Hugo Achugar

Himeneo

De Todo lo que es sólido se disuelve en el aire.

Azul tu sexo abierto, tu dulce cosa espléndida, de un azul increíble tus pálidas acogedoras jugosas paredes. Recorro tu piel en demorada lengua castaña leteo maná muerte azul cuando la noche casa salto caída libre.

Midas

De Todo lo que es sólido se disuelve en el aire.

Basura el verso, el metro y la nostagia, basura el día en que nací y también aquello con que sueño. Basura el año y su empecinado volver sobre las llagas de la vida, basura en fin todo lo que sueño. Basura la esperanza y el olvido, basura lo que toco y lo que sueño. Basura el estribillo, basura la suerte de jugar al fin de la desgracia, basura al fin y al cabo lo que toco y lo que miro y sobre todo basura lo que sueño y acaricio con la mano del deseo. Basura estar solo, morirse de hambre, sida o cáncer pulmonar y basura mis ojos basiliscos que en basura convierten lo que miran a pesar del cielo y sus constelaciones todas, puras y constantes, más allá de la mano, perfectas en la muerte azul de su belleza. Basura mi suerte y más basura este escupir el cielo que me acoge, basura todo el tiempo y su imposible amor eterno. Basura la metáfora, el poema, el poeta y la mirada pues no hallo cosa en que poner los ojos que no sea vendimia y siembra de la basura.

Ilusiones de pareja

De Orfeo en el salón de la memoria.

Entro con la ilusión en la mano, suena la orquesta, los timbales suenan, me celebran con brazos y sonrisas extendidas, arrebatados por un entusiasmo de magnolias comenzamos a cantar odas a la alegría en alemán, y entonces suenan claros clarines de tenores y sopranos, y entonces las gargantas walkirias prolongan las vocales, y entonces pongo el ramo en el florero. La ilusión es una flor diminuta y se marchita rápidamente.

Fablar feridas

Para S.A.D.

De Hueso quevrado.

La a no me sirve, tampoco la eme aunque la hache bien podría ayudar un poco en realidad la a podría hacer el trabajo o incluso la equis. Amar hasta la náusea del reproche acariciar hasta quebrar las muelas de la deshonra aterrizar la carne hasta el sobresalto de la alarma la a bien puede ser, pero no. Meterse el puño en la boca meter mano hasta cuando las tripas chorreen locas de rabia meter y meter y meter hasta no saber con qué decirle adiós a la bahría la m bien podría ser y no alcanza. No sirve recordar la a violeta o la ele amarilla del traficante de armas no alcanza su barco borracho ni quiero su mueca torcida el hacha de la hache quiero el silbido enajenado de los pájaros llorando la mordaza del sol la arrastrada leyenda de los arroyos pesando en la suicidante la sombría omega ataviada de sus fúnebres ramos pero tampoco.

La trillada, la manida, la vieja y peluda las ganas de abrir en canal las carnes y alcanzar la misma célula madre de la palabras poder largarla sobre las cabezas cortadas del desprecio arrancarme las uñas tajarme los brazos rebanarme los güevos

sangrar como una descomunal granada jadeante. Eso, sangrar el indivisible océano y sus abismos circundantes. Eso, para decirte lo que me almuerza cuando te miro. Eso, para hacerte escuchar lo que esta ferida fablar no puede.

Ciprés

De Hueso quevrado.

Planten un Jacarandá, planten un Jacarandá en mi nombre, que lo planten y se duerma con sus flores apretadas al borde de mi bahía.

Vengan los pájaros, sufran mi embotellado cielo. Vengan y mírense en mi costado de polvo, no me dejen, quédense a mi lado cuando tenga frío.

Ay, se me hardido la lengua, se me a quevrado.

Déjenme güérfano, nadie ensienda las belas,

planten un Jacaranda y déjenmen somvra al vorde mi vaía.

