Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un soltero y un bebé, n.º 38 - junio 2018
Título original: The Baby and the Bachelor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-710-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
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Si te ha gustado este libro…
—¿Te he sacado de la cama? Lo suponía.
—Payne, trabajé hasta las cinco y media de esta mañana —Stuart Thorpe, vestido con su camiseta y pantalones cortos más viejos, aceptó el bebé de los brazos de su hermana y la observó dejar un montón de parafernalia infantil en el suelo de mármol—. Me estoy relajando. ¿Qué crees que hago en mi día libre?
—Disfrutar de orgías, de fiestas salvajes y de otras cosas que ni siquiera pienso mencionar —le lanzó la típica mirada de desaprobación de hermana mayor que él había experimentado durante treinta y cinco años—. No tendrás ahí a una mujer dormida, ¿verdad?
—No —sus hermanas tendían a exagerar el alcance de su vida social solo porque aún no se había casado, algo que parecía preocuparlas a las dos—. Bambi se marchó ya para ir a trabajar al Foxy Lady.
—Jamás sé si estás de broma o no —lo miró con ojos centelleantes—. ¿El Foxy Lady es ese sitio donde unas bailarinas exóticas sirven el desayuno?
—Sí, lo es, y sí, estoy de broma. Te lo juro. No he vuelto al Foxy Lady desde que cumplí los veintiún años.
—Ni falta que te hace —musitó ella, pasando a su lado para ir a guardar unos biberones en la nevera—. Las mujeres se lanzan sobre ti a todas horas. Es ridículo.
—Yo creo que es agradable —le sonrió a su sobrina, que con deditos regordetes le palmeó la mejilla—. El tío Stuart tiene un montón de amigas bonitas.
—Bueno —indicó su hermana—, mantén a tus amigas bonitas alejadas mientras Bree esté aquí. No quiero que nada te distraiga de tu cometido de canguro.
—Desde luego —Stuart habría reído, pero no se atrevió. Tenía a su familia y su vida social separadas, para que ninguna dama hermosa con la que pudiera estar saliendo se hiciera una idea equivocada y pensara que iba a haber algo permanente en el futuro.
—¿De verdad crees que podrás arreglarte hasta que Temple llegue a casa? —preguntó Payne. Temple era su hermana menor.
—No hay problema —afirmó Stuart, pero los dos sabían que cuidar de una niña de seis meses era un trabajo duro que no entraba en la categoría de «no hay problema»—. ¿Para qué está un tío?
—¿Estás seguro? —Payne parecía preocupada.
Pero su hermana mayor siempre lo parecía. La acompañó a la puerta.
—Nos arreglaremos a la perfección —tenía a su sobrina en brazos, y le tiraba del lóbulo de la oreja como si quisiera arrancársela. A Brianne Nicole Johnson le encantaba jugar con todo—. Has traído su corralito, ¿verdad?
—Lo he dejado fuera, junto a la puerta —se detuvo y miró alrededor del salón blanco y negro—. Estos muebles ultramodernos parecen peligrosos.
Él miró la mesita de centro de cristal y metal cromado, el sofá de piel y el mueble donde estaban todos los aparatos electrónicos que le habían costado más que un semestre en la universidad.
—Cuesta demasiado caro ser peligroso, y, además, Bree va a estar demasiado ocupada para tener tiempo de lastimarse, Payne. La lista de actividades que me has dado es de dos folios.
Su hermana frunció el ceño, aunque en esa ocasión caminó hacia la puerta.
—Temple volverá a la ciudad a la hora de la cena. Dijo que te llamaría desde el aeropuerto y que luego vendría directamente aquí a recoger a Bree.
—Perfecto. Llámame esta noche y dime cómo se encuentra la madre de Phil.
—Lo haré —dio la impresión de que iba a ponerse a llorar. Quería mucho a los padres de su marido, y pensar en su suegra en el hospital era casi más de lo que podía soportar, en particular en ese momento, en que su marido se hallaba en viaje de negocios en Australia. Los tres hermanos Thorpe compartían el mismo pelo oscuro, la misma complexión atlética y los ojos castaños, pero Payne era la emocional de la familia. Y al ser la mayor, la más mandona—. Asegúrate de que coma a tiempo.
