Miguel Barnet (La Habana, 1940). Narrador, poeta y antropólogo. Ha publicado, entre otros: Biografía de un cimarrón, Canción de Rachel, Gallego, La vida real, Oficio de ángel, novelas-testimonio; La piedra fina y el pavorreal, La sagrada familia, Carta de noche, Viendo mi vida pasar, Con pies de gato, Actas del final, Itinerario inconcluso, Salvado del círculo de fuego, Reloj de arena, poemarios; Autógrafos cubanos, La fuente viva, Cultos afrocubanos, crónicas, ensayo y monografía, y Akeké y la jutía, fábulas cubanas. Su obra ha sido galardonada con el Premio Nacional de Literatura, 1994, Premio Internacional Trieste-Poesía, 2005, Premio Juan Rulfo de cuento, 2006, Premio Internacional Camaiore, 2006, el Premio José Donoso, de la Universidad de Talca, Chile, 2008, por la obra de la vida, Premio de Poesía de la Academia Eminescu, Rumanía, 2011, el Título Honoris Causa de la Universidad de Craiova de Rumanía, el Premio Cavalieri de la República Italiana, 2011 y el Título Honoris Causa de la Universidad de La Sapienza en Roma, Italia, 2013. Es presidente de la UNEAC, por elección, y de la Fundación Fernando Ortiz.
La obra de Miguel Barnet (La Habana, 1940), como la de casi todo gran ideador en el sentido martiano, es la historia de un tema y sus variaciones. Desde la publicación de La piedra fina y el pavorreal, en 1963, hasta los textos más recientes; desde las transfiguraciones del etnólogo, del creador y orientador de políticas culturales, del poeta o del narrador, la praxis intelectual de uno de los autores del canon de la literatura cubana contemporánea exhibe impúdicamente las galas de una extraordinaria coherencia. Unidad feliz de pensamiento y acción que construye el camino propio y acierta en la configuración de una voz personalizada desde sus años iniciáticos en los andares literarios. Pocas veces encontramos una declaración de poética, de principio rector para la conducción intelectual, como en el desnudo poemático con que cierra Barnet sus palabras en el acto de recibimiento del Premio Nacional de Literatura 1994; entonces, volcado todo en el hablante lírico de «El poeta en la Isla», declara: «Ni caimán oscuro, / ni caña vertical, mitológica, / ni Ochún nadando en las aguas doradas del sueño, / ni Santa Bárbara ardiendo en la noche del amor, / en la imborrable noche de los sexos, / ni la Giraldilla inmóvil / hacia el más remoto de los puntos cardinales / ni la Avenida del Puerto / empujando las aguas hacia no se sabe dónde. / Sino el fondo retador, / la cavidad arenosa de la Isla, / preguntando por mí, / buscando una respuesta mía».
Cuba preside las obsesiones temáticas de Barnet en sus interrogaciones sobre la condición y circunstancias de la existencia, sobre las causas y razones que modelan costumbres y tradiciones en nuestra cultura, sobre el continuum histórico que nos singulariza dentro del concierto caribeño y latinoamericano. Pero como en el poema, esas inquietudes resultan de la asimilación de preguntas esenciales de la Isla, y solo a él quedan las respuestas que debe buscar en «el fondo retador» de ella misma. La ruta elegida destierra, por tanto, la estela trillada de las folclorizaciones y visiones estereotipadas que han proyectado una imagen deformada de los perfiles y substancias del ser cubano y conforman un semblante complaciente para con las exigencias de los discursos exotistas y colonialistas de la cultura legitimadora a nivel internacional. Barnet se inserta legítimamente dentro de la intelectualidad cubana que ha hecho resaltar la necesidad de un permanente trabajo por la descolonización de la conciencia insular y ha entregado sus energías a ello (Martí, Ortiz, Carpentier, Lezama, serían nombres imprescindibles en esta nómina; declarados por Barnet, además, como sus mentores).
