Francisco Esteban Bara
ÉTICA DEL
PROFESORADO
Herder
Diseño de la cubierta: Caroline Moore
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, Francisco Esteban Bara
© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-4167-7
1.ª edición digital, 2018
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
A MODO DE INTRODUCCIÓN
EL PROFESOR INSUSTITUIBLE
Entrar sin querer y no querer salir
Conquistar mentes y corazones
EL PROFESOR Y SUS FORMAS DE ENAMORAR
El amor está en el aire
Un plan moral, ¿para quién?
¿De dónde bebe la identidad moral?
Enfocar la identidad moral, ¿pero hacia dónde?
El panorama tras el debate
OBSTÁCULOS PARA LA AVENTURA HUMANIZADORA
Verduras a elegir
Agrandar el protagonismo del alumno
Borrar los horizontes del mapa moral
Alabar el escepticismo
Reunión de obstáculos para la aventura humanizadora
POSIBLES TAREAS PARA ENAMORAR AL ALUMNO
Remar contra corriente, ¡como Louis Germain!
Acoger al alumno simplemente, vivir con él
Construir un petit paradis
Transmitir lo mejor de lo mejor
Recopilando tareas, a modo de resumen
INVITACIONES PARA LA FORMACIÓN DE PROFESORES
En busca del artesano
Ni uno para todos ni todos para uno, todos para la educación
De la estrecha senda al campo abierto
Dejar de ser perfectos desconocidos y conversar, conversar y conversar
Vivir algo quijotesco
«El principito se fue a ver nuevamente las rosas […]. Sin duda que
un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola
es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa que
he regado. Puesto que es ella la rosa que puse bajo un globo. Puesto
que es ella la rosa que abrigué con el biombo. Puesto que es ella la
rosa cuyas orugas maté (salvo dos o tres que se hicieron mariposas).
Puesto que ella es la rosa a la que escuché quejarse, o alabarse, o
aun, algunas veces, callarse. Porque ella es mi rosa».
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito
Dedicado a Cristina, principita de nuestra rosa
A MODO DE INTRODUCCIÓN
Imaginemos que alguien se sitúa en una concurrida calle de alguna de nuestras ciudades y plantea a los viandantes la siguiente pregunta: ¿qué profesores quiere usted para sus hijos, nuestras escuelas, nuestra comunidad, para este mundo en el que vivimos? Podemos afirmar, y desearíamos no equivocarnos, que el cándido personaje recibiría una respuesta mayoritaria que se podría resumir en algo así como: «¡Qué quiere que le diga, quiero buenos profesores, los mejores posibles!». Y también podemos vaticinar con cierta seguridad que tras esa escueta y contundente contestación encontraríamos diversas interpretaciones. Una de ellas: habrá gente para la que los buenos profesores son aquellos que tienen muchos conocimientos, que saben explicar todo lo que saben, que están a la última en nuevas tecnologías y en novedosas corrientes pedagógicas, que motivan a su alumnado, que se entienden con las familias, que detectan y solucionan dificultades de aprendizaje, problemas de actitud y comportamiento, etc. En definitiva, auténticos profesionales, individuos cualificados y preparados para lidiar con cualquier circunstancia educativa que se les ponga por delante.
Otra interpretación posible y no menos importante que la anterior sería la que sigue: habrá gente que con eso de «excelentes profesores», los más sobresalientes que se puedan imaginar, se esté refiriendo a personas que encaran la tarea educativa con una mínima y consistente ética profesional. Cada vez más, y sin duda es bueno que así sea; se piensa que los buenos profesores son aquellos que cumplen con la deontología de la profesión docente, con el conjunto de compromisos y deberes que un profesor debe asumir, por ejemplo, en relación con sus alumnos, las familias de estos, los compañeros de trabajo, la propia profesión o la sociedad en su conjunto. En ese marco ético se reúnen cuestiones tan importantes y necesarias como son el ejercicio de la responsabilidad en todas las actuaciones que un profesor realiza día tras día, la defensa de la veracidad y la objetividad a la hora de explicar las cosas, mostrar respeto ante la diversidad cultural y social, el compromiso con su formación permanente, etc. La lista de compromisos y deberes éticos del profesor de hoy en día puede llega a ser, como es lógico pensar, considerable.
