David Copperfield

Charles Dickens

(Traductor: Carmen de Peña)

Prefacio

Difícilmente podré alejarme lo bastante de este libro, todavía en las primeras emociones de haberlo terminado, para considerarlo con la frialdad que un encabezamiento así requiere. Mi interés está en él tan reciente y tan fuerte y mis sentimientos tan divididos entre la alegría y la pena (alegría por haber dado fin a mi tarea, pena por separarme de tantos compañeros), que corro el riesgo de aburrir al lector, a quien ya quiero, con confidencias personales y emociones íntimas.

Además, todo lo que pudiera decir sobre esta historia, con cualquier propósito, ya he tratado de decirlo en ella.

Y quizá interesa poco al lector el saber la tristeza con que se abandona la pluma al terminar una labor creadora de dos años, ni la emoción que siente el autor al enviar a ese mundo sombrío parte de sí mismo, cuando algunas de las criaturas de su imaginación se separan de él para siempre.

A pesar de todo, no tengo nada más que decir aquí, a menos de confesar (lo que sería todavía menos apropiado) que estoy seguro de que a nadie, al leer esta historia, podrá parecerle más real de lo que a mí me ha parecido al escribirla.

Por lo tanto, en lugar de mirar al pasado miraré al porvenir. No puedo cerrar estos volúmenes de un modo más agradable para mí que lanzando una mirada llena de esperanza hacia los tiempos en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes mensuales, y dedicando un pensamiento agradecido al sol y a la lluvia que hayan caído sobre estas páginas de DAVID COPPERFIELD, haciéndome feliz.

Parte 1

Capítulo 1 Nazco

Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para dar comienzo a mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.

Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí varios meses antes de que pudiéramos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.

No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.

Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues acababa de vender los suyos, desistió de la venta, después de retirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.

Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no haber estado encima del agua mas que una vez en su vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás personas que tienen el atrevimiento de vagabundear por esos mundos. En vano se le demostraba que muchas cosas buenas (el té entre ellas) se disfrutaban gracias a aquellas aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza de su razonamiento:

-No, no; nada de vagabundear.

Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi nacimiento.

Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruelmente (me parecía entonces) cerradas.

Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de quien hablaré más adelante, era el magnate de nuestra familia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre cuando se atrevía a nombrar a aquel formidable personaje (lo que ocurría muy rara vez). Mi tía se había casado con un hombre más joven que ella y muy elegante, aunque no en el sentido del dicho «es elegante lo que el elegante hace», pues se sospechaba que pegaba a su mujer, y hasta llegó a contarse que una vez, discutiendo a propósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una separación amistosa. Él se marchó a la India con su capital, y allí, según una leyenda de familia, se le vio montado en un elefante y acompañado de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en mi tía nadie lo supo. A raíz de la separación había vuelto a usar su nombre de soltera y, comprando una casita muy alejada en la costa, se había establecido allí con su criada, como una solterona, viviendo siempre recluida en un aislamiento inflexible.

Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi tía se ofendió mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era «una muñeca», pues, aunque no la había visto nunca, sabía que no tenía todavía veinte años. Miss Betsey no quiso volver a ver a su sobrino. Mi padre tenía el doble de edad que mi madre cuando se casaron, y era de constitución delicada. Un año después de su boda, y, como ya he dicho, seis meses antes de mi nacimiento, murió.

Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memorable (puede excusárseme el llamarlo así) a importante viernes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella época lo que estoy contando, ni de conservar ningún recuerdo (fundado en la evidencia de mis propios sentidos) de lo que sigue.

Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el fuego a través de sus lágrimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien sólo esperaba un mundo no muy contento de su llegada y algunos proféticos paquetes de alfileres preparados de antemano en el cajón de una cómoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada al lado del fuego, en una tarde clara y fría de marzo, muy triste y deprimida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le esperaba, cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la ventana a una señora desconocida que entraba en el jardín.

La segunda vez que la miró mi madre tuvo la certeza de que aquella señora era miss Betsey. Los rayos del sol poniente iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta tenía un paso tan firme, un aire tan decidido, que no podía ser otra.

Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su identidad. Mi padre había contado a menudo que la conducta de mi tía nunca era semejante a la del resto de los mortales; y, en efecto, aquella señora, en lugar de dirigirse a la puerta y llamar a la campanilla, se detuvo delante de la ventana y se puso a mirar por ella, apretando tanto la nariz contra el cristal que mi madre solía decirme que se le había puesto en un momento completamente blanca y aplastada.