No son los gigantes nombres de la Historia los que ocupan la atención central de la ficción de Barnet. La efectividad de su tarea en la puesta en crisis, complementación y reescritura de nociones imperantes sobre el decursar de la nación y su cultura, está asentada en la estratégica focalización del rostro anónimo, del personaje popular, marginal aparentemente en el entramado de los metarrelatos históricos, pero actor y testigo de los movimientos sociales. Le interesa el héroe de la cotidianidad del país, en tanto este es el hacedor real de los cimientos de la cultura cubana, el constructor y multiplicador del pensamiento del pueblo sobre sí y su circunstancia. La intrahistoria, la «historia de la gente sin historia», los intersticios culturales del país centralizan su quehacer en las letras.
Quizás la identificación de esta zona de problemas a atender es la que conduce a Barnet a la novela testimonio con su conjunción de investigación y ficción. La efectividad de su ejecutoria radica en que para ello elige a una figura popular que encarna, en balance adecuado, la carga de individualidad y colectividad que le posibilita al autor el trasvase de la misma a la construcción ficcional de un personaje con valor de fuerte individualidad y de representación social al mismo tiempo. Este cuenta en primera persona su experiencia —eje central del argumento—, sin renunciar el autor a la explicitación del fondo investigativo, documental que articula el texto (marcada por una voz otra, solapada muchas veces, menos comprometida afectivamente en el relato, que entra en vecindad con la protagónica). Esta conjunción de lo ficcional con el ensayo histórico le otorga mayor veracidad y carga probatoria a la propuesta final renovadora del discurso histórico-cultural.
Cuando Miguel Barnet publica su Biografía de un cimarrón en 1966, su andamiaje narrativo ya cuenta con bases sólidas que le permiten legar un texto de referencia ineludible en el mapa de la importante década del sesenta para la literatura de la región. Entonces, Barnet cuenta con 26 años y ya se le abren las puertas anchas del parnaso cubano. La novela, que da expresión cabal de una franja notable y capital para la conformación moderna de la nación (la esclavitud en el siglo xix, las guerras de independencia, la frustración libertaria y los comienzos de la era republicana) a través de la memoria que construye el personaje Esteban Montejo (esclavo, cimarrón, mambí), funda una manera eficaz de hacer emerger el semblante legítimo de nuestros pueblos desde la inteligente utilización del testimonio real de un hombre común.
Si Biografía de un cimarrón constituye un hito indiscutible en la historia de las literaturas cubana, caribeña y latinoamericana, no puede enceguecer la continuación del empeño narrativo de Barnet que tiene próxima concreción en su Canción de Rachel (1969). Esta última, seguidora de los procedimientos ensayados por el escritor en 1966, ofrece un panorama de la realidad cubana inmediatamente posterior al abarcado por Esteban Montejo. La enunciación desde la condición de negro y esclavo es sustituida por otra no menos marginal: mujer y corista de teatro durante lo que el propio Barnet define como belle époque cubana, primeras décadas de un siglo que espetan la frustración republicana.
La siguiente parada narrativa con Gallego (1983) es contentiva de transformaciones significativas en la manera de Barnet de pergeñar su ficción-testimonio. Ello, sin embargo, no afecta la unidad que conforma esta trilogía.1 Gallego complementa el gran mural histórico diseñado por las dos obras anteriores en muchos sentidos. Temporalmente se establecen coincidencias: aunque la fecha de 1916 parece situar el comienzo de la historia referida, hay remisiones importantes, declaradas o soterradas, a las últimas décadas del siglo xix y a los principios del xx. Manuel Ruiz, el protagonista, llega a Cuba en un barco cuya travesía transoceánica constantemente sugiere enlaces con la forma en que eran transportados de sus tierras a las nuestras los africanos como esclavos. Se hará hincapié en evaluaciones diversas sobre las guerras de independencia, su culminación y consecuencias. La visión del gallego sobre los años veinte, por otra parte, contrasta con la de la vedette de la segunda novela. Se producen cruces argumentales, como cuando Manuel Ruiz visita el teatro Alhambra (suceso capital en su inserción social y en su visión de Cuba). Pero, además, la presencia de la experiencia revolucionaria posterior a 1959, que en Biografía… y en Canción de Rachel se atisba desde el enclave de enunciación, de construcción de la memoria (Esteban Montejo y Rachel cuentan ya viejos, en la Cuba revolucionaria, sus vidas), tiene un mayor desarrollo en Gallego.
