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AGRADECIMIENTOS
NOTAS
CRÉDITOS
Para mis padres,
que me criaron fiera
NO TIENES QUE SER BUENA.
No tienes que atravesar cien kilómetros de desierto de ro-
dillas en penitencia.
Solo tienes que permitir que el delicado animal que es tu
cuerpo sepa lo que quiere.
MARY OLIVER, Gansos salvajes
Abro un agujero en la pared de mi habitación de un puñetazo. A través del yeso. Escamas blancas salpican la pintura azul oscuro. Arranco pósteres de jugadoras de fútbol y del parque nacional de Denali y de una manada de ballenas en las grises aguas del Ártico. Lo siento todo fuera de mi alcance. La casa me araña la piel. Si no salgo de aquí, yo…
¿Qué?
¿Moriré? ¿Explotaré? ¿Me desintegraré?
Tengo los nudillos blancos de polvo. La lengua asoma entre los labios agrietados. Mis sentidos se embeben de todo. El penetrante aroma a capilares rotos. El sabor arcilloso de la pintura de base acuosa. La reseca mancha de polvo del yeso resquebrajado de la pared. El modo en que la luz varía. O, más bien, el modo en que mi percepción de la luz varía: los azules y los verdes se intensifican, los rojos y los naranjas se atenúan, la vista cede lugar al olfato. Oigo mejor.
Así empieza siempre.
Subo la ventana lo máximo posible y paso una pierna sobre el alféizar, estirando los dedos de los pies hasta encontrar los listones de madera del techado que da sombra a los muebles del patio de abajo. El filo de la ventana se me clava en la entrepierna. Los ásperos tablones de madera me arañan la planta del pie. Apenas si noto la astilla que penetra en mi talón. Casi estoy fuera cuando alguien llama a la puerta de mi habitación.
Mi madre.
—¿Estás bien? He oído un golpe.
Me miro el puño derecho: unas cuantas gotas de sangre se filtran a través del polvo de yeso. Quiero lamerlas.
—¿Dawn? —me dice.
Y recuerdo mi nombre.
Si no le contesto, mi madre cruzará la puerta. Me cogerá del brazo, me arrastrará de vuelta a la casa. Pero tengo que irme, así que vuelvo a entrar por la ventana e intento recuperar la voz.
—No me pasa nada.
Las palabras son más graznido que habla.
—¿Seguro que estás bien? —pregunta, y sé que está pegada a la puerta cerrada, tratando de discernir cómo la he decepcionado esta vez. Intento ignorar los aromas que me abofetean: su perfume, el fertilizante que el vecino esparce por su jardín, el perro que está marcando un árbol dos casas más abajo y, sobre todo, el fecundo almizcle que me empuja a escapar. Lo ignoro todo para poder responder como ella espera de mí.
—No pasa nada —digo—. Se me ha caído el despertador al suelo cuando he pulsado el botón de repetición. Voy a dormir un poco más.
Percibo su titubeo, y no sé cuánto tiempo más podré mantener la farsa.
—Voy al gimnasio a entrenar. Vuelvo en un par de horas, ¿vale? —dice por fin.
—Claro —respondo.
Espera un momento más en el pasillo, y luego la escucho bajar las escaleras de dos en dos, impaciente por alejarse de mí.
En cuanto escucho retumbar la puerta del garaje, avanzo por el techado del patio, trepo a lo alto de los casi dos metros de verja que separan nuestra casa de la del vecino y bajo de un salto a la blanda tierra del suelo. La urbanización donde viven mi madre y su marido, David, está justo donde termina la periferia. Tras el césped perennemente verde, perennemente podado, al otro lado de la verja, hay un campo de trigo.
Aquí es donde me acuclillo, al borde de un mar de nuevos brotes.
El cielo es una losa gris. No llueve. Todavía. Pero estas nubes son nimboestratos, y eso significa que se avecina lluvia. Además, es marzo en Oregón. Lluvia.
En unos meses, en agosto, cuando el trigo esté ya alto y dorado, el granjero lo cosechará, y enormes nubes de gravilla y polvo del trigo recubrirán las ventanas. Mi padrastro se quejará de tener que contratar limpiaventanas. Dirá que no pagó una millonada por vivir en un campo de golf para tener que estar oliendo a diésel, en el extremo equivocado de la espiga.
Lo que en realidad quiere decir es que lo amarga vivir tan cerca de los pobres.
