Volver a Respirar
Beatriz Saiz
Primera edición en digital: mayo 2018
Título Original: Volver a respirar
©Beatriz Saiz 2018
©Editorial Romantic Ediciones, 2018
www.romantic-ediciones.com
Imagen de portada ©sborisov ©avgustino
Diseño de portada: Isla Books
ISBN: 978-84-17474-07-2
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los
titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
Para Samuel, por confiar en mí.
Y a ti, por enseñarme a luchar, aunque eso signifique perder. Te echo de menos.
Hazlo. Trabaja duro en ello. Pero hazlo.
Tobías Wolff.
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PRIMERA PARTE
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8
9
SEGUNDA PARTE
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TERCERA PARTE
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31
32
Agradecimientos
PRIMERA PARTE
Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única.
(Jorge Luis Borges)
Con una caída empezó todo
AÑO 2007
York, Inglaterra.
Sandra salió de casa con su bicicleta como hacía cada mañana, le encantaba ir al instituto de esa manera. Podría esperar a que la recogiera el autobús, pero eso implicaría relacionarse con el resto de los alumnos y le daba cierto pánico tener que hacerlo. No por nada, sino porque ella misma no se sentía cómoda. Era una niña retraída, tenía gafas y ortodoncia, y creía que no encajaba con nadie. Solo contaba con su mejor amiga desde la guardería, Gabriela, y ambas preferían ir caminando o en bici, antes que subirse al autobús del colegio.
Estaba tan sumida en sus pensamientos, más bien no dejaba de pensar en el chico nuevo que la tenía loca perdida, que no se fijó en el clavo que había en el camino, cogiéndolo de lleno y picándole la rueda delantera. Fue de imprevisto, cayendo de lado con la bicicleta encima de ella.
“¿Qué más me puede pasar?”, pensó mirando al cielo.
Justo detrás de ella, iba uno de los chicos más populares del instituto, se llamaba Lucca Palermo, y era ni más ni menos que el chico del que estaba enamorada, el que ocupaba sus pensamientos las veinticuatro horas del día y por culpa de esa obsesión por él, se había dado un buen golpe.
―¿Te encuentras bien? ―sonaba preocupado, pero Sandra dudaba si creerlo o no. ¿Cómo iba a estar preocupado por ella? Imposible.
Cuando alzó la vista y lo vio, se le secó la boca. Estaba a su lado y le ayudaba a levantar la bicicleta que tenía encima. Era alto, moreno de piel, con los ojos más verdes que Sandra hubiera visto, se podía reflejar en ellos, y su pelo rubio oscuro le rozaba los hombros. Iba vestido con unos vaqueros azules, una blusa negra de Pearl Jam y unas converses también negras. Ella soñaba con que algún día se casaría con ese chico.
Le tendió la mano para alzarla del suelo, pero ella lo rechazó, no quería su ayuda y, con todas sus fuerzas de voluntad, le dio un golpe seco para apartar su mano y se levantó sola. Realmente no sabía por qué se comportaba así con él, no le había hecho nada, pero cuando lo tenía a su lado no sabía cómo actuar y por eso se ponía a la defensiva. Una actitud totalmente infantil, pero no podía controlarlo.
―¿Por qué quieres ayudarme? ―dijo con un nudo en la garganta. La caída le había dolido, se había hecho daño en la rodilla y en la mano con la que intentó parar el golpe y los ojos le escocían de las ganas que tenía de llorar―. ¿Pretendes burlarte de mí? ―Después de todas las veces que había soñado con él, de cuánto había deseado que le hablara, eso era lo único que se le ocurrió decir.
―No voy a burlarme de ti. ―Ella bufó para darle a entender que no le creía y él puso una de sus sonrisas adorables. Sandra creyó morir, esa sonrisa iba dirigida únicamente a ella―. Te lo digo de verdad, ¿estás bien? ―volvió a preguntar.
―Sí, gracias ―respondió tajante.
Sandra se fijó en que tenía los ojos fijos en uno de los libros que se le habían caído, era su favorito y estaba dedicado a los monumentos más conocidos de Italia, a ella le encantaría poder visitarlos algún día. A pesar de su corta edad tenía planeado su futuro, estudiaría historia del arte, acabaría sus estudios en Italia y quizás algún museo importante la contratase y pudiera vivir rodeada de valiosas antigüedades para siempre.
Él la miró con esa sonrisa implacable mientras le decía:
―¿Te digo una cosa? ―Se quedó callado a la espera de una respuesta, al ver que no decía nada continuó―: El David de Miguel Ángel es más impresionante de cerca que en las fotos, no le hacen justicia.
―¿Tú cómo puedes saber eso? ―preguntó impresionada―. No te interesa nada más que pavonearte por el instituto y por la vida como si fueras superior al resto ―contestó ella con chulería.
Él soltó una sonora carcajada, haciendo que el corazón de Sandra latiera desbocado, ella decidió que a partir de ahora ese iba a ser su sonido preferido.
―¿De verdad piensas eso de mí? ―preguntó totalmente serio. En sus ojos había una pizca de tristeza, aunque Sandra no pudo descifrarlo―. Bueno, llegamos tarde ―dijo él apresurando a que se moviera, sin dejar que ella le diera una respuesta.
―Pero ¿y mi bici? No puedo dejarla aquí, me la podrían robar ―preguntó asustada.
―La dejaremos aquí con el candado y a la vuelta te ayudaré a llevarla a casa. Venga, no quiero que mi madre reciba otra llamada del colegio porque no voy a clases.
