CIUDAD NÓMADA
y otros relatos
Edición y selección de Mariano Villarreal
Bandinnelli
Nancy Fulda
Kameron Hurley
Ken Liu
Pablo Loperena
Elaine Vilar Madruga
Maureen F. McHugh
Andrea Prieto
Josué Ramos
Víctor Selles
Caroline M. Yoachim
Primera edición: Mayo, 2018
© 2018, Sportula por la presente edición
© 2016, Ken Liu por «Seven Birthdays»
© 2018, Manuel de los Reyes por la traducción
© 2018, Víctor Selles por «Blue»
© 2017, Kameron Hurley por «Tumbledown»
© 2018, Alexander Páez por la traducción
© 2018, Josué Ramos por «One Hit»
© 2011, Nancy Fulda por «Movement»
© 2018, José Óscar Hernández Sendín por la traducción
© 2018, Elaine Vilar Madruga por «Tableaux vivants»
© 2012, Caroline M. Yoachim por «Mothership»
© 2018, Manu Viciano por la traducción
© 2018, Bandinnelli por «Felicidad ®»
© 2011, Maureen F. McHugh por «After the Apocalypse»
© 2018, Arrate Hidalgo por la traducción
© 2018, Andrea Prieto por «Protocolos de desconexión»
© 2018, Pablo Loperena por «Ciudad nómada, rebaño miseria»
Ilustración de portada: Artificial Dreams. © 2018, Julie Dillon
Diseño de cubierta: Sportula
ISBN: 978-84-16637-73-7
D.L.: AS-01617-2018
Imprime: Ulzama
SPORTULA
www.sportula.es
sportula@sportula.es
SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez
Prohibida la reproducción de cualquier parte de esta publicación, así como su transmisión o almacenamiento por ningún medio, sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor.
ÍNDICE
Presentación, Mariano Villarreal
Siete cumpleaños, Ken Liu
Blue, Víctor Selles
Colapso, Kameron Hurley
One Hit, Josué Ramos
Movimiento, Nancy Fulda
Tableaux Vivants, Elaine Vilar Madruga
Nave nodriza, Caroline M. Yoachim
Felicidad ®, Bandinnelli
Tras el apocalipsis, Maureen F. McHugh
Protocolos de desconexión, Andrea Prieto
Ciudad nómada, rebaño miseria, Pablo Loperena
PRESENTACIÓN
Bienvenido/a a una nueva selección de Nova Fantástica de la editorial Sportula. Como viene siendo habitual, estas antologías intentan ofrecer un equilibrio entre la mejor narrativa breve mundial y cuentos escritos originalmente en español, para satisfacer un doble objetivo: acercar al lector hispanohablante algunos de los relatos más relevantes del panorama internacional, en traducción de los mejores especialistas, y fomentar la producción autóctona. En ambos casos se trata de historias trascendentes, altamente especulativas y de gran calidad literaria y humana, de autores/as consagrados/as pero también de nuevos valores que reclaman su propio espacio.
El presente volumen lleva por título Ciudad Nómada y otros relatos, una antología de cuentos de ciencia ficción contemporánea en la que intentamos retomar el espíritu de la serie Terra Nova, mezclando relatos extranjeros y originales en español a partes iguales y finalizando con una novela corta. En esta ocasión contamos con autores veteranos de la talla de Ken Liu y Maureen F. McHugh, una de las escritoras más influyentes de los últimos tiempos como es Kameron Hurley, una estupenda cuentista como Nancy Fulda y el joven talento de Caroline M. Yoachim. También escritores emergentes españoles e iberoamericanos, como Víctor Selles, Josué Ramos, Elaine Vilar, Bandinnelli, Andrea Prieto y Pablo Loperena.
La ilustración de portada corresponde a Julie Dillon, una de las artistas más reputadas de la ciencia ficción y la fantasía mundiales, ganadora del Premio Hugo como artista profesional en tres ocasiones y cinco veces el Premio Chesley de las trece veces en que fue finalista.
Este libro se edita en paralelo con otro volumen que hemos llamado El viento soñador y otros relatos, una antología de fantasía y ciencia ficción. Ambos títulos contienen una decena de narraciones de primer nivel que se complementan con un relato extra.
En esta selección el lector podrá encontrar historias que tratan temas como la eutanasia, el autismo, la inmigración ilegal o la mercantilización del mundo del arte. Relatos distópicos, con un enfoque a lo Black Mirror, crudos cuadros de supervivencia tras el apocalipsis o que se enfrentan a la esencia más descarnada de la naturaleza; pero también hay espacio para la esperanza, la tenacidad, los sentimientos personales y el sentido de la maravilla, tramas que siguen la evolución del universo y que muestran que una mente artificial puede llegar a ser tan humana como una biológica.
Hemos puesto mucho trabajo e ilusión en este libro. Esperamos sinceramente que lo disfrutes, que lo comentes, valores y sugieras nuevas historias con las que mejorar y hacer crecer este proyecto editorial. Contigo, Per aspera ad astra.
Mariano Villarreal
novaficcion@gmail.com
@literfan
SIETE CUMPLEAÑOS
Ken Liu
KEN LIU (Lanzhou, China, 1976) es un escritor norteamericano de ciencia ficción y fantasía de origen chino, cuya identidad cultural mestiza queda patente en buena parte de su producción literaria. Es uno de los escritores de género fantástico más galardonados del momento; también es abogado, programador de software y traductor de chino a inglés, entre otros de El problema de los Tres Cuerpos de Liu Cixin –novela ganadora del premio Hugo en 2015– y la antología de ciencia ficción china Planetas invisibles (Alianza-Runas, 2017), de la que también fue editor.
Cuentos suyos han aparecido en las antologías Terra Nova de ciencia ficción contemporánea: «El zoo de papel», «El hombre que puso fin a la historia. Documental» y «Mono no aware», que también se incluyen en el recopilatorio El zoo de papel y otros relatos (Alianza-Runas, 2017). Además, es posible encontrar otros cuentos en volúmenes de la serie Nova Fantástica: «Algoritmos para el amor» en A la deriva en el mar de las Lluvias (Sportula, 2015), y en el blog Cuentos para Algernon. La Gracia de los Reyes y El Muro de las Tormentas han supuesto su debut como novelista, dos obras silkpunk pertenecientes a la trilogía La Dinastía del Diente de León que han obtenido un notable éxito de público y crítica.