—Mmmmm —zumbó la pequeña mientras alargaba una mano regordeta hacia su madre.
Payne la besó tres veces más y luego se marchó a toda velocidad hacia la puerta. Al llegar allí se volvió y le dio a su hermano otra orden.
—¿Te cerciorarás de que duerma la siesta? ¿Y de que lleve prieto el cinturón de seguridad? Si se pone mala, llama a su pediatra. El número figura en el bolso.
—Bien.
—Y dile a Temple que cuento con ella.
—Podemos cuidar de Bree —la tranquilizó, sabiendo que sus hermanas aún no creían que tuviera treinta y cinco años.
—No te olvides de la cita con el fotógrafo a las cuatro y media. Si no le sacan las fotos hoy, tendré que esperar tres meses más para conseguir otra cita. Oh, está programada entre su siesta y su cena, así que mantén el horario a rajatabla —fue la orden de despedida.
—Lo haré —cerró la puerta y se concentró en Bree—. Tu mami es un verdadero… bueno, ya lo descubrirás cuando cumplas los quince años —los ojazos de Bree lo miraban sin pestañear—. Entonces podrás llamar al tío Stuart para que te ayude, ¿de acuerdo?
—Mmmmm —gorjeó su sobrina al tiempo que tiraba otra vez de su oreja.
Miró el reloj que tenía sobre la repisa. Iba a ser una tarde larga.
—No sé si el tiempo vuela —musitó Anna Gianetto. Miró su reloj—. ¿Son las cuatro y media o las tres y media?
—Cuatro y media —le dijo Kim a su vecina.
—¿Ya? Ooh —se abanicó el pecho amplio con un folleto de Providence Photography—. Hoy te he traído muchas cosas.
—Está bien. Mi último cliente aún no ha llegado —distribuyó la ropa infantil para que tuviera la luz adecuada y luego, con la cámara digital de Anna, sacó la foto.
—Haces un buen trabajo —comentó Pat O’Reilly, dándole una palmadita en la espalda mientras Anna recogía la ropa—. Eres una buena chica al ayudarnos en esto.
—No me importa —les respondió. Sabía que en ese momento estaban preocupados por ella. Todo el mundo lo estaba, lo que la desconcertaba un poco. No le gustaba ser el centro de atención.
—Bueno, pues eres una buena chica —repitió Patrick.
—Lo sé —le guiñó un ojo. Sus vecinos eran como de la familia, ya que los conocía casi de toda la vida. Su empresa de vender cosas en eBay, una casa de subastas en línea, les proporcionaba dinero extra y a Kim su compañía. La hacían reír, aunque su hermana Kate la consideraba un poco loca por frecuentar a sus vecinos mayores—. Es un cambio agradable, después de tantos niños, gatos y perros.
Patrick, un hombre bajo y fibroso de ochenta y pocos años, agitó un dedo nudoso.
—Uno de estos días tendrás tus propios hijos, Kimmy, no te preocupes.
—No me preocupa —prometió.
Dos años atrás, cuando Jeff rompió su compromiso y dijo que no era «capaz de asumir esa responsabilidad», había creído las declaraciones de su familia de que la vida le reservaba todo tipo de sorpresas agradables y que lo único que tenía que hacer era mantener el buen humor. Pero recientemente había llegado a la conclusión de que quizá su vida no fuera más que el simple transcurrir de un día tras otro. Los hombres con los que había tratado de emparejarla su hermana no habían sido nada interesantes… o quizá, para ser justa, tenía que reconocer que tal vez no habían estado interesados en una versión poco seductora de su hermana.
—Deberías salir más —dijo Anna—. Pasas demasiado tiempo sola.
—Lo haré —convino, como todas las veces que sus vecinos se presentaban en el estudio—. Lo prometo.
