TABLA DE CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
FRÍO EN EL TRÓPICO. A MANERA DE BREVE AUTOBIOGRAFÍA CIENTÍFICA
PRIMERA PARTE
EL LUGAR DEL LUGAR EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN
I. La pregunta por el lugar como pregunta histórica
1. El lugar de la historia en la emergencia histórica del lugar
2. La construcción de lugar más allá de toda monumentalización
3. ¿El mejor de los mundos posibles?
4. Desafíos para la idea de lugar en un mundo global
II. Mapas y territorios en tiempos de globalización:
Una aproximación desde las relaciones entre historia y geografía
1. De la caligrafía del tiempo a la cartografía de una nueva espacialidad
2. La recomposición de la idea de mapa en medio de una geografía de la aleatoriedad
3. El mapa del territorio: una aproximación desde las relaciones entre las nociones de línea y de frontera
4. Consecuencias para la definición de orden urbano
5. Más allá del mito de la unidad del mapa: a manera de conclusión
III. La noción de lugar a partir de un giro en el pensamiento geográfico
1. Pensar los giros contemporáneos en la idea de lugar desde las relaciones entre lo local y lo global
2. Apuntes para la comprensión de un “giro” en el pensamiento geográfico en torno a la idea de lugar concebido a partir de los cambios de estado de la materia
3. ¿Y si la tierra es plana?
4. La crisis económica como crisis de sentido al interior de la idea de lugar
IV. El concepto de topofilia entendido como teoría del lugar
1. Acerca de la naturaleza del espacio habitado
2. El concepto de topofilia
3. La vivienda como forma del “decir” topo-fílico del espacio habitado
4. El concepto de topofilia entendido como lugar de ser
5. Topofilia, sentido de lugar y “ser-con-los-otros”
SEGUNDA PARTE
DEL TERRITORIO DE LA CIUDAD AL LUGAR DE LA CIUDADANÍA
V. Desbordamiento urbano y emergencia de la ciudad: una aproximación a la comprensión de las relaciones entre lo local y lo global a partir de la lógica de las territorialidades emergentes
1. De la “aldea global” a la ciudad-mundo
2. La emergencia del fenómeno urbano y su demanda de desarrollo territorial integrado
3. Lo urbano como correlato primero y fundamental del mundo
4. Complejidad, consumo y globalización
5. Entre lo local y lo global: el reto del desarrollo territorial integrado
VI. Espacio público, políticas culturales e identificación territorial: una aproximación desde el concepto de Ciudad Educadora
1. El concepto de Ciudad Educadora (CE) y su rol en la potenciación de una noción proactiva de cultura urbana
2. El papel de la cultura al interior de un proyecto de CE
3. Cultura urbana, autoafirmación y ciudadanía, o la entrada en valor de la territorialidad entendida como una categoría política
4. Consideraciones de política pública para la puesta en marcha de un proyecto de cultura urbana a partir del espacio público
VII. El lugar del “otro” en el espacio público construido de la ciudad: una aproximación a la idea de ciudadanía a partir de la relación entre multiculturalidad, diferencia y acuerdo social-ciudadano
1. Una aproximación a la comprensión de la relación entre hibridación cultural y acuerdo social-ciudadano a partir de las nociones de “línea”, de “cuerpo” y de “otro”
2. La hibridación cultural como atributo emergente de la Modernidad: entre la anomia y la formalidad
3. El pluralismo entendido como la dimensión cultural de la política
4. Espacio Público y acuerdo social ciudadano, o los retos de la alteridad
VIII. Construcción social de territorio y formación de ciudadanía
1. Del territorio “objeto” al territorio “sujeto” de desarrollo
2. La Construcción Social del Territorio (CST)
3. El reconocimiento del lugar del otro como base para la convivencia
4. La dimensión política de la CST: una aproximación topofílica “en clave” de pedagogía urbana
5. Principios, acciones y derroteros pedagógicos de la CST desde una perspectiva topo-phílica
IX. Renovación urbana y gestión social del territorio
1. Renovación urbana y sustentabilidad territorial: una aproximación desde el concepto de “renovación humana”
2. Los retos patrimoniales de la renovación urbana en un mundo global: entre la gestión urbana y la gestión de la ciudad
3. Estrategias de concertación, acción-participación y sustentabilidad económica, social y ambiental de las operaciones de renovación urbana a la luz de su gestión social
4. Indicadores generales y acciones requeridas para fortalecer la gestión sustentable de los actores sociales a la hora de plantear o intervenir en la realización de proyectos de renovación urbana
TERCERA PARTE
EL LUGAR DEL TERRITORIO EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN: DESARROLLO TERRITORIAL, CIUDAD-REGIÓN Y NUEVAS REALIDADES TERRITORIALES
X. Desarrollo territorial integrado, ciudad difusa y nuevas ruralidades: consideraciones propositivas para fortalecer el tema de la “ciudad-región” en el diseño y revisión de los planes de ordenamiento territorial
1. De la ciudad a la región: repensando la noción de ordenamiento territorial más allá de las leyes del mercado
2. El papel de la región en la noción de ordenamiento territorial
3. Ciudad difusa, urbanización difusa y desarrollo territorial difuso: una mirada a las relaciones entre la ciudad y la región en el contexto del Desarrollo Territorial Integrado (DTI)
4. Consideraciones generales para renovar el concepto de ordenamiento territorial en el marco de las nuevas relaciones urbano-regionales que ofrece la globalización
5. Condiciones para llevar a cabo un proyecto de ciudad-región acorde con los principios del desarrollo territorial integrado
XI. Regionalidad emergente, oportunidades territoriales y nuevo orden mundial
1. Ordenamiento territorial, regionalidad emergente y nuevo orden mundial: una reflexión de partida
2. El Grupo BRIC y el “efecto Roquefort”: un caso emblemático de “ordenamiento territorial” derivado de la noción de región-emergente
3. Emergencia económica y grupos territoriales emergentes
4. El papel de los “motores económicos” en la actual crisis económica mundial: una aproximación desde la noción de integración regional
5. Retos para la planeación urbano-regional a la luz de un nuevo proyecto de ordenamiento territorial capaz de articular modelo de ciudad con modelo de gobierno
XII. Patrimonio urbano, identidad local y territorialidad:
Desafios identitarios para la gran ciudad latinoamericana en el contexto de la globalización
1. El lugar del patrimonio urbano en un mundo global
2. Patrimonio urbano y mitos conservacionistas a enfrentar
3. City marketing, turismo urbano y patrimonio
4. Desafíos para la ciudad latinoamericana
XIII. Comentario final
XIV. REFERENCIAS
XV. BIBLIOGRAFÍA
II. Mapas y territorios en tiempos de globalización:
Una aproximación desde las relaciones entre historia y geografía
1. De la caligrafía del tiempo a la cartografía de una nueva espacialidad
Cuando el flamenco Gerhard Kremer —mejor conocido como Mercator— elaboró en 1569 su famoso mapa mundi imbuido, como cualquier hombre de su época, de lo que, citando a Hegel en el capítulo anterior denomináramos el Zeitgeist14, lo que estaba haciendo, en realidad, era ilustrando la íntima relación entre geografía e historia dentro de un contexto eminentemente literario.
