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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Leona Karr

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Herencia misteriosa, n.º 192 - junio 2018

Título original: A Dangerous Inheritance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-237-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

Stacy Ashford apretó con fuerza el volante mientras se inclinaba hacia delante para intentar ver algo a través de la envolvente oscuridad. Las nubes bajas de la tormenta enmascaraban las altas cumbres, y ríos de niebla negra descendían por los oscuros flancos de las montañas, cubriéndolas como un sudario. Cada trueno resonaba como una advertencia amenazante.

«Estúpida. Ni más ni menos: estúpida», se regañó a sí misma en silencio. Nunca fue su intención andar por la carretera a aquellas horas. La distancia que separaba Denver del pueblo montañero de Timberlane había resultado ser mayor de lo que esperaba y la noche había caído antes de que Stacy consiguiera atravesar los pasos altos de la montaña.

Había alquilado un coche pequeño en el aeropuerto. Mientras conducía hacia la parte alta del país la temperatura había pasado del calor sofocante de agosto a un frío tenaz. Estaba acostumbrada a conducir por autopistas interestatales, rectas y llenas de coches, y tenía el cuerpo dolorido por la tensión. A cada curva cerrada que tomaba, las ruedas del coche parecían asomarse al vacío. ¿Sería su coche el único que circulaba por aquella carretera de dos direcciones? No había ni rastro de luces detrás de ella. Había pasado el último núcleo de población muchos kilómetros atrás.

«¿Qué estoy haciendo aquí, en cualquier caso?», se preguntó Stacy.

Un mes atrás llevaba una vida segura. Con sólo veintiocho años tenía una carrera floreciente en el mundo del marketing. Corría el rumor de que su empresa iba a reducir personal, pero ella había hecho caso omiso. Siempre se le había dado bien cerrar los ojos a cualquier advertencia que fuera contra sus planes. Cuando ocurrió, no estaba preparada: Una carta de despido, una palmadita en la espalda y un empujón firme hacia la cola del paro. Stacy se apuntó rápidamente a varias agencias de trabajo, se registró en Internet y envió numerosos currículos a varias empresas.

Transcurrieron varias semanas sin acudir siquiera a una entrevista de trabajo, y cuando de pronto la llamó un abogado de Los Ángeles pensó que iba a decirle que su crédito bancario había tocado fondo y que iban a confiscarle todo lo que poseía. Cuando le contó la verdadera razón de la llamada, estuvo a punto de desmayarse.

— Tiene que tratarse de una broma. ¿Me está usted tomando el pelo?

Él le aseguró que no. Era la beneficiaria del testamento de un pariente. Stacy había escuchado vagamente a su madre hablar en alguna ocasión de Willard Dexter, su hermano, al que le gustaba recorrer mundo. Nunca estuvieron muy unidos, él ni siquiera apareció en el funeral de su madre, que tuvo lugar unos años atrás. El caso era que el tío Willard había fallecido recientemente y le había dejado a su sobrina dinero y una propiedad situada en las altas montañas de Colorado. Al principio, aquel regalo inesperado le había sonado a Stacy de maravilla, pero los términos del testamento de su tío eran tan excéntricos como lo había sido él mismo. Si quería heredar el dinero, Stacy se veía obligada a hacer uso de una parte estipulada del mismo para arreglar la casa de la montaña y residir en ella mientras se llevaran a cabo las reformas.

En cualquier otro momento de su vida, Stacy se hubiera rebelado contra aquella falta de independencia que le imponía el testamento de su tío. Pero su vida estaba en un agujero tanto económica como sentimentalmente. Así que allí estaba, conduciendo por una carretera llena de curvas en plena noche, intentando evitar una caída por aquel acantilado de más de cien metros.

El viento se hizo más fuerte. Un destello de luz atravesó la oscuridad y entonces cayó la tormenta. Un inmenso manto de lluvia envolvió el coche. Conduciendo a la velocidad de un caracol, Stacy luchó contra el efecto hipnotizador de las gotas de lluvia cayendo a toda prisa sobre la luz de los faros. Lo único bueno era que la carretera había alcanzado un valle. Pero el terreno que la rodeaba seguía siendo empinado y resbaladizo.

Mientras miraba hacia delante, un brillo plateado inundó el paisaje y, durante un instante, atisbó un camino de tierra que salía de la estrecha carretera. Stacy sintió un inmenso alivio. ¡Un lugar seguro donde aparcar! Aunque tuviera que pasar la noche en el coche, sería mejor que conducir como una suicida en medio de la tormenta.