Comenzaron a caminar juntos, en sintonía, uno al lado del otro. No decían nada y, a pesar de ello, se sentían realmente bien al lado del otro.
Al llegar al instituto el resto de alumnos los miraron extrañados, el matón de Lucca de diecisiete años, iba acompañado de una niñita de quince que bebía los vientos por él.
―Van a burlarse de ti ―dijo Sandra mirándolo a los ojos.
―¿Por qué crees que van a burlarse de mí? ―preguntó confuso―. ¿Crees que los demás se ríen de ti? ―preguntó más extrañado que antes.
―Sí ―respondió cabizbaja.
―Estás equivocada, nadie lo hace. ¿Por eso siempre vas sola? ―Sandra volvió a asentir con la cabeza―. Ya no tienes por qué estar sola ―dijo sin que ella pudiera entender a qué se refería―. Nos vemos aquí a las dos, ¿de acuerdo? ―No esperó a que Sandra contestase y se perdió entre las enormes puertas del instituto.
Siempre ansiaba que la campana que marcaba el final de las clases sonara, odiaba el instituto, como la mayoría de los jóvenes en realidad, pero hoy era distinto, quería salir para volver a verlo. Apenas se enteraba de las clases de matemáticas, no sacaba bien los cálculos por mucho que lo intentara, no prestaba atención a los profesores y lo único que hacía era mirar el reloj que estaba en el centro de la clase, marcando las horas. Quería caminar de nuevo junto a Lucca Palermo, le daba igual si hablaban o no, se conformaba con volver a estar a su lado, para ella eso fue lo mejor de ese día.
Cuando al fin sonó la campana, Sandra, sin perder mucho tiempo, cogió todas sus cosas y salió disparada de su pupitre para volver a reunirse con él, pero su amiga Gabriela la frenó.
―¿A dónde vas tan rápido? Espérame para ir juntas a casa ―le dijo su amiga.
―Hoy no va a poder ser, dejé la bicicleta a mitad de camino y tengo que ir a buscarla. ―La cabeza de Sandra iba más rápido que sus palabras, estaba desesperada por irse del aula.
―Te acompaño ―insistió Gabriela.
―No ―dijo tajante―. Nos vemos mañana. ―Y corrió lo más rápido que pudo.
Lucca estaba apoyado en una pared, al lado de la salida del instituto, con los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre su pecho y una de sus piernas también se apoyaba en la pared. Parecía buscar el poco sol que había con la cara, como si eso le reconfortara, y en cuanto notó la presencia de Sandra abrió los ojos de golpe.
―¿Preparada? ―le preguntó con esa sonrisa que hacía temblar el cuerpo de Sandra.
―Sí, vamos. ―logró decir ella, con un millar de mariposas volando por su estómago.
Antes de regresar al lugar donde habían dejado la bicicleta, hicieron una parada en una tienda de deportes cercana para comprar una cámara nueva. Ella agradeció en silencio que Lucca supiera lo que había que hacer, porque si dependiera de Sandra, no hubiera podido cambiar la cámara de la rueda.
Una vez que la arregló, la acompañó a casa y se despidió de ella con un beso en la cara. Sandra entró en su casa y se acariciaba la mejilla besada por Lucca, como si de esa forma pudiera sentir el beso de nuevo, y supo que esa noche no iba a poder dormir. Solo era una niña, pero tenía el presentimiento de que él era su destino.
A la mañana siguiente no cogió la bicicleta, prefirió ir caminando, y rezaba a los dioses que conocía para que se volviera a encontrar con él. No tuvo suerte, fue a Gabriela a la que se encontró.
―Buenos días, amiga ―dijo―. ¿Dónde fuiste ayer con tanta prisa?
―Había pinchado una rueda y Lucca me ayudó a cambiarla ―respondió a trompicones.
―¿Te refieres al cañón del alumno nuevo?
―Al mismo ―dijo Sandra más feliz que nunca. Recordó la manera en la que se despidió y sintió de nuevo ese pellizco de felicidad. Aunque, si era sincera consigo misma, le habría encantado que fuera uno de esos besos de película, pero de momento se conformaría con el que le dio anoche.
Llegaron al instituto entre risas, hablando sobre quién era el chico más guapo y lo que harían por tener una cita con él. Ganó Lucca por goleada, por lo menos para Sandra así era, aunque su amiga creyera que era Travis.
―Gabriela, voy a la taquilla a coger los libros, nos vemos en clase.
―Te guardaré el sitio, como siempre.
Al cerrar su taquilla se lo encontró de nuevo y el corazón de Sandra decidió agujerearle el cuerpo de lo rápido que latía. Estaba apoyado de lado, con sus brazos cruzados sobre su pecho y su ya característica sonrisa. Esa que se metía en el interior de Sandra y conseguía que un millar de mariposas volaran por su cuerpo. Tenía una camiseta con el logo de Nirvana en amarillo, unos pantalones de chándal grises, y unas playeras Saucony de amarillo chillón, para ella no podía estar más guapo.
Esa mañana, Sandra se había arreglado más de la cuenta. Aprovechó que no iba a usar la bicicleta y se puso su vestido preferido. Era de un tono turquesa, con pequeñas margaritas de distintos colores, y ella creía que le quedaba genial con su tono de piel. Se colocó una horquilla en un lado del pelo, el resto lo dejó suelto y llevaba unas bailarinas del mismo color del vestido.
Al verle tan cerca, sus nervios se dispararon. «¿Me dirá lo guapa que estoy?», pensó a la vez que cogía un mechón de pelo entre sus dedos. No ocurrió, y no pudo evitar decepcionarse.
