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Ricardo Gutiérrez Aguilar

Deuda y legado en la
Filosofía de la Historia
de Schiller

Herder



Publicación avalada por:

Profa. Dra. Concha Roldán (CSIC)

Profa. Dra. Nuria Sánchez (Universidad Complutense de Madrid)

Prof. Dr. Salvador Mas (Universidad Nacional de Educación a Distancia)

Diseño de la cubierta: Herder

Edición digital: José Toribio Barba

© 2018, Ricardo Gutiérrez Aguilar

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4139-4

1.ª edición digital, 2018

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Herder

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Índice

INTRODUCCIÓN. ¿QUÉ CABE HACER CON LAS HERENCIAS RECIBIDAS?

I. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN SCHILLER, FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN KANT

I.1. Signum rememorativum: despierte el alma y recuerde contemplando

II. CONTEMPLAR, ESPERAR, Y A VECES, DESESPERAR

II.1. Los sufrimientos del joven hombre civilizado y la increíble aplicación del nuevo método de la analogía

III. UN RESPETO. EL DISCRETO ENCANTO DEL ENTUSIASMO

III.1. El curioso precedente de los entusiastas del Delfinado (y su gran peligro para las buenas costumbres)

III.2. La existentia perennis y los orígenes del entusiasmo en Schiller

III.3. El patrón Montesquieu, o el sentimiento limitando el sentimiento

IV. FINALE PARADIGMATICO EN TRES MOVIMIENTOS: LA IMPORTANCIA [DIGNITATES] DE LOS BIENES EXCELSOS

IV.1. Explicación histórica y analogía en Schiller

IV.2. De los delitos y las faltas. De las virtudes y los vicios

IV.3. Toda la verdad y nada más que la verdad sobre los bienes excelsos

BIBLIOGRAFÍA


Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?
Es ist der Vater mit seinem Kind;
Er hat den Knaben wohl in dem Arm,
Er faßt ihn sicher, er hält ihn warm.

Mein Sohn, was birgst du so bang dein Gesicht?
Siehst, Vater, du den Erlkönig nicht?
Den Erlenkönig mit Kron und Schweif?
Mein Sohn, es ist ein Nebelstreif

«Du liebes Kind, komm, geh mit mir!
Gar schöne Spiele spiel ich mit dir;
Manch bunte Blumen sind an dem Strand,
Meine Mutter hat manch gülden Gewand».

Mein Vater, mein Vater, und hörest du nicht,
Was Erlenkönig mir leise verspricht?
Sei ruhig, bleibe ruhig, mein Kind;
In dürren Blättern säuselt der Wind.

Willst, feiner Knabe, du mit mir gehn?
Meine Töchter sollen dich warten schön;
Meine Töchter führen den nächtlichen Reihn,
Und wiegen und tanzen und singen dich ein.

Mein Vater, mein Vater, und siehst du nicht dort
Erlkönigs Töchter am düstern Ort?»
Mein Sohn, mein Sohn, ich seh es genau:
Es scheinen die alten Weiden so grau.

«Ich liebe dich, mich reizt deine schöne Gestalt;
Und bist du nicht willig, so brauch ich Gewalt».
Mein Vater, mein Vater, jetzt faßt er mich an!
Erlkönig hat mir ein Leids getan!’
Dem Vater grauset’s, er reitet geschwind,
Er hält in Armen das ächzende Kind,
Erreicht den Hof mit Müh’ und Not
In seinen Armen das Kind war tot.