Al otro lado del cultivo hay una ringlera de casi cinco kilómetros de bosque. Allí no hay luz ni aunque sea de día y huele a podredumbre nocturna y hongos. A la sombra de los pinos de Oregón y las tuyas gigantes hay caravanas y casas medio derrumbadas. Lonas azules recubren tejados llenos de filtraciones. Hay un tipo que tiene lavavajillas viejos en un cochambroso trozo de pasto que le hace las veces de jardín. Una mujer hace manicuras en el porche de su casa. Durante el curso, del bosque salen niños dispersos que montan en la ruta escolar con sus abrigos raídos y sus mochilas que ya han conocido un curso.
Los niños que viven en mi urbanización los llaman comemierdas.
Pero ahí es adonde me dirijo: al bosque. Porque necesito saber qué produce ese olor. El matiz acre embota el resto de mis sentidos, me atrae. Se me nubla la vista. Regreso a mis miembros, atravieso el campo a la carrera. Hundo los pies descalzos en el suelo, reblandecido por la lluvia. Huelo las raíces del trigo retorciéndose a través de la tierra, un olor húmedo que se entrevera con el aroma aceitoso, fétido, que estoy persiguiendo.
Al otro lado del campo, cruzo la carretera. La gravilla me araña las plantas de los pies.
Pierdo el rastro del aroma y me detengo, tratando de localizarlo.
Ahí está de nuevo: penetrante, tentador, guiándome hacia el bosque. Sucumbo y lo sigo. Atajo tras casas medio derrumbadas y una caravana que se apoya sobre ladrillos. Es vital establecer puntos de referencia. Un gallinero. Un cortacésped oxidado. Un jardín.
Me voy a quedar a oscuras.
Así empieza.
Mis sentidos se transforman. Me escuecen los músculos. Se me agarrotan las articulaciones.
Cada vez que me pasa, me despierto, pero no de un sueño, sino de algo distinto, de un lugar al que no recuerdo haber ido. La semana pasada, dos veces. Cinco en los últimos treinta días. Diecinueve en los últimos doce meses. Necesito puntos de referencia.
Sigo corriendo entre los árboles hasta llegar al límite de una propiedad privada. Está cercada por una valla de alambre. Cierro los dedos alrededor del alambre, tan fuerte que me duelen ambas manos, no solo con la que he golpeado la pared de mi cuarto. Apenas un hilo me une a la consciencia.
Inhalo el aroma a almizcle animal, a tierra húmeda, el olor acre de la orina.
El motivo de mi presencia aquí colisiona contra mi lóbulo temporal. Esta confusión es lo peor. ¿Cómo puedo mantener a mi madre y a los médicos a raya si mi orden mental se deteriora? No puedo permitir que eso suceda. A través de la observación, esclareceré mi objetivo.
La verja está combada y oxidada.
A mi izquierda, atisbo un camino de tierra, la parte delantera de la propiedad. El apellido del buzón dice Hobart. Hay carteles por todas partes.
«No pasar».
«Cuidado con el perro».
«Te tengo en mi punto de mira».
Hay un camión abollado, sin neumáticos y con el eje roto, inclinado hacia el suelo. La caravana, de una sola crujía, no tiene mucha mejor pinta. Probablemente tenga goteras cuando llueve. Sigo la verja hacia la derecha, rastreando el perímetro. Me doy cuenta de que me duelen los músculos y me pregunto cuánto habré caminado para llegar hasta aquí. Veo varios cobertizos con el techado metálico completamente inclinado. Más verjas de alambre.
Ahí es adonde necesito ir. La urgencia del anhelo consume el aire de mis pulmones.
Caigo a cuatro patas y me arrastro junto al cercado hasta encontrar una zona en la que la verja está suelta, un hueco entre ella y el suelo. Agrando la abertura lo suficiente para introducirme por ella a gatas. Hay basura por doquier. Botellas de aceite vacías, latas aplastadas, trozos de maquinaria que soy incapaz de identificar, rollos de alfombra podrida, un enorme montón de paja mohosa salpicada de excrementos de animal. El aroma de cada objeto escuece, repugna. Aun así, el trasfondo está allí, el profundo, fértil, líquido olor de… algo que no sé qué es.
Me incorporo y avanzo entre la hierba alta y húmeda hacia los cobertizos medio derrumbados. Otro cerco de verja.
Ahí es adonde necesito ir.
