Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Morbo
© 2018, Jordi Sierra i Fabra
Autor representado por IMC Agencia Literaria
© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia.com
Imagen de cubierta: Getty Images
ISBN: 978-978-84-9139-341-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Primera parte: El crimen y ellos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Segunda parte: La investigación
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Tercera parte: Eva
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Epílogo
La pareja estaba dentro del coche.
Ajena a todo entre el océano de sus besos.
A pocos metros, el río Llobregat fluía en silencio. La luna, en cuarto creciente, centelleaba sobre la corriente de aguas oscuras. Al ser de noche, no se apreciaba la coloración amarronada consecuencia de toda la suciedad que su caudal arrastraba hacia el mar.
A ellos les importaba poco todo lo que no fueran sus cuerpos, la avidez todavía no saciada. Volvían a estar excitados.
Y solos.
Solos, con el mundo al otro lado de sí mismos.
Él le pellizcó el pezón con tres dedos y ella gimió, disparándose de nuevo. Era asombrosamente automática. Como presionar la puesta en marcha de un ordenador o un sistema erógeno.
—Me vuelves loca —susurró.
Tenía los pechos pequeños y puntiagudos. Podía abarcarlos con las manos.
—Joder, Teresa…
—Carlos…
Les gustaba decir sus nombres en voz alta.
Quizá por la novedad.
La entrega se hizo más intensa, hasta que él se separó a duras penas.
—He de mear —dijo.
—No seas ordinario —protestó mimosa.
—¿Cómo quieres que lo diga?
—Anda, ve.
Salió del coche y lo hizo allí mismo, de cara al río. La temperatura era agradable a pesar de ser ya poco más de la una de la madrugada. Levantó la cabeza y mientras miccionaba miró el puente del Prat, el último paso por encima del río antes de desembocar en el mar. Era un puente bonito, con un arco central, blanco. Dada la hora, no había tráfico entre los dos márgenes. De día, ambas zonas industriales eran un hervidero. De noche, la calma era absoluta.
Calma.
Iba a volver con Teresa. Empezaba a ser un poco tarde. Se agitó el sexo para que cayeran las últimas gotas y ni siquiera se subió los pantalones. ¿Para qué?
Entonces apareció el coche, con sus luces barriendo las sombras.
Se detuvo en mitad del puente y las apagó.
Carlos levantó las cejas.
Y mucho más cuando por el borde asomó algo, un bulto, un extraño bulto alargado, no precisamente rígido.
La caída hasta el río fue rápida.
Un chapoteo…
Carlos abrió la boca.
—¿Has visto eso?
Teresa lo había visto. Salía del coche en ese momento.
—¿Han tirado basura al río? —lamentó extrañada.
Arriba, en el puente, el coche había vuelto a encender las luces.
—No creo que… fuera basura —exhaló él.
El coche enfiló lo que le quedaba de puente, llegó a la rotonda de la Zona Franca y la rodeó para volver a cruzarlo por el otro lado, en dirección al Prat. En menos de un minuto, todo había pasado.
Carlos miró el río.
—¿Si no era basura… qué era? —se asustó ella.
—Hemos de avisar a la policía —suspiró Carlos subiéndose los pantalones con cierta frustración.
—¿Por qué? —se asustó Teresa.
—Porque ser hijo de un mosso d’esquadra te impone ciertas reglas, cariño. Por eso —suspiró mientras sacaba el móvil del bolsillo.
—Entonces, ese bulto…
—Parecía un cadáver —se rindió a la evidencia—. Y si no lo era, lo que sea es bastante sospechoso como para dejarlo pasar y fingir que no estábamos aquí viendo lo que hemos visto.
Teresa comprendió que la noche acababa de estropearse.
El puente del Prat estaba lleno de coches con luces. Todos alineados por el lado que daba a la desembocadura del Llobregat. Parecía una convención policial. O una manifestación silenciosa. Con el tráfico restringido a un solo carril y los camiones apretados para moverse de un lugar a otro intermitentemente, siguiendo las instrucciones de los agentes situados en las rotondas de ambos extremos, la sensación era de caos controlado. El amanecer hacía ya rato que había dejado de ser rojo, para adentrarse en una mañana luminosa, con apenas copos de nubes blancas en el cielo. El Mediterráneo parecía una balsa.