Johann Wolfgang von Goethe, «Der Erlkönig»1


1 [¿Quién cabalga a tan altas horas, atravesando noche y viento?/Es un padre con su hijo/Lleva al muchacho entre sus brazos/Lo lleva seguro, lo lleva tibio en su regazo/Hijo mío, ¿qué tienes que escondes tan temeroso el rostro?/Padre, ¿es que acaso no ves al rey de los alisos?/¿Al rey de los alisos, con su manto y su corona?/Hijo mío, no es más que un retal de niebla/Tú, querido niño, ven. ¡Ven conmigo!/Juegos maravillosos jugaré contigo/Muchas flores de colores esperan en la orilla/Tiene mi madre en sus vestas dorados que brillan/Padre mío, padre mío, ¿y acaso tampoco lo oyes?/¿No oyes lo que susurrando el rey me promete?/Estate tranquilo, no te alarmes mi niño;/Es el viento, que entre las hojas secas se mueve con sigilo/ ¿Querrías, niño precioso, venir conmigo?/Mis hijas habrán de atenderte de forma exquisita/Al nocturno Rin conducen y hacen correr/Y danzando y cantando, te arrullarán dentro de él/Padre mío, padre mío, ¿y acaso tampoco lo ves?/¿A las hijas del rey Aliso tras aquel recodo que la penumbra descubre?/Hijo mío, hijo mío, muy claro es en mi opinión/Es el viejo sauce, gris en su aparición/Te quiero para mí, admiro tu bella figura/Y si no vienes por las buenas, emplearé la fuerza bruta/Padre mío, padre mío, ¡Ahora! ¡Me atrapa!/¡El rey me ha herido!/Tiembla entonces al fin el padre, y cabalga con el viento/Entre sus brazos el hijo, entre lamentos/Alcanza el patio con dificultad y esfuerzo/Entre sus brazos, el niño muerto]. El fragmento que aquí presentamos como Der Erlkönig es una porción en forma de balada de la poesía más extensa conocida como Die Fischerin [La pescadora], escrita por Goethe allá por 1782. El poema estaba descrito para ser cantado por la protagonista mientras desempeña sus modestas labores junto al río. El personaje al que el poema hace referencia, Erlkönig, rey de los alisos o rey de los elfos, tiene su origen en una vieja leyenda danesa traducida por Herder en 1978, aunque más valdría decir «mal traducida». La voz danesa correspondiente era Ellerkonge/Ellekonge. Si todo hubiera ido bien en la traducción, de ahí pasaría a Elverkonge, Elvekonge, Elbkönig, Elbenkönig y, finalmente, a Elfenkönig (puede consultarse el término en el diccionario histórico de los hermanos Grimm, en http://woerterbuchnetz.de/DWB/). El Romanticismo le dedicó numerosas versiones cantadas. Con el transcurso del tiempo, la más famosa de las cuales puede que sea la compuesta por Schubert. Al parecer, la idea para la composición del poema le llegó a Goethe durante una estancia en Jena, ciudad que inmortalizó el evento con su correspondiente estatua de la élfica majestad.


Introducción.
¿Qué cabe hacer con las herencias recibidas?

«El pasado nos afecta directamente» —nos dicen—. «El pasado es común para todos» —agregan—. Es sumamente problemático asumir ambas sentencias como afirmaciones compatibles sobre una supuesta memoria colectiva y salvaguardar las individualidades. ¿Qué quiere significarse con eso de «común»? Porque, si de afectividades y recuerdos hablamos, por común no deberíamos aceptar más que un abstracto universal antropológico sobre el sentir y la capacidad de acumular experiencias. Somos individuos. Particulares. Cuánto más en la intimidad de nuestros deseos e intereses, planes y expectativas. También en nuestros recuerdos. Es así como el pasado nos afecta directamente. Por lo usual se ha querido nombrar por común una actividad comunitaria de recuperación de este pasado. Una tarea generacional. Un nexo de unión con una tradición y una responsabilidad con los ancestros. Un legado. De ahí lo del parentesco e hibridación posible con la Historia. La Historia también es, sin embargo, una actividad institucional. Se debe a una actividad iterada en su tradición, una tradición que interpreta desde sus cátedras y con unos métodos aquilatados por generaciones; los contenidos son aquí comunes en un sentido propio: de procedimiento de escuela. Una manera común de conducirse sobre los hechos. Son el tipo de contenidos que tienen la forma de la proposición, esto es, la del juicio. Un juicio crítico sobre los documentos que analiza el historiador, [p. 11/432]  juicio que es a la vez mancomunado. Ligado a una costumbre hermenéutica. Son, por cierto, juicios públicos y revisables. Solo por eso tienen —y ahí está su fuerza y su debilidad—, en tanto juicios, en su publicidad el carácter del conocimiento. ¿Pueden ser tildados de «arte»? (ya sea este una clase de arte interpretativo o de intuición genial hermenéutica). ¿Y cuál sería el fin de tal arte de la interpretación en caso de existir?¿Qué hacer con ella? Cada arte, de acuerdo con su fin, mediará en esta transmisión. Aquí la funcionalidad, en tanto normativa con arreglo al fin de un arte, advierte del contenido crítico público posible que toda actividad intelectual institucional, como es la Historia, parece demandar y al que difícilmente renunciaríamos. Querríamos resaltar el término «pública». Determina dicho término que hay una diferencia respecto de la mera intersubjetividad. Todo lenguaje implica intercambio y copresencia subjetiva; conceptos y proposiciones no funcionan en lo privado ni aunque lo pretendan. Un soliloquio sigue siendo el diálogo consigo mismo mediado, donde incluso ignorada es la convención reina. Pero este diálogo privado no tiene la necesidad de estar sujeto a crítica. Cuando pasa a ser público, sí.

La Historia ha tenido desde luego muchos deseos. El de ser ciencia ha sido quizás el que se le ha presentado el último. El deseo, como un cierto tipo de estado mental que es, no ha querido ser privado tampoco por parte de Natura de la forma del juicio. Desear siempre es algo transitivo. Uno siempre se encuentra ante la forma del deseo de.