Con Mercator es claro que no sólo la historia la escriben los vencedores, como señalara Foucault, sino que también la geografía “de-escribe” (es escrita), a través del mapa, uno u otro metarelato al servicio de una u otra tecnología de poder. El mapa mundi de Mercator, vigente por más de cuatrocientos años, contaba la historia del triunfo de un principio de razón —tan económico como político— a través del cual la naciente racionalidad europea pretendía expandir sus dominios —y de hecho lo hacía— más allá de las columnas de Hércules.
Con este fin, el mapa mostraba a Escandinavia más grande que la India, a pesar de que esta última es tres veces mayor. De igual manera, Europa tenía casi el mismo tamaño que América del Sur, aunque esta última tiene casi el doble de extensión que el viejo continente, y Gran Bretaña se mostraba con la misma magnitud que Madagascar, cuando esta isla ocupa casi el doble de terreno que la primera (Dieterich et al, 1999). Lo que se infiere de aquí supone que el mapa, como la historia, es un invento, una construcción cuidadosamente editada de la racionalidad.
No resulta gratuito en este contexto que sólo hasta el uso de satélites aeroespaciales y de tecnología digital se haya podido elaborar un mapa del planeta que responda a una mirada no euro-céntrica, pudiendo construir un registro del mundo exento de las manipulaciones cartográficas que, desde el mapa mundi de Mercator, marcaron por más de tantos años nuestra imagen de la tierra a la luz de la mirada construida por la racionalidad europea llamada, desde entonces, la racionalidad occidental.
No obstante, la precisión cartográfica que hoy en día ofrecen los desarrollos de la tecnología no resuelve el problema de la lectura histórica de los mapas sujeta a su naturaleza inexorablemente política. Después de todo, los mapas no se leen sino que se interpretan siempre a la luz de una mirada interesada en ver “algo” en particular y, por tanto, se puede decir que ilustran espacios de poder a relacionar, de una u otra forma, al interior de la urdimbre de la historia.
El calentamiento global en general y el cambio climático en particular —en las múltiples formas en que este último afecta los distintos contextos geográficos— dan cuenta de hasta dónde los mapas describen, e incluso anticipan, situaciones. No sólo en lo que respecta a posibles variaciones cartográficas provenientes de efectos meteorológicos, geológicos o, incluso, cosmológicos —por ejemplo, la variación en el eje terrestre o el alcance de las protuberancias solares y sus impactos en casos como el de las comunicaciones—, sino en lo que concierne a las posibles consecuencias ambientales, sociales, económicas, e incluso políticas, que en uno u otro territorio puede ocasionar la pérdida o deterioro de un recurso; y esto al punto de prefigurar, incluso, futuros escenarios de conflicto.
No es gratuito que la geografía haya sido, desde siempre, una ciencia de Estado donde se pone de manifiesto el sentido de oportunidad a través del poder del conocimiento, el poder de la decisión, el poder de la acción o el poder de la dominación sobre el territorio, al punto que éste último no puede entenderse sino como una apropiación social del mapa por parte de un determinado grupo o colectivo. El territorio se debe al mapa pero se aparta de él puesto que, por ejemplo, la antigua noción de “región natural” que dentro de la geografía clásica le daba amparo —usada para definir la inamovible naturaleza del espacio físico que daba asiento a uno u otro orden territorial de tal suerte confinando dentro de unos determinados accidentes— hoy en día es desplazada por la de “región polivalente” —según se le mire desde un correlato económico, social, ambiental o político—; hecho que anuncia la conversión del paisaje en un hecho cultural y, por lo mismo, tan histórico como social.
De este modo, el mapa ya no contiene al territorio, sino que es el territorio, en sus relaciones y variaciones —siempre mutables en el tiempo— quien dibuja el mapa para otorgarse así espacialidad; la que de hecho surge como un “accidente”. Desde esta perspectiva, la noción de accidente ya no puede entenderse desde la lectura inocente —y sin gente— de la orografía o la hidrografía, sino como “incidente”; esto es, como evento, como acontecimiento: el que de tal suerte inaugura la presencia humana sobre la tierra.
¿Cómo no entender, desde aquí, el papel del 11 de Septiembre en la re-configuración de nuestro actual mapa mundi y en el reajuste, no sólo de los territorios, sino de lo territorial? El 11 de Septiembre es un claro ejemplo, no sólo de lo aleatorio de lo territorial, sino de nuestra manera particular de trazar líneas, límites y fronteras; es decir, de hacer y rehacer política e históricamente la geografía, como claramente ilustrara el presidente Bush, en su momento, al definir geográficamente un hipotético “eje del mal” conformado por un pequeño rosario de naciones “enemigas”, o acaso sospechosas de serlo.