Antes de girar miró hacia delante por precaución. Pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. Cegada por la lluvia, había girado demasiado pronto. ¡Se había salido de la carretera!

El coche dio una sacudida antes de hundirse y proyectarla hacia delante. Los frenos no parecían servir de nada cuando el vehículo comenzó a resbalar. Buscó desesperadamente la manilla de la puerta justo cuando el vehículo se detuvo en seco. Stacy se quedó quieta, impresionada. Todo había ocurrido tan deprisa que no conseguía reaccionar. Ríos de lluvia oscurecían las ventanas. El motor seguía funcionando, pero las luces del coche ya no apuñalaban la oscuridad. No tenía ni la menor idea de qué había hecho detenerse al vehículo. Sintió una oleada de pánico.

¿Qué debía hacer? ¿Quedarse en el coche? Si se había dado contra un árbol o algo así podría esperar a que pasara la tormenta y hacerle señales a alguien cuando terminara.

Pero, ¿y si comenzaba a resbalar otra vez? La idea de un abismo gigante y cientos de metros al lado de la carretera le provocó un escalofrío en la espina dorsal. Stacy se forzó a dejar de pensar en la peor situación posible. Sólo había una manera de saber si el coche estaba en una posición precaria o no.

Bajándose y comprobándolo.

Suspiró con fuerza y agarró el teléfono móvil, como si aunque fuera en aquellas circunstancias le asegurara de alguna manera el contacto con el mundo exterior. Luego abrió la puerta del coche y se encontró bajo un torrente de barro y agua. Vestida únicamente con pantalones de verano, un jersey fino blanco y sandalias, se empapó al instante. Luchando contra el viento, la lluvia y los escombros que arrastraban, Stacy trató de mantener los pies firmes sobre aquel suelo resbaladizo e inestable.

Desafiando a los truenos, que resonaban en sus oídos como címbalos, se dispuso a avanzar. Apenas había dado un par de pasos cuando resbaló y cayó de rodillas. Cuando trató de incorporarse se le cayó el teléfono móvil. Se lanzó a buscarlo, pero no pudo evitar que una corriente de barro y agua lo arrastrara.

Stacy se puso en pie y trató desesperadamente de mirar a su alrededor para ver qué mantenía al coche en su sitio. Le pareció entrever unas formas oscuras que no acertaba a descifrar. ¿Serían rocas? ¿Árboles? ¿Arbustos? Le pareció escuchar el sonido de algo zambulléndose en el agua.

Todo a su alrededor parecía estar endiabladamente vivo. Las ramas de los árboles rasgaban el aire como si fueran los brazos de un espectro. Las rocas creaban sombras amenazantes que se alzaban a su alrededor. El viento le alborotaba el cabello, largo y oscuro, como si fueran varias manos enloquecidas.

Stacy dio un grito cuando una criatura nocturna apareció a su lado con gesto amenazante. Trató de liberarse de sus garras haciendo aspavientos, pero su lucha sólo sirvió para que aquella garra de acero la apretara con más fuerza. Cuando clavó las uñas en aquella carne suave, la terrible visión se desvaneció y Stacy se dio cuenta de que aquella cascada de palabrotas que le inundaba los oídos provenía de un ser humano de carne y hueso muy enfadado.

— Maldita gata salvaje —dijo el hombre apretándola con más fuerza aún—. Tu coche está a punto de caer al río. Estoy aquí para ayudarte.

Stacy sintió un inmenso alivio. El hombre tenía el rostro escondido entre las sombras de un sombrero de ala ancha y el cuello de su abrigo impermeable. Pero ella agradeció de corazón la tranquilidad que le daba su voz profunda.

—¿Hay alguien más en el coche? —le preguntó él secamente, sin soltarla ni aflojar la presión.

—No —respondió Stacy.

—Entonces, salgamos de aquí.

Agarrándola entre sus brazos y estrechándola con fuerza contra su pecho. Josh Spencer la alejó del coche que se hundía y del río que comenzaba a crecer.

La radio había estado toda la noche informando de situaciones de emergencia a lo largo y ancho de la zona, pero nunca esperó con encontrarse una a la puerta de su casa. Después de cenar, ensilló el caballo y había salido a pesar de la tormenta porque temía por el viejo puente de madera que llevaba a su propiedad. Lo habían reforzado hacía poco, pero, ¿podría soportar el empuje de las aguas crecidas y los escombros flotantes?