Daniel Almirall detuvo su vehículo en la rotonda próxima a la Zona Franca. Solo se podía llegar a ella por el paseo Pratenc, también llamado Carretera 100. Por el otro lado, lo mismo. Un único acceso hacia el Prat de Llobregat. Le habían dicho que el cadáver se había encontrado más cerca de la orilla del lado de Barcelona que de la del Prat. A veces las jurisdicciones importaban. En un crimen no.
Porque aquello tenía todos los visos de ser un crimen.
—Vamos allá —dio el primer paso bajando del coche.
Víctor Navarro se puso a su lado.
Caminaron sin hablar, bajando la vista hasta el nivel del río por encima de la barandilla para vislumbrar el lugar en el que un enjambre de policías rodeaba el cuerpo. Desde allá arriba no era más que una mancha blanca. Una mancha que, horas antes, estaba viva.
Llegaron a la primera frontera.
—No se puede…
Sacaron sus credenciales, los dos.
—Perdone, señor.
La cruzaron y se adentraron en territorio comanche. Un asesinato movilizaba a tanta gente que, a veces, se hacía difícil saber qué hacía cada cual. Allí había de todo, policías de paisano y de uniforme, mossos, incluso la Guardia Civil, amén de una ambulancia y personal médico.
Caminaron unos pocos pasos más.
—Habrá que bajar al río —comentó Navarro mirándose los zapatos.
Uno de los agentes los reconoció al aproximarse. Se dirigió directamente a Daniel.
—Inspector…
Fue al grano. Las cordialidades se dejaban para otras cosas.
—¿Qué tenemos?
—Una mujer, veintipico. Cara machacada a golpes, aunque murió estrangulada a tenor de las marcas en el cuello. La trajeron en un coche envuelta en una sábana, atada y con piedras, para que se hundiera rápido, y la echaron por el puente, a la una y quince de la madrugada. Una pareja estaba ahí abajo, probablemente haciendo de las suyas, y lo vio todo, aunque ni identificaron el coche ni vieron nada. Solo cómo se echaba el bulto al agua. Hay que agradecerles que avisaran y dieran la cara. Hoy en día todo el mundo escurre el bulto.
—¿Los de la científica llevan mucho con ella?
—Un buen rato, sí.
—¿Algo para identificarla?
—Un tatuaje.
—¿Solo?
—Sí.
—No es mucho.
—Por lo menos parece reciente. No está descolorido ni nada, como esos que ya han sido hechos hace años.
—¿Llevaba ropa?
—No —el policía tragó saliva—. Estaba completamente desnuda.
Lo dijo como si estuviera impresionado.
—¿Algo en las uñas?
—No hay marcas defensivas, inspector —hablaba como si lamentara darle tan poca información—. No creo que peleara a pesar de la paliza.
—¿Violencia sexual, violación?
—Lo primero que han dicho los de la científica es que no hay desgarros vaginales, aunque falta confirmarlo.
Daniel Almirall soltó una bocanada de aire.
—Vamos abajo —le dijo a su compañero.
Víctor Navarro puso cara de circunstancias.
Llevaba los zapatos impecables, y los márgenes de un río no eran el mejor lugar para caminar con ellos.
Rodearon el puente para llegar al río. Los que subían o bajaban del lugar en el que habían depositado el cadáver tras sacarlo del Llobregat utilizaban un pequeño sendero de escaso desnivel, aunque resbaladizo. El bote de goma descansaba en la orilla. Los buzos se quitaban sus pertrechos dando por finalizado su trabajo.
Otro agente, este de paisano, también los reconoció al aproximarse.
—Inspector Almirall, subinspector Navarro…
Les tendió la mano y los precedió hasta el lugar en el que la víctima se había convertido en centro de todas las miradas.
Como si perder la vida implicara perder también toda intimidad.
Nada más verla, comprendieron por qué el policía del puente estaba impresionado al mencionar la desnudez.
Podía tener la cara con marcas visibles de golpes y restos de sangre. Podía estar muerta y, por lo tanto, pálida. Podía haber sido sacada del fondo lechoso de un río. Cierto, no era más que un cadáver.
Pero había sido extraordinariamente bella y tenía un cuerpo de ensueño.
De lujo.
Se la quedaron mirando unos segundos.
Más de la cuenta.
Daniel le calculó entre veintitrés y veinticinco años. Pecho redondo, natural, perfecto, coronado por un rosetón oscuro y pezones visibles; cintura increíble, de las que se hace inverosímil imaginar que pueda contener un vientre, estómago, hígado o riñones; piernas muy largas, bien torneadas; pies menudos y manos hermosas, con las uñas pintadas de color rojo; cabello negro, ya seco, desparramado por encima de la tierra como si fuese un aura; labios grandes, carnosos.