La nueva cartografía de “lo real” —preocupación y reto permanente de los geógrafos en cualquier tiempo y lugar— supone, hoy en día, no sólo confiar en el retrato que de la tierra hacen los satélites, sino entender la madeja compleja de relaciones socio-históricas que le ha dado forma a lo largo del tiempo pues, desde la aparición del ser humano sobre el planeta —en lo que resulta propiamente suyo: transformar el entorno “rayándolo” a través de la marca social del suelo para significarlo y dotarlo de nombres y sentidos— la geografía ha devenido humana.
Sobre esta base, del mismo modo en que la cartografía es histórica y, por tanto, responde a una u otra idea de racionalidad a la luz de uno u otro orden hegemónico, la historia misma se hace geográfica puesto que su acontecer deviene en marca del suelo o, como quería Deleuze (1994), en territorializado “estriaje” que da cuenta así de las diferentes formas de apropiación social del espacio; hecho que ocurre cuando la superficie “lisa” (intocada) del espacio no habitado resulta signada por la acción humana; es decir, resulta poblada de signos, hecha lenguaje. Situación que entre otras cosas pone en evidencia hasta donde el mapa, no sólo no es el territorio, sino que dudosamente puede dar cuenta de él.
2. La recomposición de la idea de mapa en medio de una geografía de la aleatoriedad
De este modo, así como en los fríos hielos canadienses año tras año se forman el invierno, de manera distinta, “puentes” fractales espontáneos que permiten conectar América con Asia en lo que se conoce como “el paso del Noroeste”, de la misma manera es urgente y necesario construir puentes de comunicación entre los tradicionales polos binarios que encarnan la pugna entre las ciencias sociales y las de la naturaleza, entre otras cosas, puestos de manifiesto en ese trasnochado enfrentamiento que muchas veces se alienta entre la geografía física y la geografía humana, pero también —si queremos guardar la tierra para lo advenidero— en esa tradicional pugna entre lo público y lo privado; entre lo individual y lo colectivo; entre los países con economías fuertes y aquellos con economías más débiles; entre la naturaleza y la tecnología; entre la razón y la emoción y, finalmente, entre nuestras propias diferencias, a fin de no caer en fundamentalismos o en identidades cerradas, anquilosadas y chauvinistas que hagan inviable la necesaria articulación entre las distintas localidades del planeta y, más aún, entre lo local y lo global.
El paso del Noroeste hace comunicar el océano Atlántico con el Pacífico por los fríos parajes del gran norte canadiense. Se abre, se cierra, se tuerce a través del inmenso archipiélago ártico fractal, a lo largo de un dédalo alocadamente complicado de golfos y canales, cuencas y estrechos, ente la Tierra de Baffin y la Tierra de Banks. Aleatoria distribución y fuertes coerciones regulares del orden y las leyes.
El laberinto global del recorrido se reproduce, cada mañana, bajo la proa del navío en el paraje local […] El mapa se estrangula, la teoría de los bancos mengua […] El dibujo que forma el hielo hace avanzar, recular, virar, inmoviliza. Ópticas fantasmales engañan, en un medio blanco, cristalino, diáfano, brumoso. La tierra, el aire y el agua se confunden, sólidos y líquidos, borrosos copos y neblinas se mezclan […]
Y, de pronto, usted está atrapado. Hala, retrocede lentamente, se bate largamente en retirada. Volver a empezar. Usted está apresado diez minutos, diez horas, cuatro días o nueve meses […] Si usted no cavara, si no calentara cada día, mañana y tarde, noche y mediodía, un abra libre, una pequeña dársena de agua, el hielo, bajo una formidable presión constrictiva, alzaría el navío a una altura de doscientos pies, al igual que una necia estatua sobre una columna. (Serres, 1991, p. 15)
“Calentar el hielo para abrir el paso”, esa es la metáfora que nos deja Serres para entender la posibilidad de abrirnos espacio, sólo sobre la base de “hacernos” el mapa. Como en los parajes helados del ártico, el mapa, hoy en día, no lo dibujan los hielos (los espacios sólidos, cerrados) sino los intersticios a través de los cuales se hace posible la movilidad de los barcos. En el Paso del Noroeste la apertura (el “paso”) es la del mapa. La apertura del territorio por la vía de sus potencialidades de conectividad. Allí el mapa ha dejado de estar constituido por lo sólido, porque, como argumenta Marshall Berman (1982), lo sólido mismo ha perdido su estatuto de durabilidad. Así pues, la única forma de entender el mapa es dibujándolo, ya que este varía a cada paso en medio de una azarosa movilidad.
En cualquier caso, tanto en los hielos del Norte como en el resto del planeta sobre el que hoy en día la globalización impone su proyecto, las escalas que relativizan los grande y lo chico, se superponen y encuentran —o desencuentran— difiriendo apenas en su correlato político y/o administrativo, aun a pesar de las dinámicas “aperturistas” y desreguladoras que los mercados imponen a los gobiernos.
La re-semantización de las fronteras —no creemos en su dilución15—; la redefinición inequitativa de los pactos y acuerdos sociales y económicos; la hiperconcentración de los recursos; la reorientación de los mercados y de los sistemas de producción y el reordenamiento del territorio son, entre otras cosas, las estrategias que impone la globalización a la redefinición de los mapas mundiales dado que, como anota Serres: “el laberinto global del recorrido se reproduce, cada mañana, bajo la proa del navío en el paraje local” (1991, p. 15). “Navío” entendido como el capital financiero transnacional, quien tiene claro que el camino no está hecho y que, por tanto, es necesario reconfigurar el mapa a cada paso.
