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El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo

© Masha Gessen, 2017

Edición original en inglés: The Future is History. How Totalitarism Reclaimed

Russia, Riverhead Books, 2017

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2018

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: mayo de 2018

De la traducción del inglés: © José Adrián Vitier

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-17141-54-7

Depósito Legal: M-9192-2018

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

© Dan Mogford, 2017

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

En memoria de Svetlana Boym

ÍNDICE

Dramatis personae

Prólogo

Parte uno. Nacidos en la URSS

I    Nacidos en 1984

II    La vida, a examen

III    Privilegios

IV    Homo sovieticus

Parte dos. Revolución

V    El lago de los cisnes

VI    La ejecución de la Casa Blanca

VII    Todo el mundo quiere ser millonario

Parte tres. Revelaciones

VIII    Duelo contenido

IX    Viejas canciones

X    Todo terminó una vez más

Parte cuatro. Resurrección

XI    La vida después de la muerte

XII    La amenaza naranja

XIII    Todo en familia

Parte cinco. Protestas

XIV    El futuro es historia

XV    ‘Budushchego net’

XVI    Cintas blancas

XVII    Masha: 6 de mayo de 2012

Parte seis. Represión

XVIII    Seriocha: 18 de julio de 2013

XIX    Liosha: 11 de junio de 2013

XX    Una nación dividida

XXI    Zhanna: 27 de febrero de 2015

XXII    Guerra por siempre

Epílogo

Agradecimientos

Notas

DRAMATIS PERSONAE

Los protagonistas de este libro son siete personas que aparecen a todo lo largo del relato. Para referirme a ellos he empleado una convención rusa modificada. Como bien sabe el que haya leído alguna vez una no­vela rusa, los rusos tienen múltiples nombres. El nombre legal de una persona es el nombre de pila completo más un patronímico, que es una forma del nombre del padre. En la vida contemporánea, sin embargo, la combinación nombre y patronímico suele reservarse para las ocasiones formales y para las personas de cierta edad. Al mismo tiempo, la mayoría de los nombres completos tiene diversos diminutivos que se derivan de ellos. Una gran parte de los rusos tiene un diminutivo que se le asigna durante la infancia y que continúa usando durante toda la vida; la mayoría de los diminutivos, aunque no todos, se deriva claramente de su nombre completo, que puede reconstruirse a partir del diminutivo. Todos los Sachas, por ejemplo, son Alexanders; la mayoría de las Mashas son Marías. A los niños se les interpela casi siempre por su diminutivo.

En este libro, a quienes aparecen por primera vez siendo niños se les llama por su diminutivo hasta el final (por ejemplo, Masha y Liosha).­ A los que aparecen por primera vez siendo adultos se les llama por sus nombres completos (por ejemplo, Borís y Tatiana). A quienes aparecen por primera vez como personas de más edad se les presenta por su nombre y patronímico, y así se los designa a lo largo de todo el libro. A continuación se incluye una lista de los personajes principales. En el libro se menciona a otras muchas personas; sus nombres no figuran en esta lista porque sus apariciones son episódicas.

Zhanna (1984)

Borís Nemtsov, padre

Raísa, madre

Dmitri, esposo

Dina Yakovlevna, abuela

Masha (1984)

Tatiana, madre

Galina Vasilievna, abuela

Borís Mijaílovich, abuelo

Serguéi, esposo

Sasha, hijo

Seriocha (1982)

Anatoli, padre

Alexander Nikolaevich Yakovlev, abuelo

Liosha (1985)

Galina, madre

Yuri, padre biológico

Serguéi, padrastro

Serafima Adamovna, abuela

Marina Arutyunyan, psicoanalista

Maya, madre

Anna Mijaílovna Pankratova, abuela

Lev Gudkov, sociólogo

Aleksandr Duguin, filósofo, activista político

Me han contado muchas historias sobre Rusia y yo misma he contado otras. Cuando tenía once o doce años, a finales de la década de 1970, mi madre me dijo que la URSS era un estado totalitario; ella lo comparaba con el régimen nazi, en un acto extraordinario de pensamiento y palabra para un ciudadano soviético. Mis padres me dijeron además que el régimen soviético duraría eternamente y que por esa razón tendríamos que abandonar el país.

Siendo ya una joven periodista, a finales de la década de 1980, el régimen soviético comenzó a tambalearse hasta colapsar y a convertirse en un montón de escombros, o eso se decía. Me uní al ejército de periodistas que documentaban con entusiasmo cómo mi país abrazaba la libertad y se encaminaba hacia la democracia.