La atracción fétida, bestial, es demasiado potente como para resistirse a ella. Estoy ávida, y embargada de anhelo. Estoy al borde del abismo. Estoy empeorando. No puedo permitir que suceda ahora. Tengo que descubrir qué es lo que me está llamando. La información me mantendrá presente. Hechos, ciencia, cuantificación. Calculo las dimensiones de lo que, por lo que veo, es una jaula: seis metros por cuatro y medio. El suelo: tierra batida. Contenidos inanimados: un montón de paja sucia, un abrevadero, una bandeja de algo que parece pienso de perro.
Y, allí, en medio de la jaula, está el susodicho. Salvajenegroenorme. Vivo, respirando, en movimiento. El corazón me late violentamente contra los huesos del pecho. La adrenalina chispea en mis extremidades. Nada me había prevenido para encontrar aquí a este animal, entre un montón de mierda, desechos y escombros.
Ursus americanus.
El animal de la jaula es un oso negro.
Mueve la cabeza hacia a mí a cámara lenta, un movimiento planetario, gravitacional. Sus ojos, sus ojos de hembra —no sé cómo sé que es hembra, sencillamente lo sé— son pequeños, color canela, y están muy juntos. Su pelaje es de un tono que supera al negro. Su oscuridad está salpicada de caoba. Tiene el hocico dorado, de color miel en los costados, más oscuro en la zona superior. Me observa. No puedo apartar la vista de ella. Tampoco quiero. Su mirada me atrapa y me arrastra a su interior, me hace descender, atravesar la porquería de este lugar para llegar a otro. Cielo abierto, lejanía, una bandada de gansos, una extensión sin verjas, sin jaulas, sin senderos. Una naturaleza intacta lo suficientemente honda como para contener todo su ser, el mío, el nuestro.
Quiero dejarme caer en la enormidad de este animal.
Me olfatea, resopla, gruñe.
Estoy envuelta en el evocador aroma que me ha atraído hasta aquí. Me hundo en él, en este olor que tiene regusto a búsqueda de frutos secos, a un madero podrido infestado de gusanos, a salmones desovando.
Ella:
pesa ciento treinta y cinco kilos, puro músculo
necesita territorio, dieciséis kilómetros cuadrados
corre a cincuenta y cinco kilómetros por hora
esperanza de vida media, dieciocho años
Yo:
peso casi sesenta y siete kilos
mido un metro cincuenta y ocho
estoy en el segundo día de mi ciclo menstrual
y a sesenta y cuatro días de mi decimoctavo cumplea
ños
Mis márgenes comienzan a disolverse. Ansío que mi cuerpo encaje en el suyo, mudar esta piel que me aprisiona. Romper el candado. Alejarme. Pero la osa está enjaulada.
Igual que yo, en esta carne que me traiciona constantemente.
Llego temprano, soy la primera en reclamar su territorio en la barra. Necesito tiempo para engatusar a mis músculos antes de someterlos. Seis días a la semana, seis horas al día, estoy aquí, en el Ballet des Arts. No hay uno solo en que mi cuerpo no palpite de dolor.
La pared principal del estudio es un espejo. La de la derecha es un ventanal que llega hasta el techo y da a la calle. Es marzo. El cielo gris abarca la ciudad con sus manos de nube. Fuera, gente en chubasquero se dirige al trabajo o a clase con prisas. Hay quien se para. Mira. Sus ojos ruedan por mi cuerpo, y me siento expuesta.
Me pliego en dos por la cintura. Me cuelga la cabeza. Las manos, pesos muertos contra el suelo de madera pulida. Respiro a través de la abrasadora tirantez de mis corvas, aspirando el aroma a polvo, a resina de pino y al sudor de todas las bailarinas que han habitado esta estancia. Cuando me incorporo de nuevo, un hombre cano, con un traje gris, mayor que mi padre, me recorre el cuerpo con los ojos. Yo le doy un tirón al maillot negro para bajármelo por la nalga y aparto la vista.
Lily es la siguiente en llegar.
En el programa intensivo preprofesional del Ballet des Arts de Portland, Oregón, solo somos trece. A sus quince años, Lily es la más joven y, si he de ser franca, la mejor. El arco de sus pies en puntas es delicioso: ni demasiado blando y tendente a la lesión ni demasiado plano. El modo en que se desplaza por el espacio tiene una elegancia fluida. Sus alineaciones son perfectas. Todos sus huesos tienen la proporción adecuada. Y, para rematar, es incluso simpática. Es asombroso que haya sobrevivido a esta trituradora que es el Ballet des Arts tanto tiempo.