Por lo anterior, frente al pensamiento único, lineal y hegemónico, es indispensable construir nuevos “pasos” y trazar nuevos mapas que den cuenta, a través de consecuentes esquemas asociativos e integracionistas, de la naturaleza compleja del hábitat humano, el cual está siempre inmerso en un contexto bio-diverso y, no por ello, menos complejo, exigente, frágil y vulnerable.
A fin de cuentas, compartimos con las demás especies un sólo planeta expuesto, hoy en día, tanto a las implacables leyes del mercado, como a dos revolucionarios cambios universales: el cambio climático —producto, entre otras cosas, del proyecto depredador y tecno-industrial de la modernidad—, y el cambio de paradigma civilizatorio que nos ha traído el desarrollo tecno-informacional y comunicacional; cambios que a su vez sirven de telón de fondo a la aguda crisis tanto ambiental como social en que nos encontramos.
En medio de este cuadro desolador el tema de las fronteras, tan querido por la cartografía, surge con una relevancia inusitada toda vez que es sobre la manera como las entendamos y construyamos que se juega el futuro de la humanidad.
3. El mapa del territorio: una aproximación desde las relaciones entre las nociones de línea y de frontera
De acuerdo con lo anterior, no podemos olvidar que, si un común denominador tienen el tiempo y el espacio, es su manera de ser a través del trazado de líneas y fronteras; líneas que dibujan, fluyen, juegan, recorren e inventan, pero líneas que también confinan, limitan y encierran. En últimas, líneas que, a la vez que definen el movimiento, “de-escriben” la espacialidad de una triple manera: de-marcando espacios; uniendo puntos del paisaje y proponiendo relaciones entre tales puntos. He ahí el carácter tan tensional como relacional de las líneas que cartografían el orden, o desorden del planeta, según como se vea.
Las líneas son frontera, son borde, pero también son huellas, umbrales, fugas e intersticios que a la vez que abren el tiempo —dotándolo de sentido, gracias a la cronología que impone el antes y el después—, cierran la espacialidad enmarcando momentos y conformando cuerpos —individuales, sociales, estatales, etcétera— así dotados tanto de historia como de provisionalidad.
A fin de cuentas, cómo señalamos en el capítulo anterior, ¿qué se puede decir de algo si no es, precisamente, que ocurre en el tiempo y que porta o da cuenta de alguna forma de presencia? Es decir, alguna forma de espacialidad, o de impacto sobre ella. La línea es siempre movimiento, aunque en última instancia sea sobre sí misma constituyendo, de manera fronteriza, una u otra corporación o corporalidad. De este modo, la espacialidad carga de atributos las ocurrencias del tiempo y por tanto aporta la base de la historicidad, da cuenta de su emerger en medio de lo ya sido y, por lo mismo, caracteriza y da asiento a la corporalidad. En esta medida da forma, dibuja y define una nueva suerte de contrato entre lo que recién aparece y la apertura que, de una u otra manera, le dio campo a lo abierto.
La espacialidad exige, por tanto, un ajuste y una idea de orden que de tal suerte haga corresponder lo recién formado con su campo de posibilidad; esto es un mapa, entendido como el relato de una lucha entre el tiempo que pasa y la temporalidad que lo atrapa en la espacialidad. En esta medida, un mapa es una forma de ver el mundo “en-fundándolo”, de una u otra manera, en una cierta espacialidad. Por esto, afirmamos que toda cartografía es humana y, por tanto, responde a una u otra forma de racionalidad.
En este sentido, el mapa tiene, a su vez, una forma de darse. Es decir, tiene un mapa de su propia historicidad —he ahí lo que lo hace humano—, entendida como aquella condición que impone el tiempo a la corporalidad. Esta historicidad narra el modo de darse del cuerpo en su finitud y en su provisionalidad. Por esta razón, el modo de ser del cuerpo que describe es narrativo y gestual, a la vez que sincrónico y lineal; de ahí que mude, que envejezca. Esta circunstancia se atestigua no sólo a través de la historia de cada individuo y de cada sociedad, de los cuales siempre es posible hacer un mapa, sino también a través de la propia historia del planeta y, por tanto, de cada asentamiento, de cada ciudad.
Desde aquí, no resulta casual que, como anota Bauman (1999), “la legibilidad y transparencia del espacio se hayan convertido en uno de los objetivos principales de la batalla del Estado moderno (y de su racionalidad, añadiríamos nosotros) por imponer la soberanía de su poder” (Bauman, 1999, p. 43). Dentro de esta lógica, la finalidad de la guerra espacial moderna y su permanente aspiración a la unidad —que aún hoy en día continúa, por cuanto resulta co-substancial a la propia modernidad— no apunta a otra cosa que a subordinar el espacio social a un único mapa global, de tal forma elaborado y sancionado por su idea de Estado, un omnisciente y omnipresente mega-Estado y su racionalidad; la cual describe Bauman en el contexto del siglo XVIII pero que hoy en día resulta de tanta vigencia como actualidad:
Para lograr el control legislativo y regulatorio sobre los patrones y las lealtades de la interacción social, el Estado debía controlar la transparencia del marco en el cual se ven obligados a actuar los diversos agentes que participan en esa interacción. Los poderes modernos promovían la modernización de las pautas sociales con el fin de establecer y perpetuar al control así concebido. Un aspecto decisivo del poder modernizador fue la prolongada guerra que se libró en nombre de la reorganización del espacio. Lo que estaba en juego en la batalla más importante de esa guerra era el derecho de controlar el servicio cartográfico. (Bauman, 1999, p. 43)
No obstante, la legibilidad y la transparencia del espacio no son aspiraciones exclusivas de la Modernidad, puesto que en todo tiempo y lugar han constituido la base del orden y el control social. Lo novedoso de estas en la Modernidad es que sólo a partir de ellas, tanto el orden, como el control social, se constituyeron como objetivos a satisfacer de manera sistemática, con el único fin de someter así a una, hasta ahora indomable realidad.