Subido en la silla, Josh había recorrido el camino bajo aquellas condiciones climatológicas tan horribles. Cuando llegó al puente y apuntó su flanco con la linterna, se quedó sin respiración.

—¿Qué demonios…?

Se quedó observando unos segundos bajo la lluvia hasta que estuvo seguro. Un coche se había empotrado contra el puente, y en cuestión de minutos la marea del río lo arrastraría.

Josh se bajó del caballo, ató las riendas a la barandilla y corrió hacia el ojo del puente. A pocos metros del coche le pareció distinguir una figura femenina tambaleándose entre el barro y el agua antes de perder el equilibrio.

El grito de Josh se perdió entre los truenos. Unos pasos más y la mujer se acercaría peligrosamente al margen del río. Él se inclinó hacia delante y, al sujetarla, ella comenzó a gritar y hacer aspavientos de puro terror. Josh no la culpaba. Tenía motivos de sobra para estar asustada al verlo aparecer así en medio de la oscuridad. Incluso ahora, cuando la llevaba hacia donde estaba su caballo, la mujer temblaba.

—No pasa nada —la tranquilizó levantándola y colocándola de lado en el caballo antes de subirse a la silla y colocarse detrás de ella.

Josh se abrió el abrigo y la atrajo hacia sí para envolverla entre sus pliegues.

—Enseguida entrarás en calor.

Stacy se recostó agradecida contra su pecho mientras él ponía el caballo en movimiento. Fue consciente de la fuerza muscular de aquel cuerpo cuando respondió rítmicamente a los movimientos del caballo. Aunque todavía temblaba bajo su ropa mojada, el calor que irradiaba su cercanía la hizo sobresaltarse. Se sentía totalmente a salvo. Protegida.

«No seas idiota», la advirtió una voz interior.

Aquel hombre había surgido de la nada, y ni siquiera le había visto la cara. En cuanto le puso las manos encima su fuerza física la había impactado. ¿Adónde la llevaba? ¿Y quién la echaría en falta si algo le ocurriera?

Nadie.

Tras varias semanas de desempleo había perdido contacto con todos sus compañeros de trabajo. Ninguno de ellos mostraría interés por aquel viaje que iba a emprender para hacerse cargo de una herencia y descubrir si era una bendición o una soga alrededor de su cuello.

Los pensamientos de Stacy fueron más allá. Había una cosa meridianamente clara. Nadie en Timberlane sería nunca consciente de su desaparición si no lograba llegar nunca allí. Lo que había aprendido del pueblo no le resultó tranquilizador. Al parecer, los planes que tenía un promotor de convertirlo en una de las estaciones de esquí punteras de Colorado habían quedado a un lado, y no era más que una mancha al lado de la carretera de apenas cien habitantes. Por qué el tío Willard había invertido allí era todo un misterio para ella.

Cuando el galope del caballo pasó a ser trote para convertirse después en paso, Stacy se puso tensa. A través de la oscuridad distinguió algunos edificios oscuros. Una luz tenue iluminaba lo que parecía ser una casa de dos plantas. El hombre iba a llevarla al lugar donde vivía. ¿Y luego qué? ¿Viviría solo? ¿Estaría a salvo allí o se vería envuelta en un terror espantoso? Stacy se estremeció. Esa vez no por culpa de su ropa mojada, sino por el miedo frío que la atravesó.

—Ya hemos llegado —dijo el hombre con tono de satisfacción bajando del caballo y ayudándola a ella, tras atar las riendas del animal a una baranda de madera.

—¿Dónde estamos?

—En mi casa. ¿Dónde si no?

—¿Tiene usted familia? —preguntó Stacy esperanzada, con los dientes castañeándole.

—Te llevaré dentro y después guardaré el caballo —respondió él de mal humor sin contestar a su pregunta.

Josh abrió la puerta de atrás y, tras pasar lo que parecía un cuarto de herramientas la introdujo en una cocina pequeña y modestamente amueblada.

Un calor confortable le llegó a Stacy a la cara, y el aroma a comida casera inundaba la estancia. Aquella imagen familiar la tranquilizó. Contenta por haberse librado de la tormenta, hizo amago de sentarse en una de las sillas de madera, pero él se lo impidió.

—Hay un baño al final del pasillo —le dijo—. Será mejor que te des un baño y te pongas ropa seca.

Ropa.

