OSCURO
Y
PERVERSO
TANIA SEXTON
Primera edición en digital: mayo 2018
Título Original: Oscuro y perverso
©Tania Sexton 2018
©Editorial Romantic Ediciones, 2018
www.romantic-ediciones.com
Imagen de portada © Volodymyr Nikulin
Diseño de portada: Isla Books
ISBN:
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los
titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
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Prólogo
Capítulo 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPITULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
EPÍLOGO
Agradecimientos
A mis dos amores;
y a todas esas personas que disfrutan de la novela romántica.
Prólogo
BOSTON, AÑO 1895
Debería escribirle. Era el pensamiento constante y fijo que rondaba su cabeza. Fijo, fijo, fijo; no dejaba de pensar en ello y cuando algo así sucedía, tenía que llevarlo a cabo. Sin más preámbulos, sin darle más vueltas, debía hacerlo. Porque si no, ¿cómo iba a criar al bebé? Ella sola, sin ayuda… sería muy difícil y tal vez no podría conseguirlo de una forma honrada, decente, sin contar a esos moscones que tenía detrás de ella cada dos por tres, que podrían llegar a hacerle la vida imposible. Y lo único que deseaba era darle lo mejor a ese niño y ella, bien que lo sabía, no estaba capacitada para hacerlo.
Una mujer sola… sin contar con que ella no se sentía mujer, toda una mujer, era una muchacha… sí, tenía a Margot, pero no debía, ni podía abusar de su amistad. Bastante hacía con hacerle un hueco en su humilde hogar, sin contar con que faltaba muchas horas de casa, para acudir a ese trabajo tan estupendo que había conseguido en Nueva York. Si no tuviera a Jonah, también podría conseguir un trabajo así, o mejor. De hecho, podría hacer cualquier cosa: servir, cocinar, bordar o coser; hasta trabajar en una fábrica; hasta podría ser institutriz, como las de las novelas inglesas que leía, de las hermanas Brontë, o de Austen. Y no era por darse aires de grandeza, ni echarse flores, su hermana se lo decía cada dos por tres (antes se lo decía), y Jeremy también: eres más lista que el hambre, decían los dos. Escribía perfectamente, sin faltas y con una caligrafía que muchos quisieran; el padre le enseñó literatura y latín, aunque esto último lo tenía un poco olvidado. Y, por supuesto, matemáticas, por algo su padre había sido contable y de los buenos. Abreviando, tenía más estudios y educación que la mayoría de la gente que le rodeaba o con la que se juntaba. Pero, también tenía a Jonah y no lo podía dejar, no lo podía abandonar; y por descontado, no podía arriesgarse a que se lo quedara el tío, el hermano de Jeremy. Eso sin contar con que había una abuela, si es que estaba viva. El tío, la abuela y vete a saber quién más. De eso nada. Tenía tres meses y ella lo había criado desde que nació, pasando más tiempo con él, que la propia madre, y no digamos el padre. Ciertamente, Julia Mulligan había encontrado la horma de su zapato, cuando se encaprichó de Jeremy Cooper, o él de ella. Santo Dios, sí eran tal para cual, pensando que el Todopoderoso proveería, que solucionaría todos los problemas que se presentasen. Sí, eran cariñosos, eran buenos, pero tenían grillos en la cabeza, y eso que ella era la más pequeña. Por todos los santos, si con quince años, ella, Jennifer Mulligan Kennedy, tenía más conocimiento que los dos juntos; y ahora, a punto de cumplir los diecinueve, había que tomar una decisión, no le quedaba más remedio, y, además, estaba convencida de que era lo más acertado. Y no se lo pensó más, estaba decidido y requetepensado. Tomó los bártulos de escritura y comenzó. Con buena letra, clara y precisa; humilde y por encima de todo, mintiendo como nunca, nunca, lo había hecho. Sin darse cuenta del ruido de la calle, sin oír todo el alboroto y los gritos de los vendedores de frutas y verduras ambulantes y de los transeúntes en general de esa calle cercana a los muelles de Boston, comenzó la carta:
Apreciado Señor Cooper:
Soy Julia Mulligan, esposa de Jeremy Cooper y tomándome la licencia para escribirle y comunicarle la triste noticia: la muerte de su hermano, mi querido y amado esposo. Tal vez sea demasiado ruda comenzando de esta forma la primera carta que le envío para contactar con usted, pero no tengo otra forma de expresarlo, ni encuentro palabras amables que puedan amortiguar esta amargura que siento (dejó de escribir durante unos instantes, pensando que tampoco debía excederse demasiado. Bajó la cabeza y continuó). No sé si le llegará esta carta, ya que la dirección que tengo en mi poder puede no ser la correcta, pero, aun así, espero y deseo, que estas líneas lleguen a sus manos. Tendrá que perdonar mi insolencia, pero estas líneas, no son solo para comunicarle la triste noticia, es también para solicitar su ayuda si no resulta excesivo para usted. Jeremy ha muerto, dejando una viuda, yo, y un bebé, Jonah, de tres meses. Si estuviera sola en la vida, buscaría mi porvenir de una forma o de otra, pero teniendo al hijo de Jeremy, mi niño querido, me resulta mucho más problemático y duro. No sé de su situación, puesto que Jeremy contó que usted fue en busca de oro y él se vino a la costa este, deambulando antes por el medio oeste y por el sur del país.