4. Consecuencias para la definición de orden urbano
Así se fue dibujando, no sólo el mapa del planeta, sino el de la propia ciudad moderna a la luz de una lógica prescrita (pre-escrita) y, por tanto, de-escrita en su racionalidad, por la propia lógica del poder y de su más grande aliado, el capital. En este sentido, las líneas que entran a dibujar la ciudad moderna —muestra fehaciente del triunfo de una particular idea de racionalidad— resultan comprometidas con la idea de orden que sobre ella impone el poder y la circulación del capital.
Desde que Alberti y Brunelleschi conjuraron el caos del espacio a través de la perspectiva, las cosas se ajustaron a un nuevo orden obediente a las leyes de jerarquía, centralidad y protagonismo que a partir de un primer plano —protagónico—, habrían de subordinar —de adentro hacia fuera— sólo aquello que fuese digno de representar al interior de una realidad así construida entre una línea de piso (el desde dónde) y una línea de horizonte (el hacia dónde); de ahí que la impronta del individuo moderno sea el aprender a mirar en perspectiva.
De esta suerte, la lógica centro-periferia de la composición artística renacentista que marcara de manera inexorable a la incipiente Modernidad —ligada a una consecuente y aséptica idea de belleza tanto física como moral— daba cuerpo, por así decirlo, no sólo a los nuevos imperios y a su afán de “ordenar el espacio-mundo” para su consecuente administración y explotación, sino a la organización de los futuros —y no lejanos— Estados-nación y, de paso, a la propia manera en que habría de ordenarse el espacio de la ciudad.
El punto de fuga de la perspectiva pasa entonces, poco a poco, de estar situado en el ombligo de Cristo, ubicado en los altares de las iglesias donde a finales de la Edad Media se detentaba el poder, al ombligo del monarca ubicado en el trono de sus palacios, lugar de ser de esa nueva perspectiva “globalizante”, desde la cual el proyecto no era otro que el de lograr extender sus dominios a tal punto que en ellos jamás se extinguiera la luz solar. En este contexto surge la plaza para dar forma espacial a ese nuevo ombligo de la civilización occidental, centro de poder y, por tanto, axis mundi, donde todo a su alrededor resulta frontera, donde todo en torno suyo es periferia.
No obstante, esta pretensión no resulta nada nueva, Paul Virilio muestra cómo ya desde el Imperio Romano se impone una razón de Estado lineal o geométrica la cual implicaba:
Un plano general de los campos y de las plazas fuertes, un arte universal de limitar trazando, una reordenación de los territorios, una sustitución del espacio por los lugares y las territorialidades, una transformación del mundo en ciudad, en una palabra, una segmentariedad cada vez más dura. (Virilio, como se citó en Rial, 2003, p. 68)
Aquí lo importante no es la imposición de la línea-frontera a otros pueblos por parte de los romanos, de hecho, lo propio de lo humano es trazar líneas, demarcar territorialidades aunque, a su manera, los animales también lo hacen. Lo verdaderamente importante es el llamado de atención que hace Virilio sobre la naturaleza geométrica del orden que impone el Estado y, desde aquí, el rechazo que ejerce a toda forma de linealidad no formal-izada (exaltada en su forma siempre y cuando esta sea la que impone el sistema). De hecho, parece sugerir el filósofo que la posibilidad de empoderamiento que tiene el Estado depende, precisamente, de la capacidad que tenga para oponer un orden nocional geométrico a uno pre-geométrico o emocional, en el cual:
Las figuras son inseparables de sus afectos, las líneas de su devenir, los segmentos de su segmentación, hay redondeles pero no círculos, “alineamientos” pero no rectas, etc. Por el contrario, la geometría del Estado, o más bien, la relación del Estado con la geometría, se manifiesta por la primacía del teorema que sustituye a las formaciones morfológicas flexibles por esencias ideales o fijas, los afectos por las propiedades, las segmentaciones al instante por los segmentos predeterminados. (Virilio, como se citó en Rial, 2003, p. 68)
No resulta gratuita, entonces, la existencia de ese doble orden en la sociedad contemporánea y, por lo mismo, su naturaleza indefectiblemente conflictuada; la que de hecho se manifiesta de manera privilegiada en la ciudad y en la manera en que, desde una u otra posición, acordemos llamar el “orden urbano”. Por un lado, está el orden de la ciudad apolínea, planificada y regulada y, por otro, está el de la que llamaremos ciudad dionisíaca, informal, intempestiva, marginal y espontánea.
Menos importante que la expresión geométrica de estas “dos” ciudades y sus múltiples fronteras tanto físicas como simbólicas, nos resultan las implicaciones que para la noción de derecho a la ciudad cobran una y otra en el marco de los flagrantes desequilibrios territoriales que dan cuenta de la opción que frente a éstas presenta y justifica el Estado en cuanto tal.
En este contexto, para Virilio la historia de la civilización occidental es producto de una aberrante ortogénesis en la cual el crecimiento del organismo se ha dado de manera espontánea por fuera de su medio natural16; crecimiento que deriva en un orden ortogonal que abre paso, en-casillada-mente, no sólo al Estado, sino a una particular clase de ciencia —la ciencia moderna— empeñada en clasificar y separar, tal cual procede el propio Estado a través de la imposición de su principio de razón dominante. A este respecto nos recuerda Rial (2003) la frase del presidente Nixon: “nosotros no somos imperialistas, solamente deseamos aportar un modo de vida” (p. 77).
