Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin miedo al amor, n.º 79 - julio 2018
Título original: Completely Smitten
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-850-5
Kevin Harmon solo quería una cerveza, una hamburguesa y una cama, en ese orden. Había tenido uno de esos días que hacían que un hombre se replanteara su carrera profesional. Lo habían mordido, se había quedado atascado en Kansas en una de esas noches que prácticamente garantizaban un tornado e incluso le acababan de ofrecer un ascenso. Nada iba bien en su vida. Como no estaba buscando problemas, los problemas lo buscaban a él.
Llevaba un buen rato en un sórdido bar de carretera cuando apareció una rubia de grandes ojos, como salida de la nada. A Kevin le gustó, pero decidió mantenerse alejado de ella costara lo que costara.
Se volvió hacia el camarero y dijo:
–Deme una hamburguesa con ración doble de patatas fritas.
El camarero asintió y apuntó algo en una libreta. Después, dejó una botella helada sobre un posavasos desgastado que en algún momento había sido de color blanco.
Kevin echó un largo trago. Se había pasado la mayor parte del día transportando a un convicto y no había sido fácil, lo que explicaba el mordisco de su brazo. No le había hecho ninguna herida, pero odiaba que las cosas se complicaran en la carretera.
Pensó que, de no haber sacado la pajita corta, en ese instante podría estar en Florida, trabajando en una operación de narcóticos. Pero la había sacado y se encontraba en Kansas, donde el aire era tan denso que prácticamente se podía cortar. Además, la presión había cambiado, aunque no sabía si había bajado o subido: nunca recordaba qué era lo que provocaba que las tormentas se convirtieran en tornados.
Kevin estaba acostumbrado a los tornados. Había crecido con ellos, en Texas, y no le gustaban en absoluto; pero intentó pensar en ello con tal de no prestar atención a la rubia. No era tan atractiva como para no poder resistirse a ella, aunque ciertamente era muy guapa. Pero sobre todo sentía curiosidad por su presencia en el bar; su nerviosismo era evidente y se notaba que no estaba acostumbrada a ese tipo de locales.
El camarero encendió una pequeña televisión, en un canal donde estaban pasando un partido de baloncesto. Kevin siguió bebiendo su cerveza mientras clavaba la mirada en la pantalla. Intentó no pensar en nada más, no prestar atención a nada de lo que sucedía a su alrededor.
Sin embargo, oyó la risa desafiante de un hombre y supo que estaba molestando a la mujer.
Irritado, Kevin dejó la cerveza sobre la barra y se puso el sombrero, en el que se podía ver la estrella del departamento de policía. Hacía calor, tenía hambre y estaba agotado. No le apetecía pelearse con nadie, pero el destino no hacía demasiado caso a sus necesidades personales.
Se giró y miró a su alrededor. La rubia se encontraba entre dos tipos enormes con más tatuajes que sentido común; un tercer hombre, más bajo que los otros dos, la estaba tocando en un brazo.
La mujer era de mediana estatura, de alrededor de un metro sesenta y cinco, con pelo corto y grandes ojos azules. No estaba maquillada y su atractivo era indudable; tenía labios generosos y barbilla de persona obstinada.
Su ropa le estremeció. Llevaba un vestido de mangas cortas que le llegaba casi a los tobillos, con un estampado de flores. Era sencillamente espantoso.
Se aproximó a ellos mientras la rubia intentaba liberarse del hombre que la había agarrado. Cuando ella levantó la mirada y vio a Kevin, sus ojos brillaron con alivio.
–¿Estás con ellos? –preguntó a la mujer.
Ella negó con la cabeza y Kevin se volvió hacia el hombre que la estaba agarrando.
–En ese caso, será mejor que sueltes a la señorita.
Uno de los dos tipos enormes avanzó hacia él con actitud amenazadora.
–He tenido un mal día –continuó Kevin–. Tengo hambre, estoy cansado y no me encuentro de muy buen humor. Así que marchaos ahora mismo. Os advierto que si me obligáis a dar el siguiente paso, yo seré el único que saldrá de aquí por su propio pie.