Las dos apreciaciones anteriores son claras y manifiestas. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría defender lo contrario. Además, parecen ser las dos caras de una misma moneda, pues se necesitan la una a la otra para poder hablar de esos buenos docentes que queremos y necesitamos. Un profesor entendido en sus tareas como el que más, pero sin ética profesional, es un peligro andante; y un profesor que cumple con la deontología profesional a rajatabla, pero que adolece de las competencias que se le presuponen a un experto en educación, suele caer en la imprudencia y la temeridad. Es más, deberíamos preguntarnos si tanto el uno como el otro, que cojean de alguno de los aspectos esenciales señalados, son realmente profesores por mucho que se los denomine así.
Ahora bien, ser competente en una determinada profesión y comportarse según marcan sus particulares compromisos y deberes éticos constituyen las características necesarias de cualquier buen profesional en el que podamos pensar. Eso incumbe al buen médico, arquitecto, abogado, lampista o comerciante. Pero aquí no estamos hablando de otros profesionales, sino de profesores, y cabe preguntarse: ¿eso es todo y paramos de contar?, ¿son solo así los buenos docentes que queremos?, ¿es suficiente con que dispongan de conocimientos, habilidad y técnica, con demostrar competencia para despejar la incógnita de cualquier problema educativo que se les plantee y respetar las reglas éticas de la profesión?
Algo nos dice que no, siendo ese algo la propia experiencia. Por nuestras vidas han pasado profesores que cumplían con lo que se viene comentando, personas altamente cualificadas y que seguían al pie de la letra la ética profesional. En algunos casos, quizá nos habría gustado, por ejemplo, que hubieran explicado mejor las lecciones; en otros, acaso hubiéramos preferido ver mayor determinación en el cumplimiento de algunos compromisos éticos. Todo es mejorable en esta vida, sí, pero a fin de cuentas cumplieron con su papel, hicieron de profesores. Y sin embargo, hemos tenido otros que no han pasado por nuestras vidas, sino que se han quedado en ellas, que habitan en ese lugar íntimo y personal en el que guardamos a nuestros buenos profesores. Allí están don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso o la profesora Isabel; cada uno de nosotros tendrá su propia lista de nombres y apellidos, incluso de cariñosos motes y sobrenombres.
Ellos hicieron cosas imposibles de borrar de nuestras mentes o de suprimir de nuestras almas. Y bien sabemos que no estamos hablando de hechos mágicos o espectáculos sofisticados, sino de gestos típicamente humanos, sencillos y hermosos, tremendamente fructíferos e imposibles de olvidar. Los alumnos de Sócrates, por ejemplo, se sentirían conquistados por algo tan humano, espontáneo y fecundo como puede ser la pasión que un maestro pone en aprender sin buscar nada a cambio, sin esperar nada más que profundizar en el conocimiento de las cosas y disfrutar con ello. Se cuenta que mientras le preparaban el mejunje venenoso con el que habría de morir, estaba el filósofo griego ensayando con una flauta y cuando le preguntaron el porqué de tan extraño comportamiento, respondió que quería saber tocar esa melodía antes de morir.1 Hechos similares podrían encontrarse en las vidas y obras de otros grandes maestros de la humanidad, pero no hace falta fijarse solo en los miembros de ese selecto club, también podemos mirar dentro de nuestros centros educativos. Fulano recordará las conversaciones personales que mantuvo con don Isidro, y que tanto lo ayudaron a tomar sabias decisiones; mengano evocará la paciencia con la que don Esteban acogía sus travesuras y chiquilladas, y la finura con la que consiguió enderezar un comportamiento que no era nada saludable; zutano rememorará el sentido del humor con el que el profesor Tirso relativizaba problemas que a simple vista parecían infranqueables, y con el que aprendió que otro mundo era posible; perengano cree, gracias a la profesora Isabel, que opinar sin conocer es un deporte de riesgo, que hablar sin saber es ponerse en evidencia.