Tenía los párpados bajados, pero casi podía apostar que los ojos eran claros.
Sintió un extraño retortijón en el estómago y reaccionó. Por suerte sus compañeros no se habían dado cuenta.
Se inclinó sobre el cadáver.
Estaba abierta de piernas, con el sexo rasurado salvo en una pequeña zona central, y tenía los labios vaginales muy salidos. Como una gran pasa arrugada o una pequeña flor mustia.
Excitante.
Esa era la palabra.
Incluso muerta aquella mujer desprendía un morbo absoluto.
—Era guapa —lo resumió Víctor Navarro.
Todos habían visto muertos en su vida, en condiciones buenas y malas, pero el sentimiento general que flotaba allí era que se encontraban ante alguien diferente.
—Habrá que contar con la suerte —Daniel se incorporó sin dejar de mirarla, atrapado por aquel inquietante magnetismo—. Primero comprobar si se ha denunciado la desaparición de alguien como ella, después tratar de encontrar a quien pudo hacerle el tatuaje, si es que era de Barcelona o alrededores. Luego ya veremos qué dice la autopsia —recordó algo de pronto—. ¿Y el tatuaje?
—En la nalga izquierda. ¿Quiere verlo?
—Sí, claro.
No lo hizo el policía. Lo hizo uno de los de la científica. Le dio la vuelta con cuidado por el lado izquierdo hasta permitirles examinar el tatuaje, que tampoco era gran cosa. Una flor tan roja como las uñas de las manos y los pies. Debía medir unos siete centímetros de alto.
No había marcas de sol ni diferentes tonalidades blancas o tostadas. Si lo tomaba, lo hacía desnuda.
El juez iba a proceder al levantamiento del cadáver.
Allí todo estaba dicho y hecho.
—Quiero hablar con los testigos —dijo Daniel.
—Claro, señor.
Emprendieron el camino de regreso al puente y, en ese momento, se escuchó la voz de Víctor Navarro.
—¡Cagüen…!
Definitivamente, había puesto el pie en un charco lleno de barro.
Joaquín Auladell llevaba diez minutos dando vueltas al volante de su Audi. Diez minutos perdidos. Diez minutos cargados de furia. Diez minutos casi desesperados.
Por poco no se había empotrado contra un camión de reparto y, en un paso de peatones, estuvo a punto de llevarse por delante a un anciano temerario de los que se lanzan al ruedo sin mirar antes si se aproxima algún coche. El hombre había salido de entre dos vehículos aparcados. Después del susto, le blandió el bastón mientras le decía de todo menos guapo, llamando la atención de las personas cercanas.
Él había querido fundirse.
Siguió circulando.
Una calle, otra, y otra más.
Ni siquiera recordaba haber estado nunca por aquella parte de Barcelona.
Empezaba a desesperarse cuando encontró lo que buscaba.
El letrero.
Lavado de coches a mano.
Puso intermitente, soltó un suspiro de alivio y giró el volante a la izquierda, despacio, para dejar circular a las personas que transitaban por la acera. Finalmente se metió en lo que parecía ser un garaje que ocupaba toda una nave.
Frenó al acercarse un hombre con mono azul y bajó la ventanilla.
—¿Qué se le ofrece, caballero?
—Dice el letrero que lavan a mano.
—Sí, señor. Y se lo dejamos como nuevo, oiga.
—¿Pueden hacerlo ahora?
—Claro —alargó la primera vocal.
—¿Cuánto tardan?
—Media horita —subió y bajó los hombros para dar a entender que podía tratarse de un minuto arriba un minuto abajo.
O cinco.
—De acuerdo —asintió él—. ¿Dónde lo dejo?
—Aquí mismo. No se preocupe.
Joaquín Auladell bajó del coche.
Lo miró con un poco de aprensión.
—El interior lávelo a fondo —se dirigió de nuevo al hombre—. Mi hijo tuvo ayer uno de esos días de perros y vomitó todo lo vomitable. Mi mujer y yo hicimos lo que pudimos por la noche pero… Yo es que tengo el olfato muy fino, ¿sabe? Además, metimos los trapos en el maletero así que…
—Tranquilo que no va a notar nada.
