Dos figuras de circo
Rossana se merecería una vida distinta. Quiero decir que debería ser más feliz, pero en lugar de eso creo que está tirando la toalla. A lo mejor es porque se pasa el día regalando alegría a sus clientes y luego le queda poca para ella. Las personas que hacen felices a los demás deberían recibir a cambio gratitud y respeto. También las putas, también Rossana. Si no existiera ella, yo sería peor persona, más nervioso, quizá más solitario y, sin duda, más reprimido.
En una relación normal de pareja cada uno hace su parte, ofrece al otro lo que puede, lo mucho o poco que tiene. Sin embargo, a Rossana nadie le da nada, si no es dinero. El problema es que con el dinero no se compra ni el cuidado ni la atención.
—Oye, ¿qué te parece si una noche salimos a cenar?
Frecuento a Rossana desde hace dos años y el sitio más alejado de la cama donde hemos intercambiado dos palabras ha sido la cocina. Conozco mucho mejor sus estrías que sus gustos culinarios; podría unir sus lunares como si se tratasen de los puntos de la Settimana Enigmistica[1]. Ni siquiera sé si tiene una hermana. Del hijo me habló una vez que me presenté en su casa con un prosecco que había comprado en un antro cercano. Ella hablaba y yo bebía, ella hablaba y yo miraba el techo. Nunca se me ha dado bien hablar.
—¿A cenar?
—Sí, en un restaurante.
—¿Qué pasa, señor Annunziata, me tienes que pedir algo?
Nadie se fía de mí, las cosas como son, ni siquiera mis hijos, ni siquiera una prostituta. Y la verdad es que no creo ser una persona con dobleces. Sí, vale, a lo mejor es como decía Caterina, que estoy demasiado centrado en mí mismo, pero eso no significa que me guste fastidiar al prójimo.
—¿Por qué no puedo invitarte a cenar sin que haya un motivo oculto?
—Mmm, te conozco desde hace demasiado tiempo. ¡Vete a tomar el pelo a otra persona!
No hay nada que hacer, me rindo. En los últimos años me he empeñado tanto en dar una imagen tan imperfecta de mí, que ahora no puedo volver atrás. Moriré siendo un cínico y un antipático.
—Podríamos ir a alguna tabernita a comer pescado y beber vino, a hablar un poco de nosotros. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero aun así no sé nada de ti.
Rossana está de pie, de espaldas a mí. Yo todavía estoy en la cama, con un vaso de vino en la mano y la mirada fija en el culo de esta arpía. Tarda en ponerse las bragas. La propuesta ha debido de ser tan chocante, que le impide hacer algo tan sencillo como ponerse la ropa interior.
—Entonces, ¿qué te parece? ¿Te gusta el plan?
Por toda respuesta, se sienta en la cama y agacha la cabeza. Sigo viéndole la espalda, pero por desgracia ya no le veo el culo. Tenía razón yo, hay que tener cuidado con las palabras, como en los crucigramas, porque una equivocada puede organizar un caos.
—Vale, si no te apetece no pasa nada, yo no me ofendo en absoluto.
Rossana no se da la vuelta y el silencio invade la habitación, dejando que mi colon y sus mil rugidos se conviertan en los protagonistas de la escena. Finjo un ataque de tos para disimular el ruido; aunque, en realidad, si pudiese, me dejaría llevar y me tiraría un pedo que pondría rápidamente las cosas en su sitio. Apoyo el vaso vacío en la mesilla y me incorporo para sentarme. Creo que es evidente que he dicho algo que no debía, el problema es averiguar qué. La verdad es que he perdido mano con las mujeres. Caterina murió hace cinco años; mi última amante me recordará todavía con los pelos del pubis negros; y Rossana, bueno, no tuve que hacer demasiado esfuerzo para conquistarla. Es lo malo de cuando se va demasiado tiempo con una prostituta: te olvidas de los preámbulos, los preliminares, las buenas maneras y las cortesías; todo lo necesario para llevarte a la cama a una mujer «normal».