Recortar

De Lo personal no importa (libro inédito).

las uñas es una tarea reiterada semana a semana.

No ocurre lo mismo con el olvido.

¿Cómo se hacía para cerrar una ventana o una puerta? ¿Cuándo nos tomaron esa foto? ¿Por qué usamos una palabra que ya nada significa?

Bajo tierra las uñas siguen creciendo

Una higuera

De Lo personal no importa (libro inédito).

es un tesoro heredado de no recuerdo quién. Me dediqué a las araucarias a los pinos a los robles y a las acacias. Nunca planté una higuera.

Homenaje torpe a quienes partieron antes de tiempo justo ahora al comenzar el temblor de mis manos como hoy cuando se me caen las tazas los platos los frutos los ojos el hijo.

Yo estuve aquí

De Lo personal no importa (libro inédito).

Un hombre relativamente joven pinta paredes cielo-raso y persiana. Borra cree hacerlo las marcas los días encerrado o escuchando música. Elimina la frase que dejó y no puedo repetir.

No puedo pronunciarla aunque la escribo y se humedece el rostro. No puedo queda la memoria donde ardía y nadar sabe mi llama el agua fría.

Hugo Achugar (Montevideo 1944)

Publicó su primer libro de poemas en 1968, El derrumbe (primer premio Ediciones de la Banda Oriental y luego, compartido, el premio del Ministerio de Educación y Cultura). En 1971, publica Con bigote triste y en 1973 obtiene el Premio de la Feria del Libro y el Grabado con Mi país/mi casa.

A partir de 1974 se exilió en Argentina y en 1975 llegó a Venezuela donde publicó Textos para decir María (1976, Monte Ávila). A partir de 1983 residió en Estados Unidos como docente universitario, tarea que había realizado en Venezuela, hasta su retorno a Uruguay en 1985. Desde entonces es docente en Uruguay, Estados Unidos, España y Brasil.

Continuó publicando poesía, ensayos y un par de novelas: Las mariposas tropicales (1986), Todo lo que es sólido se disuelve en el aire (1991), Orfeo en el salón de la memoria (1992), El cuerpo del bautista (1996), Hueso quevrado (2006), Incorrección (2012), Los pasados del presente (2016) y tiene para publicar Lo personal no importa.

De 2008 a 2015 fue Director Nacional de Cultura en Uruguay.

Guillermo Álvarez Castro

El vuelo

Si mal no recuerdo, fue la primera y última vez que mi padre me llevó a cazar con él. No porque yo me hubiera portado particularmente mal o cometido errores imperdonables, simplemente porque él, después de ese día, dejó de hacerlo. Dudo que su decisión haya tenido que ver con los penosos acontecimientos de aquella jornada sino más bien porque ese tipo de cosas formaba parte de su carácter: así como se entusiasmaba con algo y no cejaba hasta conseguirlo, un día resolvía abandonarlo para siempre. Cuando él y sus amigos tuvieron la idea de salir periódicamente a cazar patos, compraron las mejores escopetas que encontraron, construyeron el tinglado en la laguna y fijaron, de común acuerdo, un mínimo de una salida cada quince días, cosa que cumplieron rigurosamente durante más de un año. Después los otros siguieron yendo. Pero mi padre no.

La noche de la víspera me dijo que iríamos los dos solos, que aquella era una salida de hombres, y me explicó que cazar requiere de paciencia y de silencio, que pueden pasar horas sin que uno vea una sola presa y me preguntó si me había quedado claro. Respondí automáticamente que sí a todo lo que me dijo. Sabía que del resultado de esta primera salida dependerían las futuras y no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad.

