Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me
reemplazará, lo dirán estas páginas. Para dar comienzo a mi
historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo
lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa
curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera
y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital
en mí varios meses antes de que pudiéramos conocernos
personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser
desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de
ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran
inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que
tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta
historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la segunda,
sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera
infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por
haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por
equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.
Nací envuelto en una membrana que se trató de vender,
anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas.
No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si
lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que
sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que
ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose
a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado.
Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre,
pues acababa de vender los suyos, desistió de la venta, después de
retirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi
membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media
corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella
pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y
recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así
de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un
gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados
cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique
de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en
explicaciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron
convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como
sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en
su lecho a los noventa y dos años de edad.
Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era
su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no haber estado
encima del agua mas que una vez en su vida, y eso pasando un
puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás
personas que tienen el atrevimiento de vagabundear por esos mundos.
En vano se le demostraba que muchas cosas buenas (el té entre
ellas) se disfrutaban gracias a aquellas aficiones refutables. Ella
replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza de su
razonamiento:
-No, no; nada de vagabundear.
Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi
nacimiento.
Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como
dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi padre se
cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran
los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que
nunca me llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo
que conservo de mi primer encuentro, siendo un niño, con la piedra
blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que
sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura,
mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y
las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruelmente
(me parecía entonces) cerradas.
Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de
quien hablaré más adelante, era el magnate de nuestra familia: miss
Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre
cuando se atrevía a nombrar a aquel formidable personaje (lo que
ocurría muy rara vez). Mi tía se había casado con un hombre más
joven que ella y muy elegante, aunque no en el sentido del dicho
«es elegante lo que el elegante hace», pues se sospechaba que
pegaba a su mujer, y hasta llegó a contarse que una vez,
discutiendo a propósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de
tirarla por la ventana de un segundo piso. Estas pruebas evidentes
de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss Betsey a darle
dinero para que se marchara y consintiera en una separación
amistosa. Él se marchó a la India con su capital, y allí, según una
leyenda de familia, se le vio montado en un elefante y acompañado
de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería de un Baboo o de un
Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su
casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en
mi tía nadie lo supo. A raíz de la separación había vuelto a usar
su nombre de soltera y, comprando una casita muy alejada en la
costa, se había establecido allí con su criada, como una solterona,
viviendo siempre recluida en un aislamiento inflexible.
Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss
Betsey; pero mi tía se ofendió mortalmente con su boda, bajo el
pretexto de que mi madre era «una muñeca», pues, aunque no la había
visto nunca, sabía que no tenía todavía veinte años. Miss Betsey no
quiso volver a ver a su sobrino. Mi padre tenía el doble de edad
que mi madre cuando se casaron, y era de constitución delicada. Un
año después de su boda, y, como ya he dicho, seis meses antes de mi
nacimiento, murió.
Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memorable
(puede excusárseme el llamarlo así) a importante viernes. No puedo
vanagloriarme de haber sabido en aquella época lo que estoy
contando, ni de conservar ningún recuerdo (fundado en la evidencia
de mis propios sentidos) de lo que sigue.
Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy
abatida, y miraba el fuego a través de sus lágrimas, pensando con
tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien sólo esperaba
un mundo no muy contento de su llegada y algunos proféticos
paquetes de alfileres preparados de antemano en el cajón de una
cómoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada al lado
del fuego, en una tarde clara y fría de marzo, muy triste y
deprimida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le
esperaba, cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la
ventana a una señora desconocida que entraba en el jardín.
La segunda vez que la miró mi madre tuvo la certeza de que
aquella señora era miss Betsey. Los rayos del sol poniente
iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta tenía un paso
tan firme, un aire tan decidido, que no podía ser otra.
Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su
identidad. Mi padre había contado a menudo que la conducta de mi
tía nunca era semejante a la del resto de los mortales; y, en
efecto, aquella señora, en lugar de dirigirse a la puerta y llamar
a la campanilla, se detuvo delante de la ventana y se puso a mirar
por ella, apretando tanto la nariz contra el cristal que mi madre
solía decirme que se le había puesto en un momento completamente
blanca y aplastada.
Esta aparición impresionó de tal modo a mi madre que yo siempre
he estado convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que
agradecer el haber nacido en viernes.
Mi madre se levantó precipitadamente y fue a esconderse en un
rincón detrás de una silla. Miss Betsey recorrió lentamente la
habitación con su mirada, de un modo inquisitivo y moviendo los
ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los relojes
de Dutch. Por fin encontró a mi madre y entonces, frunciendo las
cejas como quien está acostumbrada a ser obedecida, le hizo señas
para que saliera a abrir la puerta. Mi madre obedeció.