Pasé mis treinta, y después mis cuarenta años documentando la muerte de una democracia rusa que nunca había llegado a existir realmente. Diferentes personas estaban contando historias diferentes sobre el tema: muchos insistían en que Rusia solo había dado un paso atrás después de haber dado un par de pasos hacia la democracia; algunos culpaban a Vladímir Putin y a la KGB, otros a un supuesto amor ruso por el puño de hierro, y otros más a un desconsiderado e imperioso Occidente. En determinado momento, estuve convencida de que escribiría la historia de la decadencia y caída del régimen de Putin. Poco después, me vi abandonando Rusia por segunda vez; ahora como una mujer madura y con niños. Tal como lo hiciera mi madre antes que yo, les tuve que explicar a mis hijos por qué no podíamos seguir viviendo en nuestro país.

Las señales eran bien claras. Durante cerca de dos décadas los ciudadanos rusos habían estado perdiendo derechos y libertades. En 2012, el gobierno de Putin inició una represión política abierta. El país declaró la guerra al enemigo interno y a sus vecinos. En 2008, Rusia invadió Georgia, y en 2014 atacó Ucrania, anexándose vastos territorios. También ha estado llevando a cabo una guerra mediática contra la democracia occidental como concepto abstracto y como realidad concreta. A los observadores occidentales les tomó algún tiempo darse cuenta de lo que estaba sucediendo en Rusia, pero ahora las historias sobre las diversas guerras rusas se han vuelto familiares. En el imaginario contemporáneo de Estados Unidos, Rusia ha recuperado su rol de imperio malvado y de amenaza existencial.

La represión, las guerras, incluso el retorno de Rusia al escenario internacional fueron sucesos concretos —de los que fui testigo— y cuya historia quería contar. Pero también quería hablar de lo que no había ocurrido: la historia de la libertad que no se llegó a abrazar y de la democracia que nunca se deseó. ¿Cómo contar semejante historia? ¿Dónde encontrar las causas de esas ausencias? ¿Por dónde empezar y por quién?

Los libros populares sobre Rusia —u otros países— se dividen en dos grandes categorías: los que cuentan historias sobre los poderosos (los zares, Stalin, Putin y sus círculos) e intentan explicar cómo se rige y se ha regido el país; y los que cuentan historias sobre la “gente común” e intentan mostrar cómo se vive allí. He escrito ambos tipos de libros y he leído muchos más. Pero incluso los mejores de ellos —quizá especialmente los mejores— nos muestran apenas una parte de la historia de un país. Si concebimos la información como yo lo hago, en términos de la fábula india de los seis hombres ciegos y el elefante, la mayoría de los libros rusos describen solo la cabeza del elefante o solo sus patas. Incluso cuando esos libros nos proporcionan una descripción de la cola, la trompa y el cuerpo, muy pocos tratan de explicar cómo es el animal en su totalidad, o de qué tipo de animal se trata. Esta vez mi objetivo es tanto describir como definir al animal.

Decidí comenzar por la decadencia del régimen soviético: tal vez debamos cuestionarnos su “colapso”. Decidí también centrarme en personas para quienes el fin de la URSS fue el primero o uno de sus primeros recuerdos decisivos: la generación de rusos nacidos a inicios o mediados de la década de 1980. Aquellos que crecieron en la década de 1990, quizá la década más controvertida de la historia rusa: algunos la recuerdan como una época de liberación, en tanto para otros representa caos y dolor. Esta generación ha vivido toda su vida adulta en una Rusia dirigida por Vladímir Putin. Al escoger a mis sujetos, busqué también personas cuyas vidas cambiaron drásticamente como consecuencia de la represión iniciada en 2012. Liosha, Masha, Seriocha y Zhanna —cuatro jóvenes oriundos de diferentes ciudades, familias y, en realidad, de diferentes mundos soviéticos— me dieron la oportunidad de contar lo que significó crecer en un país que estaba abriéndose y llegar a la vida adulta en una sociedad que se replegaba.

Para encontrar a mis protagonistas, hice lo que suelen hacer los periodistas: busqué personas que fuesen “normales”, en la medida en que sus experiencias ilustrasen la experiencia de otros millones de personas, y a la vez extraordinarias: inteligentes, apasionadas, reflexivas, capaces de contar sus historias vívidamente. Pero la capacidad de dar sentido a la propia existencia en el mundo es propia de la libertad. El régimen soviético despojó a las personas no solo de su aptitud para vivir en libertad, sino también de la capacidad para comprender cabalmente de qué les habían despojado y cómo había ocurrido esto. El régimen busca aniquilar la memoria personal y la memoria histórica tanto como el análisis académico de la sociedad. En virtud de la guerra orquestada contra las ciencias sociales, durante décadas los académicos occidentales han estado mejor posicionados para interpretar a Rusia que los propios rusos… pero, en tanto extranjeros con acceso restringido a la información, no podían llenar ese vacío realmente. Más que de una cuestión de erudición se trató de un ataque contra la humanidad de la sociedad rusa, que perdió las herramientas e incluso el lenguaje para entenderse. Las únicas historias que Rusia se contó a sí misma las crearon los ideólogos soviéticos. Si un país moderno no tiene sociólogos, psicólogos o filósofos, ¿qué puede saber sobre sí mismo? ¿Y qué pueden saber sobre sí mismos sus ciudadanos? Comprendí que el simple acto de mi madre de categorizar el régimen soviético y compararlo con otro había requerido una dosis extraordinaria de libertad, derivada, al menos en parte, del hecho de que ya había decidido emigrar.

