… Y el grillo, como
virtuoso obstinado, persistió en sus ejercicios musicales, a la
verdad algo monótonos, hasta que apareció en el cielo la plácida
sonrisa del alba. A los primeros rayos del sol calló el músico,
satisfecho, sin duda, de la perfección de su artístico trabajo, y
una codorniz le sustituyó en el solo, dando los tres golpes
consabidos. El sereno llamó con su chuzo en las tiendas, pasaron
uno o dos panaderos con la cesta a la cabeza, se abrió una tienda,
luego otra, después un portal, echó una criada la basura a la
acera, se oyó el vocear de un periódico. Poco después la calle
entraba en movimiento.
Serla el autor demasiado audaz si tratase de demostrar la
necesidad matemática en que se encontraba la casa de doña Casiana
de hallarse colocada en la calle de Mesonero Romanos, antes del
Olivo, porque, indudablemente, con la misma razón podía haber
estado emplazada en la del Desengaño, en la de Tudescos, o en otra
cualquiera; pero los deberes del autor, sus deberes de cronista
imparcial y verídico, le obligan a decir la verdad, y la verdad es
que la casa estaba en la calle de Mesonero Romanos, antes del
Olivo.
En aquellas horas tempranas no se oía en ella el menor ruido; el
portero había abierto el portal y contemplaba la calle con cierta
melancolía.
El portal, largo, oscuro, mal oliente, era más bien un corredor
angosto, a uno de cuyos lados estaba la portería.
Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su
interior, ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una
mujer gorda, inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un
niño enteco, pálido y larguirucho, como una lombriz blanca. Encima
de la ventana, se figuraba uno que, en vez de «Portería», debía
poner: «La mujer cañón con su hijo», o un letrero semejante de
barraca de feria.
Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con
voz muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante
desagradable. Se seguía adelante, dejando a un lado el antro de la
mujer-cañón, y a la izquierda del portal, daba comienzo la
escalera, siempre a oscuras, sin más ventilación que la de unas
ventanas altas, con rejas, que daban a un patio estrecho, de
paredes sucias, llenas de ventiladores redondos. Para una nariz
amplia y espaciosa, dotada de una pituitaria perspicaz, hubiese
sido un curioso sport el de descubrir e investigar la procedencia y
la especie de todos los malos olores, constitutivos de aquel tufo
pesado, propio y característico de la casa.
El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los
pisos altos; tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas,
alguna familia que alquilaba cuartos a caballeros estables, pero
nada más. Por esta causa el autor no se remonta a las alturas y se
detiene en el piso principal. En éste, de día apenas si se
divisaba, por la oscuridad reinante, una puerta pequeña; de noche,
en cambio, a la luz de un farol de petróleo, podía verse una chapa
de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se leía escrito con
letras negras: «Casiana Fernández».
A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que
sólo poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba;
pero como la puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían
entrar y salir sin necesidad de llamar.
Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno
sumergido en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el
cambio de lugar era el olor, no precisamente por ser más agradable
que el de la escalera, pero sí distinto; en cambio, de noche, a la
vaga claridad difundida por una mariposa de corcho, que nadaba
sobre el agua y el aceite de un vaso, sujeto por una anilla de
latón a la pared, se advertían, con cierta vaga nebulosidad, los
muebles, cuadros y demás trastos que ocupaban el recibimiento de la
casa.
Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella
una caja de música de las antiguas, con cilindros de acero erizados
de pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: figura ennegrecida
y sin nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de
algún semidiós o de algún mortal.
En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban
cuadros pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá
los hubiese encontrado detestables; pero la patrona, que se
figuraba que cuadro muy oscuro debía de ser muy bueno, se recreaba,
a veces, pensando que quizá aquellos cuadros, vendidos a un inglés,
le sacarían algún día de apuros.