En «Siete cumpleaños» (Seven Birthdays) seguimos la evolución de Mia, la del planeta Tierra y la del resto de seres humanos a través del tiempo y el espacio en una emotiva mezcla de historia personal, evolución cosmológica y sentido de la maravilla propio de la ciencia ficción dura. Fue publicado originalmente en la antología Bridging Infinity editado por Jonathan Strahan en 2016 y reeditado un año después en The Best Science Fiction and Fantasy of the Year #11, del mismo editor; quedó en séptimo lugar del premio Locus en 2017.
La traducción es obra de Manuel de los Reyes.
7
El amplio césped se extiende ante mí hasta rozar casi la espuma dorada del mar, de la que solo lo separa una estrecha franja de arena oscura, bronceada. El sol, cálido y radiante, se oculta mientras siento la delicada caricia de la brisa en los brazos y el rostro.
—Quiero esperar un poco más —digo.
—Pronto habrá oscurecido —replica papá.
—Mándale otro mensaje —insisto, mordiéndome el labio.
Niega con la cabeza.
—Ya le hemos dejado bastantes.
Miro a mi alrededor. El parque ya se ha quedado prácticamente desierto. El frío del anochecer comienza a insinuarse en el aire.
—De acuerdo. —Procuro que no se me note la desilusión en la voz. Cuando algo se repite una y otra vez debería dejar de decepcionarte, ¿verdad?—. Vamos a volar.
Papá levanta la cometa, un rombo con un hada pintada y dos largas cintas a modo de cola. Esa mañana la había sacado del cobertizo, junto a la puerta del parque, porque la cara del hada me recordaba a mamá.
—¿Preparada? —pregunta papá.
Asiento en silencio.
—¡En marcha!
Echo a correr hacia el mar, hacia el cielo en llamas y el sol anaranjado, fundido. Papá suelta la cometa y oigo el fwoomp que emite al elevarse por los aires, tensando el cordel que sostengo en la mano.
—¡No mires atrás! Sigue corriendo y ve soltando el hilo despacio, como yo te he enseñado.
Continúo corriendo. Como Blancanieves a través del bosque. Como Cenicienta cuando el reloj marca las doce de la noche. Como el Rey Mono intentando escapar de la mano de Buda. Como Eneas, perseguido por la ira atronadora de Juno. Estoy dejando que se desenrolle el cordel cuando una inesperada racha de viento me obliga a entrecerrar los ojos, con el corazón latiendo en mi pecho al compás que marcan mis pies desbocados.
—¡Ya está arriba!
Freno, me detengo y giro sobre los talones para mirar. El hada está en el aire, luchando por escapar de mis manos. Sujeto con fuerza las asas de la bobina de hilo mientras me imagino que el hada me impulsa por los aires hasta permitirme sobrevolar el Pacífico, meciéndome como hacían mamá y papá cuando me levantaban por los brazos entre los dos.
—¡Mia!
Miro en dirección a la voz y veo que mamá está cruzando el césped a largas zancadas; sus largos cabellos morenos se mecen con la brisa como las colas de la cometa. Se detiene al llegar a mi altura, se arrodilla en la hierba, me envuelve en un abrazo y estrecha su cara contra la mía. Huele al champú que usa siempre, a lluvia de verano y flores silvestres, una fragancia que solo me es dado percibir cada pocas semanas.
—Perdón por el retraso —murmura, con la voz amortiguada por mi mejilla—. ¡Felicidades!
Me gustaría darle un beso, pero me resisto. Noto que el hilo de la cometa se afloja y le pego un tirón, con fuerza, como me ha enseñado papá. Mantener la cometa en el aire es fundamental para mí, aunque ignoro el motivo. Quizá esté relacionado con la necesidad de besar a mi madre y, al mismo tiempo, no hacerlo.
Papá se acerca trotando. No dice nada sobre la hora que es. Tampoco menciona que hemos perdido la mesa que había reservado para cenar.
Mamá me da un beso y separa su rostro del mío, pero continúa rodeándome con los brazos.
—Ha surgido una cosa —se disculpa con voz firme, controlada—. El vuelo de la embajadora Chao-Walker se había visto aplazado y se las apañó para concederme tres horas de su tiempo en el mismo aeropuerto. Tenía que enumerarle los pormenores del plan de gestión solar para que pudiese asistir preparada al Fórum de Shanghái que se celebrará la semana que viene. Era importante.
—Siempre lo es —dice papá.
Los brazos de mamá se tensan a mi alrededor. Esta ha sido siempre la tónica de su relación, incluso cuando vivían aún bajo el mismo techo. Explicaciones no solicitadas. Reproches disimulados para parecer otra cosa.
Me rebullo entre sus brazos para zafarme de ella, con delicadeza.
—Mira.
También esto ha formado parte de la tónica general desde siempre: mis intentos por interrumpir la suya. No puedo por menos de creer en la existencia de una simple solución, debe de haber algo que esté en mi mano y me permita arreglar las cosas.
Señalo la cometa, con la esperanza de que mamá se fije en que he elegido un hada cuyas facciones se parecen a las suyas, pero ya ha subido demasiado como para que se dé cuenta de la semejanza. He soltado toda la cuerda. El largo hilo se comba con delicadeza, como una escalera que estuviese conectando la Tierra con el paraíso; el segmento más elevado resplandece dorado con los mortecinos rayos de sol.
—Qué bonita —dice mamá—. Algún día, cuando se hayan calmado un poquito las aguas, te voy a llevar a ver el festival de cometas que se celebra donde me crie, en la otra punta del Pacífico. Te encantará.
—Para eso tendríamos que volar.
—Sí, pero que no te dé miedo. Yo lo hago cada dos por tres.