—La tapicería…
—Que sí, que sí, que ya sé lo que es eso. ¿Le ponemos cera por fuera?
—Póngale de todo.
—Desde luego el coche lo merece. Ya tiene unos años pero es guapo —lo acarició con la mano—. Y eso que lo tiene limpio.
—¿Media hora?
—Media hora, sí señor.
—¿Le pago ahora?
—Luego, luego, no se preocupe.
—Gracias.
—Venga, de nada.
Empezó a caminar hacia la puerta.
Volvió la cabeza una sola vez, justo para ver cómo el hombre conducía el Audi hacia la parte en la que lavaban los coches, situada al fondo de la nave.
El nudo en el estómago y la aprensión no aflojaron demasiado.
Salió a la calle y le echó un vistazo al reloj. Tenía media hora. Buscó un bar cercano para sentarse a tomar algo y cuando lo encontró, en la esquina, se dirigió hacia él.
Media hora, más el tiempo de ida, la búsqueda del lavado de coches, y el tiempo de regreso a Hospitalet…
Tendría que inventar una buena excusa.
—Mierda… —suspiró por enésima vez en las últimas horas.
Roberto Salazar se levantó de su litera al escuchar el chasquido de las puertas en el momento de abrirse. Saltó al suelo y fue el primero en salir de la celda.
Todos los presos se dirigían ya al patio.
Buscando sol, aire, una promesa de libertad.
Mientras apretaba el paso, abotonándose la camisa, buscó con la mirada a su objetivo.
Eso le hizo perder la concentración y empujar al Robles.
Nada menos que al Robles.
—¡Eh, tú, vigila!
Vaciló un instante. No podía seguir sin más. Por mucho menos se había cargado a alguno.
—Perdona, no te he visto —se excusó.
—Pues mira que abulto, ¿eh?
Una pausa.
Luego se echó a reír, y sus adláteres hicieron lo mismo.
Roberto se relajó.
—Lo siento. Buscaba a alguien —dijo.
—Charlize Theron no ha venido hoy.
Nuevas risas. También se rio él.
—Nos vemos —intentó alejarse lo más rápido que pudo.
—Eso seguro —rezongó el Robles.
Lo dejó atrás. Había perdido unos segundos preciosos. Llegó a la escalera y la bajó tratando de no empujar a nadie más. Allí todos eran quisquillosos, sobre todo los presos de condenas largas, con poco que perder ya. Tampoco era bueno correr. Los guardias lo notaban todo. Levantó la cabeza y oteó la torre central de control, desde la que se vigilaban todas las galerías.
Calma.
Cuando salió al patio le golpeó el sol de la mañana. Un sol brillante y cálido que lo cegó un momento. Algunos presos se preparaban para jugar su partido de baloncesto. Otros se disponían a hacer gimnasia, para estar en forma y marcar músculos, algo necesario allí. Los más se iban a los lados, para tumbarse al sol como lagartijas.
Él buscó a Marianico, el Perlas.
No tenía ni idea del porqué de su apodo.
Lo encontró con uno de los nuevos. Debía de llevar menos de una semana con ellos. Si Marianico estaba con él era para sacarle algo. Los «conseguidores» siempre vivían pendientes de todo y al día, muy al día.
No esperó a que terminaran la conversación.
—Perlas, ¿puedo hablar contigo?
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿No ves que estoy ocupado aquí con mi amigo?
—Es urgente.
El «amigo» parecía bisoño. Un chaval de diecinueve o veinte años. Llevaba la marca del novato en la frente y el miedo colgado de los ojos.
Marianico chasqueó la lengua.
A fin de cuentas las urgencias valían más.
—No te muevas —le dijo al otro.
—No, señor.
Llamar «señor» al Perlas era todo un eufemismo.
Se apartaron unos pasos. Los nervios de Roberto contrastaban con la calma de su compañero. No se detuvieron hasta estar solos, sin nadie a menos de cinco metros de ellos.
—Oye, lo que te dije, olvídalo —se arrancó Roberto de forma precipitada.
Marianico procesó la información.
Era un hombre de unos cuarenta y muchos, enteco, de cara chupada y arrugada, ojos hundidos, mal afeitado y con el escaso cabello alborotado punteando su cráneo. En un manicomio tampoco hubiera desentonado.
—¿Que lo olvide? —arrastró las tres palabras.
—Sí, he cambiado de idea.
—¿Has cambiado de idea? —repitió.