Eran lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas
bíblicas tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de
tal manera, que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre,
llagas y cabezas cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar,
producían impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de
Herodes contemplando la cabeza de san Juan Bautista. La figuras
todas eran de amable jovialidad; el rey, con indumentaria de rey de
baraja y en la postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija,
señora coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes
cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de san Juan Bautista
sonreía, colocada en un plato repujado.
Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del
dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.
A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo,
de cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la
mayoría sin marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y
sólo en uno se adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo
picoteando en las hojas de una verde col.
A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada
la tarde solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas
rotas, y, sobre las camas sin hacer, cuellos y puños postizos.
Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde,
excepto dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los
cuales madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo
hacía por costumbre o por higiene.
El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin
desayunarse; el cura salía in albis para decir
misa; pero los comisionistas tenían la audaz pretensión de tomar
algo en casa, y la patrona empleaba un procedimiento muy sencillo
para no darles ni agua: los dos comisionistas comenzaban su trabajo
de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y encargaban a la
patrona que les despertase a las ocho y media; ella cuidaba de no
llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y ver la
hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados,
renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la
casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces
destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir
de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la
patrona, a alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína
alta y gorda, y a otra señora, a la que llamaban la Baronesa.
La patrona llevaba invariablemente cubrecorsé de bayeta
amarilla; la Baronesa, peinador lleno de manchas de cosmético, y la
vizcaína, corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la
admiración de los que transitaban por el corredor una ubre
monstruosa y blanca con gruesas venas azules…
Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la
misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que
servían de comidilla para las horas restantes.
Al día siguiente de la riña entre la patrona y la Irene, cuando
ésta volvió a su cuarto, luego de realizada su misión, hubo
conciliábulo secreto entre las que quedaron.
-¿No saben ustedes? ¿No han oído nada esta noche? -dijo la
vizcaína.
-No -contestaron la patrona y la Baronesa- ¿Qué ocurre?
-La Irene ha metido esta noche un hombre en casa.
-¿Sí?
-Yo misma he oído cómo hablaba con él.
-¡Y había abierto la puerta de la calle! ¡Qué perro! -murmuró la
patrona.
-No; el hombre era de la vecindad.
-Alguno de los estudiantes de arriba -dijo la Baronesa.
-Ya le diré yo cuatro cosas a ese pingo -replicó doña
Casiana.
-No; espere usted -contestó la vizcaína-. Vamos a darle un susto
a ella y al galán. Cuando estén hablando, si él viene esta noche,
avisamos al sereno para que llame a la puerta de casa, y al mismo
tiempo salimos de nuestros cuartos con luz, como si fuéramos al
comedor, y los cogemos.
Mientras se tramaba el complot en el pasillo, la Petra preparaba
el almuerzo en las oscuridades de la cocina. No tenía gran cosa que
preparar, pues el almuerzo se componía invariablemente de un huevo
frito, que nunca, por casualidad fue grande, y un bistec, que desde
los más remotos tiempos no se recordaba que una vez, por excepción,
hubiera sido blando.
Al mediodía, la vizcaína, con mucho misterio, contó a la Petra
el complot; pero la criada no estaba aquel día para bromas: acababa
de recibir una carta que la llenó de preocupaciones. Su cuñado le
escribía que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo
enviaban a Madrid; no le daba explicaciones claras del porqué de
aquella determinación; decía únicamente la carta que allí, en el
pueblo, el chico perdía el tiempo, y que lo mejor era que fuese a
Madrid a aprender un oficio.
A la Petra, aquella carta le hizo cavilar mucho. Después de
fregar los platos se puso a lavar en la artesa; no le abandonaba la
idea fija de que, cuando su cuñado le enviaba a Manuel, habría
hecho alguna barbaridad el muchacho. Pronto lo podía saber, porque
a la noche llegaba. La Petra tenía cuatro hijos, dos varones y dos
hembras; las dos muchachas estaban bien colocadas: la mayor, de
doncella, con unas señoras muy ricas y religiosas; la pequeña, en
casa de un empleado. Los chicos le preocupaban más; el menor no
tanto, porque, según le decían, seguía siendo de buena índole; pero
el mayor era revoltoso y díscolo.