Ahora, como marca de cambio en el método utilizado en esta novela está el diseño de un personaje de ficción sin asidero preciso en un ser con existencia concreta verificable, como sucedía con Montejo y con Rachel. El personaje Manuel Ruiz se forma de la unión de fragmentos de vidas entrevistas en trabajo investigativo de campo, en prensa, en documentos de archivos (explicitados en notas al final del texto que hacen más borrosa la frontera entre ficción y ensayo histórico-testimonial). Asimismo, la voz, que también cuenta su historia en primera persona, sigue siendo marginal, pero si en las novelas anteriores importaba la visión de las capas sociales cubanas bajas —una mirada hacia la Isla desde adentro—, la intelección de la realidad insular se realizará aquí por un inmigrante pobre, que aporta una perspectiva de análisis situada desde afuera, aunque progresivamente, dada la integración social que consigue, vaya transformándose en enunciación cubana —símbolo de los procesos transculturadores, del ajiaco que somos.
La intencionalidad implícita en la novela de explorar la irrupción de la corriente migratoria española en «la poscolonia» cubana se alcanza con la presencia de figuras de procedencia diversa, pero en la selección del gallego como personaje que centrará la trama novelesca, se está privilegiando a uno de los sectores más numerosos de la inmigración en Cuba en la franja temporal que corre entre siglos y, por tanto, a su huella en el país. Una rápida ojeada a la compleja historia de los gallegos expresada en la novela, basta para ilustrar la importancia del trabajo realizado por Barnet en momentos en los que aún no resultaba suficientemente sistematizado este proceso en los estudios correspondientes.2
Rosalía de Castro, voz femenina gallega, resumió en versos exquisitos la dolorosa situación de su pueblo, arrojado entonces (1880), como en muchos otros momentos de su historia, al camino de la emigración: «Eu vou polo mundo / Pra ver de ganalo. / Galicia está probe, / I á Habana me vou... / ¡Adiós, adiós, prendas / Do meu corazón!»3
El centralismo político peninsular que margina a la comunidad gallega, el sistema de minifundios, foros, el estancamiento de la agricultura tradicional, entre otros elementos, causan la oleada emigratoria que caracteriza a Galicia desde el siglo xviii hasta casi el fin de la primera mitad del siglo xx y que la sitúa en el primer lugar de España en cuanto a índices migratorios. Si el destino del gallego que escapa a su penuria durante el siglo xviii son fundamentalmente ciudades de Castilla, Andalucía y Portugal, a partir de la siguiente centuria el centro receptor principal es el área latinoamericana. Cuba, en particular, se convierte en uno de los lugares más afectados al respecto, aunque se localicen grandes inmigraciones gallegas en Argentina, Brasil, Uruguay y Venezuela.
Ante la desesperación de hombres jóvenes —sector, por supuesto, mayoritario en la composición de la emigración—, que para salir de su pobreza retan cualquier esfuerzo, cualquier aventura, aparecen intereses económicos, se despierta el oportunismo financiero. Agentes y contratistas llenaron sus bolsillos con solo incentivar en aquellos la imagen de un Dorado en la otra orilla de lo que ya muy pocos llaman El Charco. Trasladarlos a Cuba o al resto de América se convirtió en un lucrativo negocio: la cantidad de dinero que obtenían en cada viaje no tenía comparación con la mínima invertida. Comenzaba así una especie de «trata oficial de gallegos», con el auspicio del poder político cubano, pues estos peninsulares se pensaron como una fuerza más sustitutiva de la negra esclava (una vez suspendida su gran introducción africana en el país, decretada la abolición de la esclavitud en 1886 y definida la intención de sectores dominantes, apoyados por mandato real, de «blanquear» la sociedad).
