BREVE HISTORIA
DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL

BREVE HISTORIA
DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL

Vicente Caballero de la Torre

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia de la filosofía occidental

Autor: © Vicente Caballero de la Torre

Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2018 Ediciones Nowtilus, S. L.

Doña Juana I de Castilla, 44, 3.º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Portret van René Descartes de Frans Hals (circa 1649-1700). Expuesto en el Museo del Louvre

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-948-8

Fecha de edición: mayo 2018

Depósito legal: M-11545-2018

A las personas de las que más he aprendido como profesor: mis alumnas y alumnos.

Siempre en el recuerdo. Con afecto.

Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio,

que las soñadas en tu filosofía.

Shakespeare

Prólogo

¿Cómo escribir el prólogo a una historia de la filosofía sin ser filósofo? Caí entonces en la cuenta de que la filosofía, por supuesto, es una disciplina, y como tal, susceptible de estudiarse como un saber específico: puedes especializarte en filosofía como puedes, por ejemplo, especializarte en historia, en biología o en ingeniería de canales, caminos y puertos. Pero la filosofía es un poco de todos; también de los profanos. Lo es por su propio significado: amor al saber, la patria en la que acabamos por encontrarnos todas las personas cultas o que aspiramos a serlo, la república de las letras, como decían los ilustrados del siglo XVIII. Pero lo es también por su objeto, que comparten ya no solo las personas cultas, sino todos y cada uno de los seres humanos: el pensamiento.

Porque la filosofía consiste, en lo esencial, en eso: en pensar. Pensar, eso sí, desinteresadamente, por el mero placer de hacerlo, por la mera curiosidad de comprender cuanto nos rodea, sin el deseo implícito de dominarlo. Pensar, además, sobre todo: sobre lo que se ve, primero; sobre lo que no se ve, después; sobre la naturaleza, al principio; sobre el ser humano, más tarde; sobre su sociedad, por último; sobre el propio pensamiento incluso. Pero pensar sin cesar, infatigablemente, sin prejuicios y sin miedo a las conclusiones; sin apriorismos ni condicionantes distintos de los que como seres humanos nacidos y educados en una época y una sociedad concretas nos impone nuestro contexto histórico y cultural.

Desde esa perspectiva está escrito este libro. No encontrarán en él los lectores una mera relación de autores, sino un análisis, por supuesto cronológico, pues de una historia se trata, de problemas a los que se han enfrentado los filósofos a lo largo de los siglos desde que, allá por el siglo VI antes de nuestra era, en un rosario de pequeñas ciudades diseminadas por las costas occidentales de Asia Menor, el ser humano fue capaz de dar un gran salto, el más decisivo de su historia: tratar de comprenderse a sí mismo y al mundo usando la razón, relegando el mito al lugar que le corresponde en el terreno de la literatura, el del arte o, en fin, de la belleza. Fue en ese instante cuando nació Occidente, cuando, de algún modo, se hizo posible la existencia de una sociedad de personas libres e iguales, cuando, en fin, la humanidad dejó atrás su larga infancia de milenios para comenzar a hacerse adulta e incluso, de la mano de los sofistas griegos, a criticarse a sí misma. La saga de esa apasionante y mágica aventura es la historia de la filosofía. Merece la pena conocerla.

Luis E. Íñigo Fernández

Director de la colección Breve Historia

Leganés, a 19 de enero de 2018

Introducción breve

La redacción de un texto sobre historia de la filosofía implica ya tener alguna filosofía. Al menos, una orientación sobre qué seleccionar, dado que se trata de un proyecto de Breve Historia. Hemos optado por no detenernos en detalles biográficos y hemos evitado hacer semblanzas psicológicas de los autores. También hemos pensado que entender que la historia de la filosofía es sobre todo la historia de la influencia del contexto histórico que da lugar a un producto cultural determinado, entre otros, sería un enfoque que alargaría en exceso esta obra.

En esta historia de la filosofía los protagonistas no son los autores ni tampoco las grandes ideas filosóficas. La trama, si es que tiene algún sentido hablar de esto, está en el devenir de ciertas nociones que han supuesto un gran quebradero de cabeza y sin las cuales las grandes ideas se tambalean. No se trata de hacer la genealogía del imperativo categórico kantiano, bastará con que este sea comprensible. Pero sí es importante que las lectoras y lectores no se pierdan con todos los significados que la palabra «sustancia» tiene a lo largo de la historia de la filosofía, por ejemplo.