-No se parece a mí -pensaba la Petra-. En cambio, tiene bastante
semejanza con mi marido.
Y esto le producía inquietudes; su marido, Manuel Alcázar, había
sido hombre enérgico y fuerte, y en la última época de su vida,
malhumorado y brutal.
Era maquinista de tren y ganaba buen sueldo. La Petra y él no se
entendían, y el matrimonio andaba siempre a trastazos.
La gente, los conocidos, culpaban de todo a Alcázar, el
maquinista, como si la oposición sistemática de la Petra, que
parecía gozar impacientando al hombre, no fuera bastante para
exasperar a cualquiera. Siempre la Petra había sido así,
voluntariosa, con apariencia de humilde, de una testarudez de mula;
en haciendo su capricho, lo demás le importaba poco.
En vida del maquinista, la situación económica de la familia era
relativamente buena. Alcázar y la Petra pagaban diez y seis duros
de casa en la calle del Reloj, y tenían huéspedes: un ambulante de
Correos y otros empleados del tren.
La existencia de la familia hubiera podido ser sosegada y
agradable sin las diarias peleas entre marido y mujer. Habían
llegado los dos a experimentar necesidad tal de reñir, que por la
cosa más insignificante armaban un escándalo; bastaba que él dijera
blanco para que ella afirmase negro; aquella oposición enfurecía al
maquinista, que tiraba los platos por el aire, abofeteaba a su
mujer y andaba a puñetazos con todos los muebles de la casa.
Entonces la Petra, satisfecha de tener motivo suficiente de
aflicción, se encerraba a llorar y a rezar en su cuarto. Entre el
alcohol, las rabietas y el trabajo duro, el maquinista estaba
torpe; un día de agosto, de calor horrible, se cayó del tren a la
vía, y, sin herida ninguna, lo encontraron muerto.
La Petra, desoyendo las advertencias de sus huéspedes, se empeñó
en mudarse de casa porque no le gustaba aquel barrio, lo hizo, tomó
nuevos pupilos, gente informal y sin dinero, que dejaban a deber
mucho, o que no pagaban nada, y, al poco tiempo, se vio en la
necesidad de vender sus muebles y abandonar su nueva casa.
Entonces puso a sus hijas a servir, envió a los dos chicos a un
pueblecillo de la provincia de Soria, en donde su cuñado estaba de
jefe de un apeadero, y entró de sirviente en la casa de huéspedes
de doña Casiana. De ama pasó a criada, sin quejarse. Le bastaba
habérsele ocurrido a ella la idea para considerarla la mejor.
Dos años llevaba en la casa guardando la soldada; su ideal era
que sus hijos pudiesen estudiar en un Seminario y que llegasen a
ser curas.
Aquella vuelta de Manuel, el hijo mayor, desbarataba sus planes.
¿ Qué habría pasado?
Y hacía una porción de conjeturas. En tanto, removía con sus
manos deformadas la ropa sucia de los huéspedes.
Llegaba de la ventana del patio una baraúnda de cánticos y voces
de gente que riñe, alternando con el chirriar de las garruchas de
las cuerdas para tender la ropa.
A media tarde, la Petra comenzó a preparar la comida. La patrona
mandaba traer todas las mañanas una cantidad enorme de huesos para
el sustento de los huéspedes. Es muy posible que en aquel montón de
huesos hubiera, de cuando en cuando, alguno de cristiano; lo seguro
es que, fuesen de carnívoro o de rumiante, en aquellas tibias,
húmeros y fémures, no había nunca una mala piltrafa de carne.