—¡Sí, por favor!
—Venga, hombre, no me jodas —plegó los labios en una mueca alucinada—. En estas cosas no hay vuelta atrás. Ya contacté con el tipo.
—¡Pues llámale!
La idea se le antojó todavía más extravagante.
—¿Que le llame? —parecía escupir cada sílaba—. ¿Tú crees que está en su casa, mano sobre mano, esperando que suene el teléfono? —acercó su cara a él y bajó la voz, aunque elevó el tono amenazador—. Estas cosas son serias, amigo. Cuando se da una orden o se hace un encargo, se hace y punto. Luego no se pierde el tiempo. A estas alturas el trabajo ya debe de estar hecho, ¿vale?
Roberto Salazar se puso blanco.
—¡No, joder!
—¡Joder, tú, tío! ¡A ver si te aclaras, que esto no es un juego!
—Por favor, inténtalo. Te volveré a pagar… ¡Por favor!
Marianico le vio la desesperación.
La absorbió como una esponja.
—Tú estás majara, ¿no? —le preguntó.
—Sí, no, ¿qué más da?
—Los majaras sois peligrosos —pasó de escupir palabras a escupir al suelo—. A saber lo que te hizo esa tía.
—¿Lo harás? —insistió él.
La respuesta tardó en llegar.
Y cada segundo se le hizo eterno.
Marianico el Perlas se apartó de su lado.
—Menudo gilipollas —gruñó—. Voy a ver cómo está la cola del teléfono.
Roberto Salazar se quedó solo.
Solo en medio del patio y con las piernas que apenas si le sostenían, sobre todo después de pasar la noche en blanco.
Germán Romero jugaba con el vaso vacío.
Le pasaba un dedo por el borde, como si esperase que sonara. Lo había visto en un programa de la tele. Un tipo hacía música rozando con el dedo unos vasos de cristal. Increíble. Había gente para todo.
Pero él no lo conseguía.
—Están trucados, eso es —farfulló.
Al otro lado de la barra, el camarero le observó de reojo.
Apenas si había media docena de personas en el bar, pero él parecía muy ocupado lavando y ordenando, copas, platos…
No dejó de observarle.
Temía que se cayera del taburete de un momento a otro.
Tampoco hubiera sido la primera vez.
—Igual los tunean, como los malditos coches —hizo un ruido que intentó parecerse a un automóvil con las ventanillas bajadas y la música a tope—. Así la gente se emb… emboba y traga que t-t-traga.
Alguien golpeó la máquina tragaperras, al final de la barra.
—¡Eh, tú, tranquilo! —le avisó el camarero apartando los ojos de Germán.
—¡Esta jodida no suelta nada, coño! —gritó el exaltado.
—¡Pues no juegues!
—¿Sabes lo que le llevo echado? ¡Para que luego venga un idiota y con la primera moneda se lo lleve todo!
Volvió a introducir una por la ranura.
Germán Romero levantó el vaso vacío.
—Ponme otra, Rodrigo —dijo.
—Va a ser que no —movió la cabeza de lado a lado.
—¿Qué has dicho? —arrastró cada palabra como si hablara sobre una nube.
—Que no —el camarero apoyó los dos puños cerrados sobre su lado del mostrador.
Germán Romero vaciló.
—Oye, niño… —le apuntó con el dedo índice de la mano derecha.
—No, oye tú —le detuvo—. Todavía no es mediodía y ya estás borracho. ¿Qué quieres, caerte redondo en mitad de la calle, o peor, aquí mismo, con lo que tendré que llamar a una ambulancia y montar el número? —hizo un gesto de fastidio y agregó—: Anda, vete a casa, va.
—¡La madre que…! ¡Ponme otra!
El camarero se cruzó de brazos.
Era joven, veintitantos, pero debía de ir a un gimnasio. Los músculos de los brazos eran evidentes.
Ya no le contestó.
—¡La última, joder!
La escena se prolongó unos segundos. La música de la tragaperras era monótona, una cantinela sazonada por los ahogados improperios del jugador. Un hombre también hizo ruido al comprar un paquete de cigarrillos de la otra máquina.
—Vete a casa —acabó repitiendo Rodrigo.
—¡Una más y me voy, palabra!
—Oye, ¿a ti qué te pasa? —el camarero se inclinó sobre la barra.
—¡A mí no me pasa nada!
—Pues ya me dirás.