Barnet logra verdadera maestría en la pintura de este panorama. Así, presenta una descripción descarnada de la sociedad gallega de principios del siglo xx, que justifica la obsesión del joven Manuel por escapar de la miseria a toda costa («Oye, Roque, yo quiero progresar, sácame de aquí», le implora a San Roque, cuyo culto es muy extendido en Galicia) y conseguir el paraíso cubano. La introducción del tema cubano en el imaginario gallego es un elemento de capital importancia en la lectura que propone la novela porque permite introducir una visión idealizada, y por lo tanto deformada, extendida en España —en el resto de Europa también— sobre nuestra realidad, con ecos que podríamos remontar a los tiempos del descubrimiento y la conquista, y que es reforzada en la mentalidad popular española por aquella archiconocida frase de «más se perdió en Cuba» con la cual prendió el lamento por la pérdida definitiva del otrora imperio colonial en 1898. De esta manera, se logra el contraste de universos cubanos actuantes aquí y allá. En la circulación de ideas sobre Cuba de que da cuenta la novela en el espacio gallego: «Todo era La Habana, el puerto, las frutas, las mujeres. Y yo que soy correntón me dije, qué esperas Manuel, el hambre mata la razón, y me fui. […] Cuba era un sueño para todo el mundo allí. La verdad es que la ponían de lo más bonita, de lo más alegre, y quién iba a pensar que aquí se pasaba tanto trabajo». Mientras, la falta de escrúpulos de determinados sectores mejores enterados fertilizan estas nociones en provecho propio; en palabras de Xosé Lois García, así lo presenta la novela que hace confluir dos maneras de cruzar El Charco, al unir a Manuel el personaje de José Gundín, que viaja como polizón:
El relato de Barnet esclarece, explícitamente, toda esa moviola de intereses, de corrupciones y mafias organizadas que buscaban y ofrecían a los emigrantes, no demasiado ilustrados, el oro americano, la riqueza fácil, haciéndoles hipotecar sus minúsculos enseres. Los «ganchos» llama Manuel a los agentes legalizados que operaban en los pueblos rurales, adonde llevaban falsos catálogos sobre la colocación de los emigrantes en Cuba o en los países del Cono Sur americano y, también, falsas recomendaciones. Eran los gestores de un desorden y de una explotación consentida por el propio Estado […] Toda una trama caciquil que tenía sus agentes en los buques, donde algún corrupto de la tripulación, en combinación con los «ganchos», colocaba a polizontes en las bodegas.4
En un inicio, los habitantes de las zonas costeras gallegas fueron los más propensos a cruzar el Atlántico y en su acomodo en nuestro país tienden a mantener oficios relacionados con la pesca u otras labores vinculadas al mar (piénsese en el asentamiento gallego en la zona habanera de Casa Blanca) y paulatinamente, los gallegos del interior se incorporan a la oleada emigratoria transoceánica. El duro trabajo de la industria azucarera, la carpintería, la construcción, la artesanía, el servicio doméstico... o el pequeño comercio y el periodismo, encontrarán en los gallegos buenos cultivadores (más allá de las excepciones, que alcanzaron por diversas vías la bonanza económica). En nuestro caso, y ciñéndonos estrictamente a Manuel, tenemos el cumplimiento de oficios como el de estibador, carbonero, conductor de tranvía, constructor, carpintero y pequeño regente de un café.
Pero no se conformó el inmigrante gallego con refugiarse y consumirse en la morriña que le despertaba la lejanía de su natal «curruncho». Tampoco sufrió de procesos aculturadores. El espacio americano, con la profundidad de análisis que propicia la distancia, esclareció mentes «bretemosas», de manera que se constituyó la emigración en una abanderada de las reivindicaciones de la galleguidad. Cuba, en especial, resultó escenario magno para las luchas gallegas.
—La Sociedad de Beneficencia de Naturales de Galicia, fundada por 37 gallegos en reunión efectuada en el antiguo teatro habanero Albisu en 1871, para dar curso a la necesaria ayuda mutua entre paisanos. Tiene el mérito de ser la primera de su tipo del mundo gallego-americano y abrió paso a un número considerable de instituciones mutualistas, recreativas, culturales.
