un doble ejercicio de simplificación y universalización. Simplificación porque reduce un conjunto de determinaciones (políticas, económicas, culturales, de género, etc.) a una razón única (nuestro ser violento), que a la vez sería justificación universal de todos los problemas que nos aquejan. El doble movimiento de simplificación y universalización de este argumento deviene en la respuesta al problema previa al problema formulado, invalidando de suyo nuestro trabajo como investigadores e investigadoras del mundo social porque de arrancada sabríamos las causas de tantas violencias.
El segundo tiene que ver con la endemización de la violencia en Colombia. Al hablar de cultura de la violencia se le adjudica a la situación nacional un carácter endémico del cual carece, porque son varios los países que presentan situaciones de violencia equiparables a las nuestras (Guatemala, Brasil, EEUU, entre otros), vinculadas también con realidades presentes en nuestro conflicto (desigualdad social, pobreza, inequidad en la propiedad de la tierra, etc.). La endemización también exagera el carácter nacional del conflicto porque olvida la participación de agentes y fuerzas extranjeras y multinacionales. Basta pensar en los bancos que se benefician de los dineros del narcotráfico, en el lucro infinito de los fabricantes y comerciantes de armas para todos los bandos en contienda, y en la perpetua presencia de militares y asesores norteamericanos en nuestra guerra, con evidentes intereses geopolíticos. Más que realzar el carácter colombiano del conflicto, nos conviene resaltar las continuidades históricas del mismo, en cuanto a intensidad, prolongación y multiplicidad de elementos que lo estructuran y donde se vinculan factores locales y globales, endógenos y exógenos.
El tercer cuestionamiento apunta al uso del concepto de cultura, dentro de la hipótesis de la “cultura de la violencia”. La cultura -definición en disputa por ser un fenómeno omnipresente- remite a prácticas y discursos que se dan en el marco de un espacio social instituido, dentro del cual cobran sentido y son realizables el conjunto de acciones humanas, en un ejercicio permanente de re-construcción de dicho espacio social, mediante cambios, luchas y resistencias de las personas que hacen cuerpo esa cultura. Esta idea de la cultura incorporada en movimiento, presente en varios autores contemporáneos (Bourdieu, Elias, Fals Borda, Mead, Wright Mills, entre otros), se contrapone al uso de “cultura” en una versión más inmanentista, aquella que ve en la cultura una suerte de “naturaleza esencial” que marca y aglutina un agregado de personas y las convierte en miembros de un grupo cerrado, en este caso, nuestro país. Calificar a un grupo a partir de un rasgo único, de su esencia, equivale a invalidar cualquier posibilidad de transformación de la realidad, puesto que toda la cultura, que estructura la realidad, se organizaría con base en esa esencia y, teleología mediante, las esencias son permanentes, porque son el alfa y el omega.
Además, la noción de cultura de la violencia acarrea un problema práctico: al basarse en manifestaciones palpables de violencia (que van desde una toma guerrillera hasta un atraco en alguna ciudad intermedia) suscita un efecto de gran calado, que se refuerza tanto por la exposición del hecho de violencia, como por el análisis que algún experto (o no tan experto) hace del mismo. Recordemos que el poder de categorización de un evento y expresar una opinión legitimada sobre el mismo equivale a un acto de institución, en tanto una autoridad (en este caso el experto) define lo que es y expresa esa violencia nuestra. La voz de esa autoridad, convalidada por sus diplomas y su reconocimiento como autoridad, nos impone un destino: el ser violentos por ser colombianos.
La cultura de la violencia, por su llaneza explicativa, se encuentra presente en los discursos de generadores de opinión y productores culturales. Periodistas, académicos, políticos, columnistas de opinión, profesores y formuladores de políticas públicas hacen eco del mencionado esencialismo para interpretar lo que nos pasa como nación. Esta situación nos ubica ante una incongruencia: si nuestra condición esencial es ser violentos, está obturada la posibilidad de una cultura para la paz. Los ejercicios analíticos, las actividades educativas y la elaboración de discursos y prácticas de convivencia pacífica son inútiles porque, de nuevo, nos define nuestro ser violento.