Entra en el estudio y suelta la bolsa de baile, dejándola apoyada contra la pared trasera. Siempre lleva el pelo negro recogido en un moño bajo en la nuca. Su piel es de un marrón oscuro, leonado, que contrasta a las mil maravillas con el jersey amarillo. Empieza a quitarse capas hasta quedar vestida como yo, con un maillot negro y medias.
Me agarro a la barra y balanceo las piernas, primero una y luego la otra, en amplios círculos para relajar las glenas de las caderas. A través de los ventanales de la pared trasera del estudio, alcanzo a ver el recibidor, que ahora está vacío, pero a veces lo ocupan padres o alumnas más jóvenes que nos ven ensayar. Al otro lado del vestíbulo está la oficina donde Tamar, la directora del programa preprofesional, está al teléfono, ladrándole a alguien que venga a afinar el piano.
Me siento junto a Lily y cruzo ampliamente las piernas, inclinándome hacia delante hasta que mi pecho queda plano contra el suelo.
—Estamos listas —digo—. Ya está cabreada.
Lily se pone las zapatillas de ballet.
—Siempre igual, siempre igual.
Yo arrastro los pies hasta unirlos en una mariposa.
El estudio se llena. Las demás apilan sus bolsas junto al piano. Estas chicas han venido de todas partes para bailar en Portland. Mimi entra contoneándose. Es parisina, pero la mayor parte de su formación de ballet la ha recibido en Londres. Nita está justo detrás de ella con unas cuantas más de nuestro grupo. Se sienta a mi lado.
—¿Me estiras los pies? —me pide, extendiendo las piernas. Yo me arrodillo frente a ella y cojo su pie izquierdo con ambas manos, tirando de él hacia mí y luego hacia abajo, curvando los dedos hacia el suelo—. Qué bien duele —suspira cuando cambio al pie derecho—. ¿Ahora vas tú?
Asiento y pongo mis pies a su disposición.
Las articulaciones crujen y yo gimo.
—Suenas como una ancianita —dice Nita, sonriéndome. Viene de una familia de artistas. Su padre toca el oboe en la sinfónica de Cincinnati y su madre bailaba en una compañía de danza clásica china antes de venir a vivir a Estados Unidos.
—Me siento como una ancianita —digo cuando tira de mí para levantarme.
Lily y Nita me caen bien, pero no puedo permitirme que me caigan demasiado bien. A principios de verano, se abrirán dos vacantes en la compañía. El director artístico, Eduardo Cortez, elegirá a dos bailarinas de nuestro grupo para ocuparlas.
Una vez en la compañía, empezamos desde lo más bajo: cuerpo de baile. Nos convertiremos en copos de nieve danzarines, o en flores, o en sílfides. Nuestra misión será asemejarnos lo máximo posible, ser el telón de fondo sobre el que resplandezca la prima ballerina. Pasaremos a formar parte de una cadena de chicas con las manos unidas recortadas en cartulina.
Pero ahora, al menos, tengo que destacar.
Las amistades serían un obstáculo.
Llega Franz, nuestro pianista. Todavía está en la veintena, pero ya le empieza a ralear el cabello. Si nos pilla solas, se lo alisa sobre la coronilla y nos susurra todas las cosas de las que son capaces los dedos de un músico.
Tamar, que ya ha aniquilado al afinador del piano por teléfono, sale de su despacho, entra al frente de la estancia y da una palmada para que le prestemos atención. Puede que en su época fuera de las mejores primas ballerinas que haya producido Israel, pero, para nosotras, es una sargento de instrucción.
—Plié, plié, grand plié. En primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. —Tamar chasquea los dedos y Franz comienza una introducción de cuatro compases.
Adoptamos nuestras posiciones en la barra rodeando la estancia.
Tamar camina, contando en un ladrido entrecortado.
—Y grand plié. Uno, dos, tres, cuatro.
Cuando termino el movimiento, contraigo el empeine del pie derecho y lo deslizo hacia el lado. En cuanto adopto la segunda posición, noto la presencia de Tamar detrás de mí. Me clava una uña pintada de rojo justo debajo del cachete izquierdo.