La inquietud por la Historia nace, para bien o para mal, cuando el filósofo quiere empezar a hacerse cargo en solitario del peso de los hechos: el filósofo de la Historia es un protohistoriador, e, in nuce, el historiador conserva siempre cerca de su corazón y de su cabeza su anterior estado de desarrollo. Se dice, se cuenta, que el nacimiento de la disciplina conocida como «Filosofía de la Historia» sopesa, allá en el siglo XVIII, cuánta es la carga de realidad que soportan nuestros razonamientos sobre aquellos [p. 12/432]  hechos que ya son pretéritos. De Voltaire sabemos que le pone nombre a la disciplina,1 aunque no muchos años más tarde, el impulso revolucionario pasa del pensamiento a la acción sin [p. 13/432]  detenerse en muchas más disquisiciones y nos la encontramos con el arma prácticamente en la mano. La disciplina es ahora praxis. Los hechos toman carta de naturaleza en la sociedad y en la política con una corta gestación en el caletre. La Revolución francesa y el Terror de 1792-1793 se comprenden como la performance grandilocuente de este movimiento en dos tiempos: pensar los hechos antes de hacer, y hacer antes de pensar los hechos, que ya llegan tarde. No es de extrañar entonces que el período de asimilación de la nueva materia, a medio digerir en Francia, haya dado como consecuencia las más variadas combinaciones de intentos de acoplar el carácter único de la agencia humana a significados de muy largo recorrido y extensión. ¿Cómo predecir lo que los agentes acabarán haciendo? La acción como tal, que ya era significativa más allá de ser un hecho, se redobla de significado y se pertrecha de uno de largo alcance. Predecir a partir de retrodecir, de explicar lo hecho. Nada más ni nada menos que cada acción puede llegar a tener un significado universal. Es precisamente en este tender puentes desde lo local de la acción a lo global de sus consecuencias y causas, y en los cambios de perspectiva que implican, donde tiene su origen la mayoría de extravíos y desviaciones a que ha dado pie la Filosofía de la Historia. De tanto como se le ha exigido, el concepto pierde su ámbito familiar de aplicación y, aunque en ocasiones puede dar frutos bien dulces, en otras, con la pérdida del campo de objetos sobre el que domina, pierde su propio significado y sentido. La fruta dulce se agria con mayor rapidez cuando se le pide demasiada deducción a los hechos.

El llanto, no obstante, se ha de poner sobre el difunto. Una crítica conveniente a la disciplina se ha de apoyar, en primer lugar, en señalar alguno de los momentos en los que se produce este desliz de aplicaciones. ¿Existen realmente estos momentos?

El 26 de mayo de 1789, en Jena, Schiller pronuncia la que es considerada «lección inaugural» de su período docente en la Salana. Su Was heißt und zu welchem Ende studiert man [p. 14/432]  Universalgeschichte? [¿Qué significa y para qué se estudia Historia Universal?] inaugura una forma nueva de hacer Historia.

Schiller propone semejante tema motivado por la peculiar introducción a la filosofía de Kant, que emprende. Tan solo ha leído el opúsculo del sabio de Königsberg titulado Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, de 1784. Este es todo su bagaje y todo lo que Kant significa para él.

En lo que sigue, lo que aquí proponemos es una investigación que parte del texto referido en primer lugar y camina hacia una novedosa introducción al papel de las fuentes documentales como objeto de pesquisa no solo histórica, sino existencial. El documento del historiador nos descubre tendencias e inclinaciones universales del querer y el pensar humano. La Historia que allí aparece es mediada por dos factores cardinales: el documento y el historiador que lo interpreta. Para el primer factor veremos a Schiller defender la misma constancia y serialidad que la Naturaleza garantiza a la Ciencia. Es este el reino de la causalidad. Para el segundo, reservará el carácter distinguido de un objeto que al historiador le interesa por encima de todos los demás: el de la motivación humana, el reino de la libertad, que solo lo humano puede intentar comprender más que explicar. Lo similar a lo similar invoca. Dos obras habrán de servir de contraste para dar cuenta de ambos polos, ambas escritas por las mismas fechas: Las Cartas de Kallias tenderán un puente al problema que surge cuando el de Marbach hace uso del término «estética objetiva» en contestación a la estética subjetiva de Kant; y su Sobre la gracia y la dignidad [1793] vendrá en nuestro auxilio para representar el difícil equilibrio inverso en el que el mundo moral debe destacarse de la inercia con que la materia lo tienta de continuo: la de volver a lo inorgánico de las causas.