Esta aparición impresionó de tal modo a mi madre que yo siempre he estado convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que agradecer el haber nacido en viernes.

Mi madre se levantó precipitadamente y fue a esconderse en un rincón detrás de una silla. Miss Betsey recorrió lentamente la habitación con su mirada, de un modo inquisitivo y moviendo los ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los relojes de Dutch. Por fin encontró a mi madre y entonces, frunciendo las cejas como quien está acostumbrada a ser obedecida, le hizo señas para que saliera a abrir la puerta. Mi madre obedeció.

-¿La viuda de David Copperfield, supongo? -dijo miss Betsey con énfasis, apoyándose en la última palabra, sin duda para hacer comprender que lo suponía al ver a mi madre de luto riguroso y en aquel estado.

-Sí, señora -respondió débilmente mi madre.

-Miss Trotwood -dijo la visitante. ¿Supongo que habrá oído usted hablar de ella?

Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar suyo, demostraba que el gusto no había sido muy grande.

-Pues aquí la tiene usted —dijo miss Betsey.

Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pasara, y se dirigieron a la habitación que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no habían vuelto a encender fuego en la sala.

Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después de vanos esfuerzos para contenerse, prorrumpió en llanto.

-¡Vamos, vamos! -dijo mi tía precipitadamente, Nada de llorar; ¡venga!, ¡venga!

Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.

-Vamos, niña, quítese usted la cofia -dijo miss Betsey-, que quiero verla bien.

Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante petición aunque no tenía ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y magníficos), esparciéndose alrededor de su rostro.

-Pero ¡Dios mío! —exclamó miss Betsey-. ¡Si es usted una niña!

Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que era, y la pobre bajó la cabeza como si fuera culpa suya y murmuró entre sus lágrimas que lo que de verdad temía era ser demasiado niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.

Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareció sentir que miss Betsey acariciaba sus cabellos con dulzura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella tímida esperanza, vio que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un poco remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas.

-En nombre de Dios —dijo de pronto mi tía-, ¿por qué llamarla Rookery?

-¿Se refiere usted a la casa? -preguntó mi madre.

-¿Por qué Rookery? -insistió miss Betsey-. Si cualquiera de los dos hubierais tenido un poco de sentido práctico la habríais llamado Cookery.

-Es el nombre que eligió míster Copperfield -respondió mi madre-. Cuando compró la casa le gustaba pensar que habría cuervos en sus alrededores.

En ese momento, el viento del atardecer empezó a silbar entre los olmos viejos y altos del jardín con tal ruido que tanto mi madre como miss Betsey no pudieron por menos que mirar con inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros corno gigantes que quisieran confiarse algún terrible secreto, y después de permanecer inclinados unos segundos se erguían violentamente, sacudiendo sus enormes brazos, como si aquellas confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran arrebatado para siempre el reposo.

Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban destrozados por la intemperie en sus ramas más altas, como náufragos en un mar tormentoso.

-¿Y dónde están los pájaros? -preguntó miss Betsey.

-¿Los que … ?

Mi madre estaba pensando en otra cosa.

-Los cuervos. ¿Qué ha sido de ellos? -preguntó mi tía.

-Desde que vivimos aquí no hemos visto ninguno -dijo mi madre-. Pensábamos… Míster Copperfield creía… que esto era una gran rookery; pero los nidos son ya muy antiguos y deben de estar abandonados hace mucho tiempo.

-¡Las cosas de David Copperfield! -exclamó miss Betsey-. ¡David Copperfield de la cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no habiendo un solo cuervo en los alrededores, y cree que ha de haber forzosamente pájaros porque ve nidos.

-Míster Copperfield ha muerto -contestó mi madre-, y si se atreve usted a hablarme mal de él…

Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intención de arrojarse sobre mi tía; pero ni aun estando en mejor estado de salud y con suficiente entrenamiento hubiera podido hacer frente a semejante adversario; así es que después de levantarse se volvió a sentar humildemente y cayó desvanecida.

Cuando volvió en sí, o quizá cuando miss Betsey la hizo volver en sí, encontró a mi tía de pie ante la ventana. La luz del atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor del fuego no hubieran podido distinguirse una a otra.