Haley no podía creerlo. Se sentía como si estuviera en alguna de las películas de la serie de Harry el sucio, de Clint Eastwood, que tanto le gustaban a su padre. Casi esperaba que el policía sacara una Magnum 357 y los retara a alegrarle el día.
Pero en lugar de eso, el hombre que la estaba agarrando decidió soltarla. Dio un paso atrás e intentó sonreír.
–No pretendíamos hacer nada malo –se excusó–. Pensamos que la señorita quería un poco de compañía.
Sus dos amigos asintieron. Eran muy grandes, más que el policía. Pero pagaron su cuenta y se marcharon del local sin protestar.
Haley suspiró, aliviada.
–Muchas gracias. No sabía qué hacer... He pensado en la posibilidad de gritar, pero no quería armar un escándalo.
El hombre que la había salvado no dijo nada. Se giró en redondo y volvió a su taburete en la barra del bar. Ella lo siguió.
–Gracias por rescatarme –dijo.
–Arma un escándalo –dijo él.
Haley se sentó a su lado y preguntó:
–¿Cómo?
–La próxima vez que tengas problemas, arma un escándalo. O mejor aún, mantente alejada de este tipo de locales.
Haley alzó una mano para apartarse el pelo de la cara y justo entonces recordó que el día anterior se había cortado el pelo. En lugar de llevar la larga melena que casi llegaba a su cintura, ahora apenas llegaba a su cuello.
Asintió, volvió a suspirar y dijo:
–No puedo. Todavía no.
El hombre la miró.
–¿Es que quieres morir?
Ella rio.
–No me van a matar, pero debo hacer las cosas mejor –respondió, bajando la voz un poco–. ¿Puedes creer que hasta hace dos días nunca había estado en un bar?
El policía la miró con incredulidad.
–Sé que suena extraño –continuó ella–, pero mi vida no ha sido muy interesante. Tengo veinticinco años y cualquiera diría que vivo como una monja. Mi padre es un cura protestante...
El policía no dijo nada. Se limitó a mirar de nuevo la televisión y Haley aprovechó la ocasión para contemplar su perfil. Era un hombre atractivo, de aspecto duro y cabello negro y corto, que miraba a los ojos cuando hablaba con la gente.
Miró su sombrero con la insignia y dijo:
–Así que eres policía...
–Sí, soy inspector.
–Seguro que eres un buen profesional.
Él se volvió hacia Haley. Tenía los ojos de color chocolate y a ella le gustó la forma de su boca, aunque todavía no le había sonreído.
–¿Cómo diablos podrías saber eso? –preguntó, con gesto de disgusto.
Haley se sobresaltó. No estaba acostumbrada a oír expresiones malsonantes, ni siquiera tan leves, pero deseaba ser capaz de usarlas algún día.
–¿Sigues aquí? –preguntó él.
–Oh, lo siento, me había despistado. ¿Qué me has preguntado?
–Olvídalo.
Haley extendió una mano entonces y dijo:
–Me llamo Haley Foster.
El policía la miró durante unos segundos antes de estrechar su mano.
–Yo me llamo Kevin Harmon.
–Encantada de conocerte, Kevin.
Él gruñó y volvió a mirar la televisión.
Haley se acomodó en su taburete mientras echaba un vistazo a su alrededor. Había carteles deportivos en las paredes y varios anuncios de bebidas. El suelo estaba sucio y parecía que nadie había limpiado las mesas en mucho tiempo. A excepción de una mujer de enormes senos que se encontraba en una esquina, ella parecía ser la única presencia femenina en el local.
–¿Por qué no hay más mujeres aquí? –preguntó.
–Porque no es un sitio para mujeres –respondió, sin apartar la mirada de la televisión.
–¿A qué te refieres?
–A que este no es el tipo de bar a donde llevarías a una mujer.
–¿Cómo lo sabes?
–Simplemente, lo sé.
El camarero se acercó en ese instante y preguntó:
–¿Quiere beber algo?
Haley miró al cerveza de Kevin. El día anterior se había tomado su primera copa de vino y no le había gustado.
