Edición en formato digital: marzo de 2018
Título original: The Beautiful Bureaucrat
En cubierta: ilustración de © iStock.com / CSA images
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Helen Phillips, 2015
Published by arrangement with
Henry Holt and Company, New York.
All rights reserved
© De la traducción, Daniel de la Rubia
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17454-07-4
Conversión a formato digital: María Belloso
Para ADT, RPT, NPT y PT
La persona que la entrevistó no tenía rostro. En otras circunstancias —si el mercado laboral no hubiera llevado tanto tiempo en una situación tan deprimente, si el verano no hubiera sido tan triste y bochornoso—, puede que eso le hubiera quitado las ganas de llegar a poner un pie siquiera en aquel despacho. Pero, tal y como estaban las cosas, lo primero que pensó fue: «¡Estupendo, la pinta del entrevistador seguro que desalienta a los otros candidatos!».
Lógicamente, encontró casi de inmediato una explicación a la impresión de que la persona sentada a la mesa carecía de rostro: su piel tenía la misma tonalidad gris que la pared de detrás, los ojos estaban ocultos tras unas gafas con cristales espejados y la luz de los tubos fluorescentes desdibujaba los rasgos que quedaban por encima de un traje gris que podía ser tanto de hombre como de mujer.
A pesar de todo, la impresión no desapareció.
Josephine dejó su currículum en la enorme mesa metálica y se alisó la falda del sencillo pero pulcro traje marrón. El hombre (o tal vez fuese una mujer, no habría sabido decirlo) tenía en la mano un bote de típex, con el que le indicó una silla de plástico.
Los labios del entrevistador, resecos y ligeramente torcidos, se separaron y dejaron escapar el peor aliento que Josephine había olido nunca cuando le preguntó si había visto algo extraño de camino a la entrevista.
Lo más extraño que había visto de camino a la entrevista era el edificio en el que estaban. Al salir de la estación de metro y doblar la esquina para llegar a la dirección indicada, la había sorprendido toparse con una inmensa construcción de cemento sin ventanas que parecía extenderse sin fin en lo que era, por lo demás, un modesto barrio residencial. La fachada de cemento estaba interrumpida a intervalos regulares por robustas puertas metálicas. En un lado había unas enormes y descoloridas «A» y «Z» superpuestas de tal forma que era imposible saber cuál de las dos debía leerse primero. Una estrecha franja de césped medio seco separaba el edificio de la acera. Siguiendo las indicaciones, localizó la puerta Z; de hecho, fue la primera que encontró y decidió interpretarlo como un buen augurio. El ascensor era lento. Los pasillos de cemento resonaban con un ruido acelerado que no logró identificar.
—No —mintió Josephine.
—Está casada —preguntó, o afirmó, La Persona con Mal Aliento, como si fuera un corolario de la primera pregunta.
—Sí —dijo y a ella misma le conmovió el tono alegre de su voz; hacía ya cinco años y todavía le parecía una novedad lo de ser su mujer. Unos meses antes, a los pocos días de mudarse a esa ciudad desconocida para ellos, cuando estaba vaciando cajas en el apartamento recién alquilado, había pensado: «¿De verdad la evolución se las ha arreglado para acabar en esto? ¿En esta cuchara, esta taza, este plato, en nosotros, aquí?».
—El nombre de su marido —prosiguió La Persona con Mal Aliento. Qué voz más seca; a Josephine le dolió la garganta por simpatía.
—Joseph —respondió.
—Nombre completo.
—Joseph David Jones.
Reparó entonces en que La Persona con Mal Aliento no le había dicho ni su nombre ni su cargo.
—Trabaja.
—Sí, como administrativo, no muy lejos de aquí. —Decidió no mencionar que había conseguido el trabajo hacía apenas un mes; que así había puesto fin a una larga y agotadora temporada de desempleo; que habían huido del hinterland1 con la esperanza de encontrar trabajos como esos; que habían huido con la esperanza de encontrar esperanza—. A solo una parada de metro, en realidad —añadió, en vista del silencio que había seguido a su primera respuesta.
—¿Le molesta que su marido tenga un nombre tan corriente?
No estaba segura de si debía considerarlo parte de la entrevista, un comentario informal, una pregunta retórica o una simple broma. Pero llevaba demasiado tiempo en el paro como para ofenderse por aquello o por cualquier otra cosa que insinuara La Persona con Mal Aliento. A decir verdad, ella misma había pensado a veces que el nombre de Joseph David Jones no hacía honor a su marido, y tampoco a su carácter y su bondad.