Aunque no me da miedo, asiento con la cabeza de todas formas para demostrarle lo convencida que estoy. Me abstengo de preguntarle cuándo llegará ese «algún día».
—Ojalá la cometa pudiera volar aún más arriba —digo, desesperada por que las palabras sigan fluyendo, como si desenrollando el hilo de la conversación se fuese a mantener en el aire algo precioso—. ¿Llegará hasta el otro lado del Pacífico si corto la cuerda?
—Me temo que no —contesta mamá transcurrido un instante—. Es únicamente gracias al hilo que la cometa se mantiene en el aire. Imagínate que fuese un avión; se impulsa con la tensión que ejerce la cometa sobre ella. ¿Sabías que los primeros aeroplanos de los hermanos Wright en realidad eran cometas? Así aprendieron a construir las alas que necesitaban. Algún día te enseñaré cómo genera una cometa la fuerza ascen…
—Pues claro que sí —la interrumpe papá—. Llegará al otro lado del Pacífico. Es tu cumpleaños. Todo es posible.
Después de eso, ninguno de los dos vuelve a decir nada más.
No le confieso a papá que disfruto escuchando a mamá cuando habla de máquinas, ingeniería, historia y otros temas que todavía no entiendo del todo. A ella no le digo que ya sé que ninguna cometa podría cruzar el océano volando; me limito a intentar que siga dirigiéndose a mí en vez de ponerse a la defensiva. A él no le digo que ya soy demasiado mayor como para creer que todo es posible en mi cumpleaños; había deseado que no se pelearan, y mira de lo que ha servido. A ella, que sé que no incumple a propósito las promesas que me hace, aunque continúa doliéndome. No les digo que me encantaría ser capaz de cortar el hilo que me une a sus alas; los vaivenes a los que someten mi corazón sus corrientes de aire enfrentadas son excesivos.
Sé que me quieren aunque ellos ya no se puedan ni ver, pero eso no hace que sea más fácil.
El sol se hunde lentamente en el mar; con la misma parsimonia, las estrellas comienzan a parpadear en el firmamento. La cometa se ha perdido entre ellas. Me imagino al hada, traviesa, visitándolas una por una para darles un beso.
Mamá saca el teléfono y se pone a teclear con fiereza.
—Me imagino que no habrás cenado —dice papá.
—No. Ni almorzado. Llevo el día entero corriendo de acá para allá —replica mamá sin apartar la vista de la pantalla.
—He descubierto un sitio vegano bastante decente a unas pocas manzanas del aparcamiento. A lo mejor podríamos escoger una tarta en la pastelería que hay de camino y pedirles que nos la sirvieran de postre.
—H-hm.
—¿Te importaría guardar ese chisme? Por favor.
Mamá respira hondo y guarda el teléfono.
—Intentaba cambiar mi vuelo por otro que salga más tarde para pasar más tiempo con Mia.
—¿No te puedes quedar con nosotros ni siquiera una noche?
—Por la mañana tengo que estar en D.C. para reunirme con el profesor Chakrabarti y el senador Frug.
El gesto de papá se endurece.
—Para estar tan preocupada por el estado de nuestro planeta, lo cierto es que te pasas el día montando en avión. Si a tus clientes y a ti no os importase tanto desplazaros lo más deprisa posible y enviarais más…
—Sabes de sobra que no hago esto por mis clientes.
—Lo único que sé es que se te da de maravilla engañarte a ti misma. La verdad es que trabajas para las corporaciones más gigantescas de unos estados autócratas que…
—¡Trabajo para encontrar soluciones técnicas en vez de promesas vacías! Tenemos una responsabilidad moral para con el conjunto de la humanidad. Lucho por el ochenta por ciento de la población mundial que subsiste con menos de diez dólares al…
Dejo que la cometa me arrastre sin que los colosos que gobiernan mi vida se percaten de ello. El viento amortigua el sonido de su discusión. Me acerco paso a paso a la espuma que rompe en la orilla, remolcada por el hilo hacia las estrellas.
49
La silla de ruedas se las está viendo y deseando para conseguir que mamá se sienta cómoda en ella.
Primero prueba a elevar el asiento para situar sus ojos a la altura del monitor del arcaico ordenador que le he regalado, pero incluso con la espalda encorvada y los hombros hundidos le cuesta llegar al teclado de la plataforma inferior. La silla se hunde cuando estira los dedos temblorosos en dirección a las teclas. Pulsa unas cuantas letras y números mientras se esfuerza por mantener la mirada fija en la pantalla que ahora se cierne sobre ella. Los motores emiten un zumbido cuando la silla la eleva de nuevo. Ad infinitum.
Más de tres mil robots, supervisados por tres enfermeras, se encargan de atender las necesidades de los aproximadamente trescientos residentes de Sunset Homes. Así morimos ahora. Sin que nadie nos vea. Dependientes de la sabiduría de las máquinas. El culmen de la civilización occidental.
Me acerco para dejar el teclado apoyado encima de un montón de antiguos libros de tapa dura que saqué de su casa antes de venderla. Los motores dejan de refunfuñar. Un sencillo truco para resolver un problema complicado, el tipo de cosa que a ella le habría gustado.
Me observa sin el menor destello de reconocimiento en sus ojos nublados.
—Mamá, soy yo —le digo—. Tu hija, Mia —añado transcurrido un segundo.
«Tiene sus días buenos», recuerdo las palabras de la enfermera jefe. «Da la impresión de tranquilizarse con las matemáticas. Gracias por sugerírnoslo».
Examina mi rostro.
—No. —Titubea un instante—. Mia tiene siete años.
Vuelve a concentrarse en el ordenador y continúa picoteando números en el teclado.
—Tengo que dibujar otra vez esas curvas de demografía y conflicto —murmura—. A ver si se enteran de que esta es la única forma de…
Me siento en la cama, diminuta. Supongo que debería zaherirme el hecho de que recuerde mejor sus apolilladas ecuaciones que a mí, pero ya su ausencia es tan grande, como la de una cometa cuyo único nexo con este mundo fuese el tenue hilo de su obsesión por recortar la distancia que separa el cielo de la Tierra, que no consigo reunir ni la añoranza ni la indignación necesarias.