En contraposición, desde Fals Borda hasta Pécaut, varios autores han mostrado la multicausalidad de la violencia en Colombia, como manifestación de un conglomerado de prácticas políticas que operan de diversas formas y con distintos objetivos, en diversos contextos y con diferentes agentes involucrados, a pesar de que el Estado, los paramilitares, las insurgencias y las bandas de narcotraficantes participen con recurrencia. Esa “contingencialidad de la violencia” nos obliga, en tanto analistas de diferentes disciplinas y corrientes, a estar más atentos a las divergencias que a las convergencias, porque al final la convergencia es una: el ejercicio de un poder violento de una persona sobre otra. Estos mismos análisis, que buscan establecer relaciones y vínculos entre agentes y contextos, en el marco de una trayectoria histórica. E historizar una situación es la mejor forma de echar por tierra su esencialidad.
A su vez, recomponer la historia de una realidad de violencias, es decir, re-anudar los puntos de conexión en la red de relaciones que la configuran, hace posible superar el esencialismo particularista, endémico y teleológico. La identificación de las genealogías de la violencia restituye la potencia de la realidad, cuya comprensión -y subversión- demanda una recursividad vigía y una apertura analítica y práctica a los problemas que nos plantea esa realidad. Ver la realidad como constructo histórico, problemático y múltiple es la herramienta fundamental contra la naturalización de lo imposible: aquella creencia que nos condena a la violencia y nos niega la posibilidad de vivir en paz.
La actual negociación entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP es una de las aristas de la disputa global por la paz, por sus alcances, definiciones e implicaciones, que dependen justamente de la historia de nuestro conflicto social. Entonces, el postconflicto se prevé como una disputa por las definiciones de paz y, en consecuencia, por las posibilidades de transformación que traen consigo las prácticas en una sociedad pacificada. La paz debe ser más que la vía libre a la explotación de recursos naturales por una multinacional en una antigua región en guerra. La paz debe ser más que la entrega de las armas por parte de los integrantes de la insurgencia. La paz debe ser la realización de la justicia social y el desmonte de las razones que llevan a varios colombianos a ver en la guerra y sus miserias una posibilidad de trabajo y lucro, fortaleciendo una guerra que afecta en mayor parte a las poblaciones subalternizadas y excluidas.
La paz debe ser un escenario de creación de nuevas y novedosas prácticas de transmisión cultural, que alimenten la construcción de formas de encuentro pacífico entre las personas. Sin olvidar los conflictos que nos constituyen como sociedad y buscando eliminar las desigualdades que nos jerarquizan, lo que proponemos es una autonomización de las prácticas creativas, en los escenarios de producción de cultura, esto es, en el ejercicio político, la educación y la investigación, como aporte desde los espacios universitarios a la Colombia que emergerá en el postconflicto.
En esta dirección va El proceso de paz en Colombia: disertaciones alrededor de una historia, libro producido por un equipo de investigadoras e investigadores de la Fundación Universitaria Los Libertadores, y que se suma a una línea de discusión e historización ineludible del actual debate público sobre el proceso de paz. A partir de una serie de análisis e interpretaciones sobre los distintos elementos, simbólicos y materiales, que han instituido nuestra guerra, se enuncian características del momento actual del conflicto que prefiguran las negociaciones de paz y la pugna política que se desenvuelven en la trastienda de estas. Con estos textos los diferentes autores buscan contribuir en la lectura práctica y enriquecedora de nuestra realidad, como plataforma de comprensión transformadora de la misma.
En el capítulo uno La paz en la Constitución Política y en la Cultura Colombianas, encontramos un análisis sobre las ideas de paz en nuestro país y su presencia en la normatividad vigente, con miras a reflexionar sobre las implicaciones jurídicas, como metáforas del ordenamiento político, del proceso de paz actual. Por su parte, en el capítulo dos, Investigación social para la paz en Colombia: Entre la verdad histórica y la prueba judicial, vemos una reflexión sobre las experiencias de investigación social que acompañan los procesos de reparación de víctimas y su interacción con las leyes que reglamentan las reparaciones.
El capítulo tres, ¿Estamos preparados para el postconflicto?: Colombia y la firma del proceso de paz, propuestas para asumir el postconflicto, es una reflexión sobre los alcances de la situación de postconflicto, tanto en el ordenamiento legal como en las relaciones entre pares, desde una perspectiva que combina la crítica kantiana y la ética sartriana. Para ampliar el examen filosófico de la violencia en Colombia, en el capítulo 4, ¿Qué está significando la paz en la actualidad colombiana y qué podrá significar en el post-conflicto armado?, se retoman algunos postulados aristotélicos y platónicos sobre la vida ciudadana en la polis griega y se contrastan con las circunstancias de la ciudadanía en Colombia, procurando el desarrollo de una ciudadanía más absoluta y ecuánime en nuestro país.