—Conservé mi apellido de soltera —puntualizó para eludir la pregunta.
—Newbury, Josephine Anne —dijo La Persona con Mal Aliento, sin mirar su currículum.
Se preparó para escuchar la trillada ocurrencia a propósito de su nombre. Joseph/ine.
—¿Quiere procrear?
Tampoco esta vez supo si el tono era informal o burlón, afable o despectivo; pero, sintiendo latir en su interior el vehemente anhelo de siempre, asintió y cruzó los dedos de las dos manos, tal y como acostumbraba a hacer últimamente cada vez que surgía ese tema tan doloroso.
—¿Cómo tiene la vista?
—Perfecta —respondió, confiando en que no lo comprobasen. No se la había graduado desde hacía ocho años y últimamente los objetos lejanos habían empezado a ponerse borrosos y a temblar.
Antes de que Josephine tuviera tiempo de decidir si debía o no preguntarle cómo se llamaba, La Persona con Mal Aliento se puso en pie de repente. Josephine la siguió titubeante fuera del despacho y por el largo pasillo. Una vez más, oyó el ruido: como si hubiera un montón de cucarachas correteando detrás de las puertas cerradas, sumado a unos ocasionales quejidos mecánicos. Mientras andaban, La Persona con Mal Aliento se tomó tres pastillas de menta de un botecito que llevaba en el bolsillo interior. El mal aliento le pareció a Josephine un poco menos desagradable cuando vio que se hacía un esfuerzo por remediarlo.
La Persona con Mal Aliento se detuvo delante de una de las puertas y sacó un gran manojo de llaves. La puerta daba a un habitáculo que era poco más que un cubil rosado, con las paredes envejecidas por agujeros de chincheta y restos de cinta adhesiva. A Josephine le habrían bastado cinco pasos para tener al alcance de la mano la pared de enfrente. Encima del escritorio metálico, un anticuado ordenador zumbaba bajo la luz mortecina del tubo fluorescente del techo. Al lado del ordenador, había un montón de carpetas grises.
—Abra la primera carpeta —le ordenó La Persona con Mal Aliento, indicándole con un gesto la silla que había detrás del escritorio.
Ella hizo lo que le pedía y encontró dentro de la carpeta una hoja de papel con un confuso texto mecanografiado:
A esa primera página la seguían cuatro más igual de mareantes. Cuando Josephine intentó concentrar su atención en ellas, un dolor de cabeza empezó a asentarse detrás de sus ojos.
La Persona con Mal Aliento apoyó una mano blanquecina encima de las hojas.
—A usted solo le interesa la cabecera de la primera página, señora Newbury. No tiene por qué mirar nunca más allá de la línea en la que se indica el nombre y la fecha.
El dolor de cabeza remitió levemente.
La Persona con Mal Aliento clicó en el ratón. La pantalla del ordenador se encendió: una borrosa y atenuada hoja de cálculo detrás de una ventana emergente en la que se pedía la contraseña de acceso.
—H mayúscula, S mayúscula, ocho, nueve, ocho, cero, cinco, dos, cuatro, dos, tres, ocho, uno —le dictó La Persona con Mal Aliento mientras los dedos de Josephine pulsaban las teclas correspondientes.
La ventana de la contraseña mostró un mensaje rojo de error.
—HS89805242381 —repitió con impaciencia La Persona con Mal Aliento.
Esta vez los dedos fueron precisos y la hoja de cálculo se iluminó ante sus ojos.
—Bienvenida a la Base de Datos —dijo La Persona con Mal Aliento. Josephine pudo oír las mayúsculas—. Tiene acceso solo para realizar su tarea.
Al oír eso, Josephine sonrió —estaba contratada, al parecer, y ya se moría de ganas por contárselo a Joseph—.
—¿Mi tarea? —preguntó, esforzándose por no sonreír tontamente.
—Encuentre la entrada en la Base de Datos mediante la función de búsqueda —le ordenó La Persona con Mal Aliento—. Utilice el número que empieza con HS del impreso.
Ella obedeció, poniendo mucha atención en las teclas que pulsaba. El cursor saltó a la fila correcta. Ahí estaba: IRONS/RENA/MARIE, seguido de una serie de casillas rellenadas con una intrincada combinación de letras y números. Solo la casilla de más a la derecha estaba vacía.