Para captar la tragedia mayor de haber perdido las herramientas intelectuales necesarias para dar sentido a las experiencias vividas, busqué a rusos que hubieran intentado ejercitarlas, tanto en el periodo soviético como en el postsoviético. Así fue creciendo el elenco de personajes hasta incluir un sociólogo, una psicoanalista y un filósofo. Si alguien maneja las herramientas para definir al elefante, son ellos. No son “personas normales” —las historias de sus batallas por resucitar sus disciplinas distan de ser representativas— pero tampoco son “poderosos”: ellos son las personas que intentan comprender. En la era de Putin, las ciencias sociales se sometieron y degradaron con métodos nuevos, y mis protagonistas se enfrentaron a un conjunto de decisiones imposibles nuevas.

Mientras hilvanaba estas historias, imaginé que estaba escribiendo una larga (y no ficticia) novela rusa, que buscaba captar tanto la trama de las tragedias individuales como los acontecimientos e ideas que las moldearon. Albergo la esperanza de que el resultado no solo sea un libro que muestre cómo ha sido vivir en Rusia durante los últimos treinta años, sino además lo que ha sido Rusia durante este tiempo, en qué se ha convertido y cómo. El elefante hace también una breve aparición (véase p. 433).

PARTE UNO
NACIDOS EN LA URSS

I
NACIDOS EN 1984

MASHA

En el septuagésimo aniversario de la gran revolución socialista de octubre, la abuela de Masha, científica espacial, llevó a su nieta a que la bautizaran en la iglesia de San Juan el Guerrero, en el centro de Moscú. Masha tenía tres años y medio, y eso la hacía unos tres años mayor que los otros niños que se encontraban aquel día en la iglesia. Su abuela, Galina Vasilievna, tenía cincuenta y cinco años, más o menos los mismos que los otros adultos presentes. Eran personas mayores —cincuenta y cinco años era la edad de jubilación para las mujeres soviéticas y era raro encontrar una mujer de esa edad que no fuera ya abuela—, pero no tanto como para recordar la época en que la religión se practicaba abierta y orgullosamente en Rusia. Hasta hacía poco tiempo, Galina Vasilievna no había reflexionado mucho sobre la religión. Su propia madre iba a la iglesia y la había hecho bautizar. Galina Vasilievna estudió Física en la universidad y, aunque se graduó algunos años antes de que la asignatura “Fundamentos del ateísmo científico” se convirtiera en un requisito para licenciarse en todas las universidades, sí le habían enseñado que la religión era el opio de los pueblos.*

Galina Vasilievna había pasado la mayor parte de su vida adulta trabajando en cuestiones que estaban en las antípodas de la religión: objetos materiales, sin una pizca de misticismo, que volaban hasta el espacio. En los últimos tiempos, Galina había estado trabajando en la Unidad de Producción Científica Molniya [Relámpago], encargada de diseñar el transbordador espacial soviético Burán [Ventisca]. Su tarea consistía en crear el mecanismo que permitiría a la tripulación abrir la puerta de la nave después del descenso. El trabajo en la nave estaba prácticamente terminado. En un año, Burán se elevaría en el cielo. Su primera prueba, un vuelo no tripulado, sería un éxito, pero el Burán no volvería a volar. Los fondos para el proyecto se agotarían y el mecanismo para abrir la nave espacial desde el interior nunca llegaría a utilizarse.1

Galina Vasilievna siempre había sido extraordinariamente sensible a los sutiles cambios de humor y de expectativas en el mundo que la rodeaba, una cualidad muy útil en un país como la Unión Soviética, en el cual percibir de qué lado soplaba el viento podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora, a pesar de que todo parecía ir viento en popa en su vida profesional —un año antes del vuelo de Burán— podía sentir que algo se estaba resquebrajando, algo que estaba en los cimientos mismos del único mundo que ella conocía: un mundo construido sobre la primacía de las cosas materiales. Aquella fisura demandaba otras ideas, o mejor aún, nuevos cimientos para llenar las brechas. Era como si pudiera anticipar que la materia sólida y desprovista de misticismo que había construido durante toda su vida caería en desuso, dejando un vacío metafísico.