―Te estuve esperando en tu casa para venir juntos.
―¿Qué? ―logró decir.
―Pensé en venir juntos hasta aquí, como hicimos ayer ―respondió él.
―No lo sabía, normalmente vengo con la bicicleta, pero hoy me acompañó mi amiga ―intentó explicarle.
―Pues por tu culpa me muero de hambre, ni desayuné para irte a buscar.
―Yo...
―Todo el mundo a clases, como tardéis más tiempo llamaremos a vuestros padres ―interrumpió uno de los profesores.
―Te veo en la salida ―dijo Lucca guiñándole un ojo a Sandra que estuvo al borde del infarto.
Entró en la clase como si estuviera en una nube y la sonrisa no se le iba del rostro. Al igual que el día anterior, estaba ansiosa porque el reloj, que señalaba las ocho de la mañana, marcara de nuevo las dos y, así, volver a su casa acompañada de Lucca.
«¿Por qué yo? ―decía una impertinente voz en su cabeza―. No soy muy agraciada, tengo gafas y ortodoncia. Además, hasta hace dos días parecía que no existía para él. ¿Qué ha cambiado? ¿Y si esto es una pesada broma?».
Los terribles pensamientos persistieron en su cabeza hasta la hora del descanso. Se debían a sus terribles inseguridades, lo sabía, pero no podía evitar creer que no era lo suficientemente guapa o simpática para nadie y mucho menos para él. Debía de cambiar eso, todos los días se lo repetía a sí misma, pero no lo conseguía.
Estaba sentada en las escaleras de camino al patio del instituto, frente a su amiga Gabriela. A ninguna de las dos les gustaba juntarse con el resto de los alumnos, preferían estar solas y hablar de sus cosas como buenas amigas que eran. Lo que más les gustaba era comentar el último libro que habían leído o la última película que habían visto. En cuanto a los libros, a Sandra le apasionaban los que estaban relacionados con el arte, aunque también era fan de la lectura romántica.
―¿Por qué no estáis en el patio como el resto de los alumnos? ―Sandra no podía creerse que estuviera hablándole de nuevo, en dos días habían conversado más que en meses. «Cuánto agradezco haberme caído», pensó.
―¿Qué te traes entre manos? ―preguntó Gabriela, cortando de golpe sus pensamientos.
―¿A qué te refieres?
―Desde que llegaste aquí has hecho como que no existíamos, apenas nos mirabas y mucho menos nos dirigías la palabra y, ahora, por arte de magia, eres educado y te preocupas por Sandra. No entiendo nada.
―Vosotras tampoco hacéis nada para que el resto de las personas os hablen. Siempre andáis juntas, os separáis del grupo y nunca os apuntáis a ninguna quedada. No creo que la culpa sea mía, más bien de vosotras, ¿a qué le teméis? No somos malos, te lo prometo ―dijo con esa sonrisa que tan embobada dejaba a Sandra.
―Preferimos estar solas ―respondió Gabriela tras varios segundos de silencio.
―En ese caso, no molesto más.
Lucca se encontraba casi al final de las escaleras, cuando Sandra recordó algo y corrió tras él. Al alcanzarlo, le cogió de la mano y sintió una fuerte corriente eléctrica recorrer su cuerpo que le hizo apartar su mano de golpe.
―Toma ―le dijo dándole su donut y su batido de chocolate―. No desayunaste, ¿verdad?
―Cómetelo tú, no pasa nada.
―En serio, cógelos, yo pude comer algo antes de salir de mi casa.
―Muchas gracias, Sandra. ―Se acercó a ella y volvió a darle un beso, esta vez más cerca de la comisura de sus labios.
Después de unas cuantas clases más, en las que de nuevo Sandra no se enteró de nada, la campana sonó y el corazón de ella se encogió. Salió del aula desesperada mirando cada rincón, en busca de Lucca, como fuera una broma no se lo iba a perdonar nunca. Gabriela iba al lado de ella, sin parar de hablar, pero Sandra no le hacía ni caso, solo estaba pendiente de encontrarlo.
Hacía dos días, tenía ganas de salir del instituto y olvidarse del mundo hasta el día siguiente, ahora quería salir por razones distintas. Quería disfrutar de ese mundo y, a poder ser, que él le enseñara qué era lo que se perdía por estar viviendo oculta. La sensación de decepción volvió a ella al ver cómo Lucca se marchaba con el equipo de rugby, animadoras incluidas.
―Esto es absurdo ―dijo en voz alta, sin darse cuenta.
―¿El qué? ―preguntó Gabriela.
―Que me encapriche por uno de los chicos más guapo del instituto. Está claro que él puede tener a otras mucho mejores que yo ―respondió al ver cómo una increíble chica pelirroja, más alta que Sandra y de mayor edad, le cogía de la mano sin dejar de sonreírle―. La odio.
―¿Y si me quedo contigo esta noche, escuchamos música y vemos películas?
―Hecho.
Nada más llegar a casa de Sandra pusieron la canción, “Love is a Battlefield” de Pat Benatar. Cantaron y bailaron como locas y al terminar se tumbaron en el sofá, exhaustas. «¿Quién mejor que yo para saber que el amor es un campo de batalla?», pensó Sandra acostada aún en el sofá, sin dejar de imaginarse a Lucca Palermo. «Si él quiere a esa chica pelirroja, perfecto, ya no pienso dirigirle la palabra».
¿Por qué ella?