—A pesar de haber sido revocada 33 días después de su proclamación por decreto de la Comandancia General de la Colonia Española en Cuba (Don Domingo Dulce Garay, entonces Capitán General) en 1869, la libertad de imprenta fue ejercida abiertamente por los gallegos en nuestro territorio. Así, además de contar la prensa nacional con la colaboración de importantes figuras gallegas (entre las que cabe hacer resaltar la de Isidro Araújo de Lira, fundador del Diario de la Marina), entre el siglo xix y 1985 aparecieron setenta y una publicaciones periódicas gallegas (algunas de duración breve, otras se mantuvieron varios años, con un alcance y desempeño encomiables). La prensa gallega, en sentido general, resultó el canal idóneo para la actualización del acontecer en todos los campos de la vida en Galicia y en el resto de la península ibérica, del quehacer gallego en el suelo «extranjero» y asimismo, se erigió en plataforma de las ideas más avanzadas de la galleguidad (de lo cual es muestra la presencia en la misma de personalidades capitales de su intelectualidad: Curros Enríquez, Rosalía de Castro, Manuel Murguía, Eduardo Pondal, Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal, Álvaro de la Iglesia, Waldo AlvarezInsúa, José Fontela Leal). Importa aludir a que El Eco de Galicia, es considerado el decano de los periódicos de la emigración gallega escritos en Cuba y en toda América.
—En enero de 1880 se fundó oficialmente el Centro Gallego de La Habana, cuya relevancia para la vida gallega y la nuestra es innecesario apuntar.
—Con el dinero de los inmigrantes se pudieron crear y mantener en Galicia instituciones educacionales y hospitalarias, así como se fundó la Banca gallega.
—El tan maltratado idioma gallego fue uno de los centros de la atención por parte de la inmigración en Cuba, aunque por razones obvias tuvo que aceptar el castellano como vía de comunicación. No solo uno de los ilustres escritores que completa la tríada del Rexurdimento de la letras gallegas, Manuel Curros Enríquez, desarrolló gran parte de su obra en nuestro país, sino que desde aquí se costeó la edición de Follas novas de Rosalía de Castro en 1880, quien lo dedicó a los miembros de la Sociedad de Beneficencia de Naturales de Galicia que la habían investido con el título de socia honoraria. Parte también de las publicaciones periódicas gallegas eran escritas en su lengua o tenían carácter bilingüe.
—El día 20 de diciembre de 1907 en el teatro del Centro Gallego de La Habana, se interpretó por primera vez el Himno de Galicia. Este resultó de uno de los muchos trabajos de José Fontela Leal a favor de la cultura y de la reivindicación de Galicia. El abnegado tipógrafo gallego solicitó primero la letra a Manuel Curros Enríquez y la música a José Castro Chané, también inmigrante gallego en La Habana. Pero al no recibirlas con la premura que necesitaba, Fontela Leal eligió el poema «Os Pinos» de Eduardo Pondal, mientras que Pascual Veiga componía la música para lograr un «Himno Regional Gallego» que sería ya el definitivo. El estreno tuvo lugar en medio del homenaje póstumo al creador de su melodía Pascual Veiga, con el fin de recaudar fondos para erigirle un monumento funerario en Mondoñedo.
Suelen hablarnos los estudiosos del problema, por otra parte, de la orgánica inserción del gallego en la sociedad cubana. Aflora como tendencia en los acercamientos a la presencia del gallego en Cuba, la insistencia en factores aleatorios, en la afirmación de «lo gallego» en la isla caribeña dado en la fuerza de la personalidad individual, o sea, en la búsqueda de sujetos notables en el quehacer «fini-colonial» o republicano, ya sean estos naturales de la tierra electa por Santiago —Apóstol, «matamoros» y peregrino—, ya establezcan conexión con ella por vía de descendencia. La impronta colectiva queda así minusvalorada ante el aliento de la huella particular.