—¿Y tú qué? —hablaba cada vez de forma más desvaída, con los ojos medio cerrados y el cuerpo inestable, rozando el límite—. ¿Vas de cam… camarero amigo, como los de las ple… las películas americanas?
—Nunca has venido a emborracharte tan temprano.
—¡Hostia puta, pareces mi hija…! ¡Ponme otra o la lío parda!
Rodrigo se resignó.
Después de todo, estaba solo en el bar.
—¿Una más y te vas?
—T-t-te lo juro —Germán levantó su mano derecha y con la izquierda besó el crucifijo que llevaba colgado del pecho.
Vio cómo el camarero le servía la cerveza.
Se pasó la lengua por los labios.
El vaso casi ni aterrizó en el mostrador. Se lo cogió de la mano y lo apuró de un largo sorbo. Tanto que estuvo a punto de caerse hacia atrás.
—Ahora vete —le pidió Rodrigo con calma.
—¿No q-q-quieres c-c-cobrar?
—Vale, paga.
Germán Romero tardó en encontrar el dinero. Al final sacó algunos billetes arrugados. Le entregó uno de diez euros y otro de cinco. El camarero siguió con la mano tendida.
—Coño… ¿Has subido el p-p-precio?
No dijo nada. Le bastó con señalar la fila de cervezas.
Le dio cinco euros más.
Luego se levantó sin esperar un posible cambio, aunque le dijo:
—No te voy a de… dejar propina, ¿sabes? —dio un par de pasos con dificultad—. ¡Y me iré a otro bar, d-d-donde traten mejor a la c-c-clientela!
El hombre de la tragaperras golpeó la máquina por segunda vez.
No hizo falta que Rodrigo le dijera nada.
—¡Pringao, que eres un pringao…! —se burló el borracho al pasar por su lado dando tumbos.
—¿A que te pego una hostia, viejo? —cerró los puños el jugador.
—¿Tú y quién más, hijoputa? —siguió caminando hacia la salida.
—¡Vete a dormir la mona, hombre! —le gritó sin abandonar su lugar, no fuera que alguien se lo quitara.
Rodrigo suspiró aliviado al verle desaparecer del bar.
De todas formas aún le quedaba pelearse con el de la tragaperras, que daba la impresión de ser violento y nunca lo había visto por allí.
Manuel Salazar abrió los ojos y se rascó la entrepierna.
Le picaba.
Le picaba todo.
Y ya llevaba así varios días.
Se rascó con frenesí, especialmente a ambos lados de los testículos, utilizando las uñas.
Al final acabó levantándose, para ir al baño cuanto antes y pegarse una ducha que le aliviara.
Nada más salir de la habitación, se encontró con su madre.
Demasiado tarde.
—¡Cuántas veces te he dicho que no salgas desnudo, Manuel!
—¡Joder, que no me he acordado! ¡Creía que todavía dormías o que no habías llegado…!
—¡Si es que luego viene la vecina y te ve así, como el otro día, que ya no sé qué decirle!
—¡Pues que se quede en su casa, que se pasa todo el santo día aquí! —gritó furioso.
—¡Hijo, que me está ayudando mucho! —se defendió la mujer—. ¡Y haz el favor de taparte!
—¡Iba a mear, por eso la tengo empinada, mamá! ¿Y se puede saber en qué te ayuda esa? —se metió en el cuarto de baño, cogió una toalla y se la enrolló alrededor de la cintura.
—¿Pues en qué va a ser? —se desesperó su madre—. Los vecinos dicen que no van a dejar que nos desahucien, que harán una cadena humana o algo así.
—Ya, y en cuanto aparezca la pasma se rajarán. ¿O crees que tu querida vecina, o la del segundo, se van a quedar tal cual a la hora de las hostias?
—¡No hables así!
—¿Y cómo quieres que hable, coño?
No quiso seguir peleándose con ella y se metió en el cuarto de baño. De todas formas la ducha fue rápida. No habría sido la primera vez que le gritaba desde el otro lado de la puerta lo de que ahorrara agua, que era cara. Cuanto antes saliera, mejor. Le pesaba la casa, le ahogaban aquellas cuatro paredes, y odiaba discutir con su madre.
Algo que, inevitablemente, sucedía todos los días.
Todos.
Se secó, se pasó la mano por la cabeza casi rapada, se miró al espejo y arrugó la cara al ver el reparto de granos perfectamente distribuidos por ambas mejillas y la frente.
Dieciocho años y todavía con granos.