Hervía el osario en el puchero grande con garbanzos, a los cuales
se ablandaba con bicarbonato, y con el caldo se hacía la sopa, la
cual, gracias a su cantidad de sebo, parecía una cosa turbia para
limpiar cristales o sacar brillo a los dorados.
Después de observar en qué estado se encontraba el osario en el
puchero, la Petra hizo la sopa, y luego se dedicó a extraer todas
las piltrafas de los huesos y envolverlas hipócritamente con una
salsa de tomate. Esto constituía el principio en casa de doña
Casiana. Gracias a este régimen higiénico, ninguno de los huéspedes
caía enfermo de obesidad, de gota ni de cualquiera de esas otras
enfermedades por exceso de alimentación, tan frecuentes en los
ricos.
Luego de preparar y de servir a los huéspedes la comida, la
Petra dejó el fregado para más tarde y salió de casa a recibir a su
hijo.
Aún no había oscurecido del todo; el cielo estaba vagamente
rojizo, el aire sofocante, lleno de un vaho denso de polvo y de
vapor. La Petra subió la calle de Carretas, siguió por la de
Atocha, entró en la estación del Mediodía y se sentó en un banco a
esperar a Manuel…
Mientras tanto, el muchacho venía medio dormido, medio asfixiado
en un vagón de tercera.
Había tomado el tren por la noche en el apeadero en donde su tío
estaba de jefe. Al llegar a Almazán tuvo que esperar más de una
hora a que saliera un mixto, dando paseos para hacer tiempo por las
calles desiertas.
A Manuel le pareció Almazán enorme, tristísimo; tenía el pueblo,
vislumbrado en la oscuridad de una noche vagamente estrellada, la
apariencia de grande y fantástica ciudad muerta. En las calles
estrechas, de casas bajas, brillaba la luz eléctrica, pálida y
mortecina; la espaciosa plaza con arcos estaba desierta; la torre
de una iglesia se erguía en el cielo.
Manuel bajó hacia el río. Desde el puente presentábase el pueblo
aún más fantástico y misterioso; adivinábanse sobre una muralla las
galerías de un palacio; algunas torres altas y negras se alzaban en
medio del caserío confuso del pueblo; un trozo de luna resplandecía
junto a la línea del horizonte, y el río, dividido en brazos por
algunas isletas, brillaba como si fuera de azogue.
Salió Manuel de Almazán y tuvo que esperar unas horas en
Alcuneza para transbordar. Estaba cansado, y como en la estación no
había bancos, se tendió en el suelo, entre fardos y pellejos de
aceite.
Al amanecer tomó el otro tren, y, a pesar de la dureza del
asiento, logró dormirse.
Manuel llevaba dos años con sus parientes; dejaba la casa con
más satisfacción que pena.
No tuvo para él la vida nada de agradable en aquellos dos
años.
La pequeña estación en donde su tío estaba de jefe hallábase
próxima a una aldehuela pobre, rodeada de áridas pedrizas, sin
árboles ni matas. Solía hacer en aquellos parajes una temperatura
siberiana; pero las inclemencias de la naturaleza no eran cosa para
preocupar a un chico, y a Manuel le tenían sin cuidado.
Lo peor era que ni su tío ni la mujer de su tío le mostraron
afecto, sino indiferencia, y esta indiferencia preparó al muchacho
para recibir los pocos beneficios recibidos con una completa
frialdad.
No pasaba lo mismo con el hermano de Manuel, con quien los tíos
llegaron a encariñarse.
Los dos muchachos manifestaron condiciones casi en absoluto
opuestas: el mayor, Manuel, gozaba de un carácter ligero, perezoso
e indolente; no quería estudiar ni ir a la escuela; le encantaban
las correrías por el campo, todo lo atrevido y peligroso; el rasgo
característico de Juan, el hermano menor, era sentimentalismo
enfermizo que se desbordaba en lágrimas por la menor causa.