Lucca caminaba al lado de esa niña que parecía un ángel. Era rubia, ojos azules y la piel más blanca que haya podido ver. Durante tres días ella no había dejado de evitarle, así que esa mañana, y sin poder aguantarlo más, apareció en la puerta de su casa para ir juntos al instituto.
Desde que aterrizó en Londres, intentó por todos los medios alejarse de ella, no por lo que ella imaginaba, al contrario, Sandra despertó unos extraños sentimientos en él. Se sintió atraído por ella en cuanto sus ojos se encontraron, pero es que, además, tenía el extraño deseo de querer estar a su lado y protegerla.
La primera vez que la vio, llevaba puesta una blusa de Batman, unos vaqueros y unas converses negras. El pelo le caía como una cascada dorada por debajo de sus hombros. Nada del otro mundo y, aun así, a Lucca le atrajo más de la cuenta. Entonces hizo lo que mejor se le daba, hacer que no existía.
El día que presenció cómo se cayó con su bicicleta, no pudo resistir la dulce tentación de acercarse a ella para ayudarla. A medida que hablaba con Sandra fue aún peor, solo eso conseguía que Lucca quisiera pasar más tiempo a su lado. Notaba una sensación de paz y una calidez desconocida para él. Sacudió la cabeza y alejó esos pensamientos de su mente, era imposible que se sintiera tan atraído por alguien a quien apenas conocía.
Sandra había estado callada, demasiado para ser ella, y él no sabía qué más hacer para que le hablara. Era extraño, porque solo con caminar junto a ella estaba cómodo, pero se negaba a conformarse con eso. Quería conocer más de ella, saber si esa atracción irrefrenable que sentía era sincera o producto de su traicionera cabeza, y saber si después de que ambos supieran más del otro la química disminuía o aumentaba.
―¿Vas a estar mucho más tiempo sin hablarme? ―pregunté con la mejor de mis sonrisas, esperaba derribar un poco sus murallas.
―¿No prefieres hablar con tu novia? ―soltó ella.
―¿Qué novia?
―Perdón, tienes tantas que no sabes ni a cuál me refiero ―respondió con desdén.
―Sandra, para ―pedí, agarrándole de la mano―. ¿Me puedes decir qué narices te pasa? ―pregunté impotente por no saber a qué se refería.
―Llevas tres días que no te has separado de una guapa pelirroja. No dejáis de hacer manitas y sonriéndoos sin parar, y yo otra vez vuelvo a ser un cero a la izquierda. Me has dado de lado y no vas a tardar mucho en hacer que no existo, como hacías antes.
―Has sido tú la que me has dado de lado. Te espero para acompañarte a casa y nada, te voy a buscar al aula y nada. Hoy has venido conmigo porque he hecho guardia para que no huyeras de mí, si no te habrías escapado de nuevo. ―Me miró con cara de enfado, con sus cejas juntas, los brazos cruzados y sin sonrisa a la vista. Su mirada observaba algo tras de mí y, cuando me quise dar cuenta, había huido de nuevo e iba al encuentro de su amiga Gabriela―. Sandra, espera ―le grité demasiado tarde.
Terminaron las clases y la esperé en la puerta del instituto, pero tal y como había ocurrido durante estos tres días, Sandra ya se había marchado. De camino a mi casa, estuve pensando en ella sin poder evitarlo. Era indudablemente guapa, aunque ella no se le creyera, y eso la hacía más guapa aún. Y el poco tiempo que había pasado con ella me había valido para saber que era dulce, alegre, simpática y no paraba de reír.
Como si la hubiera invocado con mis pensamientos, encontré a Sandra sentada en un banco con la cabeza gacha, seguro que estaba ojeando alguno de esos libros de arte que tanto le gustaban. Delante de ella, había un amplio campo verdoso con varias personas que hacían deporte o paseaban con sus mascotas. Sandra estaba tan concentrada, que no se dio cuenta que me había sentado a su lado. Iba vestida igual que el día que la conocí, salvo que esta vez llevaba el pelo recogido en un moño y las gafas eran rojas, al igual que sus playeras. Me quedé unos minutos sin decir nada, con mi mirada deambulando por todas partes, solo nosotros y el silencio. Yo sintiendo su presencia y ella ignorándome.
―No tengo novia ―dije, ella dio un salto en el banco al no esperarme.
―Me da igual. ―Me miró de reojo y continuó con el libro.
―Es verdad que ella quiere estar conmigo, pero yo con ella no.
«Quiero estar a tu lado», pensé.
―No quiero saber nada de tu vida.
―Yo diría que sí, estás celosa. ―Eso consiguió captar su atención. Levantó la vista del libro y me miró con los ojos entrecerrados y sus labios fruncidos. Volvía a estar enfadada. Me preparé mentalmente para una buena dosis de Sandra, pero me equivoqué. Cerró el libro de un golpe, se levantó cogiendo su mochila del suelo y se dispuso a marcharse con su bicicleta. Al pasar a mi lado la agarré de su mano derecha, tiré de ella y la senté en mis rodillas.
―¿Qué estás haciendo? ―dijo sin parar de moverse―. ¡Suéltame! ―gritó.
―Sandra, escúchame ―le rogué―. No quiero que sigas sin hablarme por una tontería.
―¡Basta! ―gritó de nuevo, consiguiendo apartarse de mí―. Seguro que tú y esa chica no paráis de reíros de mí por lo desesperada que estoy por gustarte. ¿Es eso? ¿Te acercas a mí, me agradas, y después os desternilláis a mi costa? ―Hice ademán de hablar, pero me cortó al momento―. No quiero saberlo. No te acerques a mí, ni hables más conmigo. Se acabó ser el hazmerreír del instituto, ser esa pobre niña que es un blanco fácil ―dijo señalándose de arriba abajo. Yo me quedé mirando, sin saber qué decir. Ella cogió su bicicleta y volvió a desaparecer.