—¿Qué es esto? —espeta. Yo me estiro un poco más y me concentro en sacar los músculos internos del muslo hacia fuera—. Mejor. Cuida tu pose, Jessie, y así no tendré que mirarte esa protuberancia.
Termino el grand plié en segunda posición. Cuando Tamar avanza hacia otra de mis compañeras, Nita susurra:
—Tienes la protuberancia más protuberante.
Cambio a cuarta posición consiguiendo aguantar la risa y miro alrededor del estudio. Todas somos delgadas como palillos y tenemos el pecho plano. De lo contrario, es imposible llegar tan lejos en el ballet. Vivimos con un miedo constante a poner peso. Incluso Caden, el único chico del programa, está obsesionado con las protuberancias, y se pasa la vida metiendo paquete para que se note que está ahí, pero no demasiado.
—La alta definición no es tu aliada —afirma—. Nadie necesita saber si estás o no circuncidado.
Terminamos la serie del primer lado y usamos el compás de transición de Franz para girar. Con la mano derecha en la barra, ahora tengo de frente la espalda de Nita. Tamar pasa a mi lado contando. Esta vez no me clava el dedo. Me imagino clavando los dedos de los pies en el suelo mientras cambio a segunda posición. En la ventana, veo un delgado reflejo de mí misma superpuesto sobre una mujer indigente y su prominente silueta de bultos informes.
Tercera posición.
Otras dos mujeres pasan caminando junto al ventanal. Una es una mujer negra con el tipo de protuberancias que gustan a los hombres. Se contonea sobre unos tacones altos como rascacielos, sin molestarse siquiera en echar un vistazo hacia el estudio. La otra va cubierta de negro de los pies a la cabeza. A través de la rendija de sus ojos, me doy cuenta de que nos mira.
A ella debe de parecerle que voy desnuda.
La combinación se repite en cuarta y quinta posición. Plié, plié, grand plié. Es el ejercicio más básico que hacemos. Llevo haciendo pliés desde que tenía nueve años. Día sí, día no.
El sudor comienza a discurrir entre mis dos inexistentes protuberancias.
Franz toca otra transición y yo me pongo en puntas, girando, atisbándome en el espejo. Podría ser una figurilla rosa claro girando en una lenta pirueta en una caja de música. Corrijo las posiciones del cuello y la barbilla. Retuerzo los músculos del antebrazo, del brazo, hasta el hombro. Infinidad de tendones actuando en consonancia harán que mi brazo parezca no tener hueso, ser ingrávido, hecho de la curvatura misma de la tierra.
Mantenemos la última posición.
Aunque están inmóviles, me tiemblan los músculos del esfuerzo.
Franz hace que las últimas notas se difuminen y levanta la vista del teclado.
En cuanto la música cesa, las bailarinas que me rodean se estiran y se acicalan.
En el espejo, cazo a Franz mirándonos.
Proseguimos con el trabajo de barra sin un solo descanso. Llevamos en el programa desde el pasado otoño, y los ejercicios de calentamiento siempre son iguales. Tamar se reserva la creatividad y la mayor parte del criticismo para cuando hacemos ejercicios de centro sin la barra.
Cuando comenzamos el grand battement, me concentro a fondo en aparentar estar perfectamente cómoda —una exigencia de Tamar— mientras lanzo la pierna derecha disparada hacia mi nariz. Critico cada movimiento en el espejo. No aprietes demasiado la barra. Coloca ese cuello de pollo. Mete ese bulto.
Cuando nos llega el turno de hacer el battement hacia atrás, todas nos volvemos hacia la barra para no propinar una patada a la persona que tenemos detrás. Tamar me da un golpecito en el hombro derecho. No sé cómo, lo he levantado un poco hacia la oreja. Le ordeno que baje y repito el battement. Tamar gruñe a modo de aprobación y avanza para clavar sus uñas rojas en Nita. Cuando el ejercicio termina por fin, nos concede un descanso para beber agua y, dibujando un teatral arco con el brazo, nos indica que nos apartemos de la barra para comenzar los ejercicios de centro.
Tamar nos enseña una combinación de allegro, compuesto íntegramente por un rápido juego de pies y piernas. Insta a Franz a acelerar el ritmo cada vez más. Hacia el final, casi no puedo ni respirar. Nita coloca la cabeza entre las rodillas. Lily jadea delicadamente como un gato.
