A modo de prólogo

Desde que conocí por primera vez la selva, en 1986, en las cabeceras del Orinoco, en Venezuela, he viajado por ella un buen número de veces. En un momento dado, pensé que debía recorrer toda la cuenca amazónica y aunar así la visión de los diversos territorios de Ecuador, Colombia, Perú y Brasil por los que había transitado. Ese fue el origen de este libro. Han pasado más de diez años desde que lo escribí, tras un viaje de cuatro meses en el que descendí el río de ríos desde que es navegable hasta su desembocadura. En ese periplo de miles de kilómetros —el río Amazonas está considerado el más largo del mundo, con 7.062— por varios países, empleé quince medios de transporte: avión, avioneta, canoa, lancha rápida, lancha de pasajeros y carga, moto, bicicleta, motocarro, camión, camioneta colectiva, autobús, taxi, caballo, mula y a pie. A pesar del tiempo trascurrido, en lo esencial, todo permanece más o menos igual. El Amazonas es un territorio de lucha, siempre lo será, y los problemas que en este libro se señalaban hace años se han agudizado. No se camina en la buena dirección, en la de la preservación y conservación de ese mundo primigenio y las criaturas que lo habitan, animales y seres humanos. Antes al contrario, la depredación y la esquilmación de los recursos naturales (oro, minerales, petróleo, madera, animales) siguen siendo la tónica habitual. A lo que hay que sumar, entre otras cosas, la presión sobre las tribus indígenas, la aculturación galopante, la apertura de carreteras, el poder del narcotráfico.

Varias de las personas que aparecen en este viaje ya han muerto, como el antiguo curandero y artista Pablo Amaringo (hoy su escuela Usko-Ayar está dirigida por su sobrino Juan Vázquez Amaringo), así como el empresario turístico Carlos González, y es posible que algunas otras hayan desaparecido. En cualquier caso, están ahí, entre estas páginas, y su palabra y su verdad ahí quedarán. Desde que llegué a su regazo antiguo y primordial, he vuelto a ella en numerosas ocasiones y la he recorrido desde el aire, desde sus ríos y desde las trochas, sus caminos abiertos. Nunca me ha dejado indiferente y siempre me ha dado regalos en nuestros encuentros. Este libro es una invitación a un viaje personal, pero también a participar de una pasión, esa pasión que aún conservo y que me hará volver en cualquier momento a la selva. Para mí, es un territorio amigo y conocido. Un universo frágil, a pesar de su aparente dureza, que cada día desaparece un poco más, lo que empobrece la Tierra, su hábitat y nuestra vida.

Para esta edición, he intentado enriquecer el texto con datos más actuales, notas e informaciones que complementen esa navegación. De todos modos, lo más importante del Amazonas es su espíritu, y a él espero serle fiel. Porque, como ya he dicho en alguna ocasión, mientras uno navega por la selva, es en realidad la selva la que navega dentro de nosotros mismos.

Feliz singladura.

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De cómo nació el Gran Río, «el padre de las aguas»

Antes de que el mundo fuese mundo, la gente sólo tenía la gran lupuna (ceiba). Allí iban hombres y mujeres, y una mujer de aspecto bondadoso los proveía de todo: comida, bebida, ropa... Sin embargo, un día no encontraron a esa mujer, la primera madre. Entonces los hombres y mujeres esperaron, y como no llegaba y tenían hambre, decidieron cortar la lupuna, un árbol tan grande que apenas se veían las hojas desde el suelo. Los hombres creían que en lo alto estaban los frutos que los alimentaban. Cuando cayó la lupuna, con gran estrépito, comenzó a llover durante muchos días y muchas noches y se convirtió en río. Los antepasados decían que la lupuna sostenía el reino de las nubes. Una vez cortada, sus ramas grandes se transformaron en los afluentes; las ramas chiquitas, en los hombres y mujeres de otras tribus: blancos, amarillos, negros...; las hojas se convirtieron en canoas y botes. El río, tan grande, es el Amazonas, «el padre de las aguas». La señora bondadosa, la madre, era el espíritu de la tierra, que desde entonces alienta en todo, incluso en el propio cauce.

Así se creó el río y así comenzó el mundo.

Leyenda indígena