Lo que se deriva de esta situación Virilio lo denomina una “anomalía geométrica que se extiende y se repite” (Virilio, como se citó en Rial, 2003, p. 69), eclipsando la libre elección geométrica y, con ella, la posibilidad de la auto-organización; acaso el primer derecho que subyace a la naturaleza humana y, desde nuestra perspectiva, a lo urbano en cuanto tal.
A este respecto dirá Bauman en La globalización: consecuencias humanas: “es mucho más fácil imponer el monopolio si el mapa precede al territorio” (Bauman, 1998, p. 56). Es claro que aquí se alude a la conveniencia de hacer del mapa una matriz —gestora, como todas— de algo nuevo fundamentado en lo que ya existe (no es gratuita la analogía corpo-orgánica). Matriz donde se gestarán ordenadamente las futuras realidades urbanas de acuerdo al lugar que se les otorgue dentro de la cuadrícula. A fin de cuentas, como señala este autor:
Los defectos de las ciudades existentes eran demasiado numerosos para rectificarlos por separado, lo cual exigía esfuerzos y recursos desmedidos. Era mucho más razonable aplicar un tratamiento global que curara todos los males de un solo golpe: para ello se podían arrasar las ciudades heredadas y evacuar los lugares que ocupaban para construir nuevas urbes, planificadas hasta el último detalle. (Bauman, 1998, p. 57)
Sentencia que con Le Corbusier a la cabeza —padre del movimiento moderno en arquitectura— se elevó lanza en ristre contra todo aquello que en las ciudades pudiera manifestar lo que siguiendo a Virilio podríamos denominar “primitivos brotes pre-geométricos auto-organizados”. La consigna no podía ser otra que contribuir, desde el orden de la ciudad, al propio orden del Estado. No es gratuito, entonces, que el filósofo de la velocidad señalara que “a los arquitectos y urbanistas les corresponde una parte enorme de responsabilidad en la constitución edilicia reaccionaria de la metrópoli moderna” (Virilio, como se citó en Rial, 2003, p. 71).
Pero, en otro sentido: ¿es posible pensar el orden del Estado, y con este, el de lo urbano desde una perspectiva auto-poiética? ¿Cómo concebir un contrato social basado en la auto-organización? ¿Es la auto-organización una respuesta a la des-organización del cuerpo-Estado fragmentado y debilitado por su propio exceso de organización? ¿No será la ortogonalización del Estado una clara muestra del agotamiento de un discurso estancado que gira, de manera suicida, sobre su propio eje sin otro destino que la autodestrucción? ¿No se sirve acaso de este auto-debilitamiento el mercado, a través del consumo, en el contexto urbano de la globalización? ¿Se convierte aquí el derecho a la ciudad en un simple derecho a consumir sin posibilidad de réplica?
Preguntas que, en la perspectiva de empezar a visibilizar los contenidos de un eventual nuevo contrato y de nuestro papel dentro de él, nos exigen plantear como tarea fundamental, aproximarnos a la comprensión de la manera como la Modernidad nos ha enfundado a la luz de su particular idea de corporalidad impregnada del prístino espíritu de unidad fija y cerrada que, desde los griegos —y muy a pesar de las actuales tendencias— al parecer continuamos arrastrando.
5. Más allá del mito de la unidad del mapa: a manera de conclusión
Sobre esta base se construyó la idea de la “unidad del mapa”. Gracias a ésta podíamos estar seguros, realmente, de dónde estábamos ya que era ésta la encargada de proporcionarnos un piso cierto. No obstante, no sólo las capas geológicas se mueven —como también lo hacen los hielos canadienses— sino que la superficie terrestre, ya “rayada” y politizada, o mejor, “rayada” en tanto politizada, dibuja y redibuja permanentemente un nuevo paisaje que en todo recuerda los cuadros cubistas donde espacio y tiempo se superponen y donde el retrato deviene gesto y, por tanto, historia cartografiada.
A la manera de un palimpsesto, la nueva cartografía habría de comportar una radiografía gestual y dinámica del territorio para así lograr entender la emergencia de sus accidentes y, por tanto, el modo en que éstos desconfiguran y reconfiguran el mapa permanentemente. Ya no podemos cartografiar la tierra basados en la idea de la perennidad de sus accidentes para ubicar allí, sin más, supuestas territorialidades perpetuas, puesto que unos y otras devienen y mutan permanentemente. Así como los hielos al derretirse impactan y transforman el paisaje al redibujar costas y litorales; así como la erosión de las montañas o la deforestación de las selvas, alteran biomas y ecosistemas; así mismo, debemos reconocer que la naturaleza de los nuevos accidentes que describen el paisaje ha sido signada por nuestra manera de relacionarnos con éste en lo que de tal suerte llamaríamos un geografía humana.
No cabe duda, el mayor accidente sobre la tierra ha sido la especie humana; no obstante, si algo nos enseña la geografía es que los accidentes no son ni buenos ni malos. Por el contrario, es nuestra relación con ellos la que se encarga de moralizarlos; al fin y al cabo, son hechos que acompañan y dan asiento a otros hechos.
De este modo, nuestra reflexión no apunta a señalar que el planeta estaría mejor sin nuestra especie, sino a tratar de entender la naturaleza de los accidentes que se derivan de la acción humana sobre el paisaje para así, como geógrafos víctimas de lo que llamaríamos el inevitable complejo de Mercator, definamos ¿qué mapa queremos o debemos dibujar hoy en día para salvar la tierra?
Si antiguamente el trabajo del cartógrafo consistía en dibujar el mapa sobre el que se posaba o se pretendía posar el territorio —tarea que en gran medida iba acompañada, o bien de eventuales transacciones comerciales, o bien de la guerra— ya que el primero se concebía como contenedor del segundo, el gran reto del geógrafo hoy en día es cartografiar el territorio para así entender el mapa que aún lo sigue dibujando tanto la transacción comercial como la guerra17.