-¡Bueno! -dijo miss Betsey volviéndose a sentar, como si sólo hubiera estado mirando por casualidad el paisaje-. ¿Y cuándo espera usted… ?

-Estoy temblando- balbució mi madre-. No sé qué me pasa; pero estoy segura de que me muero.

-No, no, no -dijo miss Betsey-. Tome usted un poco de té.

-¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero cree usted que eso me aliviará algo? -exclamó mi madre desesperadamente.

-Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso… Pero ¿cómo llama usted a la chica?

-Todavía no sé si será niña -dijo mi madre con inocencia.

-¡Dios bendiga a esta criatura! -exclamó mi tía, ignorando que repetía la segunda frase inscrita con alfileres en el acerico de la cómoda, pero aplicándosela a mi madre en lugar de a mí-. No se trataba de eso. Me refería a su criada.

-Peggotty -dijo mi madre.

-¡Peggotty! -repitió miss Betsey, casi indignada-. ¿Querrá usted hacerme creer que un ser humano ha recibido en una iglesia cristiana el nombre de Peggotty?

-Es su apellido -dijo mi madre con timidez-. Míster Copperfield la llamaba así porque como tiene el mismo nombre de pila que yo…

-¡Aquí, Peggotty! -gritó miss Betsey abriendo la puerta- Traiga usted té; su señora no se encuentra bien; conque ¡a no perder tiempo!

Habiendo dado esta orden con tanta energía como si su autoridad estuviese reconocida en la casa desde toda la eternidad, volvió a cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes haberse cerciorado de que acudía Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de aquella voz extraña.

-¿Decía usted que quizá será niña? -dijo cuando estuvo de nuevo con los pies sobre el guardafuego, la falda un poco remangada y las manos cruzadas encima de las rodillas-. No hay duda, será una niña; tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija mía: desde el momento en que nazca esa niña…

-Quizá sea un niño -se tomó la libertad de interrumpir mi madre.

-¡Cuando le digo que tengo el presentimiento de que será niña! -insistió miss Betsey-. No me contradiga. Desde el momento en que nazca esa niña quiero ser su amiga. Cuento con ser su madrina y le ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y en la vida de esa Betsey Trotwood no habrá equivocaciones. Pondremos todos los medios para que nadie se burle de los afectos de la pobre niña. La educaremos muy bien, evitando cuidadosamente que deposite su ingenua confianza en quien no lo merezca. Yo cuidaré de ello.

Al final de cada frase mi tía bajaba la cabeza, como si los recuerdos la persiguieran y el no explayarse sobre ellos le costara grandes esfuerzos. Al menos así le pareció a mi madre, que la observaba al débil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba demasiado asustada, demasiado intimidada y confusa para poder observar nada con claridad ni saber qué decir.

-Y David, ¿era bueno con usted, hija mía? -preguntó miss Betsey después de un rato de silencio, cuando sus movimientos de cabeza cesaron gradualmente-. ¿Erais felices?

-Éramos muy dichosos -dijo mi madre. Era tan bueno conmigo míster Copperfield.

-Supongo que la habrá destrozado -insistió miss Betsey.

-Considerando que ahora tengo que verme sola y abandonada en este mundo, me temo que sí -sollozó mi madre.

-¡Bien! Pero no llore más —dijo mi tía-. No estabais compensados, hija mía. ¿Habrá alguna pareja que lo esté? Por eso se lo preguntaba. Usted era huérfana, ¿no es así?

-Sí.

-¿Y era institutriz?

-Estaba al cuidado de los niños en una familia que míster Copperfield visitaba. Y era muy bueno conmigo míster Copperfield: se preocupaba mucho de mí y me demostraba un gran interés. Por último, me pidió en matrimonio; yo acepté, y nos casamos -dijo mi madre con sencillez.

-¡Pobre niña! -murmuró miss Betsey, que continuaba mirando fijamente el fuego-. ¿Y sabe usted hacer algo?

-No sé … . señora -balbució mi madre.

-¿Gobernar una casa, por ejemplo? -dijo miss Betsey.

-No mucho, me temo -respondió mi madre-. Mucho menos de lo que desearía. Pero míster Copperfield me estaba enseñando…

-¡Para lo que él sabía! -dijo mi tía en un paréntesis.

-Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba ansiosa de aprender, y él era un maestro tan paciente… Sin la gran desgracia de su muerte…

Aquí mi madre empezó a sollozar de nuevo y no pudo seguir.

-Bien, bien -dijo miss Betsey.

-Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacíamos el balance juntos… -continuó mi madre, sollozando desesperadamente.

-Bien, bien -exclamó mi tía-. No llore usted más.

-Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía que mis treses y mis cincos se confundían o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves -terminó mi madre en una nueva explosión de llanto.

-Se pondrá usted enferma -dijo miss Betsey-, lo que no será muy beneficioso para usted ni para mi ahijada. ¡Vamos, no vuelva a empezar!

Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era creciente. Hubo un silencio, interrumpido sólo por algunas exclamaciones sordas de mi tía, que continuaba calentándose los pies en el guardafuegos.

-David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé -dijo poco a poco, Al morir ¿ha hecho algo por usted?

-Míster Copperfield -constestó mi madre titubeando fue tan cariñoso y tan bueno conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.

-¿Cuánto? -preguntó miss Betsey.

-Ciento cincuenta libras al año -dijo mi madre.

-¡Podía haberlo hecho peor! -dijo mi tía.

La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham Peggotty -un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para utilizarle como mensajero especial en caso de urgencia- a buscar al médico y a la comadrona.

Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada (pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de aspecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi madre tampoco decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía disminuir en nada lo imponente de su aspecto.

El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda que había grandes probabilidades de que aquella señora y él tuvieran que permanecer sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con ella. Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta suavidad como el fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No necesito decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a nadie, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la misma suavidad que andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.

Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con la cabeza siempre inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodón y tocándose la oreja izquierda:

-¿Alguna molestia, señora?

-¿Qué? -replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si fuera un corcho.

A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según contó después a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.

-¿Alguna molestia, señora?

-¡Qué necedad! -replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.

Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.

-¿Y bien? -dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.

-Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos… . vamos… avanzando… despacito, señora.

-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.

Y volvió a taponarse el oído.

Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:

-¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.

-Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos… , vamos avanzando despacito, señora.

-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.

Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo después, y prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.

Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que, habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en sus oídos no debía de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico), enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y taponándole con algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.

El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:

-Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.

-¿Por qué? -dijo secamente mi tía.

Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.

-¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con impaciencia-. ¿Es que no puede hablar?

-Tranquilícese usted, mí querida señora -dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilícese usted.

Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.

-Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, señora, todo ha terminado.

Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.

-Y ella ¿cómo está? -dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.

-Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida -respondió míster Chillip-. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea, señora; puede que le haga bien.

-Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? -dijo bruscamente mi tía.

Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo asustado.

-¿La niña, que cómo está? -insistió miss Betsey.

-Señora -respondió míster Chillip-, creía que lo sabía usted: es un niño.

Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanzó a la cabeza de míster Chillip; después se la encasquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre. Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.

No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.

Capítulo 2 Observo

Lo primero que veo de forma clara cuando quiero recordar la lejanía de mi primera infancia es a mi madre, con sus largos cabellos y su aspecto juvenil, y a Peggotty, sin edad definida, con unos ojos tan negros que parecen oscurecer todo su rostro, y con unas mejillas y unos brazos tan duros y rojos que me sorprende que los pájaros no los prefirieran a las manzanas.

Y siempre me parece recordarlas arrodilladas ante mí, frente a frente en el suelo, mientras yo voy con paso inseguro de una a otra. Tengo un recuerdo en mi mente, que se mezcla con los recuerdos actuales, del contacto del dedo que Peggotty me tendía para ayudarme a andar: un dedo acribillado por la aguja y áspero como un rallador.

Esto tal vez sea sólo imaginación, pero yo creo que la memoria de la mayor parte de los hombres puede conservar una impresión de la infancia más amplia de lo que generalmente se supone; también creo que la capacidad de observación está exageradamente desarrollada en muchos niños y además es muy exacta. Esto me hace pensar que los hombres que destacan por dicha facultad es, con toda seguridad, porque no la han perdido más que porque la hayan adquirido. La mejor prueba es que, por lo general, esos hombres conservan cierta frescura y espontaneidad y una gran capacidad de agradar, que también es herencia procedente de la infancia.