En el capítulo 5, FARC y ELN: Continuidades y discontinuidades en los procesos de paz en Colombia, apreciamos un recorrido histórico por las anteriores experiencias frustradas de negociación entre los distintos gobiernos y los dos grupos insurgentes más importantes del país, situando como eje analítico la genealogía de los mismos y los cambios en sus posicionamientos ideológicos y sus accionar político militar, en respuesta a las acciones gubernamentales. A su vez en el capítulo 6, Los diálogos de paz en Twitter: el pathos discursivo de la subjetividad política, se reconstruye el juego de acción y reacción entre los diferentes agentes de la guerra, en un escenario digital como el Twitter, que permite una mayor plasticidad en el debate ideológico, a expensas de una construcción más diluida la agencia política entre representantes del Gobierno, de las insurgencias y de la oposición al proceso actual de paz.
Para terminar, en el cierre del libro podemos leer un obituario en homenaje a Nelson Mandela, Construir la paz: una cuestión de principios humanizantes, no de teorías politizantes, en el cual se nos muestra a una persona como Mandela, empeñada en construir una paz basada en la equidad, en una Suráfrica clasista y racista, atravesada por un grave conflicto armado. La transformación, aún en ejercicio, que encarnó el líder surafricano es prueba de la posibilidad de transformar una realidad por más adversa y conflictiva que esta sea.
Estamos convencidos del aporte libro a la comprensión compleja de nuestra realidad, gracias a su riqueza expositiva y a los diferentes puntos de vista que en él se articulan, que son una prueba más de que la diferencia puede trabajar de forma mancomunada sin que simplemente nos una la crítica canalla que sólo busca destruir y uniformar. El esfuerzo de la Universidad Los Libertadores contribuye a la construcción de espacios de debate sobre el sentido de la paz, una paz que por esquiva y tardía esperamos y tratamos de construir desde nuestros distintos ámbitos de participación y lucha. Porque de lo que se trata es de desnaturalizar la muerte para dar vivas a la vida.
Gabriel Tolosa Chacón
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Juan Manuel Martínez Fonseca
Rodolfo Antonio Rodríguez Pérez
* El presente capítulo es resultado de la investigación titulada: “Los actores armados en Colombia”. De la Universidad Pedagógica Nacional, 2015.
Este capítulo da cuenta de los orígenes y evolución de las guerrillas de las FARC y el ELN, dos actores armados que han mantenido su influencia por más de medio siglo en el conflicto interno colombiano, y cuyos intentos de hacer la paz han estado caracterizados por las permanencias y los cambios, continuidades y discontinuidades que marcan tendencia y determinan las perspectivas en los análisis de este tema tan álgido. Si bien es cierto que la constante ha sido un escenario en el que prima el fracaso en los esfuerzos de desarme pacífico, no lo es menos que voluntad política no ha faltado en estas guerrillas para sentarse a dialogar, y que es tanto lo que hay en juego, que concretar y llevar a buen término el desarrollo de las agendas es una cuestión bastante compleja.
El escrito está compuesto por tres apartados. En el primero de ellos se hace un acercamiento a las etapas de la historia de estas organizaciones político militares, desde su origen, consolidación, pasando por sus crisis y expansiones hasta su repliegue en la actualidad. Esta breve reseña de los actores armados deja ver sus idearios, su fortaleza militar, sus debilidades políticas y el constante accionar del Estado colombiano por combatirlas y exterminarlas, así como la resistencia que han ofrecido estas agrupaciones insurgentes.
En un segundo apartado se hace una aproximación a los intentos de diálogos de paz que han sostenido las FARC y ELN con el Estado y los diferentes gobiernos, desde Belisario Betancur hasta Juan Manuel Santos, haciendo énfasis en los planteamientos de las partes en contienda y las dificultades para concretar el fin del conflicto. En líneas generales, se presenta un análisis de los modelos de negociación y pacificación que ha propuesto el Estado a través de sus representantes de turno. También se da cuenta de los sectores que se han opuesto a los procesos de paz, como la iglesia, los gremios industriales, los altos mandos del Ejército, los simpatizantes y financiadores de grupos paramilitares, entre otros.