Estos profesores, que tanto recordamos y tanto bien nos hicieron, nos ayudan a vislumbrar la envergadura y trascendencia del quehacer educativo. Ellos nos señalan que un docente puede ser algo más que un profesional competente y un férreo defensor de la deontología, y que puede conseguir resultados que van más allá del aprendizaje del temario de turno y del establecimiento de un clima escolar mínimamente respetuoso y simpático. Estos profesores nos incitan a pensar que la educación, siguiendo al eminente filósofo alemán Max Scheler, es sinónimo de humanización.2 Nos sugieren que educar tiene que ver con mostrar un especial interés por el alumno, esto es, ayudarlo, guiarlo, acompañarlo o como se lo quiera llamar; nos señalan que estamos ante una maravillosa aventura humanizadora, un extraordinario proceso que nos hace hombres y mujeres, un auténtico acontecimiento ético plagado de gestos y palabras que facilitan la transformación de todos los que allí se reúnen y, por supuesto, también del profesor.
La ética del profesorado que aquí se presenta se centra en este asunto ahora señalado. El principal objetivo es hincarle el diente a esa influencia educativa y personal que un profesor puede causar en sus alumnos y que produce maravillosos y admirables resultados. Bien mirado, con algo así es con lo que sueñan la gran mayoría de estudiantes de nuestras Facultades de Educación y equivalentes cuando manifiestan que quieren cambiar vidas, ser alguien especial para sus futuros alumnos, mejorar el mundo o aspiraciones similares. También es algo parecido lo que tratan de conseguir a diario, con mucho esfuerzo y ante un buen número de obstáculos, no pocos de los profesores que ya ejercen como tales.
Vamos a detenernos en varios capítulos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre el tema que tenemos entre manos. El primero de ellos muestra a ese profesor que está en disposición de convertir la educación en una experiencia vital, en un acto humanizador. No se trata de presentar su anatomía, su estructura y las relaciones que se dan entre las partes que lo conforman, ni tampoco su fisiología, las tareas y funciones que realiza. Esas aproximaciones, o similares, son intentonas que nos conducen a cometer errores de bulto, principalmente concluir de manera ingenua que el buen profesor es así o asá, que funciona de esta manera y no de aquella otra. Don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso, la profesora Isabel y tantos otros que nos marcaron son, si se puede decir así, profesionales misteriosos, un enigma y hasta una incoherencia para el tiempo en el que vivimos, que quiere etiquetar, clasificar y comparar todo lo que se le pone por delante. Parece más provechoso indagar en qué mueve a esos profesores a querer incidir en las vidas de sus alumnos; en qué anida en ellos para querer elevar el acto educativo hasta su máxima expresión. Desde aquí quizá veamos que todos esos buenos profesores no son tan dispares como pensamos, que hay algo que los une.
En el segundo capítulo, y una vez hayamos identificado qué es lo que motiva a esos profesores que logran incidir en su alumnado, veremos las posibles direcciones que dicha incidencia puede tomar. Que haya profesores que influyan en sus alumnos no conduce a que todos lo hagan de una única manera ni, sobre todo, por motivos parecidos. Eso de querer enriquecer a otras personas y de colaborar en la construcción de un mundo mejor pasa, irremediablemente, por defender cuestiones relacionadas con qué es una persona y cuál es ese mundo deseable que está por edificar. Dicho de otra manera, cualquier profesor que influye en su alumnado tiene ideas acerca de esas cosas y, a fin de cuentas, uno acaba educando según le dictan sus teorías personales, acaba haciendo lo que sus maneras de entender las cosas le señalan. Además, no sería de recibo mantenerse neutral ante un asunto tan importante, si es que eso de ser neutral se puede dar en realidad. Nos posicionaremos del lado de una de esas determinadas formas de pensar: la que, a nuestro entender, es más completa y ecuánime, la que representa con mayor fidelidad el acontecer humano y educativo.