De este modo, surge la necesidad de desarrollar nuevos instrumentos que permitan, por un lado captar la lógica móvil, evanescente y aleatoria del territorio y, por otro, prever y posibilitar nuevas formas de relación no comerciales o guerreras. Así, si el mapa no preyace al territorio sino que es éste quien le da forma y sentido, volvamos a Mercator y a la utopía de pensar que las cosas no son como son, sino como queremos que sean.
Es innegable que existe una geografía física pero esto no debe entenderse como una “geografía natural” puesto que la naturaleza, desde la aparición de la especie humana, ha dejado de ser lo que era. De este modo, si bien es biodiversa, su administración y manejo —para bien o para mal— sigue siendo nuestra; en tal medida reiteramos que toda geografía es humana y, por lo mismo, es política.
Por lo anterior afirmamos que la geografía no es una ciencia que trata del estudio de la tierra sino del espacio y, por tanto, del (des)orden que la idea de mundo que hemos inventado impone sobre éste. No es, por tanto, una ciencia de texto sino de contexto y, en consecuencia, más que una ciencia social debe entenderse como una ciencia política, a la vez heurística y hermenéutica. Esto es, a la vez que tiene la capacidad de anticipar y prever (heurísticamente), lo suyo es la lectura e interpretación (hermenéutica) de las relaciones que establecemos con el paisaje, del que, por supuesto, hacemos parte. Es, por tanto, una ciencia que más allá del mapa —aunque en gran medida a través de él— se ocupa de la comprensión del territorio.
A fin de cuentas, la naturaleza de la geografía la determinan los fenómenos de los cuales se ocupa y no los paradigmas científicos o los geógrafos, como nos recuerda Alberto Mendoza, presidente de la Sociedad Geográfica de Colombia. Lo cual supone que, en el caso de la geografía humana, es claro que de lo que se trata es de entender nuestra relación con el espacio.
Desde aquí preguntaríamos: ¿hemos de ocuparnos de hechos, en su factum brutum, o de fenómenos, de sucesos que devienen en el tiempo? ¿Hemos de atender a supuestos accidentes predeterminados e inmutables o a incidentes provocados que, por acción u omisión, en todo alteran el paisaje?
Antes de caer en esta falsa disyuntiva que, aparentemente, pone de lados opuestos a la geografía física y a la geografía humana, debemos encontrar el justo medio en lo que a ambas une y hermana: la descripción de la superficie del planeta; la localización de los entes inanimados y de los seres vivos que la ocupan y habitan; y las interrelaciones que se dan entre unos y otros.
No se trata de ideologizar la geografía sino de comprometernos, desde el uso adecuado de sus instrumentos, con la transformación consciente y responsable del paisaje. Así como la historia no es algo que simplemente se hereda sino que se construye y proyecta, la geografía tiene como tarea, no sólo describir el plano socio-espacial y, por lo mismo, ambiental en que nos encontramos —junto a otras especies— sino alentar la construcción de un nuevo mapa en el que todos, finalmente, tengamos lugar.
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14. La palabra alemana Zeitgeist o “espíritu de los tiempos”, en el contexto histórico mencionado alude al carácter aventurero, de andanzas, exploraciones y descubrimientos que, a finales del siglo XVI, abría espacio a otros mundos gracias a las luces que pocos años atrás encendiera el Renacimiento con el fin de espantar los claustrofóbicos pánicos medievales.
15. Cabe aclarar que no se considera conveniente hablar de “dilución de las fronteras” en razón, no sólo de las múltiples formas de exclusión que ellas hoy en día plantean, sino también en función de las necesarias identidades que, por otro lado, estas definen y alientan.
16. Virilio denomina al crecimiento del organismo-civilización como “evolución”, pero omitiremos este concepto por las complicaciones deterministas que acarrea.
17. Entiéndase en este contexto la noción de guerra como la conflictividad que, muchas veces, antes, o en vez de la violencia, pone de manifiesto una superposición de intereses.
III. La noción de lugar a partir de un giro en el pensamiento geográfico18
1. Pensar los giros contemporáneos en la idea de lugar desde las relaciones entre lo local y lo global
Cuando en Febrero de 1517 Francisco Hernández de Córdoba arribó a las costas de la península yucateca en medio de la confusión ocasionada por una tormenta, lo primero que hizo fue tratar de establecer en dónde estaba, para lo cual interrogó al primer aborigen con el cual se topó, quien, a la pregunta de ¿dónde estamos? respondió con la frase “IYuk Atan”, que en el dialecto correspondiente de la lengua Maya significa “no soy de aquí” o, lo que es lo mismo en el contexto de la frase: “no tengo idea….”; expresión que, a la luz de la respuesta que esperaban los conquistadores, paradójicamente le dio nombre a la península de Yucatán. De esta forma, fue una denominación “negativa” —ya que la expresión usada no respondía la pregunta— la que bautizó el lugar en las cartas españolas.
En el marco de esta temprana referencia, y a la luz de esta suerte de “tormenta” ideológica, económica, social, espacial, cultural y ambiental que acompaña el proceso globalizador que estamos viviendo, la pregunta de Hernández de Córdoba cobra una particular relevancia toda vez que de su respuesta depende la definición del piso firme que, como lugar de referencia y, por qué no, de identificación, podamos o no estar pisando. Lo inquietante es que la respuesta de nuestro aborigen Maya también la cobra: “no soy de aquí” parece ser la respuesta que nos lleva a dar la globalización a la pregunta de ¿en qué lugar nos encontramos?
Lo anterior en función de la paulatina pérdida de referencias que, de una u otra manera, tradicionalmente nos ligaban a un determinado contexto socio-geográfico. Al menos esta resulta ser la tendencia que hoy en día, desde la perspectiva economicista que alienta la globalización, caracteriza la aparente dilución de la tradicional noción simbólica de lugar —su valor de uso y significación— poco a poco desplazada por el valor de cambio (de intercambio) que representa la mercantilista, relativista, móvil y aleatoria idea contemporánea de lugar, entendido en el concierto global como “lugar estratégico”; situación que, a nuestro modo de ver, da cuenta de un giro en la noción de valor de tal suerte reducido a precio —el que en consecuencia cobra uno u otro lugar en atención a la manera como puedan ser aprovechadas por el mercado sus precondiciones—.