En un tercer apartado se analiza cómo la propuesta de paz es, además de con las guerrillas, con la participación de otros grupos sociales que le dan un marco más amplio a los alcances esperados de un proceso de paz. Se destacan allí las discusiones al interior de movimientos populares como la Marcha Patriótica y el Congreso de los Pueblos, que aterrizan el debate actual demostrando que el conflicto armado supera la existencia de los citados grupos guerrilleros, puesto que existen otras organizaciones subversivas. Se reconoce además que en los escenarios de diálogo y construcción de paz es fundamental el papel que juegan las organizaciones sociales, mismas que han generado espacios de discusión y debate frente a la coyuntura de las negociaciones, reconociéndose como actores activos de los cambios que deben producirse para alcanzar una paz estable y duradera.
El capítulo finaliza con un apartado de conclusiones que sintetiza y analiza brevemente los contenidos del texto.
Orígenes y consolidación (1964-1973)
Comprender el surgimiento de los actores armados en Colombia es un asunto complejo, teniendo en cuenta que se trata de un problema estructural. Analizar los aspectos políticos, económicos, sociales y culturales que caracterizan la sociedad colombiana es un trabajo necesario en la búsqueda de una salida negociada del conflicto entre las guerrillas y el gobierno. En este proceso las negociaciones actuales con las FARC, y las que se avecinan con el ELN, requieren de hacer una breve caracterización de cada uno de estos grupos con el fin de delimitar su origen, idearios e historia, así como su accionar político militar.
El origen y consolidación de estas guerrillas se dio entre los años 1964 y 1973, y solo se puede entender con algunos antecedentes que configuran las relaciones sociales existentes hoy en día en el país. La masacre de las bananeras en diciembre de 1928, la violencia social desatada el 9 de abril de 1948 tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la violencia bipartidista a partir de la década de los cincuenta, el golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla el 13 de junio de 1954, la caída de la dictadura el 10 de mayo de 1957; y la transición e instauración del Frente Nacional en 1958. Este panorama político refleja la crisis de gobernabilidad y la limitada participación política para los diferentes sectores políticos populares del país. En ese sentido, el contexto nacional explica el surgimiento de la guerrilla, al tiempo que factores externos impulsan y favorecen el ambiente para su conformación como lo son: los movimientos anticolonialistas en Asia y África, el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y la ruptura chino-soviética.
En el caso de las FARC, estas surgen como un grupo de autodefensa campesina que se fue organizando durante el conflicto agrario de la década de 1930 y con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Tomó fuerza en lo que se denominó el periodo de la violencia bipartidista (Medina, 2010, p.141). Esta resistencia daría su paso a la lucha armada revolucionaria, producto del ataque sistemático institucional y parainstitucional a los procesos organizativos en Tolima, Huila y Cauca. La formación como guerrilla se remonta a los procesos unitarios que siguieron las guerrillas liberales y comunistas después de la amnistía de Rojas Pinilla. En los Llanos Orientales la guerrilla liberal fue liderada por Guadalupe Salcedo, quien siguió el camino de la desmovilización, la del sur del Tolima se resguardó en zonas de colonización y se sostuvo como autodefensa hasta que los acontecimientos la forzaron a retomar el camino de la guerrilla móvil (Medina, 2010, p. 148). Esto explica el carácter de lo ocurrido en Marquetalia, en el departamento de Caldas, como un proceso de luchas agrarias, movimiento popular y de autodefensa campesina en la defensa del territorio. Su énfasis fundamental estaba centrado en la lucha por la tierra y la construcción de economías campesinas.
Después de la operación Marquetalia, con la cual las fuerzas militares intentaron diezmar al grupo guerrillero a sangre y fuego, se dejó ver el poco interés y respeto hacia los derechos humanos por parte del Gobierno. Luego de varios días de combate se obligó a la resistencia campesina a desplazarse de la zona. Inmediatamente se organizó la Conferencia del Bloque Sur en 1964, antecedente orgánico de lo que serían las FARC (Medina, 2010, p. 164) que, con la influencia del Partido Comunista Colombiano, decidió transitar de un grupo de autodefensa a formarse como una guerrilla móvil de carácter revolucionario. Dos años más tarde, en la segunda Conferencia Nacional de Guerrilleros, se crearían las FARC (Pizarro, 1995, p. 403).