Estoy familiarizada con los patrones mentales prisioneros de su cerebro, agujereado ahora como un colador. No se acuerda de lo que pasó ayer, ni la semana pasada, ni mucho menos en las últimas décadas. No recuerda mi rostro ni el nombre de mis dos maridos. Tampoco el funeral de papá. Ni siquiera me molesto en enseñarle las fotos de la graduación de Abby ni el vídeo de la boda de Thomas.
El único tema de conversación que nos queda es mi trabajo, aunque no espero que se acuerde de los nombres que le menciono ni que entienda los problemas que me esfuerzo por resolver. Le hablo de lo difícil que resulta cartografiar la mente humana, de las complicaciones inherentes a replicar en silicio los sistemas de computación con base de carbono, de la promesa de esa actualización del hardware que constituye el frágil cerebro humano, en apariencia tan próxima y, al mismo tiempo, tan inalcanzable. Es básicamente un monólogo. A ella el torrente de jerigonza especializada la reconforta. Yo me conformo con que me escuche, con que no demuestre tener prisa alguna por escapar volando a otra parte.
Interrumpe sus cálculos.
—¿Hoy qué día es? —me pregunta.
—Es mi… Hoy es el cumpleaños de Mia.
—Debería ir a verla. En cuanto termine con esto.
—¿Por qué no salimos a dar un paseo? A Mia le gusta tomar el sol.
—El sol… El sol es demasiado brillante —musita mientras aparta las manos del teclado—. De acuerdo.
Recorro los pasillos flanqueada por la silla de ruedas, que se desliza con agilidad junto a mí hasta que llegamos afuera. Los niños gritan y corren de aquí para allá por el amplio césped, como electrones sobreexcitados, mientras los apergaminados y canosos residentes los observan inmóviles desde sus asientos, apiñados en conjuntos independientes como núcleos esparcidos por el vacío. Se supone que a los mayores les levanta el ánimo pasar algún tiempo rodeados de críos, por lo que en Sunset Homes intentan reconstruir la hoguera tribal y la lumbre rural con autobuses que llegan cargados hasta los topes de parvulitos.
El resplandor la obliga a entornar los párpados.
—¿Está aquí Mia?
—Vamos a buscarla.
Nos adentramos juntas en el bullicio, tras la pista del fantasma de su memoria. Por fin se relaja, a la larga, y comienza a hablarme de su vida.
—Aunque el calentamiento global antropogénico es real —dice—, el consenso generalizado es demasiado optimista. La realidad es mucho peor. Debemos ponerle remedio ahora, mientras vivamos, por el bien de nuestros hijos.
Hace tiempo que Thomas y Abby dejaron de acompañarme en estas visitas a una abuela que ya no los reconoce. No los culpo. Si para mi madre no son más que una pareja de desconocidos, también ella lo es para ellos. No conservan ningún recuerdo de cuando les preparaba galletas en las largas tardes de verano, ni de cuando les dejaba quedarse despiertos hasta tarde, viendo dibujos animados en sus respectivas tabletas. Siempre ha sido, en el mejor de los casos, una presencia distante en sus vidas, especialmente palpable cuando les costeó la matrícula de la universidad con un solo cheque. Una bondadosa hada madrina, tan irreal como todas esas historias sobre una época en la que la Tierra se había dado por condenada.
Le preocupa más el concepto de unas hipotéticas generaciones futuras que la auténtica sangre de su sangre. Estoy siendo injusta, lo sé, pero así suele ser la verdad.
—Como no hagamos algo —dice—, gran parte de Asia Oriental se habrá vuelto inhabitable en menos de un siglo. Al establecer un registro de las pequeñas glaciaciones y los miniperiodos cálidos de la historia, lo que obtenemos es un compendio de migraciones en masa, guerras, genocidios… ¿Lo entiendes?
Una chiquilla se cruza en nuestro camino como una exhalación; la silla de ruedas pega un frenazo. Una barahúnda de niños pasa frente a nosotras a la carrera en pos de su compañera.
—Los países ricos, responsables de la mayor parte de la contaminación, quieren que los pobres dejen de consumir tanta energía e interrumpan su desarrollo. Les parece justo pedirles a los menos afortunados que sean ellos quienes paguen por los pecados de los privilegiados, que los de tez más oscura desistan de su empeño por equipararse a los blancos.
Hemos llegado a la linde del césped. Ni rastro de Mia. Damos la vuelta y nos internamos de nuevo en el enjambre de chicos que ríen, corren, cabriolan y danzan.
—Es una imprudencia confiar en que se llegue a un acuerdo por cauces diplomáticos. Las posturas en conflicto son irreconciliables y el resultado final distará de ser justo. Los países en vías de desarrollo no pueden renunciar al progreso, ni deberían hacerlo, pero las naciones ricas se obstinan en no pagar nada. Existe una solución técnica, sin embargo, un subterfugio. Tan solo se necesitan unos cuantos hombres y mujeres que no tengan miedo y sí los recursos necesarios para hacer lo que el resto del mundo se niega a llevar a cabo.
Ahora le brillan los ojos. Este es su tema de conversación preferido, el cual le da pie a entonar su oda a las soluciones de científica loca.
—Tenemos que adquirir y modificar una flota de jets comerciales que, una vez en el espacio aéreo internacional, lejos de la jurisdicción de cualquier gobierno, liberen chorros de ácido sulfúrico. Y a continuación este, al mezclarse con el vapor de agua, se transformará en nubes de finísimas partículas de sulfato que bloquearán la luz del sol. —Intenta chasquear los dedos, pero le tiemblan demasiado—. Será como los inviernos volcánicos globales de 1880, tras la erupción del Krakatoa. Nosotros hemos calentado la Tierra, y nosotros podemos refrigerarla otra vez.