Lo tenía todo en el coche. Probablemente a aquellas alturas estaría flotando en el río. Sus maletas. El bolso. Las llaves. Cajas. ¡Todo desaparecido!

—Buscaré algo que te pueda servir —dijo Josh rápidamente, como si le hubiera leído el pensamiento—. Espero que no seas demasiado exigente —añadió observando su ropa veraniega empapada—. Te mostraré el camino.

Stacy no le había visto todavía bien la cara, sólo la parte inferior. Tenía una boca firme y una mandíbula bien definida. Un sombrero de ala ancha le dejaba los ojos en sombra, y el abrigo, los vaqueros ajustados y las botas de vaquero servían para marcar todavía más su masculinidad.

Josh la agarró firmemente del brazo y la lanzó hacia el pasillo que había al lado de la cocina. Una cosa estaba clara: Era tan dominante y tan mandón dentro de casa como lo había sido fuera. En otras circunstancias, Stacy habría respondido a aquel comportamiento machista, pero no era tan tonta como para cuestionar su autoridad hasta que estuviera calentita y seca y hubiera decidido cómo protegerse en caso de que las cosas comenzaran a ponerse feas.

El baño parecía construido después de la casa. Las cañerías eran viejas y la mayor parte del espacio estaba ocupado por una bañera. No había productos femeninos, sólo una jabonera con una pastilla blanca, un cepillo para el pelo y unas cuantas toallas desgastadas.

—Espera un momento.

Josh abrió un armario que había en el pasillo y sacó una bolsa de plástico.

—Aquí tiene que haber algo que te sirva —dijo pasándosela—. Cuando haya guardado el caballo calentaré un poco de brandy.

Y dicho aquello le dio la espalda. Un instante después Stacy escuchó la puerta de atrás cerrándose con un portazo distante.

Mientras se quitaba la ropa mojada, captó el reflejo de su imagen en el espejo que había encima del lavabo. Se lo quedó mirando con incredulidad. Su cabello de ébano se había convertido en una masa apelmazada que enmarcaba su pálido rostro y sus labios morados. Luego bajó los ojos. Tenía los brazos, las piernas, y la ropa completamente cubiertos de barro. Parecía un animal que hubiera surgido de debajo de una roca.

Horrorizada ante el hecho de que alguien la hubiera visto con aquel aspecto, llenó la bañera casi hasta el borde y se sumergió en la bendición del agua caliente. Cuando su cuerpo congelado comenzó a revivir, su cabeza comenzó a hacerse preguntas para las que no tenía respuesta. ¿Cómo iba a manejar aquella situación con su rescatador? No le había respondido la pregunta sobre su familia. ¿Estaba a salvo? Nunca en su vida se había sentido tan vulnerable.

Stacy salió de la bañera, se secó y trató de impedir que su imaginación la llevara a construir una historia de terror sobre una mujer a merced de un desconocido durante una tormenta como aquélla.

Cuando abrió la bolsa, la asaltó un olor mareante a perfume barato. Contenía unas cuantas prendas de mujer, una cajita con joyas de bisutería y lazos. A Stacy se le secó la boca al preguntarse si no se trataría de la colección de objetos de sus demás víctimas.

Lo único que fue capaz de ponerse fue un vestido espantoso de franela en tonos rojos y púrpuras. Era la única prenda de la bolsa capaz de ofrecerle cierta sensación de calor. Encontró también unas medias de mismo tono púrpura que le quedaban grandes, pero al menos la protegerían del suelo frío.

Una vez vestida, utilizó la toalla para secar su cabello rizado y después lo peinó con el cepillo hasta que le cayó suavemente por los hombros.

Un rostro blanco le devolvió la mirada al otro lado del espejo mientras se abrochaba el cuello del vestido hasta el último botón. Se sentía tentada de quedarse escondida en el cuarto de baño hasta que se hiciera de día, pero una mirada a la puerta, tan endeble, la hizo ver que no la protegería de aquel hombre si él decidía entrar a por ella.

Tras exhalar un profundo suspiro, abrió la puerta del baño y salió. La luz de la cocina se derramó por el pasillo, y Stacy se preguntó si el hombre habría regresado a la casa. El único sonido que se escuchaba era el de sus pies enfundados en las medias mientras caminaba por el suelo de madera.

Cuando entró en la cocina, escuchó el sonido de una respiración cavernosa. Sintió una oleada de pánico. Durante un segundo no logró distinguir de dónde provenía aquel ruido. Entonces captó un leve movimiento y giro la cabeza hacia allí.