Durante los siguientes años el movimiento logró su expansión a través de la creación de seis núcleos guerrilleros que estaban comandados así: el núcleo de la cordillera oriental a cargo de Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas; el de la cordillera central liderado por Rigoberto Lozada “Joselo”; el núcleo del Quindío al mando de Ciro Trujillo; el de Villarrica comandado por Carmelo López; el núcleo de Marquetalia dirigido por Rogelio Díaz y el de Ríochiquito conducido por José de Jesús Rivas “Cartagena” (Medina, 2011, p. 55).
Asimismo, mientras en el sur se gestaba la primera generación de las FARC, en el departamento de Santander se formaba otro grupo guerrillero, el ELN, influenciado por la atmósfera política y social creada por la violencia, la dictadura de Rojas Pinilla, la instauración del Frente Nacional, la Revolución Cubana y el contexto internacional, así como enmarcado en la ola revolucionaria generada en América Latina. Esta fue posible debido a la combinación de factores de orden económico, político, social y cultural que se expresaron en las difíciles condiciones de existencia del conjunto de la población trabajadora, en la pérdida de legitimidad en los partidos tradicionales y en la incapacidad del Estado para satisfacer las necesidades básicas de la población.
El ELN se nutrió fundamentalmente de la población campesina, pero en su construcción y consolidación jugó un papel central la juventud proveniente del Partido Comunista (PC), el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), y el Movimiento Obrero Estudiantil y Campesino (MOEC) (Medina, 2010, p. 179).
En este punto, cabe recordar que, después de la Revolución, y con el fin de generalizar su movimiento, Cuba becó a varios estudiantes latinoamericanos. La comisión de estudiantes colombianos que fueron y regresaron de la isla con una formación político militar, después intercambiaron opiniones, discutieron posibilidades y concretaron un trabajo armado teniendo en cuenta las necesidades del país. Este plan de trabajo incluía la constitución de la Brigada Pro-liberación José Antonio Galán, que tenía como propósito impulsar la lucha revolucionaria y fortalecer la actividad política del grupo que, en la ciudad y en el campo, desarrollaría la lucha armada. Víctor Medina Morón, Fabio Vásquez Castaño, Heriberto Espítia, Ricardo Lara Parada, Luís Rovira, Mario Hernández y José Merchán integraron ese primer grupo (Arenas, 1971, p. 16).
Desde 1963 el trabajo se realizó tanto en Santander como en el resto del país, buscando consolidar el primer foco guerrillero en la región de San Vicente de Chucurí, donde finalmente se instaló. El grupo inició la primera marcha en julio de 1964 con la ventaja de pertenecer a la región, y fue conformado con campesinos de las veredas de Santa Helena del Opón, La Fortunata, la región de Riofuego y Simacota. La mayoría de ellos radicados, como colonos, en el Cerro de los Andes que fue donde se instaló el primer foco guerrillero.
La procedencia política de sus integrantes era variada, la mayoría de ellos venían de familias liberales y comunistas de la región, algunos herederos directos de las prácticas de la guerrilla liberal de Rafael Rangel, otros contaban con el ejemplo y las historias de sus padres sobre las luchas campesinas y políticas de los treinta años que antecedieron al surgimiento del grupo, e incluso hubo quienes habían atravesado por la experiencia política del MRL. Establecidos los contactos, organizadas las redes logísticas urbanas y rurales, consolidado el grupo base y definida la zona de operaciones sólo quedaba iniciar la primera marcha (Medina, 2001, p. 61).
Tras varios meses internos en las montañas en condiciones económicas precarias, y pese a la baja formación política convertida en difíciles tensiones colectivas, se planeó la primera acción militar en Simacota. El grupo estuvo compuesto por 22 hombres bajo la conducción de Fabio Vásquez y tenían tres objetivos: obtener ventajas de tipo económico, adquirir a través de ella material logístico (armas, municiones, víveres y drogas) y lo más importante para Fabio, elevar la moral de los combatientes, consolidar la confianza de los campesinos de la zona en la organización y dar a conocer al país la existencia del ELN (Medina, 2010, p. 201).
Con la victoria militar y política en Simacota se planteó entonces el surgimiento del ELN, como un brazo armado del pueblo, con la finalidad de liberarlo de la explotación, tomarse el poder y establecer un sistema social acorde con el desarrollo del país (Medina, 2010, p. 212), mostrando el carácter ideológico de la organización.