—A Robbie le gustas —indicó Anna—. A veces pasa cuando vuelve de su gimnasio. «Tía Anny», dice, «¿qué hago mal para que Kim no quiera casarse conmigo?»
—No lo amo, Anna —en secreto pensaba que Robbie, un levantador de pesas profesional, estaba más entusiasmado con su propio cuerpo que con la habilidad de mantener una relación con ella. Anna, decidida a cuidar de su joven vecina, tenía una legión de sobrinos que consideraba «apropiados» para ella.
—Podrías esforzarte un poco más. En la actualidad, las mujeres no deberían esperar tanto para casarse —aconsejó. Guardó la ropa cuidadosamente doblada en una bolsa—. Por eso ahora tienen problemas para tener bebés. Sus óvulos son viejos. No era así en nuestra época. Yo me quedé embarazada en nuestra luna de miel.
—Sí —corroboró Pat—. Mary y yo tuvimos a nuestro primer hijo con veinte años —frunció el ceño, tratando de recordar—. O quizá fue con diecinueve. Mi memoria ya no es lo que era.
—Es una pena que las cosas hayan cambiado —dijo Kim, con la esperanza de que sus óvulos le ofrecieran unos años de optimismo antes de secarse. Solo tenía veintiséis años—. Quizá no sea propensa al matrimonio.
—Tonterías —contradijo Pat.
—Yo me quedo con nuestra época —indicó Anna—. Cuando los hombres eran hombres.
—Y las mujeres, mujeres —añadió Patrick con un suspiro. A Kim le habría gustado saber cómo había sido de joven. Sospechaba que atractivo como el pecado y el doble de encantador—. Ya ni siquiera cocinan.
—Eh —invitó Anna—, pasa por casa que te prepararé unas galletitas de anís.
—¿Yo también estoy invitada? —Kim sentía debilidad por la especialidad de su vecina.
—Claro, cariño. Nos ofreceremos una pequeña fiesta —declaró Anna, satisfecha, una vez guardado todo en la bolsa.
—Será mejor que nos vayamos, Anna —Pat señaló con el pulgar en dirección a la zona de recepción—. Kimmy tiene trabajo de verdad.
Todos miraron hacia la puerta abierta y oyeron la bulla de un bebé y una voz ronca y masculina que trataba de calmar a… Kim buscó en su memoria… a Brianne Johnson.
—¿Hola? —llamó el hombre, un poco agitado.
Era poco habitual que un padre llevara a un bebé a su primera sesión de fotos. Kim esperaba que también hubiera ido la madre de Brianne, para que la pequeña permaneciera calmada.
—¡Voy! —fue hacia la puerta con una sonrisa de bienvenida en la cara. Su especialidad eran los bebés mientras que Kate se encargaba de las sesiones más glamurosas y de los proyectos más artísticos. Vio que ese bebé era especialmente guapo. Le apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda cuando dejó de hacer ruido y le sonrió.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó él.
Fue en ese momento cuando Kim alzó la vista hacia el rostro del hombre. Al principio no quiso creer lo que le informaba el cerebro: Stuart Thorpe se hallaba de pie a menos de tres metros de distancia.
—¿Hacer qué? —repitió con la mente en blanco salvo por un pensamiento: Stuart Thorpe sostenía en brazos a un bebé.
—¿Kim? —aventuró él con una sonrisa—. ¿Kim Cooper?
—Sí —logró decir. Él jamás la confundiría con su gemela. Nadie había vuelto a hacerlo desde el instituto. Intentó apartarse el pelo pero lo dejó. Stuart Thorpe seguiría sin fijarse en ella a menos que fuera rubia, tuviera pechos grandes y las manos apoyadas sobre su torso, cosas que no eran probables.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo él, sosteniendo mejor a su sobrina para que no se le escurriera de las manos.
—Años —corroboró Kim. Con cierta decepción, notó que estaba tan atractivo como siempre. No había perdido nada del pelo oscuro y tupido. No había engordado. Seguía atractivo con cualquier cosa que se pusiera, incluso con una camiseta arrugada y unos pantalones cortos sobre los que daba la impresión de que Brianne había vertido varias cucharas de comida para bebé.