—Coteje el número y el nombre de la Base de Datos con el número y el nombre del impreso. El impreso siempre está bien; puede darse el caso de que la Base de Datos esté desactualizada.
La Persona con Mal Aliento hizo una pausa y Josephine asintió con la cabeza. Se sentía jovencísima, como una niña en su primer día de colegio.
—A continuación, introduzca la fecha de la cabecera del impreso en la columna de la derecha de la Base de Datos.
La ponía nerviosa tener a alguien observándola con tanta atención mientras realizaba una tarea tan sencilla y tonta como teclear 090720132.
Pero entonces se dio cuenta de que esa era la fecha del día siguiente. Contrapuso el mérito de encontrar un error con la descortesía de señalarlo y se armó de valor.
—¿No tendría que llevar la fecha de hoy? —preguntó.
—Coloque la carpeta en la bandeja de salida —le ordenó La Persona con Mal Aliento, señalando el archivador metálico que había en el escritorio.
Josephine sintió vergüenza por el visible temblor de su muñeca al poner la carpeta en su sitio. La Persona con Mal Aliento dio un paso atrás y la miró, o eso supuso ella, pues era difícil saberlo con esas gafas espejadas.
—Siguiente carpeta —dijo La Persona con Mal Aliento.
Josephine cogió la siguiente carpeta y la abrió. JEAL/PALOMA/CHACO. Buscó el número HS; cotejó los datos (todo bien); introdujo la fecha del impreso (09062013); puso la carpeta en la bandeja de salida.
—Una ejecución impecable —la elogió La Persona con Mal Aliento.
Josephine sintió un acceso de ternura por su nuevo jefe.
—Tal vez le parezca un trabajo tedioso —dijo La Persona con Mal Aliento—. También es absolutamente confidencial. No debe hablar de esto con nadie. Ni siquiera con él. —Añadió ese «él» de un modo provocativo, casi agresivo.
Josephine asintió. Habría asentido a cualquier cosa.
—Buen cutis y buenos ojos —murmuró La Persona con Mal Aliento, o tal vez Josephine lo entendió mal, pero, como quería causar buena impresión, siguió asintiendo—. HS89805242381, ¿entendido?
—Sí —mintió Josephine.
Una tarifa por hora de XX,XX dólares (no era mucho, pero sí mucho más que nada), prestaciones, papeleo fiscal, ingreso directo en cuenta en caso de cambio de domicilio, firme aquí, lunes a las nueve de la mañana, y se fue, contratada, regurgitada por la mole de cemento al atardecer de aquel día.
1 Voz alemana que significa «región interior alejada de los grandes centros urbanos». (Todas las notas son del traductor).
2 El orden de la fecha es el utilizado en los Estados Unidos: mes-día-año. En este caso, 7 de septiembre de 2013.
Joseph estaba sentado en la cama. La cama estaba en la acera, delante de su edificio, rodeada por todas sus pertenencias, todo lo que se habían traído del hinterland. No era mucho, pero era suyo: la estantería, la mesa coja, la planta, las maletas, las sillas plegables.
Fue corriendo hacia él, olvidándose de la celebración que había planeado en el metro de vuelta.
—Nos han desahuciado —dijo él, en tono neutro, en cuanto ella llegó a su lado con la respiración agitada.
Josephine se quedó mirando su robusto árbol de jade mientras él le explicaba que, poco después de volver del trabajo, la casera había llamado a la puerta, acompañada de varios de sus hermanos y de una pila de cajas de cartón; estaba decepcionada, había dicho, por todos los retrasos con el alquiler y por ciertos..., eh..., ruidos procedentes de su apartamento que oía con alarmante frecuencia.
—Ja —concluyó Joseph.
Ella se sonrojó, de vergüenza y de ira, al acordarse de que unos días antes había estado llorando por la mañana —otro día en busca de trabajo, yendo inútilmente de aquí para allá sin nada que hacer, deambulando por el parque en busca de vistas bonitas; en esencia, lo mismo que había hecho en el hinterland (hinterland, hint of land3, el término con el que se referían despectivamente al lugar en el que habían nacido, aquel interminable páramo suburbano)—, antes de que él se fuera a trabajar; se había empeñado en quedarse tumbado en la cama a su lado a pesar de que ella insistía en que se marchara para no llegar tarde. Durante todo aquel verano, los días cegadores en tecnicolor se habían alternado con otros sofocantes que olían a gusano. Y en la ola de calor de principios de mes, con el apartamento sumido en un bochorno y una humedad desconocidos en el hinterland, el frigorífico había empezado a emitir un doloroso «tank» cada ocho minutos, y en la oscuridad ella se había sentido como una alienígena y lo había deseado, a él, a su compañero alienígena.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, la empresa de almacenamiento lo recogería todo; Joseph así lo había dispuesto ya. ESTO TIENE DUEÑO, escribió en un trozo de papel, y lo pegó en la pantalla de la lámpara.