El ELN recibió la influencia del Cura Camilo Torres quien había estructurado una plataforma política abierta denominada Frente Unido. Los contactos entre el sacerdote y el grupo armado se iniciaron en 1964 y ya cuando en 1966 la situación del Frente Nacional cerró la puerta a la participación política y la represión se intensificó, Camilo Torres se incorporó al grupo y se dio su sacrificio en Patiocemento el 15 de febrero del mismo año (Hernández, 2006, p. 131).
Crisis y confusión (1973 1980)
El cierre de las prácticas de participación política en el periodo del Frente Nacional fue creando las condiciones para que los distintos sectores de la sociedad no articulados a las formas de mediación tradicional de los partidos liberal y conservador emprendieran el camino de la construcción de nuevas expresiones políticas ligadas a las luchas reivindicativas de carácter popular y social. Aparecieron durante este periodo, al lado del nuevo movimiento armado (M-19), una proliferación de organizaciones de izquierda que se inscribieron en la lucha política legal e ilegal. Así dinamizaron la lucha campesina y obrera, la protesta estudiantil y cívica.
En ese momento las guerrillas sufrieron serios problemas en su estructura por factores internos como la división militar e ideológica, y externos como la fuerte arremetida del Ejército. En el caso de las FARC estuvieron al borde del aniquilamiento cuando durante la Segunda Conferencia Nacional de Guerrilleros se planteó crear unidades móviles, pero Ciro Trujillo hizo concentrar a los insurgentes en el Quindío, y las Fuerzas Armadas les ocasionaron pérdidas, el 70% de las armas y bastantes bajas humanas. Sólo hasta la Quinta Conferencia, en 1979, se consideró superada la situación; en ese momento las FARC apenas tenían nueve frentes.
Del lado del ELN fue notoria la división interna y la incapacidad de articularse a las luchas sociales. El golpe más contundente lo recibiría de parte del Ejército en 1973, con la llamada operación Anorí, donde fueron acorralados y murieron Manuel y Antonio Vásquez Castaño, hermanos de Fabio, quien luego del desarme entró en una etapa de recriminaciones, juicios y ajusticiamientos internos que llevaron a más divisiones. El número de integrantes del grupo quedó reducido a menos de 80 hombres. Todo esto llevó a la desmoralización interna. La llegada del cura Pérez y otros sacerdotes se dio en estos momentos de crisis, pues Camilo Torres había sido un ejemplo para muchos sacerdotes que querían vincularse a la lucha armada.
El espacio que la guerrilla había ganado en los años sesenta con su fuerte protagonismo se veía reducido por la presencia de disidencias de partidos como la Anapo y el MRL, que lograron gran acogida entre la población. Igualmente el escenario estaba cambiando la proporción entre la vida rural y urbana, el país se urbanizaba y la guerrilla tendía a ruralizarse en extremo. Sólo después del paro cívico de 1977 vendría a retomar su protagonismo la insurgencia armada. Movimientos sociales como el estudiantil y el campesino darían sus luchas fuertes a partir de 1971, estos últimos agrupados en la ANUC. Al decir de muchos esta reconstitución de los movimientos sociales afectó el reclutamiento que venía siendo favorable a la insurgencia.
Recomposición y expansión (1980-2002)
El contexto que vivía el país para este momento estuvo enmarcado en la represión del gobierno de Julio César Turbay a través del Estatuto de Seguridad Nacional. Más que las FARC y el ELN el protagonismo lo tenía el M-19 (entre otras cosas con sus espectaculares acciones como el robo de las armas del Cantón Norte, la toma de la Embajada de República Dominicana y el asalto al Palacio de Justicia). Durante el gobierno de Belisario Betancur se dio la amnistía en 1982 y se iniciaron los diálogos con las FARC que llevaron a establecer una tregua y a la creación de la Unión Patriótica. Mientras tanto el ELN se fortaleció gracias a su hostigamiento a la zona del Oleoducto Caño Limón-Coveñas y a los lineamientos que el cura Pérez y Nicolás Rodríguez Bautista establecieron en el VII Congreso. Dicha tregua, rechazada por el ELN, el MIR- Patria Libre, y el PRT, dieron origen a la “Trilateral”, donde se acordaron acciones político militares de las organizaciones. Más tarde, en mayo de 1987 se unificaron el MIR Patria Libre y el ELN denominándose la UC-ELN; por su parte el PRT decidió seguir solo como una alternativa revolucionaria en el país (Harnecker, 1998, p. 94) (Valencia, 2005, p. 131).