Me enciendo un cigarro y veo de reojo, antes de que la haga añicos con un gesto de rabia, que le está cayendo una lágrima por la mejilla. Caramba, la última mujer a la que vi llorar fue a esa compañera mía, cómo se llamaba, que me confesó que quería que lo nuestro fuera algo más serio. Le sequé los ojos y me largué corriendo. No, en realidad no fue la última, Caterina sí que fue la última. Lo único que ella no lloraba por mí, sino por su cuerpo enfermo. Y sin embargo tampoco entonces supe intervenir más que con gestos artificiales e inútiles. Algunas veces me despierto en mitad de la noche y me parece tenerla todavía a mi lado. Entonces le susurro a la fría pared lo que tendría que haberle dicho a ella: «No estás sola, yo estoy aquí». He dicho que no la quería, pero no hay día que no le pida perdón por lo que hice.
—Perdona —susurra Rossana.
Me acerco y le apoyo una mano en el hombro. La piel está fría y llena de granitos, aunque hace pocos minutos me parecía aterciopelada y perfumada como la de una virgen. En esos momentos soy capaz de ver lo que quiero.
—Es que hace tantos años que nadie me invita a cenar fuera.
—Oye, si te provoca este efecto, ¡retiro inmediatamente la propuesta!
Sonríe y se seca una lágrima con el dorso de la mano.
—Qué bobo, es que no me lo esperaba. Y en cualquier caso, no está siendo un periodo fácil.
Ya está, hemos llegado al quid de la cuestión. Ahora debería levantarme, ponerme los pantalones, darle el dinero y desaparecer. Ella es una prostituta, yo un cliente. Nuestra relación debería terminar aquí y los dos tan contentos. Pero con una mujer, incluso cuando le pagas, si te pasas demasiado tiempo en su cama las cosas se complican endiabladamente.
Así que me veo en la obligación de hacer la pregunta que ella espera en silencio:
—¿Ha pasado algo? ¿Quieres hablar?
—No, qué va, no te quiero molestar con mis problemas, que ya tendrás los tuyos. Además, tú aquí vienes para relajarte, no para escuchar más rollos.
Ya, vengo para relajarme, pago y no quiero escuchar problemas. Hasta ahí todo bien. Pero, no sé por qué, esta tarde las preocupaciones de Rossana despiertan mi curiosidad. Hace tanto tiempo que no escucho los problemas de los demás.
—Hagamos así —digo—, nos levantamos, vamos a la cocina, me preparas una tortilla francesa y hablamos.
Se gira y me enseña la cara toda embadurnada de maquillaje ahora corrido. Parece una máscara de carnaval, pero sin que haga reír. Tengo que dirigir la mirada a sus tetas colganderas para recordar el motivo por el que estoy en esta casa. Después levanto de nuevo la mirada y me encuentro con mi imagen reflejada en el espejo. Sentado en la cama, con la barriga descansando sobre el pubis, los brazos flácidos, los pectorales que parecen las orejas de un cocker y los pelos blancos en el tórax, doy asco. Sí, verdaderamente asco. Entonces me giro y mis ojos se encuentran con los de Rossana. Se ha dado cuenta de mi rápido movimiento ocular y sonríe.
—A lo mejor ha llegado el momento de quitar el espejo —comenta.
—Sí —respondo—, me da a mí que sí.
Cuando nos levantamos el espejo vuelve a reflejar la cama deshecha. Las dos figuras circenses han terminado, al menos por hoy, su triste espectáculo.
En bata y sin maquillar, Rossana no se llevaría a casa ni diez euros, aunque en el fondo basta una buena lencería para poner todo en orden.
—A tu edad deberías comer un poco mejor —dice.
—Sí, es verdad, pero cocinar es una de las pocas cosas que se hace por los demás, no por uno mismo.