—No podemos abandonar nuestras cosas aquí sin más —protestó ella.
Pero él ya había empezado a andar hacia el Four Star Diner. En momentos de mayor despreocupación, se habían preguntado por qué el Four Star no se había animado a concederse la quinta estrella. Dudó un segundo antes de seguirlo. Él le tendió la mano hacia atrás sin darse la vuelta. El restaurante estaba lo bastante cerca para tener controlado desde la mesa del rincón el bulto informe que conformaban todas sus cosas. Pidieron dos especiales de dos-huevos-de-cualquier-tipo-con-patatas-fritas-y-pan-tostado-de-su-elección-más-café-ilimitado.
—Me han dado el trabajo —anunció Josephine, acordándose de pronto, y olvidada ya la preocupación por cómo mantendría en secreto los detalles del trabajo, sustituida ahora por la preocupación aún mayor de no tener casa.
—Aquí tenéis, chicos —dijo la camarera. Su pelo tenía un tono naranja resplandeciente y artificial; exactamente el color mágico que Josephine había querido para el suyo de pequeña. En la etiqueta prendida del uniforme color púrpura imperial, ponía que la camarera se llamaba HILLARY.
—Gracias —contestó Joseph.
—¿Algo más? —preguntó la camarera.
—Ella quiere un batido de vainilla.
Era cierto.
La camarera les guiñó el ojo y se marchó.
—Un brindis —propuso él, levantando su taza de café—. Por los burócratas con aburridos trabajos de oficina. Que nunca se hable de eso en casa.
El desahucio lo había vuelto frívolo. Ella tenía las manos húmedas y temblorosas, y el asa de cerámica se le escurría entre los dedos.
—Hogar, dulce ahogar —dijo ella.
—Laboratorio de diagnósticos —repuso él—. Laboratorio de agnósticos.
Estaba mirando el laboratorio que había al otro lado de la calle. Unos trabajadores habían colocado una escalera que tapaba las letras «di». El tipo de coincidencia que más le gustaba.
—Bien visto —lo elogió ella.
Hillary era de esas camareras que lo dejan a uno quedarse toda la noche, y eso hicieron; bebieron café ilimitado, practicaron papiroflexia con los sobrecitos de azúcar, comieron porciones individuales de mermelada de uva directamente de las pequeñas tarrinas de plástico e intentaron no quedarse dormidos.
Fue Hillary quien los despertó a la mañana siguiente cuando dejó en su mesa un par de tortitas sumergidas en un mejunje de fresa. Joseph tenía el dibujo de la piel sintética del banco marcado en la mejilla. Cuando se incorporó, miró a Josephine como un niño, alguien demasiado joven para estar casado.
—Invita la casa, chicos —murmuró Hillary.
Josephine se quedó mirando la enorme serpiente verde que la camarera llevaba tatuada en el antebrazo. No habría sabido decir si aquella mujer tenía treinta y cinco años o cincuenta y cinco.
—Digo la buenaventura, esa es la razón —le informó Hillary, que se había percatado de cómo miraba la serpiente enroscada—. Te diré la tuya cuando quieras, siempre que no sea un sábado por la mañana con una muchedumbre hambrienta aporreando mi puerta para desayunar, ¿de acuerdo, encanto?
Josephine sonrió educadamente. Ellos no creían en esas cosas.
Solo les habían robado las dos almohadas y una silla plegable. Lo distribuyeron todo bien en el pequeño trastero: una ordenada pila de cajas, la cama y la estantería, todo colocado como uno lo colocaría en un dormitorio de verdad. Él le pasó su fornido brazo por los hombros y se quedaron en la entrada, contemplando sus cosas. Mientras él bajaba la persiana naranja, ella miró el árbol de jade, confiando en que fuera lo bastante fuerte para soportar aquello.