Aunque Galina Vasilievna había aprendido que la religión era el opio del pueblo; aunque le hubiesen dicho como al resto del país y del mundo que los bolcheviques habían desarticulado la religión organizada, ella sabía, por haber vivido en la Unión Soviética durante más de medio siglo, que esto no era del todo cierto. En la década de 1930, cuando ella era solo una niña, aún se podía escuchar a la mayoría de los adultos soviéticos proclamar abiertamente que creían en Dios.2 Se suponía que las nuevas generaciones crecerían libres de todas las supersticiones, de las cuales la religión era solo un derivado, así como de la angustia que hacía de la religión una necesidad. Pero cuando Galina Vasilievna tenía nueve años estalló la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes avanzaban tan deprisa y el liderazgo soviético parecía de tan poca ayuda que no quedaba nadie en quien creer, excepto Dios.3 Muy pronto, el gobierno soviético pareció abrazar a la iglesia ortodoxa rusa y, a partir de ese momento, los comunistas y el clero lucharon juntos contra el nazismo.4 Aunque después de la guerra la iglesia volvió a ser una institución para la generación de más edad, perduró la noción de que en tiempos de dramática incertidumbre podía ser un refugio.

La abuela le explicó a Masha que iban a la iglesia a escuchar al padre Alexander Men. Men era un sacerdote ortodoxo ruso adecuado para las personas como Galina Vasilievna. Sus padres habían sido especialistas en ciencias naturales y él sabía bien cómo dirigirse a las personas que no habían crecido con una educación religiosa. Había recibido las órdenes dentro de la iglesia ortodoxa rusa, que desde la guerra se había plegado a la voluntad del Kremlin, pero poseía sus propios métodos para aprender y enseñar, lo cual lo condujo casi a las puertas de la cárcel.5 Ahora que se perfilaba una ligera apertura, Men se estaba convirtiendo en un personaje extremadamente popular, que ganaba miles y decenas de miles de seguidores, aunque aún pasarían algunos años antes de que sus escritos se pudieran publicar en la Unión Soviética. Masha no comprendía mucho de lo que su abuela le decía acerca del padre Alexander, o sobre la luz de las enseñanzas de Jesucristo, pero no le disgustaba ir a la iglesia. El 7 de noviembre* siempre había sido su festivo favorito, puesto que ese día, aniversario de la gran revolución socialista de octubre, su abuela, que durante los restantes 364 días del año era una cocinera sin habilidades ni entusiasmo, horneaba unos pasteles que a Masha le encantaban.

“¿Para qué diablos hiciste eso?”, preguntó la madre de Masha cuando fue a recoger a su hija y descubrió que la niña llevaba al cuello una pequeña cruz. Sin embargo, la discusión no pasó de ahí. Tatiana no era mujer de muchas palabras: era una mujer de acción. Cuando descubrió que estaba embarazada se había dirigido al Comité del Partido de su universidad con la esperanza de que las autoridades forzaran al padre del futuro bebé a casarse con ella, pese a que él mantenía relaciones con al menos otra muchacha. Aquella no era una petición inusual, y tampoco habría sido inusual que el Comité del Partido interviniese, pero en el caso de Tatiana se volvió en su contra. El padre de Masha perdió su plaza en la universidad y con ella su derecho a vivir en Moscú, por lo que tuvo que regresar a su casa en el extremo oriente soviético, a miles de kilómetros de sus novias.

La recién estrenada maternidad trajo a Tatiana otras sorpresas desa­gradables. La hizo volver a depender de sus padres. Prácticamente todas las personas de su generación acudían a sus propios padres como recurso gratuito para cuidar a los niños:6 las únicas alternativas posibles eran la guardería estatal del barrio, mezcla de prisión infantil y almacén, o las niñeras particulares, prohibitivamente caras y legalmente cuestionables. De manera poco usual, Tatiana se había independizado —al contrario que la mayoría de los jóvenes de su edad, no vivía con ellos sino en un apartamento comunal que compartía con solo una familia más— pero el bebé la hizo regresar al apartamento de sus padres, a pocas manzanas de distancia. Con dos habitaciones y una cocina, Galina Vasilievna y Borís Mijaílovich disponían de espacio para ocuparse de la pequeña Masha, y siendo ambos científicos de alto nivel en la industria espacial, también disponían de más tiempo que su hija, estudiante universitaria. Tatiana se dio cuenta de que para escapar de una vez por todas del hogar familiar necesitaba reunir dinero y tener influencias. Nada de lo que tuvo que hacer era exactamente legal bajo las leyes soviéticas, las cuales restringían cualquier actividad y condenaban la mayoría de las iniciativas empresariales, pero las autoridades toleraban discretamente, en la mayoría de los casos, gran parte de lo que hizo.