–Una margarita –respondió.
–¿Helada o con hielo?
Ella no sabía nada de bebidas ni de locales. Se limitó a pedir el famoso cóctel de tequila porque lo había visto en las películas de James Bond.
–Helada. Por cierto... ¿Podría ponerme una de esas sombrillas pequeñas en la copa?
–No –respondió el camarero.
–Qué lástima...
Haley siempre había deseado tomarse una margarita con sombrilla, pero no dijo nada y se limitó a contemplar al camarero mientras echaba los ingredientes en una coctelera. Unos segundos después se lo sirvió en una copa.
–Muchas gracias.
Bebió un pequeño sorbito y lo primero que notó fue que estaba frío. Solo después se fijó en el sabor: entre dulce y amargo.
–Está bueno –dijo, sorprendida.
Haley pensó que estaba mejor que el vino que había tomado la noche anterior y volvió a centrar su atención en Kevin.
–Y bien, ¿por qué estás aquí? –preguntó el policía.
Kevin la miró y Haley pensó que era un hombre muy atractivo. Tanto, que lamentó haberse cortado el pelo. Allan siempre decía que su cabello era su rasgo distintivo más bello.
Al pensar en Allan, echó un segundo trago de su bebida. No quería recordarlo, ni en aquel momento ni nunca.
–¿Te refieres a cuál es el sentido de mi vida en el universo? –preguntó ella a su vez, en tono de broma
–No, solo quiero saber qué haces en este bar, hoy.
Kevin se volvió hacia el camarero y le pidió con un gesto que le sirviera otra cerveza.
–Estoy de viaje a Hawai.
Mientras contestaba a la pregunta, Kevin sintió una curiosidad muy parecida por la presencia del policía en el bar. Si realmente quería comer, beber algo y echarse en una cama, no tenía sentido que estuviera en un local de carretera, charlando con una mujer que había dejado su cerebro en el coche.
–¿A Hawai? ¿Por carretera?
–Bueno, ya sé que no puedo llegar a Hawai en coche, pero llegaré tan cerca como pueda.
–Entonces, vas a California...
–Sí. Ya veré lo que hago cuando llegue allí.
–¿De dónde vienes?
–De Ohio. Yo...
Haley no terminó la frase. En ese momento, el camarero apareció con la hamburguesa que había pedido Kevin. Ella la miró con absoluta incredulidad; el plato tenía tantas patatas que estaban a punto de caerse a la barra.
–¿Se puede comer en un bar de carretera? –preguntó ella.
Kevin la miró de nuevo y se acordó de un perro callejero que había encontrado cuando estaba en la universidad. Estaba tan escuálido y tenía tanta hambre que durante unos días se dedicó a darle su propia comida, hasta que por fin decidió llevárselo a casa.
–Es obvio que no tienes dinero –dijo él, mientras empujaba el plato hacia ella–. Cómetela.
–¿Dinero? Te equivocas. Claro que tengo dinero.
Haley echó otro trago de su margarita, llevó una mano al bolso y lo abrió; en su interior había un buen fajo de billetes.
–Ayer saqué todos mis ahorros del banco. El resto lo tengo en cheques de viaje, porque es más seguro –explicó–. Pero me encantaría compartir tus patatas fritas.
–Claro, adelante.
Haley tomó una patata y se la comió. Kevin la observó con atención y pensó que había muerto y que lo estaban castigando con aquella mujer por todas las cosas malas que había hecho en su vida.
–Como te iba diciendo, soy de Ohio, de una pequeña localidad de la que seguramente no habrás oído hablar. ¿Has estado alguna vez en Ohio?
–He estado en Columbus.
–Es bonita, ¿verdad?
–Sí, maravillosa.
Ella asintió, sin notar que se trataba de un comentario irónico.
Kevin volvió a maldecir su suerte y se preguntó por qué había tenido que rescatarla.
–Pues bien, mi padre es sacerdote. Mi madre murió cuando yo nací, así que no la recuerdo. Y lo malo de ser hija de un cura es que todo el mundo quiere llevarte por el buen camino –explicó–, así que no tuve una madre, sino al menos cincuenta. Cada vez que hacía algo malo, se lo contaban a mi padre.