Estuve un rato más sentado en el banco, con la vista al frente y sin ver nada, pensando en lo que me dijo, e intentaba buscar una razón a la obsesión que tenía de que el resto se burlaba de ella cuando no era así. Me había comportado como un capullo ignorándola, y era normal que ahora dudase de mí. ¿Por qué leches quería estar cerca de ella? Ni yo mismo sabía dar respuesta a esa pregunta, simplemente la necesitaba.
Cogí mi mochila, me levanté para marcharme y tropecé con el libro que Sandra leía a mi lado. «Mi excusa perfecta», me dije. Me agaché a cogerlo y sonreí al ver que se trataba nada más y nada menos que de Orgullo y Perjuicio. No me sorprendió comprobar que alguien como ella, que amaba tanto el arte, leyera esa gran obra.
Deambulé un largo tiempo por las calles, sin ganas de llegar a mi casa. Me acerqué hasta una tienda de CDS, Blue Ray, videojuegos, etc., y decidí entrar con una idea en la cabeza para que Sandra me perdonase.
En mi casa, fui directamente a la cocina para hacerme un sándwich, ni siquiera me lo comí allí, me lo puse en una servilleta y subí hasta mi cuarto donde eché la llave para que nadie entrara. No quería hablar con mi madre, hacía tiempo que no hablábamos, y tampoco quería que entrase en mi cuarto, era el único sitio donde podía estar tranquilo y me gustaría que siguiese siendo así.
El despertador sonó a las seis de la mañana y, al contrario de lo que me ocurría en otras ocasiones, esta vez no me costó levantarme, tenía un objetivo en mente y debía conseguirlo. Ese día, Sandra iba a volver a mi lado, porque era incapaz de aguantar otro día más sin ser su amigo. Quería que me hablara y me sonriera como había estado haciendo hasta ahora, y que me esperara en la salida del instituto para ir juntos a casa mientras me contaba cómo le había ido el día. Había estado mucho tiempo haciendo el imbécil, iba siendo hora de enmendar mi error.
Aparecí en casa de Sandra a las siete de la mañana y me felicité a mí mismo mentalmente porque sabía que estaba aún dentro y no podía huir por mucho que lo intentara. Me senté en el escalón de su porche a esperarla con un nudo en la garganta a causa de los nervios.
―¿Qué haces aquí? ―dijo, cogiéndome totalmente desprevenido. Me levanté del escalón y me giré para mirarla. Sonreí al ver cómo iba vestida. La blusa era blanca de estilo nadadora con la cara de una de las tortugas ninjas, unos pantalones de chándal negros y, como siempre, las playeras y gafas del mismo color, esta vez eran verdes. El pelo lo llevaba suelto, rozándole sus hombros desnudos, y yo no podía apartar mis ojos de ella. Hermosa era quedarse corto. Mis manos empezaron a sudar, y me sentí incómodo al pensar en el ridículo que estaba haciendo.
―Ayer te dejaste esto en el parque ―respondí con mi mano estirada para alcanzarle el libro.
―Gracias, ya lo daba por perdido ―dijo.
―Te compré un detalle para que me perdones. ―Me fijé que dudaba y me miraba extrañada―. Tenías razón en lo que me dijiste, y he pensado que lo mejor será que empecemos de nuevo, ¿te parece? ―Seguía manteniendo la mano en el aire, ella no sabía si cogerlo o no. Su mirada se iba alternando de mí al regalo―. Sandra, por favor ―supliqué. Terminó por rendirse y cogió el paquete, nuestras manos se rozaron y un fuerte cosquilleo recorrió mi cuerpo.
Se sentó en el escalón que yo ocupaba hacía unos segundos, con una sonrisa de oreja a oreja y a mí se me hinchó el pecho de satisfacción, me agradaba ser la causa de esa sonrisa.
―Estoy nerviosa ―dijo empezando abrir el paquete―. ¿De qué se trata?
―Las sorpresas no se dicen, de todas formas, solo es un detalle.
―¿Qué más da eso? Lo que importa es que al verlo te acordaste de mí y por eso lo compraste. Te lo confieso, me encantan los regalos.
―Ya veo ―dije sin poder parar de reír. «Lo confieso, me encanta verte así. Te compraré regalos todos los días si vas a dedicarme esas sonrisas y miradas de alegría otra vez», pensé.
Al abrir el paquete se quedó mirándome con la boca abierta de par en par. No decía nada, solo me miraba, y tuve la sensación de haber cometido un grave error. Los nervios se volvieron apoderar de mi cuerpo y mi garganta se cerró de golpe.
―No te gusta ―dije cabizbajo, con la mirada fija en la punta de mis playeras.
―¿Gustarme? ―preguntó―. Me encanta ―gritó. Dio un salto desde donde estaba hasta mis brazos y pude reaccionar justo a tiempo para evitar caernos. Le devolví el abrazo, reteniéndola más tiempo del necesario, y me perdí en el aroma de su pelo. No quería que se separara de mí―. ¿La ves conmigo? ―preguntó. Yo fruncí la nariz como si algo me oliera mal―. ¿Qué pasa? ―Su cara estaba frente a la mía, muy cerca.
―¿Me vas a hacer tragar toda la serie de Orgullo y Perjuicio? ―pregunté como si fuera lo peor que me podría pasar en la vida. Deseaba pasar más tiempo con ella y si la única manera era viendo la serie, eso haría. Y pensándolo bien, los dos solos viendo la serie tampoco pintaba tan mal.