Sus manos aletean frente a ella, conjurando una visión del proyecto de ingeniería más ambicioso de toda la historia de la humanidad: la construcción de una pantalla con la que envolver el planeta y eclipsar el cielo. No se acuerda de que ya tuvo éxito; de que, hace décadas, consiguió convencer al número suficiente de personas tan chifladas como ella para que siguieran su plan. No recuerda las manifestaciones, ni la repulsa de los grupos ecologistas, ni los cazas de combate siniestrados por culpa del mal funcionamiento de sus sistemas de navegación y la consiguiente condena internacional, ni el juicio que la sentenció a ingresar en prisión, ni la posterior y paulatina aceptación de su encarcelamiento.
—… los pobres tienen derecho a consumir la misma cantidad de recursos que los ricos…
Intento imaginarme cómo ha debido de ser la vida para ella: un día de batalla continuo. Una batalla que ya está perdida.
Su subterfugio nos ha comprado algo de tiempo, pero no resolvió el problema de fondo. El mundo continúa estando acosado por los problemas, tanto por los de siempre como por unos cuantos nuevos: la decoloración de los corales a causa de la lluvia ácida, los debates sobre la conveniencia de enfriar la Tierra más todavía, los omnipresentes intercambios de reproches y acusaciones. Ignora que se han cerrado las fronteras a cal y canto, al sustituir las naciones ricas el cada vez menor suministro de mano de obra joven por máquinas. Desconoce que la brecha entre ricos y pobres no ha hecho sino ensancharse, que una diminuta porción de la población mundial sigue consumiendo la vasta mayoría de sus recursos, que se ha resucitado el colonialismo en nombre el progreso.
Se detiene en medio de su apasionado discurso.
—¿Dónde está Mia? —pregunta, despojada ahora su voz de todo desafío. Escudriña la multitud, nerviosa ante la posibilidad de no dar conmigo el día de mi cumpleaños.
—Demos otra pasada —le sugiero.
—Hay que encontrarla.
En un arrebato, detengo la silla de ruedas y me arrodillo delante de ella.
—Estoy trabajando en una solución técnica —digo—. Tenemos una posibilidad de escapar de esta ciénaga, de conseguir una existencia justa.
Al fin y al cabo, soy la hija de mi madre.
Se queda mirándome, desconcertada.
—No sé si conseguiré perfeccionar mi técnica a tiempo para salvarte —farfullo atropelladamente. «O a lo mejor es que no soporto la idea de tener que remendar los jirones de tu mente». Esto es lo que he venido a contarle.
¿Le estaré suplicando perdón? ¿La habré perdonado? ¿Será acaso perdón lo que queremos, lo que necesitamos?
Otro grupo de niños nos adelanta corriendo, haciendo pompas de jabón que, a la luz del sol, flotan y se mecen recubiertas de una pátina irisada. Unas pocas se posan en los cabellos plateados de mi madre, sin estallar de inmediato. Parece una reina con las sienes ceñidas por una diadema de gemas radiantes; una portavoz que, sin que nadie la haya elegido, asegura hablar en nombre de los desvalidos; una madre cuyo amor me resulta tan incomprensible como inequívoco.
—Por favor. —Extiende una mano para rozarme la mejilla con esos dedos temblorosos, tan secos como el contenido de un reloj de arena—. Llego tarde. Es su cumpleaños.
Reanudamos la marcha entre el gentío, por tanto, bajo un sol del atardecer cuyo resplandor no es tan intenso como el de mi infancia.
343
Abby se materializa en mi proceso.
—Feliz cumpleaños, mamá.
Ha tenido la cortesía de presentarse ante mí con su aspecto anterior a la subida, el de una joven de cuarenta o así. Mira en rededor y frunce el ceño al ver el desorden que impera en mi espacio: simulaciones de libros, muebles, paredes moteadas, el techo jaspeado, una ventana con vistas a una ciudad que es una amalgama digital del San Francisco del siglo XXI, mi hogar, y todas las ciudades que me habría gustado visitar pero no pude cuando aún tenía cuerpo.
—No te creas que eso lo tengo siempre activado —le digo.
La estética de moda para los procesos domésticos contemporáneos es limpia, minimalista y matemáticamente abstracta: poliedros platónicos, sólidos de revolución clásicos basados en conos, campos finitos, grupos simétricos. Lo más habitual es no utilizar más de cuatro dimensiones, y los hay que abogan por habitar en el plano. Cualquiera tildaría de derroche de recursos de computación la conversión de mi proceso doméstico en una aproximación al mundo analógico con semejante nivel de resolución. Una indulgencia innecesaria.
Pero no puedo evitarlo. Pese a llevar instalada en este formato mucho más tiempo del que pasé viva en carne y hueso, todavía prefiero el mundo simulado de los átomos a la realidad digital.
Proyecto sobre la ventana la grabación en tiempo real de una de las sondas celestes para aplacar a mi hija. La escena pertenece a una selva dividida por la desembocadura de un río, en lo que probablemente sea el antiguo Shanghái. La exuberante vegetación se descuelga por las ruinas esqueléticas de los rascacielos; las orillas están pobladas de bandadas de aves; unas manadas de marsopas saltan fuera del agua a intervalos, trazando grandes arcos cuya trayectoria vuelve a sumergirlos con un chapuzón delicado.
Más de trescientos mil millones de mentes humanas habitan ahora el planeta, alojadas en centros de datos que, colectivamente, ocupan menos espacio que la vieja Manhattan. La Tierra ha recuperado su primitiva apariencia salvaje, a excepción hecha de un puñado de tercos insumisos que se empeñan en perpetuar su existencia de carne y hueso en poblados recónditos.
—Queda fatal que utilices tantos recursos computacionales para ti sola —me regaña—. Han rechazado mi solicitud.
Se refiere a la solicitud para tener otro hijo.
—Me parece que dos mil seiscientos veinticinco niños son suficientes. A veces me da la impresión de que no conozco a ninguno.
Ni siquiera sé pronunciar la mayoría de los nombres matemáticos que tanto les gustan a los nativos digitales.