Por su parte, en la VII Conferencia de las FARC, este grupo decidió pasar de una guerra de guerrillas a una guerra de movimientos con una distribución por frentes por todo el país y altamente tecnificados. Se diseñó entonces un plan estratégico para todo el territorio nacional denominado “Campaña Bolivariana para la nueva Colombia”. Este plan analiza cómo se debe producir el crecimiento y la multiplicación del movimiento con áreas específicas para cada uno (Domínguez, J, 2011, p. 59). De acuerdo a Alejandro Reyes Posada, esta estrategia dio resultado ya que la guerrilla desde 1985 y hasta 2002 aumentó su número de integrantes llegando a 17.000 combatientes rurales y a unos 13.000 milicianos urbanos (Reyes, 2009, p. 57).
Durante el gobierno de Virgilio Barco se profundizó la guerra sucia de parte de narco paramilitares, lo que dio como resultado el asesinato de figuras notables de la política nacional como Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro León Gómez. Igualmente, fue durante ese periodo que se dio la desmovilización del M-19, el EPL, el PRT y el Quintín Lame en 1990. Únicamente las FARC y el ELN continuaron la lucha armada y lograron crecer durante los diálogos del Caguán con el gobierno de Andrés Pastrana.
Replanteamiento y repliegue (2002- 2014)
Durante la primera década del siglo XXI los grupos guerrilleros han enfrentado la arremetida de la fuerza pública fortalecida por la firma del Plan Colombia en medio de los diálogos del Caguán. Una vez levantada la zona de despeje el Ejército comenzó a ejecutarse el Plan Patriota que enfrentó al Estado y a las FARC. La confrontación armada se recrudeció con la política de Seguridad Democrática implementada por el presidente Álvaro Uribe Vélez, que centró todo el esfuerzo estatal en la lucha contra las FARC, notándose su efectividad al obligar al repliegue del grupo insurgente, lo que facilitó el éxito de los objetivos de alto impacto que, a partir del 2007, permitió dar de baja a importantes figuras del secretariado de las FARC. Todo esto llevó a la precarización de la guerra y al acorralamiento, lo cual se hizo evidente en el cambio de estrategia del grupo guerrillero y su decrecimiento que los lleva, un poco debilitados, al inicio de diálogos de paz con el gobierno de Juan Manuel Santos.
En tiempos de Belisario Betancur
El intento de negociación política desde los inicios del gobierno de Belisario Betancur planteó la necesidad de iniciar un proceso de paz y de ejecutar una reforma política que facilitara la realización de diálogos con las guerrillas y demás grupos ilegales, con el fin de llegar a la solución negociada del conflicto. Este intento de negociación se desarrolló entre los años 1982 y 1986, esta vez en La Uribe (Meta), en el campamento denominado Casa Verde, donde el presidente Belisario Betancur se encontró con el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de Abril (M-19), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la Autodefensa Obrera (ADO).
Como pasos claves del proceso de diálogo de Belisario Betancur se pueden mencionar los siguientes: la cumbre política multipartidista efectuada el 8 de septiembre de 1982; la constitución de una comisión de paz organizada el 19 de septiembre de ese mismo año; la expedición de la Ley de Amnistía, Ley 35 del 19 de noviembre de 1982; la firma de los acuerdos de tregua con los grupos guerrilleros en marzo y agosto de 1984; y finalmente los proyectos de ley presentados al Congreso de la República con miras a la participación en política de miembros de la insurgencia (Pizarro, 1991, p. 407). Es así como el 28 de mayo de 1984 las FARC firmaron el Acuerdo de La Uribe con la Comisión de Paz del Gobierno.
Este proceso abrió espacios para que nacieran de cada insurgencia proyectos electorales, sociales y/o políticos. Por parte de la FARC se vio reflejado en una campaña de movilización social que iría abriendo paso a la desmovilización de la guerrilla. Se dio la orden de cese al fuego y los frentes se acogieron para dar paso a promover un proyecto político unitario que reuniera grupos de izquierda y fuerzas democráticas, lo cual daría origen a la Unión Patriótica (UP) (Medina. 2009, p. 66).