Un hombre mayor de hombros redondeados estaba apoyado sobre un bastón en una esquina de la habitación mirándola fijamente. Varios mechones blancos enmarcaban su rostro surcado de arrugas. El anciano la recorrió con mirada torva desde el cabello hasta las medias.

Stacy quiso decir algo, pero el odio que desprendían sus ojos y el gesto despectivo de su boca se lo impidieron.

La voz del anciano surgió dura y lacerante cuando se dirigió a ella.

—Así que has vuelto, ¿no es así, Glenda? Ya sabía yo que a las de tu calaña no basta con enterrarlas en una tumba. Incluso el diablo escoge a sus compañeros.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Josh apresuró el paso cuando llegó a la puerta de atrás de la casa y escuchó la voz enervada de su abuelo, despotricando y hablando sin sentido. ¡Maldición! Creía que el viejo estaría durmiendo y no se percataría de la presencia de su huésped hasta la mañana.

—¡Ya está bien, abuelo! ¡Cálmate! —ordenó Josh al entrar en la cocina y encontrarse a su abuelo blandiendo el bastón con gesto amenazante y diciendo palabrotas—. ¿Qué ocurre aquí?

—Glenda ha vuelto —aseguró el anciano frunciendo sus cejas blancas—. Glenda ha vuelto. Ha salido de su tumba y ha vuelto.

—Tonterías —respondió Josh con firmeza pero con un ligero tono de impaciencia.

—Compruébalo tú mismo —gruñó el abuelo señalando con el bastón.

Josh se dio la vuelta y el estómago le dio un vuelco. Durante un instante, le pareció ver a su atormentada hermana allí de pie, enfrente de él. Aquel vestido que le resultaba tan familiar y su cabello negro y rizado le atravesaron los sentidos, y le pareció que de un momento a otro iba a romper a reír con una de sus amargas carcajadas. Josh se la quedó mirando fijamente.

Stacy no sabía quién era aquella Glenda, pero era consciente de la hostilidad que flotaba en la cocina. Los dos hombres la observaban como si de verdad hubiera salido de su tumba para perseguirlos. ¿Por qué?

—Si os he molestado a ti o a tu abuelo en algo, lo siento —se apresuró a decir rápidamente—. Me llamo Stacy Ashford. Soy de Los Ángeles.

Y entonces añadió una mentira.

—Mi familia me espera en Timberlane y seguramente ya me estén buscando.

Josh se dio cuenta de que la melena oscura y rizada y el vestido eran los culpables de aquella ilusión. La voz melodiosa de aquella mujer, la suave belleza de sus ojos azul cielo y su boca fresca nunca podrían haber pertenecido a Glenda.

Josh le explicó rápidamente a su abuelo que aquella mujer se había visto atrapada por la tormenta y que él le había dejado ropa de Glenda para que se la pusiera.

El anciano no pareció muy convencido y siguió mirándola fijamente.

—Lo siento —se apresuró a decir Josh—. Me llamo Josh Spencer, y éste es mi abuelo, Nate Spencer. Por favor, siéntate. Tomaremos el brandy caliente que te ofrecí antes.

Stacy se movió muy despacio hacia una de las sillas de la cocina. El abuelo no le quitaba los ojos de encima. La joven se estremeció sin poder evitarlo, recordando el veneno que desprendían sus palabras. ¿Qué habría hecho aquella Glenda para provocar tanta ira en él?

—Vamos, abuelo. Te acompañaré arriba —dijo Josh bruscamente tomándolo del brazo para llevarlo hacia el pasillo.

Salieron de la cocina y Stacy escuchó sus pasos por las escaleras, acompañados del murmullo malhumorado del anciano.

En el exterior, el aullido del viento y la caída incesante de la lluvia la advirtieron de que la tormenta estaba en su apogeo. Cualquier idea de salir de aquella casa era una estupidez. Estaba atrapada. Se sentó muy tensa en una de las sillas y trató de prepararse mentalmente para pasar la noche allí con dos desconocidos y con la presencia inquietante y no deseada de alguien llamado Glenda.

Cuando Josh regresó a la cocina Stacy lo vio por primera vez sin sombrero. Era un hombre muy atractivo. Tenía los ojos marrones, el cabello castaño claro un poco largo y unos pómulos altos que acentuaban la firmeza de su barbilla. El director de reparto de cualquier película de aventuras le habría hecho una prueba a Josh Spencer, pensó Stacy. Pero, ¿le darían el papel de bueno o el de villano?