—Va a celebrarse otra votación —dice—. Necesitamos toda la ayuda posible.
—Pero si ni siquiera todos tus hijos actuales votan lo mismo que tú.
—Merece la pena intentarlo. Este planeta pertenece a todas las criaturas que viven en él, no solo a nosotros.
Mi hija y muchos otros opinan que el mayor logro de la humanidad, el retorno de la Tierra a la naturaleza, está amenazado. Otras mentes, sobre todo las subidas desde países en los que el acceso a la inmortalidad universal se alcanzó mucho más tarde, sostienen que no es justo que la opinión de quienes tuvieron la suerte de ser los primeros en colonizar el reino digital pese más que cualquier otra a la hora de decidir el rumbo de nuestra especie. Les gustaría que la huella digital de la humanidad volviera a expandirse y que se construyesen más centros de datos.
—¿Por qué te gusta tanto la naturaleza —pregunto— si ni siquiera vives en ella?
—Tenemos la responsabilidad moral de preservar el planeta. Apenas si ha empezado a recuperarse de todos los horrores que le infligimos. Debemos conservarlo tal y como debería haber sido siempre.
Me abstengo de señalarle que esto me huele a falsa dicotomía: el ser humano contra la naturaleza. Omito asimismo los continentes hundidos, las erupciones volcánicas, los altibajos que ha sufrido el clima terrestre a lo largo de miles de millones de años, el avance y la retirada de los casquetes polares y las innumerables especies que han surgido y desaparecido en veloz sucesión. ¿Por qué deberíamos considerar «natural» este preciso momento y valorarlo más que cualquier otro?
Hay diferencias éticas que son irreconciliables.
Entretanto, todos opinan que la solución pasa por aumentar su prole y abrumar con más votos al otro bando. De ahí que se pelee con tanto ahínco por la preciada adjudicación del permiso necesario para tener hijos, por obtener un pedazo del limitado pastel de recursos computacionales que deben compartir las distintas facciones rivales.
Pero ¿qué les parecerán nuestros conflictos a los niños? ¿Les importarán las mismas injusticias que a nosotros? Al haber nacido in silico, ¿le darán la espalda al mundo físico, a la encarnación, o lo abrazarán acaso con más entusiasmo? Todas las generaciones se han caracterizado por poseer sus propios puntos ciegos y obsesiones particulares.
Hubo un tiempo en el que pensé que la singularidad resolvería todos nuestros problemas. Resulta que solo es otro subterfugio, un sencillo truco para resolver un problema complicado. No compartimos las mismas historias; no aspiramos a las mismas cosas.
No soy tan distinta de mi madre, después de todo.
2.401
El planeta rocoso que se extiende a mis pies es inhóspito, desolador. Me siento aliviada. Esa fue una de las condiciones que me impusieron antes de mi partida.
Que todos los seres humanos coincidan en una sola visión para el futuro de la humanidad es tarea imposible. Por suerte, ya no tenemos que compartir el mismo planeta.
Unas sondas diminutas se separan de la Matrioshka y emprenden el descenso hacia la esfera que gira a sus pies. Al penetrar en su atmósfera se encienden como luciérnagas al anochecer. La densidad de la atmósfera retiene el calor hasta tal punto que, en la superficie, los gases se comportan más bien como líquidos.
Visualizo el aterrizaje de los robots de autoensamblaje. Me los imagino replicándose y multiplicándose a partir de los materiales extraídos de la corteza, horadando la roca para plantar las cargas de minianiquilación.
Se abre una ventana a mi lado: Abby, que me envía un mensaje a siglos y años luz de distancia.
Felicidades, madre. Lo conseguimos.
Lo que veo a continuación es una serie de imágenes aéreas pertenecientes a mundos que me resultan al mismo tiempo familiares y extraños: la Tierra, con su clima templado rigurosamente controlado para preservar el actual Holoceno; Venus, cuya órbita se ha reajustado mediante el repetido lanzamiento de asteroides disparados con catapultas gravitacionales, terraformado hasta convertirse en una exuberante y cálida réplica de la Tierra durante el periodo Jurásico; y Marte, cuya superficie, tras haber sido bombardeada con objetos redirigidos desde la nube de Oort, se ha calentado con reflectores solares instalados en el espacio hasta transformar su clima en una versión bastante aproximada de las áridas y frías condiciones de la última glaciación de la Tierra.
Mientras los dinosaurios caminan ahora por las junglas de Terra Afrodita, los mamuts forrajean en las tundras de Vastitas Borealis. Las reconstrucciones genéticas han forzado los poderosos centros de datos de la Tierra hasta el límite.
Han recreado lo que podría haber sido. Han devuelto la vida a criaturas extintas.
Madre, tenías razón en una cosa: vamos a lanzar naves de exploración otra vez.
Colonizaremos el resto de la galaxia. Cuando encontremos un mundo deshabitado lo proveeremos de todas las formas de vida, desde el pasado más lejano de la Tierra a los futuros que podrían haber tenido lugar en Europa. Recorreremos todas las sendas evolutivas. Cuidaremos de todos los rebaños y atenderemos todos los jardines. Les daremos una segunda oportunidad a todas las criaturas que se quedaron sin embarcar en el Arca de Noé y desarrollaremos el potencial de todas las estrellas mencionadas en el edén por Rafael en su conversación con Adán.
Y cuando encontremos vida extraterrestre, seremos tan cuidadosos con ella como lo hemos sido con la vida en la Tierra.
No está bien que una sola especie en la última fase de la larga historia de un planeta monopolice todos sus recursos. No es justo que la humanidad reclame para sí misma el primer puesto en el podio de la evolución. ¿No es acaso el deber de toda especie inteligente rescatar todas las formas de vida posibles, incluso de los oscuros abismos del tiempo? Siempre existe una solución técnica.
Sonrío. No me pregunto si el mensaje de Abby es una celebración o un reproche velado. Al fin y al cabo, es mi hija.
Tengo mis propios problemas que resolver. Vuelvo a concentrarme en los robots, en desmenuzar el planeta que se extiende bajo la nave.