También hemos evitado presentar en ciertos autores sus distintas etapas como si se tratase de pensamientos diferentes. Cuando las diferencias entre dos etapas en un mismo autor son radicales y provocan una auténtica ruptura se considera que el pensamiento genuino de ese autor está en la etapa posterior. Este sería el caso del Kant de la Crítica de la razón pura respecto a la etapa precrítica. Ahora bien, si en un autor la diferencia entre etapas responde a giros dentro de la espiral que va dibujando la profundidad de su propio pensamiento, optamos por exponer este pensamiento como un todo coherente.

Este trabajo carece de grandes pretensiones, pero pensamos que tiene alguna utilidad. No es un libro de texto, pero constituye un manual de historia de la filosofía de cómodo manejo y transporte. No falta nada de lo que es importante para estudiantes preuniversitarios en relación con la materia. Es útil también para personas que quieren por propio deseo acercarse a la filosofía. Y, por supuesto, es lo bastante riguroso como para poder ser apreciado por estudiantes universitarios de carreras de humanidades que contengan materias de filosofía en su programa. Esta historia de la filosofía está pensada tanto para personas interesadas en las ciencias naturales como en las sociales o la formación humanística y artística.

Es de justicia que se acabe esta introducción agradeciendo con sinceridad a Nowtilus la oportunidad de publicar este libro y el exquisito trato dispensado.

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Pensarlo todo por primera vez

La historia de la filosofía occidental arranca en Grecia allá por el siglo VI antes de Cristo. Discutir sobre qué motivó el pensamiento filosófico puede ser una pérdida de tiempo si lo que nos interesa es conocer la semblanza o el retrato psíquico, por decirlo así, de los primeros pensadores. Su mundo está ya tan alejado del nuestro en tantos aspectos…, la virginidad con la que su mirada se dirigía hacia todo hacía de la imagen que recogía algo tan prístino que, para las inteligencias ya moldeadas del mundo moderno, es muy complejo sospechar sus intuiciones. Ahora bien, los filósofos presocráticos o pensadores iniciales (como también se los conoce) no albergaban un saber casi místico ni eran unos iluminados. Estos pensadores fueron unos pioneros en una forma de pensar que, partiendo de la vida práctica (uso de ciertas técnicas, discusión de problemas prácticos, etc.), era capaz de desengancharse de las necesidades a las que responde tal pensamiento para intentar, por primera vez, que este se dirigiera a las cosas mismas y no a las cosas en tanto que útiles o prácticas. Pongamos el caso del pensamiento del herrero que, en la fragua, ha de forjar algún útil a partir del hierro. El pensamiento del filósofo que por vez primera procura componer una explicación de cómo a partir del fuego pudo originarse todo el universo no dista tanto del pensamiento del herrero que controla todos los pasos de la producción manejando las técnicas precisas. La diferencia radica en que el pensamiento del pensador se mueve, partiendo de la observación de lo que hace el herrero, en el plano de lo universal y lo desinteresado, es decir, de algo que concierne a todo el cosmos y cuya única finalidad es satisfacer la curiosidad (sin tener una aplicación práctica inmediata).

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Jonia, actual Turquía, en la costa de Asia Menor, es la cuna de la filosofía occidental. Las colonias griegas establecidas allí vieron aparecer la moneda, la filosofía y la geometría casi al mismo tiempo.