Poco rato antes lo había acompañado al galpón a colocar las armas en los soportes de la cabina de la flamante Ford F-100. Para entonces ya me había advertido que no me permitiría dispararle a los patos ni a ninguna otra cosa, pero llevó una escopeta calibre 28 de un solo tiro, además de la suya, una potente 16 de dos caños, a la que yo detestaba porque con ella tuve mi primera experiencia con un arma y la más desagradable de las sorpresas cuando el golpe en retroceso de la culata casi me arranca el brazo, accidente que causó el enojo de mi padre. En realidad, lo que lo provocó fue que le sacara el arma sin permiso, asustara a mi madre y despanzurrara a una gallina. Desde entonces me había prohibido volver a tirar. A pesar de esos antecedentes, la presencia de la otra escopeta me hacía alentar cierta esperanza.

—Esto es casi todo lo que necesitamos —dijo mientras cerraba la puerta con suavidad.

Nos vestimos antes del amanecer, desayunamos grandes tazones de café con leche y gruesos trozos de pan con manteca —un pan dulzón que solía hornear mi madre— y, al terminar, pusimos las tazas sucias dentro de la pileta. Mi papá colocó en un morral otros dos panes y un gran pedazo de charque, llenó dos cantimploras con agua, un termo con café y otro con té, se colocó el cinturón con los cartuchos y el cuchillo, revisó el cierre de mi campera, se aseguró de que llevara puesta la bufanda y mi gorra con orejeras, se abrigó a su vez y salimos al patio sin hacer ruido. Cuando lo atravesamos y caminamos hacia el galpón, yo ya temblaba de la emoción y, aunque había ido al baño antes de salir, sentía mi vejiga a punto de reventar. Mientras mi papá sacaba la camioneta y cerraba el portón, oriné atropelladamente entre las plantas de hortensias, subí a la camioneta y me senté a su lado. Por esos tiempos, una de mis mayores aspiraciones era que, al terminar de orinar, quedaran rastros de espuma sobre el agua del wáter o sobre la tierra, pero todavía estaba lejos de lograrlo. Suponía que eso hacía la diferencia entre mear y hacer pichí y que, cuando lo consiguiera, estaría cerca de convertirme en un adulto.

Mi padre era un hombre muy limpio. Se afeitaba cada mañana y siempre llevaba el pelo corto y prolijamente despeinado. Aun vestido con ropa de trabajo, incluso con las botas embarradas, irradiaba limpieza. A tal punto que a su lado yo me sentía inevitablemente sucio, aunque recién me hubiera bañado y restregado los codos y las rodillas con jabón y piedra pómez hasta que la piel me quedara enrojecida y ardiendo. Eso era lo que había hecho la noche anterior, antes de acostarme y por orden de mi mamá, a quien mis argumentos —de que para qué me iba a bañar si al día siguiente iba a ensuciarme todo de nuevo— no lograron ni conmoverla ni persuadirla.

Mi papá olía a loción para después de afeitar. Disimuladamente, me pasé la mano por el labio superior para ver si durante la noche había comenzado a crecerme el bigote, pero solo me encontré con la pelusa casi imperceptible del día anterior.

La laguna donde mi padre y otros cazadores habían construido un primitivo tinglado, disimulado entre la vegetación de la orilla, quedaba a más de tres horas de viaje. Después de dejar atrás la portera que marcaba el límite de nuestro terreno, él encendió la radio. Había comenzado a salir el sol y ya se adivinaba un día frío y diáfano. Era mi primer viaje largo en la nueva camioneta, por lo que nunca había prestado atención a lo bien que sonaba aquel parlante colocado a mi lado, en la puerta. Mi papá buscó un programa donde pasaban datos del mercado agropecuario y yo le pedí que pusiera música. Me hizo callar con un gesto pero, al poco rato, cuando ya habría escuchado la información que le interesaba, me dio el gusto. El vehículo tenía un solo asiento largo y cómodo, y me acomodé no muy lejos de mi padre, tal como siempre lo hacía. Me coloqué la bufanda sobre la boca porque había empezado a sentir un poco de frío y me dispuse a escuchar la canción, cómodo y relajado dentro de mi campera. Al poco rato me quedé dormido y no desperté hasta que sentí crujir el pedregullo de la banquina bajo las ruedas, al frenar.