Lo primero a tomar en consideración debe ser el momento del desarrollo cubano en que se produce la gran oleada inmigratoria gallega. No hay dudas de que en la segunda mitad del siglo xix ya hay conciencia general de pertenecer a una cultura autóctona con un comportamiento histórico individualizado y peculiar, en la que la concurrencia de corpus culturales diversos (fundamentalmente hispanos y africanos) ha quedado subsumida, transformada, transculturada, en un ser diferente. Y es en esta coyuntura que va a tener efecto el arribo continuado a las costas cubanas de los viejos barcos que transportan la gallegada. Es, entonces, cuando el sentimiento de pertenencia a una identidad que es propia, activa nuestra singularidad ante la asistencia del otro, lo que explica que el español, casi omnipresente en la conformación de la fisonomía cubana, venga a ser designado por aquí (no importa su procedencia) con la denominación genérica de «gallego», o que el choteo que nos caracteriza haya tomado (tome) como un blanco constante a ese inmigrante del noroeste de la península ibérica.
Sin apenas percatarnos de ello, la personalidad del gallego se instaló dentro de la sociedad cubana y vino a engrosar, en múltiples aspectos, nuestro «ajiaco cultural idiosincrásico». Las Historias respectivas se entrecruzan; la norma lingüística del castellano en Cuba se contamina con giros, palabras, refranes, tomados del habla gallega; se enriquece la música de la isla con préstamos de sus ritmos; se ensanchan los hábitos culinarios; se diversifica aún más la arquitectura; se potencia la economía; se mezclan nuestros genes.
El segundo factor a reparar está en consonancia con las peculiaridades del gallego y el cubano (justo en cuanto a semejanza y diferencia) que hacen posible que la identificación de uno con otro comporte la mayor naturalidad e implique rápidamente el estrechamiento de vínculos afectivos, más allá del lógico asombro inicial propiciado por lo extraño o lo desconocido.
Ya Martí en dos artículos publicados en Patria insistía en un asunto capital para comprender a cabalidad esta relación. A propósito del asesinato de un muchacho gallego por su comprometimiento con la causa cubana, vibra su verbo:
¡No es, no, contra los españoles contra quienes se levanta en Cuba el país, sino contra los que en un corazón de diez y ocho años, porque ama la libertad donde la ve ofendida, porque defiende la independencia de España en Cuba como en Galicia defienden la independencia de España los gallegos, le clavan un puñal en la sombra!5
Su palabra aún es más esclarecedora en el texto que dedica a Pablo Insua:
Quien no conozca la larga lucha de Galicia por sus derechos ofendidos, la emigración voluntaria de sus mejores hijos en busca de justicia y dignidad, la levadura sorda y creciente de emancipación del terruño arruinado en torno al pazo feudal, el partido formal de independencia creado en Galicia con lo mejor del país, hubiera extrañado aquella pasión de hijo, aquella abundancia de la bolsa, aquella república viva y ardiente, con que defendía Pablo Insua la libertad cubana.6
Nos emparientan el pertenecer a las zonas que ocupan la periferia del discurso de poder de la Historia. Vejada Galicia dentro de las Españas, el sentimiento de solidaridad para con la situación cubana y sus discrepancias con las autoridades coloniales en la Isla, forman parte de reacciones lógicas. Manuel Curros Enríquez en La Tierra Gallega, publicación habanera, lo hacía explícito: «Hemos pedido libertades para Cuba a la madre España, porque también las pedimos para Galicia».7 Se trata de aquel dolor por el sufrimiento del otro, sentido por quien está sufriendo desde hace tanto tiempo como, por ejemplo, deja ver Rosalía en sus poemarios.
Alejo Carpentier, a quien parece casi seguir Barnet en la estructuración de su trabajo, con una capacidad de síntesis impresionante, presenta la trayectoria gallega de esta manera:
mi visión de infancia, el Gallego —así, con mayúscula— era una especie de personaje mitológico. Entraban en el puerto de La Habana los viejos trasatlánticos franceses que eran “L’Espagne” “La Navarre”, y sabíamos todos, muchachos patinadores de la orilla marina entre el Parque Maceo y la desaparecida Cortina de Valdés, que pronto aparecería el Gallego, una vez más con paso indeciso, encandilado con la luz del trópico, buscando su rumbo en una ciudad desconocida...