–Comprendo.
–Por eso no sé nada de bares.
–¿Qué quieres decir?
–Que no sé nada de locales públicos porque nunca me dejaban ir. Ahora estoy practicando para ser mala.
Kevin la miró con asombro.
–¿Mala?
–Claro –respondió, mientras se volvía hacia el camarero–. ¿Podría ponerme otra copa, camarero? Estaba buenísima...
–¿Qué entiendes por ser mala? –preguntó Kevin.
–Todavía no lo sé. No lo he sido nunca, y precisamente por eso decidí marcharme a Hawai. De hecho, esta es la tercera vez que entro a un bar.
–¿Bromeas?
–No, hablo en serio... La primera vez fue horrible; un hombre me sonrió y salí corriendo. Pero ayer me fue mejor.
Kevin había estado esforzándose para no prestar atención a Haley, pero aquello era tan poco común que decidió rendirse a su destino.
–¿Ayer?
–Sí. Pedí vino blanco, pero no me gustó. Sin embargo, estuve a punto de hablar con alguien.
Kevin contempló su pálida piel, su amplia sonrisa y sus inocentes ojos. Era evidente que Haley no tenía ninguna experiencia en prácticamente nada.
–Creo que sería mejor que te volvieras a Ohio.
–De ninguna manera –dijo ella–. Me he pasado toda la vida haciendo lo que los demás querían que hiciera. Ahora voy a hacer lo que yo quiero... No puedes ni imaginar lo que se siente al vivir así. Ni siquiera me dejaban opinar. Si lo intentaba, me ninguneaban. A nadie le importa lo que pienso ni lo que deseo.
–¿Por eso has huido?
–Exacto. Pero ¿cómo sabes que estoy huyendo?
–Lo sé porque no eres de la clase de mujeres que vendrían aquí por propia voluntad.
Haley se encogió de hombros.
–Quiero vivir nuevas experiencias.
–¿Como pedir pequeñas sombrillas para los combinados?
–Sí.
Haley sonrió y Kevin pensó que tenía una sonrisa preciosa. Por su aspecto, parecía tener la edad que decía tener; pero en ciertos sentidos se comportaba más como una adolescente que como una mujer. Supuso que ser hija de un sacerdote tenía mucho que ver en el asunto.
Pensó en la posibilidad de sugerirle que la próxima vez que quisiera entrar en un bar lo hiciera en un local más decente. Pero enseguida se dijo que no era asunto suyo. Él ya tenía sus propios problemas.
–Bueno, no es que no me guste tocar el piano –declaró ella de repente.
–¿El piano? –preguntó él, sin entender nada.
–Es que toco el piano. También toco el órgano, pero solo sé unos cuantos himnos y no interpreto demasiado bien.
–Ah.
–La música es maravillosa, pero yo quería ser profesora.
–¿Y tu padre se opuso?
Haley suspiró.
–No se opuso directamente. Nunca se opone de forma directa a las cosas; él actúa de un modo más sutil y eso es casi peor. Me refiero a que enfrentarse a una negativa directa es relativamente fácil, pero mi padre es tan astuto que de repente te sorprendes haciendo cosas que no quieres hacer.
Kevin terminó de comerse su hamburguesa y comenzó a pensar en la forma de marcharse de allí. Justo entonces, Haley cambió de conversación.
–Así que eres policía... ¿Y en qué estás trabajando ahora?
–Acabo de dejar a un preso en la prisión federal que está junto a la carretera.
–¿Hay una prisión aquí?
–¿Es que no has visto las señales que indican que no se recojan autoestopistas?
–Sí, pero pensé que era una especie de broma. Ya sabes, algo que se pone para tomar el pelo a los turistas.
–Esta no es una zona turística. Casi toda la gente que viene está de paso.
–¿Y la gente que vive aquí sabe que hay una prisión? –preguntó, bajando el tono de voz.
Kevin gimió.
–Haley, ¿habías salido alguna vez del pueblo donde naciste?