Otro lugar de discusión entre historiadores de la filosofía y también entre filósofos profesionales es cómo clasificar a estos primeros pensadores. Obviamente, lo más fácil es seguir un criterio cronológico para exponerlos. Sin embargo, en muchos casos solo se sabe de ellos alguna fecha significativa en relación con sus trayectorias, pero se desconoce la edad exacta que tenían en la misma. Por otro lado, no aparece un hilo conductor definido que permita considerar que la exposición en orden cronológico de sus pensamientos nos vaya a llevar en una dirección clara. Otros criterios consisten en aplicar conceptos filosóficos posteriores a estos pensadores y decir que unos eran, por ejemplo, materialistas (físicos en sentido literal) y otros, en cambio, espiritualistas. Por simplificar un poco y a la vez dar un enfoque que nos parece más adecuado a lo que fue el despertar de la conciencia filosófica en la Grecia anterior a Sócrates y la ilustración griega, los dividiremos en los siguientes apartados:

PENSAR LA MATERIA

La despersonalización de los elementos naturales llevada a cabo por los primeros pensadores fue el gran logro de estos, a pesar de los muchos errores cometidos. En Asia Menor, al otro lado del mar que baña las costas de Grecia, unos colonos griegos de la ciudad-Estado de Mileto, se aventuraron a desmitificar los elementos materiales y a pensarlos como algo que obedece a una serie de leyes o procesos naturales y no a la voluntad de los dioses. El primero de ellos fue Tales de Mileto, allá por el siglo VI a. C. Para Tales, el principal problema era comprender cómo podían reducirse todos los aspectos aparentes de la materia a un solo elemento subyacente. Otro misterio es, como es obvio, el de la aparición de la vida a partir de lo inerte. Encontrar el principio arquitectónico —que como piedra angular sostiene y fundamenta toda la demás materia— conlleva un esfuerzo de abstracción que Tales no realizó pero que sí llevó a cabo su discípulo Anaximandro. Tales postuló el agua en un sentido muy general (no solo como agua líquida que corre o se estanca, como estamos acostumbrados a tratar con ella) como principio fundamental del resto de elementos (aire, fuego y tierra). Para quien se queda en las apariencias de las cosas esto puede parecer una necedad: ¿cómo va el agua a estar en la base del fuego? Pero no lo es tanto si recuerda unas nociones de química elemental y se da cuenta de que —esto Tales no lo podía saber, pero quizá lo sospechaba— uno de los elementos del agua (el oxígeno) es necesario para la combustión.

Sea como fuere, Tales podía aducir a su favor que todo lo que está vivo contiene algún grado de humedad y, por ende, de agua, pero no podía explicar el ciclo de las transformaciones. Que el fuego no era un privilegio de los dioses que el titán Prometeo robó estaba claro para estos pensadores iniciales pero lo que ya no estaba tan claro es el hecho de que todos los elementos pudieran reducirse a uno solo que funcionase como su principio. Por eso el discípulo de Tales, al que se supone unos quince o veinte años más joven que él, tuvo una idea absolutamente brillante: el principio fundamental de la realidad no es ninguno de los cuatro elementos sino algo que, si bien es perfectamente real y material (lo más real, de hecho), solo puede captarse mediante el pensamiento. Anaximandro lo llamó άπειρον. Se pronuncia /ápeiron/ y significa ‘lo que carece de límites’. No es lo infinito. Lo infinito —tanto en un sentido espacial como temporal— no es un concepto propio de la Antigüedad grecorromana. Decir de algo que no tiene límites (como los límites que sí tiene una figura geométrica tridimensional, incluida la esfera), lo que equivale a decir que puede adoptar cualquier forma o figura o, mejor dicho, cualquier configuración: tierra, agua, fuego o aire. La posterior mezcla de estos cuatro elementos es la realidad tal como se deja percibir. Hoy sabemos algo que estos primeros pensadores no sabían: que el grado de estabilidad de los enlaces electrónicos está directamente relacionado con los estados de la materia. Algo semejante, pero más pedestre como explicación que lo que hoy nos dicen la física y la química, se le ocurriría casi dos siglos después de Anaximandro a Demócrito (lo veremos posteriormente). El problema de Anaximandro es que concebía la materia como un continuo y no como un cúmulo de realidades discretas, es decir, fragmentadas o divididas en paquetes de materia. Y con esa concepción era difícil comprender el cambio de estado de la materia y, por lo tanto, la forma en la que esta se nos presenta a la percepción por nuestros sentidos. No debe extrañarnos, pues, que algunos filósofos presocráticos posteriores (Parménides y Zenón de Elea) hayan incluso negado que los sentidos nos muestren el ser de las cosas tal como es, valga la redundancia. El discípulo de Anaximandro, Anaxímenes, acabará dando una solución dialéctica (como sostiene Gustavo Bueno): si dice la tesis que el primer principio es material, limitado y perceptible (el agua) y la antítesis que es material, ilimitado y no perceptible (el ápeiron), la síntesis dialéctica que propone Anaxímenes es que tal principio es material, ilimitado y perceptible solo bajo ciertas manifestaciones: el aire. Este aire no es solo el aire que se hace notar mediante el viento o cuando corremos y lo sentimos chocar contra nuestro rostro, sino que es el aliento vital que anima y da vida. Por esto último algunos historiadores de la filosofía han considerado que quizá Anaxímenes estaba abriendo una puerta a cierto espiritualismo con esta solución.