Sonríe. Parece que cualquier cosa que diga le hace gracia. No creo ser una persona especialmente simpática, pero, sin embargo, ella me hace sentir sociable. Es una de sus virtudes, uno de sus puntos fuerte, aparte de las tetas, obviamente: Rossana te hace sentir un hombre mejor. A lo mejor finge, pero si así fuese, caray, qué buena actriz.
—Pero ¿tú tienes familia, hijos? ¡Nunca me lo has contado! Solo sé que habías estado casado.
Es el hecho de estar a la mesa lo que le ha dado valor para preguntármelo. Definitivamente, es mucho más íntimo compartir una cocina que una cama.
—Sí, tengo dos hijos —refunfuño mientras mastico el pan con el que acompaño la tortilla.
Mi respuesta es glacial, pero ella no se da por vencida.
—¿Dos chicos?
—¿No íbamos a hablar de tu problema?
—Vale, dejémoslo.
—Un chico y una chica. Aunque quizá debería decir dos chicas.
—¿En qué sentido?
—El chico es homosexual —respondo sin ningún tipo de contemplación, llevándome el vaso a la boca.
Esta vez Rossana no se limita a sonreír, se troncha de risa.
—¿Qué pasa?
—¡Hablas como si no fuera tu hijo!
—Y, perdona, ¿cómo debería hacerlo?
—¿Tiene pareja?
—En realidad, a mí me lo oculta.
Se levanta y coge el paquete de cigarrillos que hay en la repisa de encima del fregadero. Aprovecho y le digo que me dé uno, aunque no debería fumar porque hace tres años me dio un infarto. Una vida demasiado acelerada, me dijeron los médicos. Tabaco, alcohol, pocas horas de sueño y dieta inapropiada. Durante unos meses Sveva me tuvo a raya en su casa, y pobre de mí si la pifiaba. Después me cansé de hacer del hijo de mi hija y me volví a mi casa, donde retomé mi vida anterior. Al fin y al cabo, a mi edad un infarto no es lo peor que te puede pasar.
—Mi hijo ha perdido su trabajo —afirma Rossana después de un rato.
Doy una calada y veo cómo se desvanece el humo a través de la luz amarilla de la lamparita. La habitación es pequeña, los muebles tienen tropecientos años y los azulejos están mellados. En resumen, un ambiente deprimente. Eso sí, al menos parece limpio.
—Tiene una mujer y tres hijos que mantener, y no sabe qué hacer. Y no quiere mi dinero, ¡no quiere nada de mí! —Rossana es una mujer afable a pesar de su rostro agresivo, sus rasgos duros, sus ojos negros como los de un tiburón, su nariz aguileña y sus labios carnosos. Es precisamente este contraste el que la hace atractiva—. En realidad no me habla. Cuando voy a buscar a mis nietos él coge y se va. No me perdona lo que hago.
—¿Y por qué se lo dijiste?
—Lo descubrió él solo no hace mucho tiempo. Desde entonces no me quiere hablar.
—Pero ¿por qué? ¿Desde hace cuánto tiempo trabajas en esto?
—Desde hace treinta años, ¡un montón!
Madre mía, si hubiese cotizado, dentro de poco podría jubilarse. Intento no pensar en todos los hombres que han podido pasar por esta cocina en los últimos treinta años, y me concentro en sus palabras. Entre otras cosas porque, mientras ella habla, ya he puesto en marcha el cerebro para buscar una solución.
—El jefe le ha echado de un día para otro, sin ni siquiera darle el finiquito.
—¿Cómo es posible?
—Trabajaba en negro, ya sabes cómo funciona todo aquí.
Sí lo sé, sí, pero no me acostumbro. Ella vuelve a retomar la palabra y yo a echarme vino en el vaso. Ya no la escucho, se me acaba de ocurrir una idea.
—A lo mejor puedo hacer algo —la interrumpo.
Me mira con media sonrisa para ver si estoy de broma o si estoy hablando en serio.