Podrá tachárseme de divagador por detenerme a decir estas cosas, pero ello me obliga a hacer constar que todas estas conclusiones las saco en parte de mi propia experiencia. Así, si alguien piensa que en esta narración me presento como un niño de observación aguda, o como un hombre que conserva un intenso recuerdo de su infancia, puede estar seguro de que tengo derecho a ambas características.

Como iba diciendo, al mirar hacia la vaguedad de mis años infantiles, lo primero que recuerdo, emergiendo por sí mismo de la confusión de las cosas, es a mi madre y a Peggotty. ¿,Qué más recuerdo? Veamos.

También sale de la bruma nuestra casa, tan unida a mis primeros recuerdos. En el piso bajo, la cocina de Peggotty, abierta al patio, donde en el centro hay un palomar vacío y en un rincón una gran caseta de perro sin perro, y donde pululan una gran cantidad de pollos, que a mí me parecen gigantescos y que corretean por allí de una manera feroz y amenazadora. Hay un gallo que se sube a un palo y que cuando yo le observo desde la ventana de la cocina parece mirarme con tanta atención que me hace estremecer: ¡es tan arrogante! Hay también unas ocas que se dirigen a mí asomando sus largos cuellos por la reja cuando me acerco. Por la noche sueño con ellas, como podría soñar un hombre que, rodeado de fieras, se duerme pensando en los leones.

Un largo pasillo (¡qué enorme perspectiva conservo de él!) conduce desde la cocina de Peggotty hasta la puerta de entrada. Una oscura despensa abre su puerta al pasillo, y ese es un sitio por el que de noche hay que pasar corriendo, porque ¿quién sabe lo que puede suceder entre todas aquellas ollas, tarros y cajas de té cuando no hay nadie allí, y sólo un quinqué lo alumbra débilmente, dejando salir por la puerta entreabierta olor a jabón, a velas y a café, todo mezclado? Después hay otras dos habitaciones: el gabinete, donde pasamos todas las tardes mi madre, yo y Peggotty (pues Peggotty está siempre con nosotros cuando no hay visita y ha terminado sus quehaceres), y la sala, donde únicamente estamos los domingos. La sala es mucho mejor que el gabinete, pero no se está en ella tan a gusto. Para mí hasta tiene un aspecto de tristeza, pues Peggotty me contó (no sé cuándo, pero me parece que hace siglos) que allí habían sido los funerales de mi padre, rodeado de los parientes y amigos, cubiertos todos con mantos negros. Además, un domingo por la noche mi madre nos leyó también allí, a Peggotty y a mí, la resurrección de Lázaro de entre los muertos. Aquello me sobrecogió de tal modo que después, cuando ya estaba acostado, tuvieron que sacarme de la cama y enseñarme desde la ventana de mi alcoba el cementerio, completamente tranquilo, con sus muertos durmiendo en las tumbas bajo la pálida solemnidad de la luna.

No hay nada tan verde en ninguna parte como el musgo de aquel cementerio, nada tan frondoso como sus árboles, nada tan tranquilo como sus tumbas. Cuando por la mañana temprano me arrodillo en mi cuna, en mi cuartito, al lado de la habitación de mi madre, y miro por la ventana y veo a los corderos que están allí paciendo, y veo la luz roja reflejándose en el reloj de sol, pienso: «¡Qué alegre es el reloj de sol!», y me maravilla que también hoy siga marcando el tiempo.

Y aquí está nuestro banco de la iglesia, con su alto respaldo al lado de una ventana, por la que podemos ver nuestra casita. Peggotty no deja de mirarla ni un momento: se conoce que le gusta cerciorarse de que no la han desvalijado ni hay fuego en ella. Pero aunque los ojos de Peggotty vagabundean de un lado a otro, se ofende mucho si yo hago lo mismo, y me hace señas de que me esté quieto y de que mire bien al sacerdote. Pero yo no puedo estarle mirando siempre. Cuando no tiene puesta esa cosa blanca sí es muy amigo mío, pero allí temo que le choque si le miro tan fijo, y pienso que a lo mejor interrumpirá el oficio para preguntarme la causa de ello ¿Qué haré, Dios mío?