Entre tanto, por el lado del ELN, que no entró en los acuerdos, se venía dando una fractura representada en el desarrollo de discusiones internas en los años siguientes. El tránsito de la guerrilla hacia una modalidad “de actor político” específico que fundaba su acción en la “oposición armada” o en la gestación de frentes políticos tales como la Unión Patriótica, A Luchar o el Frente Popular, y la emergencia de los movimientos sociales incidieron en esta renovación global del movimiento insurgente (Pizarro, 1991, p. 401). Estos movimientos se inscribieron en el nuevo re apunte de las luchas sociales no encuadradas en las formas sindicalistas tradicionales o bajo el control bipartidista. El momento histórico exigía captar nuevos espacios de la acción social.
Sin embargo, la gran dificultad para estos procesos fue la oposición por parte de la iglesia, las fuerzas armadas y el naciente narcoparamilitarismo que no diferenció entre FARC y la Unión Patriótica, lo cual condujo al inicio del exterminio de esta última organización política (Medina, 2009, p. 67).
En tiempos de Virgilio Barco
Con la llegada de Virgilio Barco al poder en 1986, los diálogos con las FARC se plantearon con cambios de forma y fondo, como la transformación de la Comisión de Paz por una Consejería Presidencial para la Reconciliación, la Normalización y la Rehabilitación. Esto desconcertó a las FARC que insistieron en mantener los acuerdos de La Uribe y la Comisión de Diálogo y Verificación.
Sin embargo, los esfuerzos democráticos de este gobierno perdieron fuerza en la medida en que la guerra sucia tomó una gran fuerza mientras se consolidaron las acciones paramilitares en algunas regiones del país, las AUCC en Córdoba al mando de Fidel Castaño; en el Cesar con los hermanos Prada; en la Sierra Nevada de Santa Marta con Hernán Giraldo; los Rojas en el Casanare con los Buitrago; y en los Llanos Orientales y Putumayo con los aparatos al servicio del narcotráfico (Grupo Memoria Histórica, 2013, p. 140), negocio fundamental en la financiación de guerra contrainsurgente en el país.
Igualmente se dio la persecución a líderes campesinos, indígenas, afros y cívico populares por parte de los grupos paramilitares a la Unión Patriótica (UP), organización que privilegió la acción de sus representantes electos (parlamentarios, diputados, concejales y alcaldes populares). Por su parte, A Luchar (abstencionista por principio) y el Frente Popular pusieron el acento en la acción reivindicativa o en activismo político, aun cuando en el caso del último no despreció la acción electoral.
Los asesinatos, persecuciones y masacres como estrategia militar de intimidación a la clase popular se agudizaron en este periodo presidencial, aunque venían siendo sistemáticos desde el gobierno de Betancur. La muerte del candidato presidencial Jaime Pardo Leal en octubre de 1987, la ola de terror y de guerra sucia asociada al exterminio iniciado en 1986, fue especialmente intensa en regiones como Urabá, Bajo Cauca Antioqueño, Magdalena Medio, Arauca y Meta donde la UP había logrado desplazar a la clase política tradicional como lo cita el Grupo de Memoria Histórica en su informe ¡Basta Ya! Colombia (Grupo Memoria Histórica, 2013, p. 142).
El logro más significativo de Barco fue la paz con el M-19 que desmovilizó 900 guerrilleros en marzo de 1990. El analista León Valencia señala que este proceso de paz se vivió como un auténtico final cerrado, porque el M-19 había decidido concederle al gobierno todo lo que le pedía, desmovilización, desarme y reinserción a la vida civil (Valencia, 2005, p. 14).
En tiempos de César Gaviria
Otro episodio de diálogo se dio en Cravo Norte (Arauca) en 1990 con el gobierno de César Gaviria. En esta ocasión se sentó la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB) con el Gobierno, en medio de la Asamblea Nacional Constituyente. Los diálogos se trasladaron a Caracas y de Caracas a Tlaxcala (México), sin embargo las dos partes no pudieron llegar a ningún acuerdo. En esta etapa se desmovilizó el PRT, Quintin Lame y gran parte del EPL, lo que terminó en la nueva constituyente de 1991 y con ello la precarización de la economía del país en las estrategias neoliberales. El ELN y las FARC se levantaron de estos diálogos para tomar tácticas y estrategias diferentes al resto de las organizaciones guerrilleras. Fue entonces cuando el gobierno de Gaviria decidió atacar Casa Verde el 9 de diciembre de 1990, el mismo día de las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente; con esto pretendía presionar los diálogos con la CGSB. Sin embargo, esta organización no estaba derrotada como si lo estaba el M 19.