No habíamos terminado de bajar las cosas, cuando me pareció ver un pato nadando cerca de la orilla.

—Ahí hay uno, papá —grité.

—Ese es un ganso silvestre, y no grites. Lo que estamos buscando son patos picazos o patos maiceros. Los vas a ver llegar en bandadas y descender sobre la laguna —dijo con ese tono sereno y firme de los hombres acostumbrados a dar órdenes y a ser obedecidos.

Las aves llegaron poco después, tal como él lo había previsto, y en tal cantidad que, por un momento, me pareció que el día se ensombrecía. Poco a poco fueron posándose sobre la superficie, hasta entonces quieta, del agua. Creí que iba a dispararles en ese momento, cuando, flotando, representaban un blanco fácil, y no me pareció muy justo para los patos. Pero mi papá cargó la escopeta y esperó. Cuando una de las aves alzó el vuelo y ya había pasado por encima de nosotros, apuntó y disparó un solo tiro. El animal se desplomó entre un desparramo de plumas, bastante lejos del lugar donde nos encontrábamos.

Como no habíamos llevado perro —mi padre no los tenía porque los consideraba un gasto excesivo para el poco uso que podía darles y no había tenido tiempo de pedir alguno prestado—, yo debía ir a buscar los patos que él abatía, siempre que cayeran en tierra y no demasiado cerca del agua. Si caían en la laguna, simplemente los abandonábamos.

No puedo decir, entonces, que durante aquel día haya sucedido algo memorable. Pronto me aburrí de ir a recoger las aves muertas, de ensuciarme las manos con sangre, de tener que lavármelas a la orilla de la laguna. Y también me cansé. Si acaso, tuve un atisbo de esperanza de que la cosa mejorara cuando, después de un almuerzo frugal, mi papá caminó hacia la camioneta y volvió con la calibre 28 de un solo tiro. La cargó y me la entregó, sin sonreír, con toda la solemnidad que la ocasión requería.

Pero, cuando tuve a un pato en la mira, no apreté el gatillo. No fue por lástima —las aves nunca me produjeron emoción alguna— ni por admiración —el vuelo de un pato tiene poco de majestuoso—, sino por hastío. No disparé. Ni siquiera amartillé el arma. Abrí la escopeta, saqué el cartucho y se la entregué a mi padre sin cerrarla, tal como él me había enseñado.

Pero creo que la situación no le hizo ninguna gracia. No dijo una palabra, pero encendió su pipa y se quedó mirándome como si estuviera pensando: «No sé qué voy a hacer con este muchacho».

Pronto emprendimos el regreso. Ya no quedaba gran cosa por hacer, el sol casi no calentaba a esa hora de la tarde, la brisa se había vuelto fría y él, seguramente, advirtió mi cansancio.

Guillermo Álvarez Castro (1949)

En 1977 publicó un volumen de cuentos, Los disfraces menos comunes. En 1983 su obra Caja de Lectura (narrativa, fotografía y dibujo) fue premiada con un Asterisco Plateado en la Primera Bienal Uruguaya de Expresión Plástica. En 1985, su novela Canción de Severino recibió el primer premio en el concurso de narrativa de la 26ª Feria Nacional de Libros y Grabados y el segundo de la categoría en los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación Cultura.

Otras obras: Este paquete contiene un gato muerto (novela, Arca, 1991); Aquino (novela, Arca, 1993); Celebración (novela, Alfaguara, 2005) Primer Premio (compartido) en los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura y Estrellas de cine y otros cuentos (EBO, 2008) Gran Premio Medalla Morosoli de Oro, Premio Nacional de Narrativa «Narradores de la Banda Oriental», convocado por la Fundación «Lolita Rubial» y la Intendencia Municipal de Lavalleja en acuerdo con Ediciones de la Banda Oriental.