Los lentos movimientos sostenidos del adagio nos inducen un tipo de agonía distinta. Deslizo un pie ascendiendo por el interior de la pierna sobre la que me equilibro y lo despliego frente a mi cara. Me arden los muslos cuando muevo la pierna alzada hacia el lado y luego hacia atrás. Manteniendo el último arabesque, compruebo mi alineación en el espejo.
La pincelada que me recorre el cuerpo desde el brazo derecho extendido y que termina en la pierna elevada no es del todo correcta. La corrijo, encuentro el punto de equilibrio y me estiro en el arabesque. La música del piano se suaviza y flota sobre nosotras. Culmino el arabesque llevando la pierna adelante hacia la pose final.
Tamar asiente.
Aceptable.
Y dice:
—Otra vez.
—¿Quieres salir a comer? —pregunta Nita mientras se arranca un trozo de piel muerta del dedo gordo del pie después de clase—. Me apetece un kebab de ese carrito que hay al lado del Museo de Arte.
Yo guardo las zapatillas de ballet en la cavernosidad de mi bolsa de baile y me pongo una camiseta de manga larga y una sudadera con capucha.
—Me he traído comida —digo, sosteniendo una bolsa de papel marrón—. Voy a esperar aquí que empiece la clase de puntas.
—Tú misma —dice Nita, dejándome hecha un ovillo en el sofá que hay al fondo del recibidor. Le da un tirón del brazo a Caden—. ¿Y tú, qué? Podemos hacer que sea una cita. Sabes que quieres salir conmigo.
—Es lo que siempre he querido —dice él.
—¡Lo sabía! —grazna Nita.
Caden coge sus cosas y se dirige al vestuario masculino, que está en la otra punta del recibidor.
—Estoy listo en cinco minutos.
La idea de salir con algún compañero es absurda. Somos más hermanos y hermanas que potenciales compañeros de folleteo. Y en realidad, trece cuasi hermanos obligados a competir como lo estamos nosotros es más bien carne de armagedón que de historias de amor adolescente.
Pero nos caemos bien. Casi todos.
A Brianna me la podría ahorrar. Viéndola en clase, siempre es agua calma, delicada y espontánea, pero tiene la capacidad de convertir cualquier puta cosa en un drama. Desde el vestuario femenino, escucho a la diablesa en persona:
—O sea, ¿me estás diciendo que no lo sabías?
Sale del vestuario con su cuadrilla pendiente de todas y cada una de sus palabras.
Mimi, que es la mejor amiga de Brianna, dice:
—¿De verdad crees que Selene se acostó con los dos?
El volumen de la voz de Brianna desciende hasta convertirse en un susurro.
—Por eso Eduardo quiere deshacerse de Vadim. Para poder tenerla toda para él.
Nita chilla con el sarcasmo que tan bien se le da.
—Es una conspiración de ballet global.
—Me han contado que se folló al director artístico de la compañía cuando estaba en Boston —dice Brianna, ignorando a Nita.
Lily frunce el ceño. Es bastante religiosa —va los domingos a misa, recibe educación cristiana en casa— y siempre se le pone la misma expresión dolorida cuando las chicas se ponen subidas de tono.
—Es un rumor —digo yo—, nada más.
—Eres una inocente —responde Brianna.
—Y tú muy sofisticada, alteza.
Brianna me frunce el ceño.
—Lo que yo creo —le dice Nita a Brianna mientras su escandalosa pandilla se encamina fuera del estudio— es que ves demasiado porno.
El alegato de inocencia de Brianna es demasiado exagerado como para convencernos a ninguna. Caden va tras ellas, sin perder palabra.
Lily me sonríe débilmente antes de dirigirse a la puerta. Su madre siempre viene a recogerla, porque es de la opinión de que no tener nada que hacer solo puede llevarnos a vernos envueltas en líos, o algo así. A través del cristal de la entrada, la observo meterse en el coche, y soy incapaz de recordar la última vez que mis padres pisaron el estudio. Digamos que no son precisamente aficionados al ballet.
No estoy siendo justa. Lo sé. Me pagan las clases y un suministro infinito de punteras. Vienen a todas las actuaciones y me traen flores. Están orgullosos de mí. Eso también lo sé. Pero les he oído decir que la universidad ampliaría mis perspectivas de futuro y lo contentos que estarían de que esta fase del ballet se me pasara de una vez.
La fase del ballet.
Sus palabras, no las mías.
¿Cómo puede algo que lo es todo ser solo una fase?