A los tres años, a Masha la aceptaron en un internado preescolar, prestigioso, selectivo y prácticamente inaccesible, pues estaba reservado para los hijos de los miembros del Comité Central. (De hecho, en la época en que nació Masha, la edad promedio de los miembros del Comité Central rondaba los setenta y siete años,7 por lo que la escuela admitía a sus biznietos y tataranietos y también a los hijos de algunos ciudadanos soviéticos extraordinariamente emprendedores, como Tatiana). Así describe la escuela un escritor perteneciente a una generación anterior de pupilos:

En el interior, todo olía a prosperidad y a pirozhki recién horneado. El Rincón de Lenin resplandecía particularmente, con su arreglo floral de gladiolos blancos debajo de los retratos de la familia Uliánov, dispuestos como iconos en un mural de terciopelo púrpura. En la terraza panorámica que se abría hacia unos bosques encantados, los descendientes de la nomenklatura hacían la siesta al fresco, envueltos como cerditos en sacos de dormir de pluma de oca. Yo había llegado durante la Hora Muerta, expresión soviética para la siesta del mediodía.

‘Despierten, Futuros Comunistas’, gritó la maestra, dando palmadas y esbozando una sonrisa astuta. ‘¡Llegó la hora del aceite de bacalao!’ [...]. Una corpulenta niñera llamada, aún recuerdo su nombre, Zoya Petrovna, se acercó a mí empuñando una enorme cuchara llena de caviar negro.8

Para la época en que Masha entró en esta escuela, el Rincón de Lenin había perdido algo de lustre y los maestros habían bajado un poco el tono de su retórica; rara vez vociferaban la palabra “comunistas” a sus alumnos. Aunque allí también se preparaba la omnipresente harina de todos los preescolares soviéticos, una masa compacta que una vez servida permanecía vertical en el plato, la ración diaria de caviar se mantenía, en contraste cada vez más agudo con el mundo exterior, donde la escasez de comida era el factor determinante de la vida cotidiana. Otro lujo sin igual era que los niños estaban internos durante cinco días a la semana. Como muchos otros niños soviéticos, Masha solía pasar los fines de semana con sus abuelos. Ganar lo suficiente para mantener este nivel de vida mantenía a Tatiana ocupada los siete días de la semana.

Cuando Masha tenía cuatro años, su madre la enseñó a distinguir los dólares verdaderos de los falsos. Que la atraparan con divisas extranjeras, fueran verdaderas o falsas, habría sido realmente peligroso, pues estaba penado por las leyes soviéticas con hasta quince años detrás de los barrotes,9 pero Tatiana parecía no conocer el miedo. En cualquier caso, ese era su modo de ganarse la vida. También dirigió un negocio de tutores: empezó como tutora ella misma, pero pronto se dio cuenta de que necesitaba incrementar el volumen si quería ganar dinero en serio. Comenzó a poner en contacto a los clientes —en su mayoría estudiantes preuniversitarios que deseaban prepararse para los exigentes exámenes orales de ingreso a la universidad— con sus compañeros de estudios superiores, que podían entrenarlos. Para sí misma se reservó una rara y muy lucrativa especialidad de su propia invención: se dedicó a preparar a los jóvenes para enfrentarse a los “ataúdes”.

Los “ataúdes” eran preguntas diseñadas especialmente para los candidatos judíos. Las instituciones soviéticas de enseñanza superior generalmente se dividían en dos categorías: las que no admitían a judíos y las que admitían un número estrictamente limitado de ellos. Por supuesto, las reglas de no-admisión no se manejaban públicamente; la eliminación se llevaba a cabo de una manera particularmente sádica. Los candidatos judíos se presentaban a los exámenes de ingreso junto con todos los demás aspirantes y extraían el boleto con las preguntas del mismo lugar que el resto. Pero si respondían acertadamente las dos o tres preguntas que les habían tocado, entonces, a solas en la sala con los examinadores, se les hacía informalmente una pregunta adicional, como para darles la oportunidad de profundizar las respuestas que ya habían dado. Este era el “ataúd”. En matemáticas, por lo general se trataba de un problema no ya complejo sino irresoluble. El candidato vacilaba y terminaba por cometer errores. Los examinadores ponían entonces los clavos a la tapa del ataúd: el candidato judío había suspendido el examen. A menos, claro, que el candidato hubiese tenido por tutora a Tatiana. Ella había perfeccionado el arte de preparar a sus clientes no solo para vérselas con “ataúdes” específicos, que de alguna manera había logrado agenciarse, sino que también enseñaba un algoritmo general para reconocerlos y demostrar que eran irresolubles. Aquella chica rubia con dientes de conejo y gafas de aviador ayudaba a los judíos soviéticos a burlar la maquinaria antisemita, y de este modo logró mantener a Masha comiendo caviar y la poco apetitosa harina del Comité Central.