La joven le observó preparar sin vacilación dos tazas de café con brandy, y supo que aquel hombre sabía moverse por la cocina. Había platos limpios secándose al lado del fregadero, y ni rastro de algo femenino ni equipamiento culinario sobre la encimera.

—Toma —dijo pasándole una taza humeante antes de sentarse frente a ella—. Te pido disculpas otra vez por el comportamiento de mi abuelo. Cuando se le mete algo en la cabeza no hay quien se lo saque.

—¿Quién es Glenda?

Los dedos de Josh apretaron visiblemente la taza que tenía entre manos. Clavó la vista en algún punto indefinido detrás de ella y contestó entre dientes.

—Mi hermana pequeña.

—¿Glenda es tu hermana?

—Lo era —la corrigió cortante—. Como habrás podido suponer, está muerta.

—¿Cómo murió?

—No quiero hablar de eso.

Su brusca respuesta despertó la indignación de Stacy.

—Por supuesto, he aterrizado en medio de algo que no es asunto mío. Me has prestado la ropa de tu hermana para que me la ponga, y tu abuelo me ha aterrorizado con la acusación de que vengo del más allá para perseguirlo.

Era consciente de que podría arrepentirse de haber pedido explicaciones, pero odiaba estar a oscuras cuando su vida podría estar en peligro.

—¿Qué le ocurrió a Glenda?

—Supongo que tienes derecho a saberlo —reconoció él recostándose en la silla.

Stacy escuchó atentamente. Josh y su hermana pequeña, Glenda, se quedaron huérfanos con dieciséis y doce años respectivamente cuando sus padres murieron en un accidente de coche. Su abuelo, Nate Spencer, que era viudo, se hizo cargo de ellos. Stacy creyó entender que Josh se había adaptado a la vida en las Montañas Rocosas, pero que su hermana las odió desde el primer momento.

—El abuelo y yo construimos media docena de cabañas para pescar y cazar al lado del río. Es un buen negocio durante todo el año —aseguró con un suspiro—. Cuando Glenda cumplió dieciséis años huyó a Timberlane, consiguió trabajo de camarera y se negó a volver a casa a pesar de las amenazas del abuelo. Robaba dinero de los inquilinos de las cabañas, nos mentía y fue acusada de vandalismo junto con algunos de sus colegas con los que fumaba marihuana. Hasta que murió, hace dos años, su vida estaba completamente fuera de control y no había nada que el abuelo ni yo pudiéramos hacer.

Josh se puso bruscamente de pie. La firmeza que rodeaba su boca y el brillo de sus ojos la desanimaron a hacerle más preguntas. Parecía obvio que Josh Spencer no era un hombre al que se le pudiera guiar a un sitio al que él no quisiera ir. Fuera como fuera el modo en que su hermana había encontrado la muerte, estaba claro que él llevaba dentro una inmensa pena de la que no estaba dispuesto a hablar.

—Es hora de acostarse. Hay una cama en su antigua habitación. Puedes usarla.

—¿No hay un sofá en otro sitio? —protestó Stacy.

Una cosa era llevar la ropa de una mujer muerta y otra muy distinta dormir en su cama.

—Puedo dormir en cualquier parte.

Sin querer oír nada más, Josh la agarró con fuerza del brazo y la guió por una escalera estrecha hasta un dormitorio pequeño.

En el pasado debió ser una habitación agradable, pensó ella. Pero un olor a rancio la inundaba ahora. Unas cortinas feas y gruesas colgaban de la ventana. Una bombilla pelada colgaba del techo, confiriéndole a la habitación una luz mortecina. Además había una cómoda vieja y una alfombra desgastada que le pinchaba la planta de los pies.

Stacy sintió un escalofrío de terror. Nunca se había sentido tan indefensa. Estaba atrapada en el dormitorio de una mujer muerta, vestida con sus ropas. No tenía posibilidad de huir. Nadie escucharía sus gritos. Y fuera continuaba desatándose la tormenta.

—Buenas noches —dijo Josh educadamente.

Bajo aquella luz mortecina, a Stacy la pareció que algo parecido a la diversión le relajaba los firmes músculos de las mejillas cuando añadió:

—Asegúrate de que cerrar bien por dentro, ¿quieres? A veces mi abuelo camina sonámbulo.