Pienso en Lauren y me pongo enferma de verdad. Era una de nosotras hasta el pasado diciembre, cuando se cayó durante un ensayo de El cascanueces y se destrozó el ligamento cruzado anterior. Y así, sin más, pasó de ser bailarina a no ser nada. Me la crucé por el centro hace unas semanas y me costó reconocerla. Había cogido peso y las tetas le tensaban el jersey, e hizo, sin demasiado entusiasmo, un chiste sobre cómo los calmantes eran lo mejor que podía haberle pasado.
Saco el teléfono, me pongo los auriculares para escuchar un podcast y destapo un yogur de sirope de arce. La puerta de la calle se abre y Franz vuelve oliendo a humo del descanso que se ha tomado para fumar.
—Te gusta la cremita de la tapa —me dice, pasándose la lengua por el labio superior—. Sabía que eras de las que les gustan esas cosas. —Se agarra el paquete—. Tengo unos minutos libres antes del próximo ensayo.
Me saco la cuchara de la boca. Está empalmado de verdad. Desde mi posición en el sofá, el bulto me queda a la altura de la cabeza.
—Eres asqueroso —le digo.
Se encoge de hombros y se dirige al estudio.
—Si te aburres, ya sabes dónde estoy.
Un alegre ragtime sale rebotando, a empellones, del estudio. Al piano, Franz es un virtuoso. Con la polla dura en los pantalones, no tanto.
La puerta se abre otra vez.
Ahora soy yo la que se queda embobada como una idiota.
Es Selene, la prima ballerina del Ballet des Arts.
La mejor bailarina de la década, según el artículo enmarcado del New York Times que cuelga de la pared frente a mí. Lo he leído una docena de veces. Selene, «pináculo del éxito en el ballet clásico». Selene, «que, gracias a su destreza, ha logrado un dominio singular entre sus compañeras». Selene, «inolvidable, magnética, hechizante».
Selene cruza el vestíbulo con los andares abiertos, líquidos, que las bailarinas desarrollan tras años de danza incesante. No sé si ella se fija en mí, aovillada en el sofá con una bolsa de anacardos. Pero yo me fijo hasta en el más mínimo detalle de ella. El diminuto lunar que tiene en un lateral del cuello. El mechón de cabello oscuro que se le ha escapado del moño. El modo en que, de lejos, parece un pájaro, pero de cerca es acero envuelto en licra negra.
Cuando entra en el estudio, el ragtime cesa.
—Gracias por quedarte a ayudarme a ensayar —le dice a Franz.
—Claro —responde él sin rastro de lubricidad—. Me gusta tocar para ti.
¿Y a quién no?
A través de la puerta abierta del estudio, la veo prepararse los pies para las punteras, vendándose los dedos y colocando suaves pizcas de lana de oveja en su sitio. Cuando los lazos le envuelven los tobillos, se pone en pie y se acerca a la barra.
—Solo un par de ejercicios de calentamiento, si no te importa —le pide a Franz—. El plié de siempre, tendu, battement jeté. No hace falta hacer pausa entre medias.
Toca la introducción de cuatro acordes que me sé de memoria y Selene hace los ejercicios que llevo haciendo cada mañana desde hace casi un año. En quinta posición, sus pies son líneas paralelas. Su apariencia es impecable. Mueve las piernas como si ni siquiera las tuviera unidas al resto del cuerpo. Y sus pies. Dios, sus pies. Son curvos como la luna y sinuosos como las olas.
Contemplar sus pies me deja sin aliento.
En cuanto ha completado los tres ejercicios, avanza al centro de la sala y, como un clip atraído por un imán, yo me levanto del sofá y me acerco a las vitrinas. Comienzan los primeros acordes de la música. Una pierna se extiende directamente sobre su cabeza, y juro que la Tierra deja de girar.
No puedo respirar.
Tan perfecta es.
Es como si fuera el motivo por el que existe el ballet.
Cuando su pierna se desliza hacia el arabesque, siento como si me liberaran y el aire me vuelve a llenar los pulmones. Es una ciencia imposible, ligera e infinitamente densa al mismo tiempo. Me embebo de ella. Se me cierra la garganta de anhelo puro. Quiero parecerme a Selene. Quiero bailar como ella. Quiero tocarla. Ansío desesperadamente algún tipo de alquimia que me transforme en ella. Cuando por fin gira en los últimos acordes de música agonizante, tengo los ojos húmedos de deseo.