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Estatua de Prometeo en el Rockefeller Plaza (Nueva York). Fotografía de Andy C. bajo licencia Creative Commons BY-SA 3.0.

Como se adelantó unas líneas más arriba, quienes fueron capaces de entender que la materia se reducía a un principio discreto, siempre el mismo cualitativamente pero cuantitativamente ilimitado (se desconoce el número de unidades del mismo), fueron Leucipo y Demócrito. Leucipo fue también oriundo de Mileto (como Tales, Anaximandro y Anaxímenes) donde nació en el siglo v a. C. Hasta el hallazgo de ciertos datos (papiros de Herculano) algunas autoridades han tenido predicamento cuando sostenían que Leucipo nunca existió. Sin embargo, parece que Leucipo fue quien formuló los principios del atomismo: hay vacío, las partes materiales (a-tomos: ‘sin partes’) se mueven en ese vacío (si no hubiera vacío no habría movimiento) y, por lo tanto, lo que sucede responde a una razón mecánica (causa-efecto). Imaginemos un puñado de canicas (átomos de lo gaseoso y lo líquido) mezclado con otro puñado de elementos hechos de la misma materia pero con formas ganchudas que encajan entre sí (átomos de los sólido). Esto fue más o menos lo que imaginó Demócrito. Cuanto más ajustado y firme sea el enganche entre los átomos más estable será su realidad y su apariencia ante nuestros sentidos será más patente: sólida, duradera en su estado visible, etc. Cuanto menos, menos estable es esa realidad (como la corriente de un río) y su apariencia no acaba de cristalizar o de definirse. Los átomos son extensos y resistentes, indivisibles por su propia naturaleza, inalterables e incorruptibles y solo son diferentes entre ellos por su tamaño o magnitud, por su figura (más o menos lisa, más o menos ganchuda) y por su afinidad (los átomos esféricos y lisos se unen y permanecen en su unión entre ellos con más facilidad que si se unen con átomos ganchudos): lo semejante tiende a unirse a lo semejante. Además de presentar una figura y un tamaño y de ser resistentes, indivisibles, inalterables e incorruptibles (todo ello son propiedades intrínsecas), los átomos son susceptibles de movimiento y posición. Esto estaría en la base de ciertas sensaciones como el frío y el calor.

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Ilustración de Demócrito en la obra de Thomas Stanley, (1655), The history of philosophy: containing the lives, opinions, actions and discourses of the philosophers of every sect. Illustrated with effigies of divers of them (Historia de la filosofía: Con vida vidas, opiniones, actos y discurso de los filósofos de cada escuela, ilustrada con efigies de varios de ellos).

El atomismo tiene consecuencias devastadoras para la religión politeísta griega. Si la materia es la misma y todo sucede por necesidad, ¿cómo pueden los dioses romper el curso de esa necesidad? ¿Son los dioses impotentes? Y, si es así, ¿por qué seguir temiéndolos? El atomismo suponía un ataque a la moralidad griega —y a la forma de educar a los infantes (basada en los relatos míticos)— porque dejaba en suspenso y sin razón el temor a los dioses. Sin embargo, no era en absoluto un peligro para la vida ética. Al contrario. Pensemos que los dioses griegos carecían de ética y su código moral se basaba —como el de los capos y mafiosos de nuestra época— en el reconocimiento de su superioridad. Si este era negado se consideraba como un acto de intolerable deslealtad y el humano caía, supuestamente, en desgracia:

Encolerizándose le dijo Zeus al amontonador de nubes (a Prometeo): «Tú que sobre todos destacas en entender de astucias, te regocijas de haber robado el fuego y burlado mi entendimiento, ¡gran desdicha para ti mismo y para los hombres futuros! A ellos, a cambio del fuego, yo les daré un mal con el que todos se gocen en su ánimo, encariñándose en su propia desgracia». Así habló, y rompió a reír el padre de los dioses y los hombres. Y al muy ilustre Hefesto le mandó que a toda prisa hiciera una mezcla de tierra y de agua, que le infundiera voz y hálito humanos, y hermosa figura de muchacha para que en su rostro seductor se asemejara a las diosas inmortales […] Luego, una vez que hubo armado su trampa aguzada, irresistible, envió el Padre hacia Epimeteo al Ilustre Matador de Argos, el veloz mensajero de los dioses, llevándole el obsequio. No recordó Epimeteo que le había advertido Prometeo que jamás aceptara un regalo de Zeus Olímpico, sino que se apresurara a devolverlo al punto, para que no les sucediera algún desastre a los mortales. En aquel momento lo aceptó y sólo lo advirtió cuando ya tenía encima la desgracia.

Trabajos y días

Hesíodo

(Tomado y adaptado del Diccionario de mitos de C. García Gual)

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Busto de Epicuro, Palazzo Massimo alle Terme (Roma)

Quien extrajo las consecuencias éticas del atomismo fue Epicuro (aunque para ello introdujo algunas modificaciones en los conceptos teóricos sobre el movimiento de los átomos) ya en el siglo IV a. C. Epicuro recetó a la humanidad un fármaco de cuádruple acción (el tetrafármaco): contra el miedo a la muerte, contra el miedo al dolor, contra el miedo al fracaso y contra el miedo a los dioses. Cuando la muerte es, nosotros no somos y cuando nosotros somos (y, por lo tanto, pensamos en la muerte) la muerte, por definición, no está. Esto no evita, claro está, el miedo al sufrimiento por la muerte de aquellos a quienes amamos. Con respecto al dolor físico, Epicuro considera necio anticiparlo cuando no está —aunque considera prudente hacer lo posible por evitar que llegue—, de modo que es algo de lo que uno puede ocuparse en el momento adecuado (el dolor desaparece o se aprende a vivir con él). No puede haber miedo al fracaso ni a la soledad cuando se ha cultivado una sana amistad con personas de nuestra generación, que siguen ahí cuando la familia va desapareciendo y que nos apoyan cuando las cosas no van como deseamos. Finalmente, temer a los dioses es una estupidez si consideramos, siguiendo a Epicuro, que todo en la naturaleza sucede por la necesidad (en términos de configuración, tamaño, movimiento y posición de los átomos) y que los dioses —si existen— no pueden ser más que espectadores de lo que sucede, nunca actores que intervengan en romper un orden de causas y efectos al que ellos mismos están sometidos.

No debe cerrarse este apartado acerca de los primeros pensadores de la materia sin referirnos a Empédocles (de Anaxágoras se tratará cuando se exponga el tiempo de Pericles, en el capítulo dedicado a Sócrates y la ilustración griega). Empédocles (siglo V a. C.) quizá no fue tan sutil como Anaximandro o como Demócrito y, en cierto sentido, su filosofía es muy básica, casi rudimentaria (se basa en afirmar la existencia de los cuatro elementos y que estos se unen o separan por dos principios llamados amor y odio). Pero, si hemos de hacer caso al testimonio de Platón, al menos postuló una interesante explicación acerca de cómo es que los seres materiales humanos pueden reflejar mediante la percepción y la conciencia la realidad material externa a ellos mismos (la no humana y a otros seres humanos). Escribe Platón en su diálogo Menón:


SÓCRATES ¿No decís, según el sistema de Empédocles, que los cuerpos producen emanaciones?

MENÓN Sin duda.

SÓCRATES ¿Y que tienen poros, por los que y al través de los cuales pasan estas emanaciones?

MENÓN Seguramente.

SÓCRATES ¿Y que ciertas emanaciones son proporcionadas a ciertos poros mientras que, para otros, ellas son o demasiado grandes o demasiado pequeñas?

MENÓN Es verdad.