Manuel recordaba que el maestra de escuela y organista del
pueblo, un vejete medio dómine que enseñaba latín a los dos
hermanas, aseguraba que Juan llegaría a ser algo: a Manuel le
consideraba como holgazán aventurero y vagabundo que no podía
acabar bien.
Mientras Manuel dormitaba en el coche de tercera se amontonaban
en su imaginación mil recuerdos: los hechos sucedidos la vísperas
en casa de sus tíos se mezclaban en su cerebro con fugaces
impresiones de Madrid, ya medio olvidadas, y las sensaciones de
distintas épocas se intercalaban unas en otras en su memoria, sin
razón ni lógica, y, entre ellas, en la turbamulta de imágenes
lejanas y próximas que pasaban ante sus ojos, se destacaban
fuertemente aquellas torres negras entrevistas de noche en Almazán
a la luz de la luna…
Cuando uno de los compañeros de viaje anunció que ya estaban en
Madrid, Manuel sintió verdadera angustia; un crepúsculo rojo
esclarecía el cielo, inyectado de sangre como la pupila de un
monstruo; el tren iba aminorando su marcha; pasaba por delante de
las barriadas pobres y de casas sórdidas; en aquel momento
brillaban las luces eléctricas pálidamente sobre los altos faros de
señales…
Se deslizó el tren entre filas de vagones, retemblaron las
placas giratorias con estrépito férreo y apareció la estación del
Mediodía iluminada por arcos voltaicos.
Descendieron los viajeros; bajó Manuel con su fardelillo de ropa
en la mano, miró a todas partes por si encontraba a su madre, y no
la vio en toda la anchura del andén. Quedó perplejo; siguió luego a
la gente, que marchaba de prisa, con líos y jaulas, hacia una
puerta; le pidieron el billete, se detuvo a registrarse los
bolsillos, lo encontró y salió por entre dos filas de mozos que
anunciaban nombres de hoteles.
-¡Manuel! ¿Adónde vas?
Allí estaba su madre. La Petra tenía intención de mostrarse
severa; pero al ver a su hijo se olvidó de su severidad y le abrazó
con efusión.
-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó en seguida la Petra.
-Nada.
-Y entonces, ¿por qué vienes?
-Me han preguntado si quería estar allá o venir a Madrid, y yo
he dicho que prefería venir a Madrid.
-¿Y nada más?
-Nada más -contestó Manuel con sencillez.
-Y Juan, ¿estudiaba?
-Sí; mucho más que yo. ¿Está lejos la casa, madre?
-Sí. Qué, ¿tienes apetito?
-Ya lo creo: no he comido en todo el camino.
Salieron de la estación al Prado; después subieron por la calle
de Alcalá. Una gasa de polvo llenaba el aire; los faroles brillaban
opacos en la atmósfera enturbiada… Al llegar a la casa, la Petra
dio de cenar a Manuel y le hizo la cama en el suelo, al lado de la
suya. El muchacho se acostó, y era tan violento el contraste del
silencio de la aldea con aquella algarabía de ruido de pasos,
conversaciones y voces de la casa, que, a pesar del cansancio,
Manuel no pudo dormir.
Oyó cómo entraban todos los huéspedes; ya era más de media noche
cuanto el cotarro quedó tranquilo; pero de repente se armó una
trapatiesta de voces y de risas alborotadoras, que terminó con una
imprecación de triple blasfemia y una bofetada que resonó
estrepitosamente.
-¿Qué será eso, madre? -preguntó Manuel desde su cama. A la hija
de doña Violante, que la han cogido con el novio -contestó la
Petra, medio dormida; luego le pareció una imprudencia decir esto
al muchacho, y añadió, malhumorada:
-Calla y duerme ya.
La caja de música del recibimiento, movida por la mano de
algunos de los huéspedes, comenzó a tocar aquel aire sentimental de
La Mascota, el dúo de Pippo y Bettina:
¿Me olvidarás, gentil pastor?
Luego quedó todo en silencio.