—Cinco o seis años, como mínimo —repitió él con expresión aturdida—. ¿Cómo estás? ¿Y tu hermana Kate?
—Las dos bien.
—No has cambiado nada —comentó Stuart.
Kim sabía que había sido una estudiante de arte inocente y terriblemente tímida, con una gran pasión por la fotografía y un enamoramiento secreto por un médico joven que vivía en el apartamento de abajo. Era evidente que no había cambiado mucho.
—Bueno —dijo, tratando de recuperar un leve semblante de profesionalidad—. Acomodemos a Brianne en el estudio. Tu mujer dijo que quería una serie de fotos variadas, de las que pudiera elegir…
—Oh —la siguió al cuarto adyacente, donde Anna y Patrick esperaban dominados por la curiosidad—, no era mi mujer. Hablaste con…
—Qué bebé tan hermoso —interrumpió Anna con los brazos extendidos.
Brianne, que evidentemente sintió que tenía un pecho más cómodo contra el que arrebujarse, fue de buena gana al abrazo de Anna, mientras la mujer regordeta se sentaba en el sofá de piel de Kim.
—Gracias —dijo Stuart—. Supongo que sale a mi lado de la familia.
De modo que no estaba casado con la madre del bebé. ¿Divorciado? Kim observó a la pequeña, que apenas tendría cinco o seis meses. No, lo más probable era que la madre de Brianne y él jamás se hubieran casado. No le extrañó. Stuart Thorpe atraía a las mujeres del mismo modo que su hermana gemela atraía a los hombres.
Era un don.
—Señora Gianetto, le presentó a Stuart Thorpe, un viejo amigo. Stuart, te presento a Anna Gianetto y a Patrick O’Reilly, mis vecinos.
Patrick se mostró ceñudo, pero dio un paso al frente para estrechar la mano extendida de Stuart.
—Encantado de conocerlo —manifestó de forma poco convincente—. Así que conoce a nuestra Kim, ¿eh?
—Sí.
—Es una chica estupenda —declaró el anciano—. Una buena chica.
—Stuart —se apresuró a intervenir Kim—, tengo entendido que eres cirujano cardiovascular.
—Mmm, sí… —calló y observó a su sobrina—. Eh, señora…
—Gianetto —aportó Kim al tiempo que miraba a Anna acunar al bebé.
—Señora Gianetto —volvió a intentarlo Stuart—. Si la sostiene de esa manera, creerá que la van a alimentar y entonces me temo que soltará un…
Grito.
Kim hizo una mueca. El chillido de frustración de Brianne rebotó en las paredes de color marfil del estudio y detuvo toda conversación. Patrick también hizo una mueca y alzó una mano al audífono.
—Mamma mia —exhaló Anna—. Tiene un temperamento como el de mi primer marido —alzó a la pequeña y la tendió hacia Stuart.
—Sale a su madre —dijo él, divertido, mientras aceptaba a la niña en brazos. La sonrisa se desvaneció a medida que los gritos de Brianne aumentaban.
—¿Dónde está su madre? —inquirió Kim.
—En Maine —gritó Stuart—. ¡Emergencia familiar!
—Quizá sería mejor si esperáramos hasta que volviera —sugirió ella—. Para ese entonces tal vez la pequeña esté de mejor humor.
—Me caerá una buena por perderme esta sesión —musitó, palmeando con inexperiencia la espalda de su sobrina—. ¿No puedes hacer nada? ¿Algún truco de fotógrafa?
—Dámela —alargó los brazos y Stuart se la pasó con presteza.
Brianne soltó otra queja y entonces miró a Kim como si tratara de decidir si gritar otra vez.
Patrick echó a Stuart una mirada iracunda.
—A ese bebé no parece gustarle demasiado su padre.
Stuart no le hizo caso y miró a Kim.
—¿Puedes hacer algo con ella? Si la necesitamos, creo que llevo ropa en el bolso. Y también su manta.