Bostezar es muy feo, pero ¿qué voy a hacer? Miro a mi madre y noto que hace como que no me ve. Miro a otro chico que tengo cerca y empieza a hacerme muecas. Miro un rayo de sol que entra por la puerta entreabierta del pórtico, pero allí también veo una oveja extraviada (y no quiero decir un pecador, sino un cordero) que está a punto de colarse en la iglesia. Y comprendo que si sigo mirándola terminaré por gritarle que se marche, y ¿qué sería de mí entonces? Miro las monumentales inscripciones de las tumbas y trato de pensar en el difunto míster Bodgers, miembro de esta parroquia, y en la pena que habrá tenido mistress Bodgers a la muerte de su marido, después de una larga enfermedad, para la cual la ciencia de los médicos ha sido ineficaz, y me pregunto si habrán consultado también a míster Chillip en vano; y en ese caso, ¿cómo podrá venir y estarlo recordando una vez por semana? Miro a míster Chillip, que está con su corbata de domingo; después miro al púlpito y pienso en lo bien que se podría jugar allí. El púlpito sería la fortaleza; otro chico subiría por la escalera al ataque, pero le arrojaríamos el almohadón de terciopelo, con sus borlas y todo, a la cabeza. Poco a poco se me cierran los ojos. Todavía oigo cantar al clérigo; hace mucho calor. Ya no oigo nada, hasta el momento en que me caigo del banco con estrépito y Peggotty me saca de la iglesia más muerto que vivo.

Y ahora veo la fachada de nuestra casa, con las ventanas de los dormitorios abiertas, por las que penetra un aire embalsamado, y los viejos nidos de cuervos que se balancean todavía en lo alto de las ramas. Y ahora estoy en el jardín, por la parte de atrás, delante del patio donde está el palomar y la caseta del perro. Es un sitio lleno de mariposas, y lo recuerdo cercado con una alta barrera que se cierra con una cadena: allí los frutos maduran en los árboles más ricos y abundantes que en ninguna otra parte; y mientras mi madre los recoge en su cesta, yo, detrás de ella, cojo furtivamente algunas grosellas, haciendo como que no me muevo. Se levanta un gran viento y el verano huye de nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre está cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que está de ser tan bella.

Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sensación de que los dos (mi madre y yo) teníamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometíamos en casi todo a sus órdenes; de aquí dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar así), a lo que yo veía.

Una noche estábamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo había estado leyéndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero debí de leer muy mal o a la pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresión que le quedó de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me había cansado de leer y me caía de sueño; pero como tenía permiso (como una gran cosa) para permanecer levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos) como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama.

Había llegado a ese estado de sueño en que me parecía que Peggotty se inflaba y crecía de un modo gigantesco. Me sostenía con los dedos los párpados para que no se me cerrasen y la miraba con insistencia, mientras ella seguía trabajando; también miraba el pedacito de cera que tenía para el hilo (¡qué viejo estaba y qué arrugado por todos lados! y la casita donde vivía el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tenía pintada una vista de la catedral de Saint Paúl, con la cúpula color de rosa, y el dedal de cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me parecía encantadora.

Tenía tanto sueño que estaba convencido de que en el momento en que perdiera de vista cualquiera de aquellas cosas ya no tendría remedio.

-Peggotty -dije de repente- ¿Has estado casada alguna vez?

-¡Dios mío, Davy! -replicó Peggotty-. ¿,Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?

Me contestó tan sorprendida que casi me despabiló, y dejando de coser me miró con la aguja todo lo estirada que le permitía el hilo.

-Pero ¿tú no has estado nunca casada, Peggotty? -le dije- Tú eres una mujer muy guapa, ¿no?

La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro género de belleza, me parecía un ejemplar perfecto.

Había en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre había pintado un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para mí una misma cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, áspero; pero eso era lo de menos.

-¿Yo guapa, Davy? -contestó Peggotty-. No, por Dios, querido. Pero ¿quién te ha metido en la cabeza esas cosas?

-No lo sé. Y no puede uno casarse con más de una persona a la vez, ¿verdad, Peggotty?

-Claro que no -dijo Peggotty muy rotundamente.

-Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, ¿entonces sí puede uno casarse con otra? Di, Peggotty.

-Si se quiere, sí se puede, querido; eso es cuestión de gustos —dijo Peggotty.

-Pero ¿cuál es tu opinión, Peggotty?

Yo le preguntaba y la miraba con atención, porque me daba cuenta de que ella me observaba con una curiosidad enorme.