Daba asco, lo sabía.
Eva…
A punto estuvo de golpear el espejo.
Esta vez salió envuelto en la toalla y regresó a la habitación. En un minuto estaba vestido, vaqueros, una camiseta sin mangas y las zapatillas.
Cualquiera le pedía dinero ahora a su madre.
Aunque solo fueran cinco euros, para llevar algo.
—Puta de oros… —resopló.
Lo peor de sentirse acorralado era la sensación de que el golpe final podía llegar desde cualquier lugar.
Salió de la habitación y fue a la cocina.
Ella estaba llorando.
—Mierda, mamá… —gimió vencido por las circunstancias.
—Acabaremos en la calle.
—¡Que no!
—Tu hermano en la cárcel, y tú…
—¿Yo qué?
—¡Que no ayudas nada! ¡Eso es! —pareció estallar.
—¿Y qué quieres que haga?
—¡Busca un trabajo! ¡Yo ya no puedo hacer más horas!
—¡Mamá: no hay! ¿Te enteras? ¡No-hay! ¡Todo Dios está en paro!
—¡Yo friego suelos!
—¿Y quieres que haga eso?
—¡Si hubieras seguido estudiando…!
—¡No empieces! ¿Quieres? ¡Ni era lo mío ni me interesaba ni aguantaba más a aquella panda de cabrones! ¡El Rosendo y el Jime estudiaron y están igual! ¡No me vengas con esas!
—¡El otro día buscaban un camarero en el bar de la plaza!
—¿Pretendes que trabaje catorce horas al día, incluidos fines de semana, por una mierda más las propinas?
—¡Es un trabajo!
Las lágrimas de la mujer se hicieron más patéticas.
No supo si marcharse dando el consabido portazo o si abrazarla.
Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, siguió tal cual, en la cocina, viendo como ella se deshacía y menguaba más y más.
Llegó la guinda.
—Acabarás en la cárcel… como tu hermano… Y me dejaréis sola, sola en la calle…
Manuel Salazar apretó los puños.
Odiaba que le dijera eso.
Odiaba…
Iba a dejarla llorar, incapaz de hacer otra cosa que quedarse allí, mirándola, cuando sonó el timbre de la puerta.
—Hija de puta… —rezongó apretando más los puños.
Florentino Villagrasa miraba el mapa como si quisiera atravesarlo. O fundirse con él.
Un mapa de más de un metro de alto por casi dos de largo que ocupaba una de las paredes de su despacho.
Y en el centro, aquel inmenso solar.
El vacío que esperaba el milagro.
Millones y más millones.
En el fondo era mucho más que eso. Era el futuro, la estabilidad, salir de todos los agujeros, acabar con la crisis…
Todo.
Cerró los ojos, pero el mapa continuó allí, en su mente, con sus manchas de colores y las chinchetas asaeteándolo, con el solar convertido en el agujero negro de su ansiedad. El maldito solar que ya era uno de los pocos grandes espacios que le quedaban al abarrotado Hospitalet de Llobregat, o lo que era lo mismo, al área metropolitana de Barcelona.
El mayor pelotazo urbanístico que un constructor podía esperar.
Volvió a abrir los ojos y notó una punzada en el pecho.
Solo faltaría eso, que le diera un infarto. Entonces si que…
Respiró con fatiga.
Cada día parecía el último. Cada día creía estar en la espera final. Cada día le pedía a todos los cielos un poco de paz. Solo un poco. Y al llegar la noche todo seguía igual.
Ninguna decisión.
¿Y si ellos estaban jugando a dos bandas…?
Por un lado, sonrisas, lo de «tú tranquilo», calma. Y por el otro…
—Tranquilo, sí —se dijo a sí mismo en voz alta—. No pasa nada.
Pero sí pasaba.
¿Cuántas veces había dicho aquello de «los errores se pagan»?
A veces bastaba uno pequeño. Pero si encima era grande…
Pensó en ella y se estremeció.
Morirse de un infarto era de chiste, pero acabar en la cárcel era peor. Todos los que le odiaban se pondrían las botas, harían fiestas, se mearían a su salud. Su padre se lo dijo una vez:
—Hijo, nadie construye un imperio sin sembrar odios, rencores, envidias, egoísmos, y dejar un montón de cadáveres en el camino. En la cima se está solo, sí, pero a gusto. Muy a gusto. El éxito solo necesita a uno mismo.