Y comenzaba para el gallego el duro período de la aclimatación. Nacido en tierra de rudos inviernos, la sangre se le revolvía en el Trópico. Todos los salpullidos y escozores posibles se le prendían al cuerpo, dando a las caras un aspecto característico muy explotado por el sainete. Era objeto de inofensivas bromas por parte del criollo más vivo, más burlón, siempre ágil en el manejo del retruécano. Echaba de menos sus vinos ácidos, su parroquia, sus romerías de gaita y pandero. Se le humedecían los ojos cuando escuchaba «La Alborada» de Veiga, o la canción de «Una noche en la era del trigo»...
Y un día, aquel celta transfigurado aparecía en alguna localidad del Teatro Alhambra para regocijarse con entremeses y diálogos bufos, donde los gallegos eran puestos en solfa —siempre birlados por la mulata zalamera o el negrito astuto. ¡Un gallego riendo de otro gallego! Su proceso de integración había sido perfecto. Ya no le faltaba sino tomar una esposa criolla —muy a menudo mestiza—, y como el ínfimo comercio de víveres o la pequeña tienda de artesanía había prosperado, recordaba al hijo de la hermana, muerta prematuramente, que seguía vegetando allá en Santa Marta o en Betanzos, sin poder reunir suficiente dinero para el pasaje...
Mucho debe el progreso de Cuba a ese Gallego trabajador, ingenuo y bonachón que, en un momento de su historia republicana, le aportó una corriente inmigratoria particularmente laboriosa, robusta y desprejuiciada. Mucho debe, toda América a la inmigración.8
Gallego, de Barnet, tiene el mérito de expresar esa trayectoria como ninguna otra pieza de nuestra literatura. El teatro popular desde la segunda mitad del siglo xix ya había incorporado al gallego, que llega a convertirse en uno de los personajes más recurrentes y característicos. Entonces el gallego adquiere fisonomía arquetípica y las más de las veces es mero instrumento movilizador de la risa burlesca, resultado de su interacción con los personajes del negrito y la mulata con los que conforma la gran tríada del bufo cubano, a veces complementada con el personaje del chino.
La irrupción del gallego en la dramaturgia del bufo parece datar de 1891, cuando se introducen en el Teatro Alhambra piezas de sabor criollo que molestaron a más de un peninsular por sentirse atacado por el choteo cubano que se encarnizaba con su representación. El gallego, en particular, ejemplo de retrato en el bufo de figura ingenua, bonachona, respetuoso de la ley, es generalmente timado o birlado por el negrito y la mulata (esta última, su mayor debilidad). Barnet da buena cuenta de ello y le rinde homenaje a la mejor escena de sabor popular cubana, cuando sitúa a Manuel de espectador en el Alhambra y este, desde la distancia del tiempo, rememora: «Todo lo que decían de los gallegos no era cierto. Pero lo hacían con gracia y era de cariño. El gallego siempre salía mal parado. Pero los gallegos que íbamos allí nos divertíamos mucho, a pesar de eso».
Pero el teatro popular da cuenta también de los problemas sociales en muchas obras y en ellas tiene también protagonismo el gallego. En la célebre pieza La isla de las Cotorras, estrenada en el 1923 en el Alhambra, el gallego comparte con el negrito y el chino (los sectores marginados, populares) su carácter de legítimos dueños de la Isla; y es el gallego Muñeira quien mejor reconoce la amenaza del águila imperial yanki, por eso se dirige a sus colegas cubanos con la alerta: «Ustedes y los suyos no lo habrán visto porque tienen telarañas en los ojos. Pero yo ca vez que ha habío allí un ciclón, político u financiero u electoral (Marcado) he visto un pájaro así como ese volando por encima de la isla». En este recuento no pueden obviarse, pese a que no es exhaustivo, la mención de las obras de Guillermo Anckermann, La segunda República reformada y Las cosas de Cuba, donde se hace más evidente la asimilación del gallego a la vida cubana, estrenadas en 1909 en el teatro El Molino Rojo. También hay que hacer remisión a los textos La trancada del gallego (1922) o Cristóbal Colón, gallego (1923) que vuelven a poner el Alhambra en sitial de protagonismo gallego.