ZHANNA

Para aspirar siquiera a un pálido reflejo de igualdad de oportunidades no se podía ser judío. La “nacionalidad” —eso que los estadounidenses llamarían “origen étnico”— estaba inscrita en todos los documentos de identidad importantes, desde el certificado de nacimiento hasta el pasaporte interno, pasando por el certificado de matrimonio y el expediente personal laboral o escolar. Una vez asignada, la “nacionalidad” era prácticamente imposible de cambiar… y se trasmitía de generación en generación. El padre de Zhanna, Borís, había tenido de algún modo —probablemente gracias a la previsión y los esfuerzos de sus padres— la buena fortuna de poseer documentos que lo identificaban como étnicamente ruso. Con sus ojos pardos, su pelo oscuro y rizado y los nombres de sus padres, Dina y Efim, que los señalaban como judíos, Borís no engañaba a nadie, pero se las arreglaba para saltarse la mayoría de los controles aduciendo, contra toda lógica, que era “medio judío”. Esta treta, sus documentos étnicamente correctos y sus excelentes calificaciones durante los estudios secundarios, le permitieron acceder a la universidad. Para ello hubo de sortear un obstáculo importante: a diferencia de la aplastante mayoría de los estudiantes soviéticos de nivel medio, Borís no era miembro del Komsomol, la Unión Comunista de la Juventud, y sus documentos escolares lo señalaban como “políticamente poco fiable”. Su madre, Dina Yakovlev­na, hizo presión en el instituto para que modificaran esa calificación. Parecía una empresa imposible, pero tenía que conseguirlo. En esta familia, enteramente constituida por especialistas en ciencias naturales y médicos, todos eran brillantes y todos eran consumados profesionales. Se modificó la calificación. Borís ingresó en la facultad de Radiofísica de la Universidad Estatal Gorki. Se graduaría con los más altos honores y defendería su tesis doctoral con veinticuatro años. Sus familiares y amigos estaban convencidos de que obtendría el premio Nobel por su trabajo sobre física cuántica.

Zhanna nació en 1984, el mismo año en que Borís terminó su tesis. Su madre, Raísa, era profesora de francés. En términos soviéticos, eran una familia bogema –bohemia–, lo que venía a significar que habían organizado sus vidas de acuerdo con ideas que parecían más bien occidentales y en modos que enriquecían continuamente su círculo social. Alquilaban una casa, mientras que la hermana mayor de Borís y su hijo vivían con Dina Yakovlevna, como era costumbre. La casa, en el deteriorado centro de la ciudad, era antigua, de madera y no tenía ni ducha ni bañera, solo un inodoro. La familia se las arreglaba bien así —calentaban agua en la estufa y se lavaban en una cubeta o se duchaban en las casas de sus amigos— y de todos modos tampoco estaban tan occidentalizados como para ducharse todos los días. Sí lo estaban, en cambio, para jugar al tenis, un deporte inusual que le valió a la familia una foto a toda página en el periódico local cuando Zhanna era pequeña. Las tres personas en la foto tienen el pelo oscuro y sonrisas tan sanas y amplias como sus anchas mejillas. La familia destacaba en medio de su ciudad gris.

La ciudad se llamaba Gorki en homenaje al escritor ruso Alexéi Peshkov, quien siguiendo la moda revolucionaria había adoptado un dramático pseudónimo literario, que significaba “amargo”. Cuando Zhanna comenzó a comprender el mundo que la rodeaba, no tenía idea de que alguna vez hubiese existido un escritor llamado Gorki: creía que el nombre era una descripción literal de su ciudad. El gobierno soviético también parecía creerlo: cuatro años antes de que Zhanna naciera, había elegido a Gorki como el lugar de exilio del físico Andréi Dmitrievich Sájarov, que había recibido el premio Nobel de la Paz en 1975 y era el disidente más conocido del país. El apellido Sájarov quiere decir ‘azúcar’ y, por la manera en que su padre lo pronunciaba, Zhanna supo que lo rodeaba un cierto halo mágico. Cuando su padre anunciaba que iba “al edificio de Sájarov”, Zhanna le suplicaba que la llevara con él —no se daba cuenta de que su padre en realidad no iba a visitar al gran hombre sino a mantener una especie de vigilancia ocasional—, pero él nunca la llevó. La niña le puso a su gato Andréi Dmitrievich Sájarov.

Así describió la ciudad la esposa de Sájarov, Yelena Bónner, en la primavera de 1987, cuando Zhanna aún no tenía tres años:

No parece que estemos a principios del mes de abril, sino a finales del otoño o a comienzos del invierno […]. Veo a los paseantes que caminan tratando de sortear los charcos: pesados, enormes pedazos de barro adheridos a sus zapatos. El viento dobla las copas de los árboles hasta el suelo. Una mezcla de lluvia y nieve cae del cielo pálido, depositando manchas de un blanco sucio en la superficie de algo que no estoy segura de que merezca ser llamado ‘tierra’.10