―Por favor ―dijo haciendo un mohín infantil. Moví la cabeza asintiendo y ella me volvió abrazar, sorprendiéndome al depositar un beso en mi mejilla―. ¿Te viene bien esta tarde? Ahora que la tengo no quiero tardar mucho en verla.
―Perfecto. Salimos de clases y venimos aquí juntos para verla ―respondí―. ¿Nos movemos?, se nos va a hacer supertarde.
Ella no paraba de sonreír y mi corazón no dejaba de latir a toda prisa cada vez que me miraba. Nos separamos para ir cada uno a nuestra respectiva aula y creí echarla de menos a cada momento, pero debía ser confusión, nada más.
Sonó la campana anunciando el descanso y salí a toda prisa para reunirme con ella. La encontré en las escaleras junto a su amiga, fui bajando poco a poco con intención de sentarme con ellas, pero mis amigos me interceptaron por el camino y me impidieron llegar a mi destino.
―Palermo ―gritó Travis desde lo alto de la escalera―. No hemos parado de buscarte. El míster ha puesto entrenamiento esta tarde.
―Imposible, tengo cosas que hacer.
―No es una pregunta, Lucca, tenemos que ir por narices ―explicó John, otro miembro del equipo de rugby del instituto.
―Dile que estoy enfermo.
―No digas tonterías, te necesitamos en el equipo y lo sabes, cancela lo que sea que ibas a hacer y vete al jodido entrenamiento si no quieres que te parta la cara.
―¿Tú y cuántos más? ―dije riéndome ante el atrevimiento de Travis.
―El equipo entero como nos hagas perder el partido del viernes ―respondió él, totalmente serio.
―Está bien, ahí estaré.
Sin siquiera darme la vuelta, pude notar su mirada taladrando mi nuca. Habíamos quedado para ver la serie y volvía a dejarla tirada. El recreo terminó y a mitad de la escalera frené sus pasos para poder explicarle lo que ocurría.
―Sandra ―dije, agarrando su mano para evitar que continuara subiendo―. El entrenador...
―No te preocupes ―me interrumpió sin mirarme a la cara―. Lo entiendo.
―Estás enfadada, se te nota.
―No es verdad.
―Vamos, Sandra, no trates de mentirme ―dije―. ¿Puedes entender que tenga entrenamiento?
―Lucca, si crees que el entrenamiento va a librarte de ver la serie conmigo estás muy equivocado ―respondió con una de esas sonrisas que hacían iluminar sus ojos―. No pasa nada, te lo prometo.
―¿Seguro? ―Estaba dudoso con ese cambio de actitud. En un primer momento parecía que iba a matarme.
―Que sí, pesado ―dijo entre risas.
Sin pensármelo dos veces y con los demás pendientes de nosotros agaché mi cabeza para darle un beso en la mejilla. Siendo sincero conmigo mismo, cada vez me acercaba más a sus labios, no podía evitarlo, era demasiado apetecible para no hacerlo, ella me dedicó su preciosa sonrisa y se marchó a su aula.
Al llegar a la altura de Travis, me miró con una ceja levantada a modo de interrogatorio, pero intenté ignorarlo. Pasé a su lado y seguí de largo, sin decirle nada.
―¿Qué te traes con ella? ―preguntó al llegar a mi altura.
―Nada.
―Claro ―dijo riéndose―. Muy sincera la respuesta.
―Métete en lo tuyo.
Un ligero roce y pequeñas confesiones
No pude evitar sentirme decepcionada al saber que esa tarde no la iba a pasar con Lucca. Estaba ansiosa por estar más tiempo con él, poder aclarar los sentimientos, y saber hacia dónde nos iba a llevar esta nueva amistad. Acabé pasando la tarde con Gabriela que no paró de hablar de lo atractivo que le pareció hoy Travis.
―Sandra, ¿me estás escuchando?
―Sí ―respondí sin añadir nada más porque no sabía de qué hablaba.
―Eres una mentirosa, ni siquiera me estás mirando. ¿Se puede saber en qué piensas?
―Hablaste del chico más guapo del instituto y mi mente se fue con él.
―La verdad que ha tenido un gesto muy bonito contigo al regalarte la serie de tu libro favorito. Yo en tu lugar tampoco me haría caso.
―De todas formas, es difícil seguirte el ritmo cuando hablas tanto y tan rápido ―dije burlándome de ella.
―¿Te he comentado alguna vez que cuando quieres eres mala? ―preguntó riéndose.
―Alguna que otra vez ―respondí riéndome con ella.
Estuvimos toda la tarde en el jardín trasero de mi casa, sin parar de comer y de reír. Cuando Gabriela se fue, estaba agotadísima, así que me duché y me metí directa en la cama. Mi último pensamiento se lo dediqué a él, a Lucca Palermo.
A la mañana siguiente, me levanté con el ánimo renovado, bajé corriendo a la cocina y me preparé el desayuno, siempre amanecía hambrienta. Regresé a mi habitación cuando terminé y me puse una de mis canciones preferidas a todo volumen. Mis padres trabajaban los sábados, así que no molestaría a nadie. Abrí una de las ventanas del cuarto para airearla y me puse a cantar “Hit me with your best shot” de Pat Benatar.
Cogí el peine y lo utilicé de micrófono sin dejar de moverme por el cuarto, saltaba en la cama y movía la cabeza de un lado a otro. Estaba tan concentrada en mi labor como cantante, que no me percaté de que alguien me observaba por la ventana.