–Por supuesto. Pasé cuatro años en una facultad protestante para señoritas.
Kevin estuvo a punto de reír.
–¿Y qué hiciste cuando terminaste la carrera?
–Volví a casa, terminé mis estudios de música e hice varios cursos para ser profesora. De hecho, me dieron un diploma.
Haley intentó tomar su copa, pero falló por unos milímetros. Tuvo que cerrar la palma a su alrededor para poder sostenerla.
–Me siento extraña –dijo.
Kevin se maldijo en silencio y se fijó en la copa. Después, miró al camarero y preguntó:
–¿Le has puesto margaritas dobles?
El camarero sonrió.
–Sí. Pensé que así te haría un favor.
Kevin empezaba a estar desesperado. En menos de cuarenta minutos, la hija de un sacerdote se acababa de tomar el equivalente a cuatro copas de tequila. Sabía que empezaría a afectarla a fondo en menos de veinte minutos, y que unos segundos después, probablemente se desmayaría.
Pagó la cuenta y se levantó de su taburete.
–Vámonos, Haley. Te sacaré de aquí mientras puedas caminar. ¿Has reservado habitación en algún hotel?
–Puedo caminar perfectamente –protestó ella.
–Sí, claro que puedes –dijo con ironía–. ¿Por qué no lo intentas?
Kevin pensó que Haley llevaba los zapatos marrones más feos que había visto en toda su vida. Por suerte, no eran de tacón alto; y cuando ella se levantó y consiguió mantenerse erguida, el policía pensó que tal vez había exagerado un poco. Pero enseguida trastabilló y estuvo a punto de caerse.
–¿Estoy borracha? –preguntó Haley en voz alta–. Todo me da vueltas... Guau, es genial...
–¿Has reservado habitación en algún hotel? –volvió a preguntar Kevin, sin hacerle caso.
–Sí, en un motel de color rosa. Me gustó el color. Está allí, afuera...
Haley hizo un gesto hacia el exterior del establecimiento y volvió a trastabillar, de modo que Kevin decidió intervenir.
–Pasa un brazo por encima de mis hombros.
Ella obedeció y Kevin la sostuvo por la cintura. De inmediato, sintió su calor; y un segundo después también notó las generosas curvas que ocultaba el vestido de la mujer.
–Hueles muy bien –dijo ella, mientras caminaban hacia la salida.
–Gracias.
Kevin pensó que la llevaría al hotel y que después se marcharía. Supuso que se quedaría dormida enseguida y que despertaría más tarde con una enorme resaca, pero a partir de entonces tendría que seguir su camino por sí misma.
Intentó convencerse de que no se sentía responsable de ella. Lamentablemente, no lo consiguió.
Cuando salieron a la calle, Haley apoyó la cabeza sobre uno de los hombros de Kevin. La boca de la mujer se encontraba a escasos milímetros de la suya, y un mechón de su cabello le acarició la cara.
–Y bien –dijo Haley, humedeciéndose los labios–, ¿ahora es cuando te vas a aprovechar de mí?
–¿Cómo?
Haley parpadeó y sonrió.
–No me importaría que lo hicieras...
Kevin tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el deseo sexual que le provocaron las palabras de Haley. Era una atracción inesperada, a la que no podía prestar atención habida cuenta de las circunstancias: estaba borracha, sola, fuera de su elemento, y hasta probablemente era virgen.
Un rayo iluminó el cielo en aquel momento, como si los dioses le estuvieran advirtiendo que estaban informados sobre lo sucedido. Kevin decidió no sentir las curvas del cuerpo de Haley ni la reacción que provocaban en él; era más esbelta de lo que había pensado al principio y su vestido parecía ocultar una anatomía que lo tenía todo en el sitio correcto, aunque no tenía intención alguna de comprobarlo.
–¿Has dicho que te alojas en un hotel de color rosa? –preguntó, mientras intentaba localizarlo con la mirada.
–Sí, con flamencos en la entrada–acertó a responder–. Me encantan esos pájaros.
–Me alegra saberlo.