En consecuencia, lo que tenemos aquí es un giro en la propia noción de lugar desde la cual éste deja de entenderse como un “lugar de ser” para asumirse como uno de “tener” —en el sentido economicista de la palabra—, con las gravísimas consecuencias ontológicas que esto supone para aquellos que no tienen. Consecuencias desde las cuales, el no tener posesión alguna, resulta sinónimo de “no ser” y, por tanto, de no tener lugar.
De esta suerte, o mejor, de esta “mala suerte”, se deriva un nuevo giro, esta vez en la descripción sociológica de la estructura de nuestra sociedad desde la cual, la explicación topológica del arriba-abajo que acompañara la imagen, mal que bien incluyente, aunque selectiva, de la pirámide social, resulta insuficiente para dar cuenta de la situación del dentro-fuera impuesta por el nuevo orden excluyente del pensamiento hegemónico global. Aquí, la sinonimia establecida entre ser, tener, poder y valer no deja dudas: la mayor parte de la humanidad no tiene lugar…
Lo paradójico de esta situación es que la lógica del intercambio supone el reconocimiento de las diferencias y, por tanto, de las especificidades de cada lugar —en tanto potenciales ventajas comparativas—. De no ser así, ¿qué podría intercambiarse? De ahí que la noción de “ventaja comparativa” que alienta y da sentido a la dimensión topológica del capitalismo apuntalándolo espacialmente en lugares concretos —aún en el contexto de la relativamente reciente economía pos-fordista que hace gala de una supuesta deslocalización, mejor entendida como producción desconcentrada que como ausente de localización— va acompañada de una entrada en valor de cada lugar y de cada territorio en función de lo que uno y otro estén en condiciones de poner en circulación, valga decir, de ofertar en el mercado. Así, tener (ser) resultará sinónimo, no sólo de tener qué ofrecer sino, y sobre todo, de tener que hacerlo; es decir, de tener- que-ofrecer para cobrar un lugar en este mundo-mercado.
Sobre esta base, si la pregunta ¿de dónde somos?, o mejor aún ¿a dónde pertenecemos? deviene rápidamente, en este contexto, en la pregunta ¿desde dónde ofertarnos?, ¿cómo no renovar nuestra pregunta existencial por el sentido del lugar, de nuestro pretendido lugar? O, más aún ¿cómo no arriesgar una respuesta a la pregunta de si tiene o no sentido, hoy en día, “ser de un lugar”? Y, en consecuencia, preguntamos: ¿qué deberíamos entender por “lugar” para proyectar, desde allí, nuestra relación con el mundo? A fin de cuentas, y como bien lo constata el pensamiento geográfico, toda época está definida por una idea de mundo, una de ser humano y, por tanto, una de la relación entre ambos; es decir, una idea de habitar referida, específicamente, a una u otra idea de lugar.
El siglo XXI no ha sido la excepción. De hecho, en los albores de esta nueva modernidad ha comenzado, de manera alegre y entusiasta, confiando en los logros de la revolución técnico-tecnológica y en su promesa de constituir, a partir del cambio de paradigma civilizatorio que la informática y los nuevos medios de comunicación han traído consigo, un mundo mejor y más cercano (entre otras cosas, gracias a ese nuevo “espacio público” que ofrece internet) basado en la idea de un “lugar común” (la ciudad-mundo), único escenario, abierto y global “para todos y todas”, en el cual podamos desplegar libremente nuestras posibilidades de ser verdaderos “ciudadanos del mundo”.
Aspiración cubierta por esa abstracta e intangible sombrilla que resulta ser la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la que se inscribe, no sólo el contrato social, sino el propio derecho a la ciudad desde el cual todos ante la ley podemos gozar de una vida digna, un hábitat seguro, digno y amable, un ambiente sano, un empleo, un techo y, por qué no decirlo en el tono tan eufemista como triunfalista que acompaña la globalización neoliberal: ¡una ciudadanía universal!
Todos —digámoslo desde la perspectiva del orden global— los que compartamos una cierta lógica de sentido, un cierto rango en la sociedad y, por supuesto, un mismo ámbito territorial (así este sea virtual), dado que, en este último sentido, el carácter de universalidad de los derechos se encuentra limitado, de plano, por el hasta ahora insalvable muro de la nacionalidad, tal como lo demuestra la situación a la que se ven sometidos los millones de inmigrantes que, indiferentes de sus destinos y, muchas veces, de su estatuto migratorio, ven limitado el disfrute de sus derechos por ser considerados ciudadanos de segunda o de tercera categoría.
Valga decir que, desde el contexto del pensamiento único que acompaña el actual orden global hablamos de “un único mundo”, paradójicamente a la vez abierto y cerrado, excluyente y multicultural, apenas diferenciado localmente por las ventajas comparativas que alientan el intercambio y proporcionan su razón de ser a la economía de mercado y al flujo del gran capital.
En medio de los giros antes mencionados y de los nuevos “pisos” que estos ofrecen, las preguntas que nos hemos trazado en este punto para tratar de entender la idea de lugar que acompaña este mundo global siguiendo, entre otros planteamientos, las valiosas argumentaciones de Hiernaux y Lindón (2010), no pueden ser otras que: ¿cómo hemos de vivir los seres humanos en este nuevo contexto mundial?, ¿cuál es el proyecto de habitación que nos es dado asumir en el marco de la globalización? Y, finalmente ¿qué idea de lugar debemos construir para hacer viable dicho proyecto?