Me coloqué de rodillas en la cama e hice el solo de guitarra, giré la cabeza hacia la izquierda, señalé con el dedo índice hacia la ventana y me quedó paralizada. Allí se encontraba el causante de mi buen humor y a quien le había dedicado la canción en secreto.
―Vaya, Sandra, así que te di con mi mejor disparo, no tenía ni idea. ―Estaba apoyado con sus dos manos en el marco de la ventana y con esa maldita, a la vez que adorable, sonrisa.
―¿Se puede saber cómo has llegado hasta aquí? ―Me acerqué a él nerviosa, esperando que no lo notara, y comprobé que estaba subido en la escalinata de madera que colocó mi padre para llenarla de flores―. Ya le dije que era una mala idea poner eso ―dije más para mí que para él―. Encima debajo de mi ventana, para que cualquiera pueda acosarme. ―Lucca no debió pillar la indirecta, o le importó un pimiento, porque entró en mi habitación y se sentó en el banco que presidía a la ventana. Era mi lugar favorito para leer y, ahora, lo sería más todavía. Verlo en mi cuarto tan tranquilo, como si fuera la cosa más natural del mundo, me gustaba y asustaba a la vez.
―En mi defensa he de decir que no he parado de tocar el timbre, pero como para escucharlo. Entre lo alto que tenías la música y tu chirriante voz, debía ser imposible. ―Se estaba metiendo conmigo, pero parecía haber cariño en su voz, y a mí no me molestaba. Tengo una voz horrorosa y bastante había hecho el pobre con escucharla.
―¿Has venido hasta mi casa para burlarte de mí? ―dije haciéndome la ofendida. Era imposible que se creyera que estaba molesta porque la sonrisa no se iba de mi rostro.
―Como castigo podemos ver la serie completa.
―¿Ahora? Mejor por la tarde, mira ―dije señalando al cielo―. Hace un día precioso. Vamos a dar una vuelta.
―Sí, señor ―gritó poniéndose de pie y haciendo el gesto militar―. Por cierto, Sandra, ¿hasta para dormir llevas a los superhéroes? ―dijo señalando mi pijama de Wonder Woman. Me puse más roja que un tomate de la vergüenza, por la manera en que lo dijo dio la sensación de que le desagradaba esa afición mía por los cómics. No era de leerlos, debía reconocerlo, pero me encantaba la ropa y fijo llevaba algo de ellos puesto.
―Yo... ―No sabía qué decir por culpa de los nervios.
―No te crítico, Sandra ―comenzó a hablar―. Me gusta. Es una parte de tu personalidad y algo que te caracteriza. Mira, yo… ―dijo, señalándose las playeras con el logo de Linkin Park― siempre tengo puesto algo de los grupos de música que me gustan. Además, si te sirve de consuelo, mis calzoncillos son de Superman.
Ante ese comentario, me quedé con la boca abierta, los ojos parecían a punto de salírseme de las cuencas y, si antes estaba roja, ahora mi tono se acercaba más al morado. Al ver mi reacción no paró de reírse, debí parecerle infantil, pero no estaba acostumbrada a los comentarios desenfadados de Lucca.
―Prepárate, Sandra, tanto para salir como para aguantarme.
Abrí el armario para coger lo que tenía pensado ponerme y corrí directa al cuarto de baño a darme una ducha. Me coloqué la blusa de Superman que pillé en su honor, unos leggins negros, con mis playeras y gafas de color rojo. Vestí mis orejas con unas dormilonas plateadas y me recogí el pelo en un moño desenfadado. Esperaba haberme puesto lo suficientemente guapa como para gustarle un poco.
Al salir del baño, Lucca ya no estaba en mi cuarto, lo busqué por toda la casa hasta que lo encontré acostado en el jardín trasero, con sus manos colocadas bajo su nuca y sus piernas estaban una encima de la otra. Nunca había estado más guapo, con el sol acariciando su rostro, estaba tan relajado y atractivo, que parecía irreal.
Me tumbé a su lado en el césped, sin dejar de mirarlo, él parecía estar pensando en algo porque sus labios se movían sin pronunciar nada. Lo contemplé durante unos segundos más y no pude controlar mis estúpidas ganas de rozar sus labios con los míos, apenas duró, fue más bien una caricia, pero él se apartó como si le hubiera quemado.
―No vuelvas hacer eso ―dijo, levantándose rápidamente. Parecía enfadado por lo que hice, aunque yo no podía arrepentirme de ello. Solo había sido un ligero roce de labios y no hizo falta más para cogerme ilusiones, hasta que habló y fueron aplacadas.
―Lo siento ―logré decir―. Mejor quedamos otro día. ―Salí corriendo para encerrarme en mi cuarto. Estaba encantada de haber besado al chico que me gustaba, el problema era que después de su reacción, no me atrevía a pasar toda la tarde con él.
―Sandra ―dijo tocando la puerta―. Abre, me has mal interpretado.
―Vete. Nos vemos el lunes en clases.
―Quería apartarte de mí porque si seguía pegado a ti, no iba a ser capaz de controlarme. Y no quiero que lo vuelvas hacer porque la próxima vez no sé si me conformaré con un simple beso. ―Me quedé mirando la puerta sin entender lo que acababa de decir.
―¿Te gusto? ―pregunté extrañada. Le escuché suspirar a través de la puerta y me levanté para abrirla. Quería verlo cuando me contestase, era importante para mí percibir su reacción.
―Es más que eso ―respondió acariciando mi cara.