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Ha sido laborioso descomponer los planetas que orbitan esta estrella, y más aún moldear cada uno de los fragmentos hasta ajustarlos a mi visión.
Unas finas placas circulares de cien kilómetros de diámetro se extienden en una retícula de anillos longitudinales alrededor de la estrella hasta rodearla por completo. Las placas no orbitan alrededor de la estrella, sino que son estacionarias, posicionadas de tal modo que la presión de la intensa radiación solar contrarreste la atracción gravitacional.
En la cara interna de este enjambre de Dyson, billones de robots han labrado canales y puertas en el sustrato para crear los circuitos más gigantescos de toda la historia de la humanidad.
A medida que las placas absorben la energía del sol, esta se transforma en impulsos eléctricos que emergen de sus células, fluyen por los canales, se ramifican en regueros y confluyen en los lagos y océanos que ondulan entre el trillón de variaciones que constituyen la forma del pensamiento.
El envés de las placas emite un resplandor apagado, como ascuas tras una feroz llamarada. Los fotones de baja intensidad se adentran en el espacio de un salto, ligeramente drenados tras haber alimentado a toda una civilización. Antes de que se puedan perder en el inabarcable abismo del cosmos, sin embargo, golpean otro conjunto de placas diseñadas para absorber la energía de la radiación en esta baja frecuencia. Y así, una vez más, se repite el proceso de creación cognitiva.
Los caparazones-nido, siete en total, forman un mundo repleto de densa topografía. Hay zonas lisas de unos centímetros de longitud diseñadas para expandirse y contraerse a fin de garantizar la integridad de las placas según el proceso de computación genere más o menos calor; las he bautizado como llanuras y mares. Hay desniveles cuyos picos y cráteres se miden en micras, con la función de facilitar la vertiginosa danza de bits y cúbits; los llamo bosques y arrecifes de coral. Hay pequeñas estructuras tachonadas, rebosantes de circuitos con los que enviar y recibir los torrentes de información que mantienen unidas las placas; son mis pueblos y ciudades. Quizá algunos nombres pequen de fantasiosos, como el Mar de la Tranquilidad o el Mare Erythraeum, pero la consciencia que generan es real.
¿Y qué voy a hacer con esta máquina de computación alimentada por un sol? ¿Qué magia obraré con este cerebro compartimentado?
He sembrado las llanuras, los mares, los bosques, los arrecifes de coral, los pueblos y las ciudades con un billón de mentes, algunas de ellas modeladas a partir de la mía, muchas más extraídas de los bancos de datos de la Matrioshka, y se han multiplicado y replicado, evolucionado en un mundo mucho más grande de lo que podría aspirar jamás cualquier centro de datos confinado a un solo planeta.
A los ojos de cualquier observador externo, el fulgor de la estrella se habría atenuado con la construcción de cada nuevo caparazón. He conseguido oscurecer el sol, como ya hiciera mi madre, aunque a una escala mucho mayor.
Siempre existe una solución técnica.
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La historia fluye como las aguas torrenciales de una inundación en el desierto, desparramándose por la tierra cuarteada, soslayando rocas y cactus, formando charcos en las depresiones, buscando siempre un canal mientras esculpe el terreno, moldeada cada nueva decisión aleatoria por su predecesora.
Hay más formas de rescatar vidas y redimir lo que podría haber sido de lo que sospechan Abby y los otros.
En la gigantesca matriz de mi cerebro compartimentado se reproducen las distintas versiones de nuestra historia. En esta computación portentosa no existe un solo mundo, sino miles de millones, cada uno de ellos poblado por la consciencia humana pero alterado sutilmente para su optimización.
La mayoría de los caminos conducen a una reducción de los baños de sangre. Aquí, Roma y Constantinopla no son saqueadas; allí, no desaparecen Cuzco y V_nh Long. A lo largo de una de estas líneas temporales, los mongoles y los manchúes no asolan Asia Oriental; a lo largo de otra, el paradigma westfaliano no se convierte en un monolítico ejemplo a seguir para el resto del mundo. Un grupo de hombres consumidos por su instinto asesino no obtienen el poder en Europa, y otro grupo adorador de la muerte no se apodera de la maquinaria del estado en Japón. Ajenos al yugo colonialista, los habitantes de África, Asia, las Américas y Australia son dueños de su propio destino. La esclavitud y el genocidio no van de la mano del descubrimiento y la exploración, y los errores de nuestra historia se evitan.
Ninguna muestra infinitesimal con respecto al total de la población se arroga el derecho a consumir una cantidad desproporcionada de los recursos del planeta ni monopoliza sus opciones de futuro. Se redime la historia.
Sin embargo, no todas las alternativas son positivas. Existe una sombra en la naturaleza humana que vuelve ciertos conflictos irreconciliables. Lamento todas y cada una de las muertes, pero no puedo intervenir. Estas no son simulaciones. Por respeto a la santidad de la vida humana, no pueden serlo.
Los miles de millones de consciencias que viven en estos mundos son igual de reales que yo. Se merecen gozar del mismo libre albedrío que cualquier otra persona que haya existido jamás y se les debe permitir que tomen sus propias decisiones. Aunque siempre hayamos sospechado que también nosotros vivimos en una inmensa simulación, preferimos creer que la verdad es otra.
Pensad que son universos paralelos, si queréis; llamadlos gestos sentimentales de una mujer anclada en el pasado; consideradlos una especie de simbólica expiación de nuestros pecados.
Pero ¿acaso no es el sueño de toda especie disfrutar de la oportunidad de volver a empezar desde cero? ¿De ver si es posible evitar la caída en desgracia que nos empaña la mirada al contemplar las estrellas?
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Hay un mensaje.
Alguien ha tirado de los hilos que, entrelazados, consolidan el tejido del espacio y ha enviado una secuencia de impulsos por todas las fibras de la red de Indra, conectando así el estallido de la nova más apartada con la danza del quark más cercano.
El universo vibra con una transmisión formulada en idiomas conocidos, olvidados y todavía por inventar. Tan solo capto una orden.