Zhanna estaba convencida de que la suya era la peor ciudad del mundo y que su nombre amargo describía las vidas de quienes estaban obligados a vivir allí, en especial la de su madre. Raísa dedicaba la mayor parte de su tiempo a conseguir comida. En ocasiones tomaba el tren hasta Moscú: viajaba toda la noche para llegar allí, después pasaba el día de pie haciendo cola y la noche siguiente tomaba el tren de regreso. A menudo en Moscú se podían adquirir embutidos, que no se conseguían en Gorki desde hacía años. Moscú tenía sus propias carencias, pero comparada con Gorki, donde una tienda podía no tener más que zumos oscuros, inidentificables, en unos frascos de cristal de tres litros con tapas de metal, Moscú era una tierra llena de promesas, si bien no de abundancia. Cierta vez, Raísa volvió con caramelos; una bolsa de plástico transparente llena de pequeños cilindros de un color marrón grisáceo y envueltos de cualquier manera. Eran una mezcla de soja con azúcar y cacahuetes picados, ligeramente espolvoreados con cacao. Zhanna pensó que nunca antes había probado algo tan delicioso. En otra ocasión, un amigo de Raísa les trajo unos plátanos en una bolsa deportiva. Estaban verdes y duros, pero Raísa —que al contrario que su hija conocía los plátanos— sabía qué hacer con ellos, y los guardó en un armario oscuro para que pudieran madurar. Borís no compartía la responsabilidad del abastecimiento diario, pero de vez en cuando llegaba con algo que había podido “alcanzar”; el término soviético para referirse a los alimentos difíciles de conseguir. Zhanna creía que su padre podía “alcanzar” cosas gracias a su elevada estatura. Básicamente, su padre era un superhéroe.

A Zhanna no le imponían un horario para irse a la cama y, como siempre había visitantes en la casa sentados a la mesa conversando, se quedaba con ellos hasta la medianoche o más tarde aún. Su padre, que tampoco tenía un horario laboral fijo, la dejaba en la escuela preescolar del barrio de camino hacia su laboratorio. Esto, por lo general, coincidía con el principio de la Hora Muerta —el momento de la siesta— lo cual resultaba muy conveniente puesto que Zhanna no había dormido lo suficiente en casa.

Cuando Zhanna tenía alrededor de tres años, las conversaciones de sobremesa en la vieja casa de madera comenzaron a cambiar. Empezaron a alejarse del efecto Doppler inverso, o de cualquier otra cuestión teórica que Borís tuviera en mente, para derivar hacia la central termonuclear que estaba a punto de construirse en Gorki. Ya se había despejado el que sería su emplazamiento.11 Apenas había pasado un año desde el catastrófico accidente en la planta nuclear de Chernóbil, en Ucrania; el gobierno había intentado evitar que circulara información sobre aquel desastre, pero lo único que había conseguido es que se difundiera más despacio. A estas alturas las noticias sobre la magnitud de las pérdidas y del peligro corrían a toda velocidad. Dina Yakovlevna, que era pediatra, amonestaba a su hijo: “¿Cómo puedes, siendo físico, mostrar tanta indiferencia sabiendo que en nuestra propia ciudad se va a construir algo semejante?”.

En lo que llevaban de vida Zhanna, Raísa, Borís e incluso Dina Yakovlevna, el pueblo soviético había permanecido indiferente mientras el gobierno ponía deliberadamente sus vidas en peligro, pero ahora algo había cambiado. En 1985, el nuevo secretario general del Partido Comunista —el jefe del estado soviético— había anunciado lo que llamó “un nuevo rumbo”. No era el primer secretario general que pronunciaba esas palabras, o la palabra perestroika, que quiere decir ‘reestructuración’, pero esta vez algo estaba cambiando de verdad. Dina Yakovlevna participó en una manifestación en contra de la proyectada planta nuclear; un año antes, una manifestación no autorizada por el Partido se habría considerado como un crimen de estado y se habría arrestado y llevado a juicio a los participantes. Al cabo de siete años, a Sájarov le habían permitido abandonar Gorki y regresar a Moscú. Como físico y como uno de los padres de la bomba de hidró­geno soviética, había emprendido desde hacía tiempo una cruzada a favor de la seguridad nuclear. Borís lo visitó en su apartamento de Moscú, donde grabó una entrevista en la cual el gran hombre se pronunció abiertamente contra la planta nuclear. La entrevista se publicó en el periódico Gor’kovskiy rabochiy [El trabajador de Gorki]. Sájarov se había despedido diciéndole: “Espero que tenga éxito en cambiar el rumbo de los acontecimientos. Estoy completamente de su parte”.12

Al final, los proyectos de la planta nuclear se descartaron y Borís encontró algo que lo motivaba tanto o más que la física. A la palabra politika, que se escuchaba cada vez más alrededor de la mesa, pronto se le unió la palabra vybory: ‘elecciones’.