—Mira, cariño —Kim mantuvo la voz baja—. ¿Te gustaría ver unos juguetes bonitos? ¿O divertidos?
Los ojos castaños de Brianne no parpadearon, pero respiró hondo.
Kim miró por encima del hombro a su público de tres personas. Stuart parecía aliviado y cansado. Anna estaba sentada en el sofá como si mirara un programa de televisión especialmente fascinante y Patrick se hallaba con los brazos cruzados, convencido de que protegía a sus mujeres de un desconocido peligroso.
—¿Os vais a quedar todos? —preguntó.
—Puedo esperar fuera —ofreció Stuart, dando un paso atrás.
—Buena idea —convino Patrick.
—Ella te conoce —le dijo Kim a Stuart. A pesar de lo que le gustaría que se fuera, no podía arriesgarse a que Brianne tuviera otro ataque si descubría que se encontraba con desconocidos. Sabía que los bebés eran criaturas sensibles. Y no se les pasaba por alto lo que sucedía a su alrededor.
—Si insistes —aceptó él.
—Bien —no quería insistir. Quería que el corazón le volviera a latir con naturalidad y dejar de preocuparse por si tenía la cara roja. Tampoco sabía cuánto tiempo más podría ocultar lo nerviosa que estaba.
—Yo también me quedaré —Patrick fue a sentarse junto a Anna.
—Estupendo —musitó Kim, dirigiéndose hacia la zona preparada donde fotografiaba a los niños—. Todos tendréis que quedaros quietos y en silencio. No quiero que la pequeña se distraiga —se volvió a Stuart—. ¿Has traído alguno de sus juguetes favoritos?
—Miraré —prácticamente corrió a la sala de espera.
—Qué joven tan agradable —dijo Anna—. Erais amigos, ¿eh? ¿Qué clase de amigos?
Kim movió la cabeza.
traje rosa con conejito blanco y vestido blanco con encaje
—¿Quieres ponérselo mientras cambio el carrete?
—Claro —en un abrir y cerrar de ojos, el bebé volvió a estar en sus brazos y Kim se concentró en rebuscar entre su equipo.
Había olvidado lo bonita que era. No vio ninguna alianza en la mano izquierda. Tampoco anillo de compromiso, lo cual lo sorprendía. Kim había sido el tipo de mujer de «matrimonio y bebés» que hacía tiempo había aprendido a esquivar. Dulce, casera, inocente, había sido perfecto material de «matrimonio».
Para otra persona.
Lo que significaba que él había huido como perseguido por mil demonios en la dirección opuesta.
Recogió el bolso de la pequeña y regresó al estudio.
—Ahora sacaremos unas fotos fuera —dijo Kim al tiempo que miraba por la ventana la brillante luz de mayo.
—¿Fuera? —Payne no había dicho nada de eso. Si a Bree la picaba una abeja, su hermana jamás volvería a invitarlo a su casa.
—Lo tengo todo preparado —indicó ella al tiempo que tocaba algo en la cámara—. Las lilas van a florecer temprano este año. Si tenemos suerte, quizá consigamos un toque de color. Como mínimo, obtendremos un poco de textura de fondo, y la luz será buena.
—Nuestra Kim es famosa por sus fotos con lilas —reveló Anna.
Stuart pensaba que Rhode Island también era famosa por sus hormigas, abejas y mosquitos. Buscó en el bolso el jersey de Bree.
—No te preocupes por los zapatos —pidió Kim—. Puede ir descalza. Los pies de los bebés son maravillosos.
—¿Lo son?
—Sí —señaló el lugar que el señor O’Reilly acababa de dejar vacío en el sofá—. Puedes cambiarla ahí. Y compruébale el pañal. Si está incómoda, no va a sonreír.
Obedeció y tumbó a Bree boca arriba.
—¿Estás segura de que esas fotos de exteriores son una buena idea?
—Confía en mí —le sonrió.
Ese gesto surtió un efecto extraño en una parte del cuerpo de Stuart que no tenía ninguna excusa para cobrar vida delante de ese público.