Acude al centro galáctico. Ha llegado la hora de reunirse.
Con cuidado, instruyo a las inteligencias que guían las placas que componen los enjambres de Dyson que se desplacen, como los alerones de una antigua aeronave. Las placas se separan, como si los caparazones del cerebro compartimentado estuviesen resquebrajándose, presagiando la eclosión de una nueva forma de vida.
Los satélites estáticos comienzan a alejarse gradualmente del sol y asumen la configuración de un propulsor de Shkadov. Un ojo solitario se abre en el cosmos, emitiendo un rayo de luz cegadora.
El desequilibrio de la radiación solar comienza a mover el astro con parsimonia, desplazando los caparazones-espejo con él. Impulsados por una llameante columna de luz, ponemos rumbo al centro de la galaxia.
No todos los mundos humanos escucharán la llamada. Hay multitud de planetas cuyos habitantes han decidido conformarse con explorar a perpetuidad los mundos matemáticos de la realidad virtual, en continua expansión, satisfechos con llevar una existencia caracterizada por un consumo de energía anecdótico en sus universos ocultos en cáscaras de nuez.
Algunos, como mi hija Abby, optarán por dejar intactos sus exuberantes planetas rebosantes de vida, como oasis en medio de este desierto inabarcable que es el espacio. Otros buscarán el refugio de los confines de la galaxia, donde los climas más fríos propician una potencia de cálculo más eficiente. Y aun otros, tras haber recuperado el antiguo gozo de la existencia en carne y hueso, se prepararán para representar gloriosas óperas espaciales en las que primará la conquista.
Pero muchos sí asistirán.
Me imagino miles, cientos de miles de estrellas avanzando hacia el centro de la galaxia. Algunas están rodeadas por hábitats repletos de personas que todavía parecen personas. Algunas las orbitan máquinas que solo conservan un vago recuerdo de su forma ancestral. Algunas remolcarán tras ellas planetas poblados por criaturas de nuestro pasado lejano, o por criaturas que yo no habré visto nunca. Algunas traerán invitados consigo, alienígenas que, aunque no compartan nuestra historia, sienten curiosidad por este fenómeno autorreplicante de baja entropía que se hace llamar a sí mismo humanidad.
Me imagino a generaciones enteras de niños en mundos innumerables contemplando el firmamento nocturno conforme las distintas constelaciones fluctúan y se transforman al desalinearse las estrellas, dibujando estelas que se recortan contra el empíreo.
Cierro los ojos. Este va a ser un viaje muy largo. Haré bien en descansar mientras pueda.
Mucho, mucho tiempo después
El amplio césped plateado se extiende ante mí hasta rozar casi la espuma dorada del mar, de la que solo lo separa una estrecha franja de arena oscura, bronceada. El sol es cálido y radiante, y casi puedo sentir la delicada caricia de la brisa en los brazos y el rostro.
—¡Mia!
Miro en dirección a la voz y veo que mamá está cruzando el césped a largas zancadas; sus largos cabellos morenos se mecen con la brisa como las colas de la cometa.
Me envuelve en un abrazo feroz y estrecha su cara contra la mía. Huele al fulgor de las estrellas recién nacidas entre las ascuas de una supernova, a cometas recientes emergiendo de la nebulosa primigenia.
—Perdón por el retraso —murmura, con la voz amortiguada por mi mejilla.
—No pasa nada —respondo, y lo digo en serio. Le doy un beso.
—Hace un día estupendo para volar la cometa.
Contemplamos el sol.
Nuestro punto de vista experimenta un cambio vertiginoso y ahora nos encontramos cabeza abajo sobre una planicie intrincadamente labrada, con el sol muy lejos a nuestros pies. Con más firmeza que cualquier hilo, la gravedad sujeta a ese orbe llameante la superficie que nos sostiene. Los brillantes fotones que nos bañan golpean el suelo, impulsándolo hacia arriba. Viajamos erguidas sobre la cara de una cometa que no deja de ganar altura, transportándonos a las estrellas.
Me gustaría decirle que comprendo su afán por dotar de significado a su vida, su necesidad de eclipsar el sol con su amor, su empeño en solucionar problemas irresolubles, su fe en una solución técnica aun a sabiendas de lo imperfecta que es. Me gustaría decirle que nadie es perfecto, pero eso no significa que no podamos ser maravillosos también.
Me limito a darle un suave apretón en la mano; me lo devuelve.
—Felicidades —me dice—. Que no te dé miedo volar.
Aflojo los dedos y la miro con una sonrisa.
—No me lo da. Ya casi hemos llegado.
El mundo se ilumina con el resplandor de mil millones de soles.
BLUE
Víctor Selles
VÍCTOR SELLES (Madrid, 1985) es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Fue ganador del III Concurso Internacional de Relato Bruma Negra organizado por el Ayuntamiento de Plentzia y seleccionado en el premio Cosecha Eñe 2016. Ha publicado cuentos en diversas antologías: WhiteStar (Palabaristas), Visiones 2015 (AEFCFT), Quasar (Nowevolution), Instinto animal (Café con Leche), Aparecidos, Máscaras y Noche de brujas (Saco de Huesos), y las revistas SuperSónic, Maelström y Ultratumba de cultura gótica. Su último cuento publicado ha sido «Antemusa Bar & Club», una denuncia del turismo sexual en clave fantástica incluido en la antología de fantasía oscura Dark Fantasies (Sportula, 2017).
Víctor habla así de su relato: «Escribí “Blue” tras ver una fotografía en un periódico en la que aparecían dos docenas de inmigrantes ilegales flotando a la deriva en mitad del mar. Solo se veían sus cabezas asomando a lo lejos, el resto era el azul intenso del Mediterráneo. No sé si estaban a cien metros de la costa o a mil, pero la sensación que transmitía la imagen era la de que se encontraban en medio de ninguna parte, en un sentido tanto real como metafórico. “Blue” nació de ese sentimiento de soledad y de indefensión.»
Una historia a flor de piel que no puede dejar indiferente.