PENSAR EL NÚMERO

«¿Y si la respuesta pasa por pensar que el principio que estructura y fundamenta la realidad material no es, él mismo, material?». Esta fue la pregunta que se hizo Pitágoras. Tomemos como ejemplo la música, a cuya investigación también se dedicó. Tenemos un instrumento de cuerda que reproduce una melodía y un instrumento de viento que hace lo mismo. Podemos también jugar a extraer esas notas musicales de varios vasos de cristal llenos de agua hasta distintos puntos… La vibración de la cuerda, el sonido que el aire emite al salir o no por unas u otras oquedades y la interacción entre el agua y la vibración que le comunica el cristal responden a una misma norma, independientemente del principio material: la melodía es la misma y perfectamente reconocible en cualquier instrumento por quien solo la ha escuchado en uno distinto. La música es percibida por el sentido del oído, es transmitida por la materia, pero no es en sí misma materia. Responde a una lógica numérica. ¿Y si esta fuera la clave de la realidad completa?

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El área del cuadrado grande es la suma de las áreas de los cuatro triángulos rectángulos y el cuadrado pequeño dentro del cuadrado grande. Esto proporciona, hechas las deducciones pertinentes, una prueba algebraica del teorema de Pitágoras.

Pitágoras, como Sócrates (siglo V a. C.) y como Jesucristo, no dejó nada escrito. Esto contribuye al misterio en torno a su figura. Según Kirk y Raven, Pitágoras no era un pensador estrictamente racional y su enfoque a veces rozaba con lo que ahora denominaríamos con el término «mística»:

Aristóteles dice que Pitágoras fue llamado Apolo Hiperbóreo por los Crotoniatas. El hijo de Nicómaco (I. e. Aristóteles) añade que Pitágoras fue visto por mucha gente, una vez, el mismo día y a la misma hora en Metaponto y en Crotona y que, cuando se levantó en el teatro de Olimpia durante los juegos, Pitágoras enseñó uno de sus muslos de oro. El mismo escritor dice que, cuando estaba atravesando el Cosa, el río le dirigió un saludo y que muchos oyeron la salutación. […] Una vez más, en Caulonia, como dice Aristóteles, profetizó la llegada de una osa blanca, y Aristóteles también, además de otra mucha información sobre él, añade que, en Tírrenia, mató a dentelladas a una serpiente que le había herido de muerte y que predijo a los Pitagóricos la revuelta política que se aproximaba y que, por esta razón, se marchó a Metaponte, sin que nadie le viera. […] Está claro que el éxito de Pitágoras no fue el de un simple mago u ocultista que sólo llama la atención del débil mental o del inseguro, sino que las citas 273-4 sugieren que alegó y, tal vez, poseyó un poder psíquico poco común. Desde la antigüedad se le comparó, sin duda, con diversos personajes visionarios de la edad arcaica tardía, tales como Aristeas, Abaris y Epiménides, a quien se creía poseedor de un número de hechos espirituales misteriosos, que incluían profecías, exhibiciones de poder sobre el mal, ayunos y desapariciones y reapariciones misteriosas.