—Tendrías que preguntar a tu hijo si tiene alguna prueba de que ha trabajado allí, si conoce a alguien que quisiera hacerle de testigo. A lo mejor se le podría meter un buen puro a ese tipo.
—¿De verdad? —responde ella, y se le iluminan los ojos.
—He dicho que a lo mejor…
—¿Cómo?
—Tú fíate. Dime cómo se llama su jefe e intenta encontrar alguna prueba de que tu hijo ha trabajado allí.
Alarga su mano hacia la mía, pero yo la retiro instintivamente antes de que el arrepentimiento haga acto de presencia. Mientras tanto Rossana ya ha vuelto a lo de antes.
—¿De qué trabajabas, de abogado?
Ahora soy yo el que se ríe.
—Por favor… Mi hija es abogada, ¡yo soy transformista!
—¿Transformista? ¿Y eso qué es?
—Un transformista es un experto en disfraces. Un camaleón.
Me mira con cara de extrañeza antes de añadir:
—Sea lo que sea, me resolverías un problema muy gordo. ¡Me paso todo el día pensando en ello!
—Bueno, yo no he dicho que la situación vaya a resolverse, pero hablaré con mi hija Sveva. ¡Caray, no hace otra cosa en la vida más que pelearse con los demás! Verás como tu hijo vuelve a tener trabajo o, por lo menos, lo que le corresponde.
Su mano se apoya sobre mi brazo. Esta vez no puedo apartarme, sería demasiado.
—¿Por qué haces esto por mí? ¿Por qué ayudas a mi hijo? ¿Por qué me invitas a cenar?
Demasiadas preguntas me ponen nervioso, sobre todo cuando desconozco la respuesta. No sé por qué me apetece ayudarla, pero de golpe me parece lo justo. Me levanto sin decir palabra y voy al dormitorio a buscar mi ropa. Ella se acerca a la puerta y, después de observarme durante un rato, me suelta otra pregunta:
—¿Todavía sigue en pie la propuesta?
—¿Cuál? —respondo, mientras busco con la mirada la ropa interior desperdigada por la habitación.
—La invitación a cenar.
En realidad ya no me apetece demasiado. Puede que sea porque acabo de engullir una tortilla de tres huevos o porque la mayor parte de las personas mayores a esta hora está roncando en la cama; pero cenar con Rossana y hablar de Dante y Sveva ya no me parece tan apasionante. Lo único es que ya es demasiado tarde para echarse atrás.
—Claro —contesto, agachándome con gran esfuerzo a coger los calcetines que están tirados en el suelo.
Rossana llega y me abraza por la espalda. El enorme peso de su pecho hace que me tambalee y, por un momento, temo terminar en el suelo con los huesos hechos añicos. Finalmente consigo incorporarme y recuperar el equilibrio.
Es la primera vez que me abraza, aunque, por otro lado, también es la primera vez que ceno en su casa y le hablo de mis hijos. La situación se me está escapando de las manos. Me giro con la esperanza de que lo pille, pero ella no se separa ni un milímetro. Nos quedamos abrazados, con la cara a pocos centímetros, como dos adolescentes sentados en un banco a la salida del instituto. Ella me mira a los ojos, yo a su pecho. Si levantara la mirada, lo normal sería besarla. Lo que pasa es que un viejo como yo no puede besar a una mujer. Todo tiene su límite.
Por suerte, Rossana tiene tablas, sabe cuándo ha llegado el momento de romper el hechizo. Se ha dado cuenta de que sigo mirándole el pecho y me suelta la mejor pregunta de toda la tarde:
—¿Qué, echamos otro?
Me lo pienso un momento y asiento muy serio. Realmente no creo que el chisme que tengo ahí abajo esté muy de acuerdo. Vale lo de entrenarse un poco, pero forzar demasiado la máquina no me parece tampoco justo. Aunque no se lo reconocería ni a Rossana, así que respondo:
—Vale, pero ¡primero coge una manta y tapa ese espejo!