Odios, rencores, envidias, egoísmos.
Cadáveres en el camino.
No podía pasarse todo el día sentado, esperando, mano sobre mano. Acabaría volviéndose loco, o con el dichoso infarto de una vez. Pero si se iba sería peor.
Movió la mano derecha y atrapó el móvil.
Vaciló.
¿Pinchado? No, qué estupidez. Nadie sabía nada.
Todavía.
¿O sí?
Se lo quedó mirando. No hizo ninguna llamada. Comprobó que tuviera señal, que funcionara. Iba a dejarlo de nuevo sobre la mesa cuando sonó y casi lo soltó asustado.
No, no era Joaquín Auladell.
Respondió a la llamada con irritación.
—¿Sí, qué quieres?
—Nada, saber si…
—Ninguna noticia. Te habría telefoneado.
—Ya, claro. Perdona.
—Mira, estoy de los nervios, como tú, como todos, pero ¿qué quieres que te diga? No puedo ir allí y arrodillarme, ni apuntarles con una pistola.
—Pero te dijeron que era inminente.
—Sí, ya, vale, ¿y qué? Inminente también puede ser la semana que viene.
—No fastidies…
—¡Vaya, mira este! ¿Qué te crees que es esto, coser y cantar?
—Pero la oferta era la mejor, tú mismo…
—Oye, mira —lo detuvo—. No mareemos la perdiz, ¿vale? Y haz el favor de dejar la línea abierta por si llaman. Bastante tengo yo con todo lo mío.
—Claro, claro. Lo siento. Venga…
—Chao —cortó la comunicación.
Y al hacerlo, volvió a mirar el mapa.
Pero, esta vez, a quien vio fue a ella.
—Eva…
El nuevo estremecimiento le descargó otra punzada en el pecho.
La morgue siempre imponía respeto.
Más que la casa de los muertos, era la casa de las aberraciones. Como si pagaran un peaje previo a su descanso eterno, los cadáveres pasaban por allí para ser abiertos en canal, destripados, fragmentados y troceados. Manos ajenas, desconocidas unas horas antes, extraían el corazón, el hígado o los riñones, examinaban el estómago, hundían sus dedos en el cerebro. Y lo hacían fríamente. Buscaban huellas, información, todo cuanto determinara cómo, cuándo y bajo qué circunstancias había muerto la persona, aunque las causas fueran tan evidentes como un disparo o un ahogamiento. Qué había comido, a qué hora, qué tenía aquí y allá, todo importaba. Raro era el asesinato que no se resolvía empezando por la autopsia.
Por eso Daniel Almirall estaba allí.
Ferran Soldevilla se lo quedó mirando por encima de las gafas.
—No fastidies, Dani —le espetó.
—¿Una primera impresión?
—¿Qué quieres que te diga? Acabo de empezar, y porque hoy no tengo a nadie más, que si no… Sabes que a veces hay cola.
—Es un asesinato, hombre.
—¿Y?
—Va, no seas duro. A mí me presionan los de arriba.
—Y tú me presionas a mí, no te digo.
Se quedaron mirando unos segundos. Se apreciaban. Se respetaban. Ferran Soldevilla era mucho más veterano que Daniel. Sobrepasaba ya los cincuenta, y eso representaba diez años más que él. Algo que, en su trabajo, era mucho.
Decenas de cadáveres.
A veces, Daniel intentaba imaginárselo en su casa, por Navidad, trinchando un pavo.
—Mira, no quiero que los medios empiecen a informar de esto antes de hora, ¿comprendes? —trató de justificarse—. Mujer joven, asesinada, arrojada desnuda al Llobregat… Tiene de todo para que se ceben en el caso, y ya sabes que…
—Sí, que las primeras cuarenta y ocho horas son esenciales.
—Pues eso.
—¡Ay, señor, cuánto daño han hecho esas malditas series de televisión! —Ferran Soldevilla levantó las manos—. ¡La gente cree que un ADN se consigue en diez minutos y que los forenses lo sabemos todo con solo mirar un cadáver! ¡Y te hablan de células epiteliales y demás gilipolleces sin saber qué coño son las malditas células epiteliales!
—No puedo esperar demasiado para tener tu informe. ¿Mañana…?
—¿Mañana? ¿Hablas en serio? ¿Quieres una chapuza o algo definitivo?
—Venga, Ferran —se cansó de la discusión.
—Si es que…
Se acercaron al cuerpo de la muerta.