-¿La viuda de David Copperfield, supongo? -dijo miss Betsey con
énfasis, apoyándose en la última palabra, sin duda para hacer
comprender que lo suponía al ver a mi madre de luto riguroso y en
aquel estado.
-Sí, señora -respondió débilmente mi madre.
-Miss Trotwood -dijo la visitante. ¿Supongo que habrá oído usted
hablar de ella?
Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo
consciencia de que, a pesar suyo, demostraba que el gusto no había
sido muy grande.
-Pues aquí la tiene usted —dijo miss Betsey.
Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pasara, y
se dirigieron a la habitación que acababa de dejar. Desde la muerte
de mi padre no habían vuelto a encender fuego en la sala.
Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después
de vanos esfuerzos para contenerse, prorrumpió en llanto.
-¡Vamos, vamos! -dijo mi tía precipitadamente, Nada de llorar;
¡venga!, ¡venga!
Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.
-Vamos, niña, quítese usted la cofia -dijo miss Betsey-, que
quiero verla bien.
Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la
extravagante petición aunque no tenía ninguna gana. Con todo, hizo
lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal modo que se
enredaron en sus cabellos (abundantes y magníficos), esparciéndose
alrededor de su rostro.
-Pero ¡Dios mío! —exclamó miss Betsey-. ¡Si es usted una
niña!
Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que
era, y la pobre bajó la cabeza como si fuera culpa suya y murmuró
entre sus lágrimas que lo que de verdad temía era ser demasiado
niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.
Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareció
sentir que miss Betsey acariciaba sus cabellos con dulzura; pero,
al levantar la cabeza y mirarla con aquella tímida esperanza, vio
que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un
poco remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas
sobre las rodillas.
-En nombre de Dios —dijo de pronto mi tía-, ¿por qué llamarla
Rookery?
-¿Se refiere usted a la casa? -preguntó mi madre.
-¿Por qué Rookery? -insistió miss Betsey-. Si cualquiera de los
dos hubierais tenido un poco de sentido práctico la habríais
llamado Cookery.
-Es el nombre que eligió míster Copperfield -respondió mi
madre-. Cuando compró la casa le gustaba pensar que habría cuervos
en sus alrededores.
En ese momento, el viento del atardecer empezó a silbar entre
los olmos viejos y altos del jardín con tal ruido que tanto mi
madre como miss Betsey no pudieron por menos que mirar con
inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros
corno gigantes que quisieran confiarse algún terrible secreto, y
después de permanecer inclinados unos segundos se erguían
violentamente, sacudiendo sus enormes brazos, como si aquellas
confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran
arrebatado para siempre el reposo.
Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban
destrozados por la intemperie en sus ramas más altas, como
náufragos en un mar tormentoso.
-¿Y dónde están los pájaros? -preguntó miss Betsey.
-¿Los que … ?
Mi madre estaba pensando en otra cosa.
-Los cuervos. ¿Qué ha sido de ellos? -preguntó mi tía.
-Desde que vivimos aquí no hemos visto ninguno -dijo mi madre-.
Pensábamos… Míster Copperfield creía… que esto era una gran
rookery; pero los nidos son ya muy antiguos y deben de estar
abandonados hace mucho tiempo.
-¡Las cosas de David Copperfield! -exclamó miss Betsey-. ¡David
Copperfield de la cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no
habiendo un solo cuervo en los alrededores, y cree que ha de haber
forzosamente pájaros porque ve nidos.
-Míster Copperfield ha muerto -contestó mi madre-, y si se
atreve usted a hablarme mal de él…
Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intención de
arrojarse sobre mi tía; pero ni aun estando en mejor estado de
salud y con suficiente entrenamiento hubiera podido hacer frente a
semejante adversario; así es que después de levantarse se volvió a
sentar humildemente y cayó desvanecida.
Cuando volvió en sí, o quizá cuando miss Betsey la hizo volver
en sí, encontró a mi tía de pie ante la ventana. La luz del
atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor del fuego no
hubieran podido distinguirse una a otra.
-¡Bueno! -dijo miss Betsey volviéndose a sentar, como si sólo
hubiera estado mirando por casualidad el paisaje-. ¿Y cuándo espera
usted… ?
-Estoy temblando- balbució mi madre-. No sé qué me pasa; pero
estoy segura de que me muero.