En la narrativa, en la que encontramos proliferación de personajes insulares, la indefinición de pertenencia regional (en ocasiones se les llama «gallego», pero haciendo uso del apelativo genérico con que identificamos al español), dificultan el análisis del componente gallego que venimos rastreando. La gallega, novela del cubano Jesús Masdeu Reyes, que se publica en La Habana en 1927, constituye una referencia ineludible, pues no solo trae el mundo gallego en el país a través del personaje protagónico inmigrante, sino que elige para ello a una figura femenina. La obra, sin embargo, no alcanza notabilidad en cuanto a valores literarios, y su simplismo en la expresión de la realidad y su maniqueísmo melodramático la lastran. Una marca de mayor altura en este itinerario la aporta Carlos Montenegro, gallego de nacimiento, como se sabe, con su libro El renuevo y otros cuentos, de 1929, pero para presentar una visión nostálgica de su niñez en Galicia, constatable en varios de los textos del volumen.
Es necesario esperar Gallego, de Barnet, para encontrar el escalón más alto alcanzado hasta ahora en la cultura artística, en cuanto a la singularización de uno de los procesos definidores del perfil cubano del siglo xx: la construcción de un patrimonio común de referencias y confluencias culturales entre Galicia y Cuba; la inserción del gallego en la médula misma de la nación cubana. Se debe igualmente a su novela la realización del filme homónimo de Manuel Octavio Gómez, que toma como protagonista a un gallego emigrante, con sus conflictos y perfiles humanos, por primera vez en el cine de la Isla.
Buena parte de la obra de Barnet recoge la gracia popular con la que es recepcionada la inserción del gallego en Cuba, por su indumentaria, su aclimatación física que pasa por todos los salpullidos y escozores a los que hace referencia el texto citado de Carpentier, las marcas gallegas en el uso de la lengua española (que contaminan finalmente la variante cubana de la lengua), la mezcla de su particular religiosidad con los cultos sincréticos nuestros, su obsesivo deslumbramiento por la mulata y su relación entre antitética y camaraderil con el negro (en este sentido recuerda Manuel la estrofa popular: «Un gallego está comiendo / con un negro en compañía, / o el gaito le debe al negro / o es del negro la comía»).
Manuel Ruiz, alejado de los cánones estereotipados al uso, ofrece un prisma original desde el cual evaluar el panorama político, social y económico de la primera mitad republicana del siglo. Es testigo sufridor de los gobiernos conservadores de Menocal y de Zayas, del período liberal de Grau, de las dictaduras de Machado y Batista; y de la emergencia y desarrollo del clima revolucionario que desemboca en la Revolución de 1959. Esto le permite una valoración signada por la objetividad popular, de las transformaciones que ocasiona el triunfo revolucionario y el proceso dignificador del hombre que trae consigo.
Por todo lo visto, pese a la distancia entre lo esperado y lo encontrado, el gallego de Barnet se instala en Cuba y se hace cubano, sin que el tránsito que verifica este suceso lo haya conducido a la traición a sus raíces. Lo importante de subrayar aquí es que el escritor supera la literatura tradicional de la emigración gallega con su omnipresente carga de morriña por el terruño lejano. Manuel Ruiz no deja de pensar en su gente, de penar y trabajar por su país de origen y por su familia, pero se integra naturalmente al nuevo contexto en que es acogido.9
Como en la declaración del poema de Barnet con que abríamos estas páginas, la historia del gallego como inmigrante en Cuba, su inserción en la sociedad y su huella son problemas que encuentra el autor buceando en «la cavidad arenosa de la Isla», y en su propio «fondo retador» supo encontrar y alzar su voz con la excelencia a que nos tiene acostumbrados.
José Antonio Baujín