Esto es una especie de panorámica de uno de los orígenes razonados de lo que llamamos «juicio moral en Historia» y su relación genética con el juicio estético, que parece hacerse de necesidad. Decimos uno de los orígenes, pues ha habido varios intentos [p. 15/432]  con el transcurrir del tiempo. ¿Por qué este en concreto y no más bien otro? Immanuel Kant es el principal adalid de lo que se ha dado en llamar «historia filosófica moral». No extrañe que sea motivo principal en una parte de este trabajo. La elección de Kant no es casual por varias razones. Primero, por el hecho de que Friedrich Schiller no solo representa —como trataremos de demostrar— uno de los ejemplos más idóneos respecto del límite en el que el juicio moral a la Historia se vuelve y coquetea con el juicio estético. Segundo, y fundamental, porque Schiller parte de aquel otro autor para superarlo en este pretendido juzgar en Historia. Esto repite, a mi parecer, que la primera elección no era más que la mejor de todas y no una cualquiera. Schiller deseaba trazar dicho límite estético articulándolo filosóficamente. Ambos autores se inquirirán y responderán directa e indirectamente en sus textos, reforzándose todas sus y mis razones. Esta es la tercera razón fruto de la casualidad histórica: en estos casos, el autor contemporáneo —que en estas páginas es Schiller— se considera en deuda con un eminente predecesor hace tiempo ya desaparecido, que tiene la buena o mala suerte de no poder despojarse del incordio del seguidor que no le ha acabado de entender o, en el mejor de los casos, de poder ser aprobado como orgulloso discípulo probo y continuador de la saga. Esta ocasión histórica es la que elegimos, por encima de todo, por la vía de la consecuencia y de la influencia doctrinal, para hacer colaborar a los dos protagonistas en un mismo momento para resolver, por añadidura, el mismo problema, es decir, que Schiller pudo recibir respuesta de Kant. Posicionarse respecto a su herencia intelectual: esta y no otra es la explicación —que no es poca— de la elección de ambos. ¿Qué hacer con la herencia recibida? [p. 16/432] 

 


1 Y sabemos también que la aparta de las, para él, sospechosas caricias de Bossuet, obispo de Meaux, que la había bautizado sin todavía saberlo nadie de historia teológica garantista, allá por el 1681, para gusto de su delfín, del que era preceptor. Desde el principio del mundo, su Historia Universal era legitimadora de religiones e imperios, siempre por la gracia de Dios y en su providencia (vid. Bossuet, J., Discours sur l’Histoire universelle. Hay numerosas ediciones libres en la red, tanto en francés como en castellano. Aquí puede verse una en diferentes formatos: http://archive.org/details/chefsdoeuvredebo00boss. Curiosamente, encontrar una edición fiable en papel resulta una empresa imposible). Voltaire, para que no la miraran con desdén por la calle, rapta en su cuna a la joven disciplina y le cambia el nombre para ofrecerle la dote de una nueva vida; la llama Philosophie de l’Histoire en el discours préliminaire publicado en 1765, de su defensa fundamental de la disciplina en el Essai que publicará en 1769. Este discurso formará la primera defensa de una historia secular o profana, en liza con la sagrada. Su Essai sur les Moeurs et l’Esprit des Nations [Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, 1769] lo incluye como entrada a la obra (vid. Voltaire, Filosofía de la Historia, estudio introductorio, traducción y notas de Martín Caparrós, Madrid, Tecnos, 1990). Hay que hacer notar con no poco énfasis que la sustitución de la historia sagrada por la profana es al mismo tiempo la forja de una filosofía mecanicista de la Historia, à la Newton, y con el modelo en boga de la nueva ciencia física. En ella, lo que resalta son los hechos repetibles y las leyes inmutables. Los personajes e individualidades históricas son de todas todas algo secundario. En el primer capítulo de su Le siècle de Louis XIV (escrito en 1739), pronuncia Voltaire unas oraculares palabras de lo que, según él, estaba por venir: «Todos los tiempos han producido héroes y políticos, todos los pueblos han conocido revoluciones, todas las historias son casi iguales para quien solo busca almacenar hechos en su memoria; pero para todo aquel que piense y, lo que todavía es más raro, para quien tenga gusto, solo cuentan cuatro siglos en la historia del mundo. Esas cuatro edades felices son aquellas en las que las artes se perfeccionaron y que, siendo verdaderas épocas de la grandeza del espíritu humano, sirven de ejemplo a la posteridad» (Voltaire, El siglo de Luis XIV, México, FCE, 1978, p. 7 —el subrayado es mío). Vid., asimismo, Roldán, C., «Voltaire. El origen de la expresión “Filosofía de la Historia”», en Entre Casandra y Clío. Una historia de la Filosofía de la Historia, Madrid, Akal, 2005, p. 55.