―No soy guapa ―dije, mirando al suelo.
―Hasta ahora solo he estado con chicas que llamaban la atención, pero había un problema, uno muy grande, que a mí no me gustaban. Al llegar aquí y verte, mi vida cambió, porque, aunque no te lo creas, eres la chica más guapa que conozco y tengo una necesidad desconocida de protegerte. Me da igual que para los demás no seas guapa, para mí eres simplemente perfecta. Has conseguido que no tenga ansias por volver a mi país, por estar contigo sería capaz de quedarme aquí para siempre. ―Seguía acariciando mi rostro. Mi corazón latía a toda prisa, desbocado, me dolía el pecho de lo rápido que iba. Al igual que sucedió en el jardín, no pensé mucho y actué. Le cogí su cara con mis manos y le volví a rozar sus labios para después salir corriendo antes de que me volviera a echar la bronca.
―Lucca, muévete, se nos hace tarde ―grité desde la puerta de mi casa.
«Debería llevar un cartel en el que pusiera: “Peligro, persona extremadamente feliz», pensé.
Después de enterarme que no había ido nunca a Londres, decidimos, bueno más bien decidí, que debíamos pasar el día allí. Durante el trayecto en tren, mis manos temblaban de las ganas que tenía de entrelazarlas con las de él, y ahora en mi barriga había una manada de antílopes en vez de dulces mariposas.
Pasamos el día visitando lo más emblemático de Londres, el Big Ben, el Palacio de Buckingham, Trafalgar Square, la calle Baker Street y un sinfín de sitios más. Lo mejor era que tenía fotos de este fantástico día. Parecíamos una pareja de novios enamorados, en todas salíamos sonrientes, en algunas incluso, riéndonos a carcajadas de las caras que poníamos para hacernos las fotos.
De regreso a York, Lucca se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi hombro y la sonrisa se negaba a irse de mi rostro. Aproveché ese momento en el que no miraba, para volver a ver nuestras fotos. Mi preferida era la que nos sacamos en Trafalgar Square, él me abrazaba por detrás y pusimos caras de estúpidos, pero la cámara captó el momento de después, en el que nos miramos a los ojos y nos reíamos abiertamente, con uno de los grandes leones de la plaza detrás. «Esta la pienso enmarcar», me dije a mí misma.
―¿Te apetece empezar a ver la serie ahora? ―preguntó Lucca al bajarnos en nuestra parada.
―Es un poco tarde ―respondí mirando el reloj―. ¿Lo dejamos para mañana? Hoy no voy a ser capaz de ver ni medio capítulo.
―¿Podemos cenar juntos? No tengo ganas de regresar a mi casa. ―«Has conseguido que no tenga ansias por volver a mi país. Por estar contigo, sería capaz de quedarme aquí para siempre». Antes, por culpa de la emoción no le presté mucha atención a sus palabras, al pensarlas de nuevo, me di cuenta de que algo le pasaba.
―¿Qué ocurre, Lucca? ―pregunté, dirigiéndolo a un banco cerca de la estación―. Antes me dijiste que ansiabas volver a Italia y ahora no quieres volver a tu casa. ―Le agarré la mano intentando transmitirle seguridad, que supiera que podía contar conmigo―. Puedes decírmelo, confía en mí.
―Cuando apenas contaba con diez años, mis padres se divorciaron. Lo peor es que mi madre, por joder a mi padre, ha estado viajando por el mundo y así evita que estemos mucho tiempo juntos. No es consciente que, por su despecho, a quien realmente perjudica es a su propio hijo, hasta tal punto que deseo cumplir la mayoría de edad para regresar a casa, con mi padre. Hablamos todos los días sin que ella lo sepa e intentamos ser fuerte y aguantar hasta que sea mayor, pero es duro. Después del divorcio, mi madre ha estado con los peores tipos que te puedas encontrar, cuando los deja se va a otro país y vuelta a empezar. Aquí es donde más ha durado sin pareja, espero que siga así, y es donde más ganas he tenido de quedarme. Cada año he estado en distintos colegios y he evitado hacer amigos, entonces llegué a York. No puedo explicar la razón, pero quería quedarme y conocer a la gente de mi clase. Aunque ahora no tenga novio, no puedo perdonarle los últimos siete años de mi vida, no quiero hablar con ella porque sé que acabaré recriminándole la mala vida que me ha dado. Prefiero seguir así, evitándola hasta que pueda decidir por mí mismo.
―Ha tenido que ser horrible vivir con la maleta a cuesta y viendo a tu madre con toda clase de hombres. Si te sirve de consuelo no pienso separarme de ti ―le dije con una pequeña sonrisa para animarlo―. Me gustaría poder decir algo más reconfortante, pero no creo que nada de lo que diga pueda consolarte.
―No tienes por qué decir nada, estar aquí me reconforta más de lo que crees. ―Me dio un beso en la nariz y mi corazón voló de alegría. Ese gesto cariñoso consiguió que me enamorara más de él.
―He de volver a casa, mis padres se van a preocupar si tardo más tiempo.
―¿Nos vemos mañana?
―¿Te cuelas por mi ventana y pasamos el día tumbados para ver a mi adorable Mr. Darcy?
―No te olvides dejar la ventana abierta.
―Permanecerá abierta el resto de mi vida.
Me quedé dormida con una sonrisa en los labios, recordando el día que habíamos pasado y con ganas de que llegara el siguiente. Iba a pasar todo el domingo a su lado, de nuevo, jamás creí que algo así me pudiera suceder, pero estaba pasando y no podía estar más feliz.