Kevin distinguió un pequeño edificio que encajaba en la descripción. En la parte delantera tenía varios flamencos de plástico, clavados en el cemento, y pensó que el aspecto del motel era sencillamente lamentable.
Pero al menos no tendrían que cruzar la carretera para llegar a él. Se encontraba a unas decenas de metros, en su lado.
–Empecemos a caminar –dijo él, soportando casi todo el peso de la mujer.
Un segundo rayo iluminó el cielo.
–¡Mira! –exclamó Haley–. Me encantan los rayos. ¿No te gustaría que comenzara a llover?
–Por supuesto.
Kevin pensó que una lluvia bien fría no le vendría nada mal. El rubio cabello de Haley le estaba acariciando una de las mejillas y tuvo que recordarse que las mujeres borrachas en su estado eran una fuente de problemas.
Empezaron a caminar. Haley todavía avanzaba erguida, pero él sabía que no tardaría mucho tiempo en perder totalmente el sentido del equilibrio.
–¿Recuerdas cuál es el número de tu habitación?
Haley no respondió. Gimió y dijo a su vez:
–Todavía no has contestado a mi pregunta.
–¿A qué pregunta?
Kevin cometió entonces el error de mirarla a la cara y de dejarse llevar por la belleza de sus ojos, de su boca y de su expresión de deseo. Era tan atractiva que apenas podía contenerse, pero estaba decidido a no acostarse con ella.
–De eso, nada –murmuró el policía.
Haley se apartó de él e intentó caminar sola, pero no lo consiguió y tuvo que apoyarse de nuevo en Kevin.
–¿Se puede saber qué tengo de malo? ¿Por qué nadie quiere aprovecharse de mí? ¿Es que soy fea? ¿Es que mi cuerpo es poco atractivo?
Kevin miró el cielo. Se había cubierto por completo y amenazaba lluvia.
–Tenemos que seguir caminando, Haley. Va a empezar a llover de un momento a otro.
–Lo digo en serio –insistió ella–. ¿Qué hay de malo en mí?
–No hay nada de malo en ti.
–Entonces, ¿por qué no quieres que hagamos el...?
Durante un momento, Kevin pensó que iba a concluir la frase. Pero Haley se detuvo y se limitó a mirarlo con expresión seductora. Entonces, él la tomó de la cintura y dijo, en tono de orden:
–Camina.
Haley comenzó a caminar.
–¿Qué hay de malo en mí? –repitió ella.
–Ya te he dicho que no hay nada malo. No eres tú, maldita sea –contestó–. Es toda esa historia de ser hija de un cura. A nadie le apetece escupirle a Dios, por así decirlo.
–Pero está la atracción de la flauta prohibida...
–Querrás decir de la fruta prohibida –la corrigió.
Ella asintió con fuerza y estuvo a punto de perder el equilibrio.
–Todo me da vueltas –dijo ella–. Hasta el cielo da vueltas.
–Maravilloso.
–Yo puedo ser la fruta prohibida –insistió.
–Puedes, si es lo que quieres.
–¿Y no te gustaría pensar en mí de ese modo? ¿No te apetece caer en la tentación?
A Kevin le extrañaba que Haley fuera capaz de seguir hablando. Por desgracia, sus habilidades motoras estaban bastante más afectadas que sus habilidades verbales, y ya prácticamente tenía que arrastrarla para poder seguir avanzando hacia el motel.
–¿Qué habitación es? –volvió a preguntar.
–Mira lo que pasó con Eva y la manzana –siguió ella–. Conmigo podría pasar lo mismo. Yo podría ser la manzana.
–Sí, y también puedes ser una ciruela si quieres. Pero sigue andando.
–¿Una ciruela? ¿Quién quiere ser una ciruela?
Cuando llegaron al edificio, Kevin se detuvo para apoyarse en una columna.
–Necesito la llave de tu habitación –dijo él–. Tendré que sacarla de tu bolso.
Ella sonrió.
–Adelante...
Kevin le abrió el bolso y buscó en su interior hasta que encontró una llave con un pequeño flamenco. Correspondía a la habitación número tres.