No pareció desconcertar al desconocido que se presentaran en su puerta con el equipaje a cuestas, como si estuvieran listos para mudarse al apartamento realquilado en ese mismo instante, y lo cierto es que lo estaban. En un par de minutos, les explicó la historia de su nombre y les mostró su húmedo apartamento de una habitación: un enredo de sábanas grisáceas en el futón, revoltijos de pilas viejas, recibos y trastos en todos los rincones, una majestuosa y reluciente guitarra eléctrica roja colgada en la pared. A través de la única ventana, oscurecida por el hollín, vieron el metro a su paso por un tramo de vía elevado, la misma línea que los llevaría entre quejidos al trabajo el lunes. Mientras lanzaba calcetines y calzoncillos sucios a una bolsa de lona y descolgaba la guitarra de la pared, el desconocido les explicó que el gobierno lo estaba buscando porque había ganado la lotería, así que tenía que marcharse y poner en orden algunas cosas.
—Si les pasa algo a esos platos, moriré —dijo, señalando cuatro platos dispuestos precariamente en vertical sobre el estrecho estante que había encima de la minicocina. Estaban decorados con el dibujo de una enredadera verde que rodeaba escenas de jardines ingleses, en las que doncellas y caballeros paseaban entre rosales. Josephine asintió; siempre era muy cuidadosa con todo.
Se marchó con prisas después de meter con satisfacción en la bolsa de lona el dinero que le entregaron, y allí se quedaron ellos, protegidos por cuatro paredes y un techo, dispuestos a pasar por alto el estado del cuarto de baño.
Se dejaron caer sobre las sábanas grises. Ella abrazó a Joseph por detrás y olió su cuello para bloquear los olores del apartamento del desconocido. Cuando despertó, se dio cuenta de que las sábanas grises eran en realidad sábanas blancas que no se habían lavado en meses, si es que se habían lavado alguna vez. Estaba anocheciendo y el apartamento se sumía rápidamente en una oscuridad aún más profunda que la que mostraba por el día. Se notaba mareada y acalorada.
Fuera, a la sombra del paso elevado del metro, no había restaurantes. Caminaron. Con cada paso, él le daba un golpecito con la mano derecha en el muslo izquierdo, una costumbre que había cogido al principio de la relación —el único de sus tics nerviosos que la relajaba—.
Al final encontraron una bodega: palitos de queso, cacahuetes, yogur y M&M’s. Se sentaron en la zona de carga de una fábrica de la que salía un intenso olor a levadura, lo que les dio hambre pese a estar ya comiendo. Rodearon la fábrica en busca de una puerta por la que entrar y comprar lo que quiera que estuviera desprendiendo ese aroma, pero el edificio era un bloque impenetrable. De no ser por el olor, habrían pensado que el sitio estaba abandonado.
—Bonita noche —dijo él, golpeando con los tacones el suelo de cemento de la zona de carga.
Al principio creyó que estaba siendo sarcástico, porque ella solo podía pensar en comer pan y en encontrar algo de vegetación.
—No vendría mal un árbol que alegrara —contestó ella.
—No vendría mal echar una meada.
Sin reírle la gracia, se abrazó las piernas.
—El cielo —añadió él para animarla—. Los grafitis.
Estaban delante de la puerta de su apartamento, intentando aclararse con las llaves del desconocido, cuando se entreabrió una puerta al otro lado del rellano y apareció un perro negro enorme tirando de una correa y gruñendo como si tuviera tres cabezas.
Josephine empezó a temblar de forma instintiva: siempre había tenido miedo a los perros.
—No pasa nada —dijo él, metiendo con más fuerza la llave en la cerradura.
Y ella lo vio introducir la llave en la cerradura de la habitación más barata del hotel más lujoso de la ciudad, agotados y encantados en su noche de bodas; «’tis the gift to be simple, ’tis the gift to be free, ’tis the gift to come down where we ought to be»4. Él llevaba un traje que no le podía quedar peor. Lo habían comprado en una tienda de un centro comercial, donde les atendió el vendedor más amable del mundo; el eccema que sufría aquel hombre les impresionó tanto que no se dieron cuenta de lo mal que les aconsejó sobre cómo debía quedar un traje.
—No pasa nada —volvió a decir.
La llave entró por fin en el ángulo adecuado. Abrió la puerta y ella se coló rápidamente en la húmeda seguridad que le ofrecía la casa del desconocido.
3 Indicio de tierra.
4 «Es el regalo de ser sencillos, es el regalo de ser libres, es el regalo de bajar adonde tenemos que estar». De la canción Simple gifts, compuesta en 1848 por Joseph Brackett (1797-1882) para la organización religiosa Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo, conocidos como Shakers o Shaking Quakers.