Los filósofos presocráticos

Los pitagóricos gustaban de clasificar lo real en pares de opuestos (luz/oscuridad, bien/mal, etc.) y pensaron que la razón última de la realidad estaba en el número diez, expresado en una figura geométrica triangular compuesta de cuatro puntos. El primer punto o vértice del triángulo da lugar a dos puntos inmediatamente debajo (con dos puntos se compone la línea), estos dos puntos dan paso a tres (con tres se compone una superficie) y, finalmente, estos tres a cuatro (con cuatro puntos tenemos una figura tridimensional, con volumen). Esta forma de entender las matemáticas les llevó a una fuerte crisis intelectual interna. El teorema de Pitágoras dice que el cuadrado de la hipotenusa es el doble del cuadrado de los lados de un triángulo equilátero. Pues bien, como entendían que el número no es un instrumento de la razón para comprender la realidad —sino que es la razón misma de la realidad tal cual es— no pudieron asimilar las consecuencias de la aplicación del teorema a la hora de hallar el valor de la hipotenusa para un triángulo de lado uno. El valor de la hipotenusa es, en este caso, la raíz de dos. Pero la raíz de dos es un número de infinitos decimales, lo cual va contra la comprensión de que la realidad es finita, acabada, y de que los números tienen personalidades, es decir, son enteros, de una pieza (llamamos números enteros al conjunto de los números naturales, el cero y los inversos aditivos de los naturales: -1, -2, etc.). El orden pitagórico se basaba en la finitud. Toda pluralidad como fruto de la unidad es finita, está formada de números enteros y también toda fragmentación o división de la unidad (quebrados de 1, como un medio [1/2], un tercio [1/3]) procede de ellos y, por tanto, de la unidad, y a ella revierten, ya que dos veces un medio es igual a uno, tres veces un tercio es igual a uno, etc. De forma análoga a cualquier quebrado p/q se le puede hacer retornar a la unidad pitagórica mediante operaciones de fragmentación y adición (5/3 – 2/3 = 1; 2/3 + 1/3 = 1, por ejemplo). Se comprende la perplejidad que en el mundo pitagórico causó la emergencia del número irracional o inconmensurable —es decir, aquel que no puede medirse con la misma unidad que otro— como algo que se escapa al dominio de la unidad, ya que ninguna operación entera con él es capaz de retornarle al origen de todo (el uno).

PENSAR EL DEVENIR

La preocupación del pensamiento griego por el cambio incesante de todo lo que acontece y de nosotros mismos a lo largo de nuestra propia existencia ha quedado inmortalizada en la célebre expresión de Heráclito: πάντα ῥεῖ (/panta rei/, ‘todo fluye’). Se dice a veces que, al referirse al fuego cósmico como el origen de todo, Heráclito puso a un elemento como principio estructural de la realidad como lo habían hecho antes Tales y Anaxímenes con el agua y el aire, respectivamente. Pero esto no es así. Heráclito no estaba diciendo que todo sea en última instancia fuego en su base y estructura profunda sino más bien que el devenir o incesante cambio de la realidad responde a una lógica alternante de ciclos de expansión y contracción donde el punto de inflexión entre uno y otro tiene que ver con el retorno al fuego originario. El malentendido proviene de Aristóteles: «Algunos postulan un solo elemento; de ellos, unos creen que es el agua, otros el aire, otros el fuego y otros algo más sutil que el agua y más denso que el aire, el cual, por ser infinito, dicen que contiene todos los cielos» (De Caelo).

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Panta rei. Escultura de Blanca Muñoz en la Plaza del Siglo de Málaga (España).

Como explican Kirk y Raven en Los filósofos presocráticos, después de Aristóteles y su discípulo Teofrasto, el papel que Heráclito quiso atribuir al fuego se fue sumiendo en una mayor confusión al caer este pensador en gracia a la escuela estoica: «Los estoicos deformaron aún más la versión […] Readaptaron radicalmente sus opiniones a sus propias y especiales exigencias por ejemplo cuando le atribuyeron la idea de la ecpyrosis, la consunción periódica de todo el mundo mediante el fuego».

¿Qué quiso decir Heráclito el Oscuro? No es fácil saberlo. Quizá algo así como que no hay un principio tras los cambios sino que el cambio es el principio. La razón puede capturar dicho cambio que opera, como anticiparon los pitagóricos, mediante oposiciones que no son contradicciones lógicas irresolubles sino contrariedades reales, materiales, que van dando lugar a nuevas transformaciones. La razón es universal, dice Heráclito, aunque la mayor parte de las veces hagamos un uso particular de la misma que dificulta el entendimiento. Lo que capta la razón no es tal o cual elemento sino una ordenación que hace que el cambio incesante sea, no obstante, algo comprensible y no un caos: «Heráclito censura al autor del verso “ojalá que la discordia despareciera de entre los dioses y los hombres”, pues no habría escala musical sin notas altas y bajas, ni animales sin macho y hembra, que son opuestos». (Aristóteles, Ética eudemia).

PENSAR EL SER

Parménides y Zenón de Elea pensaron el ser radicalmente: como algo que no puede cambiar, a pesar de las apariencias. Parménides nació en Elea, hacia el 540 a. C. aproximadamente, donde residió hasta su muerte el año 470. Se dice que fue pitagórico y que abandonó dicha escuela para fundar la suya propia, con claros elementos antipitagóricos.