-Mi opinión es -dijo Peggotty, dejando de mirarme y poniéndose a coser después de un momento de vacilación -que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es todo lo que sé sobre el asunto.

-Pero no te habrás enfadado conmigo, ¿verdad, Peggotty? —dije después de un minuto de silencio.

De verdad creía que se había enfadado, me había contestado tan lacónicamente; pero me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y abriendo mucho los brazos cogió mi rizada cabecita y la estrechó con fuerza. Estoy seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto hacía un movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en aquella ocasión salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitación.

-Ahora léeme otro rato algo sobre los «crocrodilos» -me dijo Peggotty, que todavía no había conseguido pronunciar bien la palabra-, pues no me he enterado ni de la mitad.

Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo interés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas, que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el agua como los indígenas, y les introducíamos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distraída, que no hacía más que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos.

Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íbamos a empezar con sus semejantes, cuando sonó la campanilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya conocía por habernos acompañado a casa desde la iglesia el domingo anterior.

Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tenía más suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto.

-¿Qué quiere decir? -pregunté por encima del hombro de mi madre.

El caballero me acarició la cabeza, pero no sé por qué no me gustaban ni él ni su voz profunda, y tenía como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechacé lo más fuerte que pude.

-¡Oh Davy! -me reprochó mi madre.

-¡Querido niño! -dijo el caballero, ¡No me sorprende su adoración!

Nunca había visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre.

Me regañó dulcemente por mi brusquedad, y estrechándome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por haberse molestado en acompañarla. Mientras hablaba le tendió la mano, y mientras se la estrechaba me miraba.

-Dame las buenas noches, hermoso -dijo el caballero, después de inclinarse (¡yo lo vi!) a besar la mano de mi madre.

-¡Buenas noches! —dije.

-Ven aquí. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo -insistió riendo-; dame la mano.

Mi madre tenía entre las suyas mi mano derecha y yo le tendí la otra.

-¡Cómo! Ésta es la mano izquierda, Davy -dijo él riendo.

Mi madre le tendió mi mano derecha; pero yo había resuelto no dársela, y no se la di. Le alargué la otra, que él estrechó cordialmente, y diciendo que era un buen chico, se marchó.

Un momento después le vi volverse en la puerta del jardín y lanzarnos una última mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agüero.

Peggotty, que no había dicho una palabra ni movido un dedo, cerró instantáneamente los cerrojos, y entramos todos en el gabinete. Mi madre, contra su costumbre, en lugar de sentarse en la butaca junto al fuego, permaneció en el otro extremo de la habitación canturreando para sí.

-Espero que haya pasado usted una velada agradable -dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habitación y con un palmatoria en la mano.

-Sí, Peggotty, muchas gracias -respondió mi madre con voz alegre-. He pasado una velada muy agradable.

-Una persona nueva es siempre un cambio muy agradable -insistió Peggotty.

-Naturalmente, es un cambio muy agradable -contestó mi madre.

Peggotty continuó inmóvil en medio de la habitación, y mi madre reanudó su canto. Yo me dormí, aunque no con un sueño profundo, pues me parcería oír sus voces, pero sin entender lo que decían. Cuando me desperté de aquella desagradable modorra, me encontré a Peggotty y a mamá hablando y llorando.

-No es una persona así la que le hubiera gustado a mister Copperfield -decía Peggotty-; se lo repito y se lo juro.

-¡Dios mío! -exclamó mi madre-. ¿Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta crueldad por sus criados. Además, hago una injusticia si me considero una niña. ¿No he estado casada, Peggotty?

-Dios sabe que sí, señora -respondió Peggotty.

-¿Y cómo eres capaz, Peggotty -dijo mi madre-, cómo tienes corazón para hacerme tan desgraciada, diciéndome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aquí no tengo a nadie que me consuele?

-Razón de más -repuso Peggotty- para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!

Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.

-¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? -gritó mi madre llorando más que antes-. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de que te daría una gran alegría.

Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda.

-Y mi niño, mi hijito querido -continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo estaba tendido y acariciándome-, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.

-Nadie ha insinuado semejante cosa —dijo Peggotty.

-Sí, Peggotty -replicó mi madre-; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que únicamente por él no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde está completamente destrozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes negarlo!

Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su mejilla contra la mía:

-¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?