El tercer capítulo situará la manera de pensar elegida en nuestro día a día, en nuestras escuelas e institutos, en la educación actual. Ya advertimos que aquí se presentarán cursos de agua, y hasta torrentes, contra los que habrá que nadar a contracorriente. No sabemos si son buenos tiempos para la lírica; lo que parece claro es que no es esta la mejor época para el profesorado que quiere emprender la aventura humanizadora que habíamos comentado, por lo menos para aquellos que, de una manera o de otra, comulguen con nuestro modo de ver las cosas. El cuarto capítulo lo dedicaremos a presentar posibles tareas que pueden realizar esos profesores que sí desean nadar a contracorriente, que sienten que la educación es algo diferente a lo que hoy en día se suele defender y promulgar. Quizá no sean placenteras ni estén demasiado recompensadas, pero constituyen tareas que vale la pena acometer para no rebajar el completo sentido de la tarea educativa. En el quinto y último capítulo presentaremos algunas propuestas que, desde nuestro punto de vista, podrían ser de interés para nuestras Facultades de Educación o equivalentes y, por supuesto, también para cualquier profesor que ya no se halla en la universidad, sino al pie del cañón queriendo trastocar, en el mejor sentido de la palabra, las vidas de sus esudiantes.
Dicho esto, vale la pena hacer un par de indicaciones antes de que sea demasiado tarde. La primera: este libro ha sido escrito pensando en los profesores de Educación Primaria y Educación Secundaria. Eso puede ocasionar que haya ideas, ejemplos, reflexiones, etc., con los que no todo el mundo se vea representado de la misma manera, ambos niveles educativos tienen muchas cosas en común, pero también pueden ser vistos como mundos aparte. Confiamos en el buen criterio del lector para adaptar y contextualizar todo lo expuesto según convenga, y no solo en relación con el nivel educativo, sino también con las particularísimas realidades educativas de cada lugar y momento. La segunda indicación: este libro no es un recetario ni un conjunto de fórmulas matemáticas que aplicar urbi et orbi. En las presentes páginas no se va a decir qué hacer aquí y ahora con un alumno en concreto que tengo ante mí. Quizá se pueda conseguir otra aspiración más propia de la filosofía de la educación y del pensamiento pedagógico, que, en definitiva, es de lo que aquí se está hablando, a saber: poder argumentar de una manera razonada por qué uno actúa de una manera y no de otra. La ética no da soluciones sino madurez argumentativa, y eso es, por lo menos a nuestro entender, lo que en último término permite tomar buenas decisiones.
Puede que resulte costoso disponer de profesores que influyan en sus alumnos, en el sentido más positivo y profundo de la expresión, armar toda una compañía de esos buenos docentes que queremos y necesitamos y con los que cualquier viandante puede soñar. Quizá sí, pero ¿no es verdad que sale más caro tener otro tipo de profesores?, ¿qué precio se paga a lo largo de la vida por haber tenido profesores que no hicieron nada más que explicar y evaluar, por no hablar de profesores, si es que se los puede denominar así, que podrían haberse dedicado a otros menesteres diferentes al de educar? Y aparte de eso, ¿no resulta tremendamente contradictorio, por no decir grotesco, que haya alumnos que piensen que los momentos importantes y felices vividos en la escuela fueron aquellos en los que sus profesores desaparecían de su vista? A lo mejor deberíamos proponernos algo: que esto último se redujese a la categoría de anécdota.
1 N. Ordine, La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013, pp. 75-76.
2 M. Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1973.