-No, no, no -dijo miss Betsey-. Tome usted un poco de té.
-¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero cree usted que eso me aliviará
algo? -exclamó mi madre desesperadamente.
-Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso… Pero ¿cómo
llama usted a la chica?
-Todavía no sé si será niña -dijo mi madre con inocencia.
-¡Dios bendiga a esta criatura! -exclamó mi tía, ignorando que
repetía la segunda frase inscrita con alfileres en el acerico de la
cómoda, pero aplicándosela a mi madre en lugar de a mí-. No se
trataba de eso. Me refería a su criada.
-Peggotty -dijo mi madre.
-¡Peggotty! -repitió miss Betsey, casi indignada-. ¿Querrá usted
hacerme creer que un ser humano ha recibido en una iglesia
cristiana el nombre de Peggotty?
-Es su apellido -dijo mi madre con timidez-. Míster Copperfield
la llamaba así porque como tiene el mismo nombre de pila que
yo…
-¡Aquí, Peggotty! -gritó miss Betsey abriendo la puerta- Traiga
usted té; su señora no se encuentra bien; conque ¡a no perder
tiempo!
Habiendo dado esta orden con tanta energía como si su autoridad
estuviese reconocida en la casa desde toda la eternidad, volvió a
cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes haberse cerciorado de
que acudía Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de
aquella voz extraña.
-¿Decía usted que quizá será niña? -dijo cuando estuvo de nuevo
con los pies sobre el guardafuego, la falda un poco remangada y las
manos cruzadas encima de las rodillas-. No hay duda, será una niña;
tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija mía:
desde el momento en que nazca esa niña…
-Quizá sea un niño -se tomó la libertad de interrumpir mi
madre.
-¡Cuando le digo que tengo el presentimiento de que será niña!
-insistió miss Betsey-. No me contradiga. Desde el momento en que
nazca esa niña quiero ser su amiga. Cuento con ser su madrina y le
ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y en la
vida de esa Betsey Trotwood no habrá equivocaciones. Pondremos
todos los medios para que nadie se burle de los afectos de la pobre
niña. La educaremos muy bien, evitando cuidadosamente que deposite
su ingenua confianza en quien no lo merezca. Yo cuidaré de
ello.
Al final de cada frase mi tía bajaba la cabeza, como si los
recuerdos la persiguieran y el no explayarse sobre ellos le costara
grandes esfuerzos. Al menos así le pareció a mi madre, que la
observaba al débil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba
demasiado asustada, demasiado intimidada y confusa para poder
observar nada con claridad ni saber qué decir.
-Y David, ¿era bueno con usted, hija mía? -preguntó miss Betsey
después de un rato de silencio, cuando sus movimientos de cabeza
cesaron gradualmente-. ¿Erais felices?
-Éramos muy dichosos -dijo mi madre. Era tan bueno conmigo
míster Copperfield.
-Supongo que la habrá destrozado -insistió miss Betsey.
-Considerando que ahora tengo que verme sola y abandonada en
este mundo, me temo que sí -sollozó mi madre.
-¡Bien! Pero no llore más —dijo mi tía-. No estabais
compensados, hija mía. ¿Habrá alguna pareja que lo esté? Por eso se
lo preguntaba. Usted era huérfana, ¿no es así?
-Sí.
-¿Y era institutriz?
-Estaba al cuidado de los niños en una familia que míster
Copperfield visitaba. Y era muy bueno conmigo míster Copperfield:
se preocupaba mucho de mí y me demostraba un gran interés. Por
último, me pidió en matrimonio; yo acepté, y nos casamos -dijo mi
madre con sencillez.
-¡Pobre niña! -murmuró miss Betsey, que continuaba mirando
fijamente el fuego-. ¿Y sabe usted hacer algo?
-No sé … . señora -balbució mi madre.
-¿Gobernar una casa, por ejemplo? -dijo miss Betsey.
-No mucho, me temo -respondió mi madre-. Mucho menos de lo que
desearía. Pero míster Copperfield me estaba enseñando…
-¡Para lo que él sabía! -dijo mi tía en un paréntesis.
-Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba
ansiosa de aprender, y él era un maestro tan paciente… Sin la gran
desgracia de su muerte…
Aquí mi madre empezó a sollozar de nuevo y no pudo seguir.
-Bien, bien -dijo miss Betsey.
-Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacíamos el
balance juntos… -continuó mi madre, sollozando
desesperadamente.
-Bien, bien -exclamó mi tía-. No llore usted más.
-Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía
que mis treses y mis cincos se confundían o que alargaba demasiado
el rabo de los sietes y los nueves -terminó mi madre en una nueva
explosión de llanto.
-Se pondrá usted enferma -dijo miss Betsey-, lo que no será muy
beneficioso para usted ni para mi ahijada. ¡Vamos, no vuelva a
empezar!
Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre,
aunque su malestar era creciente. Hubo un silencio, interrumpido
sólo por algunas exclamaciones sordas de mi tía, que continuaba
calentándose los pies en el guardafuegos.
-David se había asegurado una renta anual comprando papel del
Estado, lo sé -dijo poco a poco, Al morir ¿ha hecho algo por
usted?
-Míster Copperfield -constestó mi madre titubeando fue tan
cariñoso y tan bueno conmigo que aseguró parte de esa renta a mi
nombre.
-¿Cuánto? -preguntó miss Betsey.
-Ciento cincuenta libras al año -dijo mi madre.
-¡Podía haberlo hecho peor! -dijo mi tía.
La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi
madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba
con el té y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se
hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo
apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente
envió a Ham Peggotty -un sobrino suyo a quien tenía escondido en la
casa hacía unos días para utilizarle como mensajero especial en
caso de urgencia- a buscar al médico y a la comadrona.
Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera
cuando a su llegada (pocos minutos después uno de otro) se
encontraron con una señora desconocida y de aspecto imponente,
sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y
taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi
madre tampoco decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio;
y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de
algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía disminuir
en nada lo imponente de su aspecto.
El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a
bajar, pensando sin duda que había grandes probabilidades de que
aquella señora y él tuvieran que permanecer sentados frente a
frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con
ella. Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño
y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para
ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta suavidad como el
fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza
inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su
humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No necesito
decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a nadie, ni a un
perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría
dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la
misma suavidad que andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.
Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con
la cabeza siempre inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo,
aludiendo al algodón y tocándose la oreja izquierda:
-¿Alguna molestia, señora?
-¿Qué? -replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si
fuera un corcho.
A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según
contó después a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara
su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.
-¿Alguna molestia, señora?
-¡Qué necedad! -replicó mi tía, volviéndose a taponar el
oído.
Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y
estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el
fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre.
Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.
-¿Y bien? -dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más
cercano a míster Chillip.
-Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos… . vamos…
avanzando… despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -dijo mi tía, interrumpiéndole con
desprecio.
Y volvió a taponarse el oído.
Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para
indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando
desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado.
Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos
horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo
llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:
-¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo
lado.
-Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos… , vamos
avanzando despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -interrumpió mi tía con tal desprecio hacia
el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.
Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo después, y
prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una
fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.
Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de
fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para
el catecismo, contó al día siguiente que, habiendo tenido la
desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de
aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le
descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y
a pesar de todo el algodón que había metido en sus oídos no debía
de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos
y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su
víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el
cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo
(sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico),
enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y
taponándole con algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con
los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos
tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a
las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba
tan rojo como yo en aquel mismo momento.
El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo
a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en
cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi
tía con su amable sonrisa:
-Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la
enhorabuena.
-¿Por qué? -dijo secamente mi tía.
Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada
severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para
apaciguarla.
-¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con
impaciencia-. ¿Es que no puede hablar?
-Tranquilícese usted, mí querida señora -dijo el doctor con su
voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilícese
usted.
Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le
sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se limitó a
escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le
estremeció.
-Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo
recobrar el valor-. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo
ha terminado, señora, todo ha terminado.
Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip
empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contemplaba con
curiosidad.
-Y ella ¿cómo está? -dijo cruzándose de brazos, con el sombrero
siempre colgando de uno de ellos.
-Bien, señora, y espero que pronto estará completamente
restablecida -respondió míster Chillip-. Está todo lo bien que
puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra en unas
circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted
la vea, señora; puede que le haga bien.
-Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? -dijo bruscamente mi tía.
Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a
mi tía como un pajarillo asustado.
-¿La niña, que cómo está? -insistió miss Betsey.
-Señora -respondió míster Chillip-, creía que lo sabía usted: es
un niño.
Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la
lanzó a la cabeza de míster Chillip; después se la encasquetó en la
suya descuidadamente y se marchó para siempre. Se desvaneció como
un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la
superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y
nunca más volvió.
No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey
Trotwood Copperfield había vuelto para siempre a la región de
sueños y sombras, a la terrible región de donde yo acababa de
llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación
se reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que
nacían y sobre la sepultura en que reposaban los restos mortales
del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.