El Poema de Parménides expone su doctrina a partir del reconocimiento de dos caminos para acceder al conocimiento: la vía de la verdad y la vía de la opinión. Solo el primero de ellos es un camino transitable, siendo el segundo objeto de continuas contradicciones y apariencia de conocimiento.

Yo voy a contarte (y presta tu atención al relato que me oigas) los únicos caminos de búsqueda que cabe concebir: el uno, el de lo que es y no es posible que no sea […] el otro, el de lo que no es y que es preciso que no sea, este te aseguro que es sendero totalmente inescrutable.

No hay diversos entes, solo hay un ser: los sentidos nos engañan. He aquí las razones:

I. El ser es el mismo y no cambia. Frente al devenir, al cambio de la realidad que habían afirmado los de Mileto, así como Empédocles, Heráclito (sobre todo) y también Pitágoras, Parménides sostenía la afirmación de que cuando afirmamos que algo deviene, suponemos que ahora es algo que no era antes, lo que resultaría contradictorio y, por lo tanto, inaceptable, porque de lo que no es nada puede llegar a ser. El ser, por tanto, es inmóvil, pues de lo visto anteriormente queda claro que no puede llegar a ser ni perecer ni cambiar de lugar, para lo que sería necesario afirmar la existencia del no ser, del vacío, lo cual resulta contradictorio.

II. El ser es entero e indivisible en partes, porque para admitir la división del ser tendríamos que reconocer la existencia del vacío, es decir, del no ser, lo cual es imposible. ¿Qué separaría esas divisiones del ser? Únicamente la nada, la cual es imposible pensarla siquiera, pues no existe; y si fuera algún tipo de ser, entonces no habría división. La continuidad del ser se impone necesariamente y, con ello, su unidad.

III. El ser al que se refiere Parménides es material.

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El Poema de Parménides es una de las obras más misteriosas y con más interpretaciones de la historia del pensamiento occidental

Platón, posteriormente, aceptando los postulados parmenídeos, identificó a ese ser con lo que, siendo real, no tiene materia (a lo que llamó formas o ideas) y realizó la síntesis del pitagorismo con el pensamiento de Parménides con el fin de superar a Heráclito (sin negar la parte de verdad de lo que este último afirmaba: el devenir, para Platón, sí existe, aunque de forma inferior a las ideas).

Zenón de Elea (s. V a. C.), discípulo de Parménides, defendió las tesis de su maestro presentando una serie de argumentos que mostraban el carácter absurdo de las tesis del movimiento y de la multiplicidad del ser. Su método consistió en lo que ahora llamamos la demostración indirecta o reducción al absurdo. La más célebre de sus paradojas es la de Aquiles y la tortuga: pongamos que Aquiles solo corre diez veces más rápido que la tortuga; en el t0 Aquiles está en la salida y la tortuga a 100 metros; en el t1 (pongamos que 15 segundos) Aquiles recorre 100 metros y la tortuga 10; en el t2 (que es 1/10 de t1 = 1,5 segundos) Aquiles llega al punto en el que antes estaba la tortuga y ésta recorre 1 metro; en el t3 (que es 1/10 de t2 = 0,15 segundos) Aquiles recorre este metro pero la tortuga recorre un decímetro; y así sucesivamente. La estrategia del argumento consiste en considerar los tiempos cada vez más pequeños, precisamente en la proporción en que Aquiles le aventaja a la tortuga en velocidad (1/10), de este modo, aunque en tiempos y en distancias cada vez más pequeñas (una décima parte en cada tiempo considerado) Aquiles nunca alcanzará a la tortuga, y así la tortuga irá llevando la ventaja hasta espacios infinitamente pequeños. Recorrer un número infinito de puntos parece suponer, por tanto, recorrer un tiempo infinito. Aquiles no podrá alcanzar jamás a la tortuga aún cuando, evidentemente, se vaya aproximando infinitamente a ella.

Esta paradoja puede resolverse matemáticamente en la actualidad gracias al cálculo infinitesimal (derivadas/integrales) y supone reconocer la existencia material del punto en la medida en que la geometría define la línea como la composición de infinitos puntos. Si negamos esta existencia la paradoja se disuelve.