Lo último que supimos de usted, fue al recibir una carta, donde le comunicaba que, si quería volver al oeste, tendría un trabajo y un futuro prometedor. Lo cierto es que, Jeremy estaba decidido a aceptar ese ofrecimiento y si le soy sincera, a mí me gustaba la idea; pero el orgullo, nos impidió ir… el orgullo y la falta de dinero. Decidimos ahorrar para el viaje y cuando teníamos una pequeña cantidad, Jeremy tuvo la fatal idea de acudir a un garito de juego para apostar parte de esos ahorros y conseguir más. Porque él, siempre optimista, muy optimista, no se le pasó por la cabeza perder, no, estaba convencido de que ganaría y podríamos marcharnos al oeste, a su encuentro, sin tener que rebajarse para pedirle el dinero para poder hacer ese dichoso viaje. Pero en ese tugurio, en esa timba, solo encontró la muerte. Hubo un incendio y murieron todos, incluida mi pobre hermana, que la envié en su busca, ya que el bebé estaba enfermo, con mucha fiebre y yo quería que él estuviera a mi lado. Y mi pobre y obediente hermana, hizo lo que le pedí y según me contaron, entró para no salir. El incendio fue brutal y no solo ardió esa casa, también otras adyacentes que, gracias a Dios, dio tiempo a desalojar. En fin, no quiero molestarle más y si no está en sus manos ayudarnos, lo entenderé. De verdad.
Sinceramente suya…
Jennifer dejó de escribir, al tiempo que movía ese cabello rojo oscuro, muy oscuro, recogido en un apretado moño, para evitar que los salvajes y sedosos mechones se escaparan yendo a su libre albedrío; suya, suya, suya, se repetía una y otra vez. Esa palabra era demasiado íntima, demasiado posesiva… bueno, por todos los santos, es igual. Ahora no iba a ensuciar la carta, tachando la palabrita dichosa.
Sinceramente suya, Julia Cooper.
Añadió la dirección de Nueva York, la de su amiga Margot, como lugar donde encontrarla en un futuro próximo y pidiendo disculpas por no escribir más, pues el papel era un lujo para ella. Pero como le quedaba un espacio, pequeño, pero espacio, al fin y al cabo, añadió:
Verá que la carta está sellada en Boston, pero partimos para Nueva York en cuestión de días, ya que, en esa ciudad, tengo una buena amiga que nos hará un hueco en su humilde hogar y de ese modo, tendré una ayuda que, en estos momentos, nos (nos, nos, había que utilizar el plural, para que ese hombre no olvidara que había un niño, un bebé), hace mucha falta.
Ya está, se dijo, he puesto en marcha nuestro futuro. Espero que la carta llegue a sus manos y espero que sea para bien y, sobre todo, que Brandon Cooper, sea buena persona, buen hombre; y especialmente, un poco más sensato y más maduro que fue Jeremy. Claro, que eso con poco. Y si el hermano mayor fue en busca de oro, lo encontrase o no, algo debía tener para ofrecerle un trabajo, un futuro provechoso. Tal vez se tratase de un hombre rico, o un poco al menos. Si era muy rico, muy rico, eso podía ser malo, ¿o no? Bueno, una cosa estaba clara, que ese Cooper le había hecho una oferta al hermano menor y eso significaba que algo abundante había, porque si no, no se ofrece.
Ese era el parecer de la pequeña de los Mulligan y dentro de su sensatez y su profunda seriedad, cuando algo se ofrece, y más por escrito, era para cumplirlo. Es lo correcto, lo decente. A fin de cuentas, los hermanos mayores deben cuidar de los pequeños y no al revés, como le había tocado a ella. En fin, volvió a pensar en el mayor de los Cooper, y por mucha imaginación que le echara, solo lograba imaginarse una imagen de Jeremy, algo más envejecida. Rubio oscuro, ojos azules, preciosos, a cada uno lo suyo, sonrisa picarona, cuerpo delgado pero fibroso y una buena estatura; ¿sería Brando Cooper así? Dejó de darle vueltas a la cabeza.
Un rato más tarde, con el bebé pegado a su pecho, envuelto en un gran pañuelo negro que rodeaba su cuello, se cruzaba en la espalda y ataba en la cintura, de modo que el crío, se acomodaba en ese saquito cálido y confortable que era la recia tela de algodón y los turgentes pechos de la muchacha, igual que una india llevaría a su hijo, se dirigió a la oficina de correos, depositando la carta, esperando, deseando y temiendo, todo al mismo tiempo, que llegara a su destino.