*

Masha y Zhanna nacieron en la Unión Soviética, el estado totalitario de más larga duración en el mundo, en 1984, una fecha que había llegado a simbolizar el totalitarismo en el imaginario occidental. El libro de George Orwell no se podía publicar en la sociedad a la que tan bien describía. Los lectores soviéticos no tuvieron acceso al mismo hasta 1989, cuando los lazos de la censura se habían debilitado lo suficiente como para que la principal revista literaria del país publicara una traducción.13 Pero en 1969, un periodista llamado Andréi Amalrik había publicado —o sea, había mecanografiado y distribuido entre sus amigos— un largo ensayo titulado ¿Sobrevivirá la Unión Soviética hasta 1984?, alegando que el régimen se encaminaba a la implosión.14 A Amalrik, que ya había cumplido condena como preso político, lo arrestaron junto a otro hombre bajo la acusación de haber distribuido aquel libro y a ambos los enviaron a la cárcel. En su alegato final ante el tribunal, Amalrik afirmó: “Me doy cuenta de que juicios como este están concebidos para atemorizar a la mayoría —y muchos se sentirán atemorizados— pero sigo pensando que el proceso de liberación de las ideas está en marcha y es irreversible”.15 Pasó más de tres años en prisión y otros tres de exilio interior antes de que lo obligaran a abandonar la Unión Soviética. Murió en un accidente de tráfico en 1980 en España, cuando se dirigía a una conferencia sobre derechos humanos.16 En cuanto al régimen soviético, sobrevivió más allá de 1984.

Pero justo al año siguiente, algo empezó a resquebrajarse. ¿Se debió a que el nuevo secretario general Mijaíl Gorbachov hizo un llamamiento al cambio y declaró la glásnost y la perestroika?* ¿O no estaba Gorbachov haciendo otra cosa que dar visibilidad al proceso que Amalrik había intentado describir hacía ya década y media? Amalrik había argumentado que la ideología marxista nunca había tenido verdadero arraigo en el país, que la iglesia ortodoxa rusa había perdido su influencia, y que sin un sistema central y unificado de valores, el país, tironeado en direcciones opuestas por grupos sociales con intereses distintos, terminaría autodestruyéndose.

Amalrik fue uno de los pocos ciudadanos soviéticos que percibió que el sistema era esencialmente inestable; la mayoría estaba convencida de que estaba grabado en mármol, o mejor, en hormigón armado al estilo soviético, y que duraría para siempre. El mismo año en que se llevó a juicio a Amalrik, otro escritor disidente, Alexander Galich, compuso una canción en la que describía a un pequeño grupo de amigos escuchando una de sus grabaciones. Uno de los oyentes sugiere que el cantante está corriendo un riesgo demasiado grande con sus bromas antisoviéticas. “El autor no tiene nada que temer —responde el anfitrión—. Murió hace cien años”.17 (A Galich lo obligaron a emigrar en 1974 y murió en su apartamento parisiense tres años más tarde a causa de un accidente eléctrico).18

Todos aquellos que, dentro y fuera del país, reflexionaban sobre la Unión Soviética compartían dos dificultades: tenían que basar sus conclusiones en conocimientos fragmentarios y enunciarlas en un lenguaje inadecuado para esa tarea. No solo el país había levantado un muro de secretos y mentiras para ocultar tanto la información esencial como los datos sin relevancia, sino que también había librado durante décadas una guerra contra el conocimiento mismo. El combate más simbólico, aunque distó mucho de ser el más violento de esta guerra, se libró en 1922, cuando Lenin ordenó que se deportara a doscientos o más intelectuales (los cálculos de los historiadores varían) —doctores, economistas, filósofos y muchos otros— en lo que llegó a conocerse como el Barco de los Filósofos (de hecho fueron varios barcos diferentes). Las deportaciones se presentaron como una alternativa más humana que la pena de muerte. Las siguientes generaciones de intelectuales no fueron tan afortunadas: a aquellos considerados desleales al régimen se les encarcelaba, con frecuencia también se les ejecutaba y casi siempre se les apartaba de la disciplina que habían elegido.19 A medida que el régimen maduraba, las restricciones que pesaban sobre las ciencias sociales se hicieron mayores y con el paso del tiempo también más profundas. Si bien por una parte la carrera armamentista impulsaba al gobierno soviético a revitalizar y fomentar las ciencias exactas y la tecnología, por otro lado no hubo nada —o casi nada— que motivara al régimen a promover el desarrollo de la filosofía, la historia y las ciencias sociales. Estas disciplinas se atrofiaron hasta el punto que, como escribiera un importante economista ruso en 2015, los principales economistas soviéticos de la década de 1970 no podían comprender la obra de aquellos que los habían antecedido en medio siglo.20

En la década de 1980, los sociólogos que trabajaban en la Unión Soviética no solo carecían de información, sino también de las habilidades, del conocimiento teórico y del lenguaje necesario para entender su propia sociedad. Un puñado de ellos lo estaba intentando contra todas las adversidades y obstáculos, y lo hacía avanzando a tientas en la oscuridad.

II
LA VIDA, A EXAMEN

DUGUIN

En la víspera del nuevo año 1984, Eugenia Debrianskaia celebró una fiesta. Eugenia era una madre soltera de treinta años, originaria de Sverdlovsk, la mayor ciudad de los Urales. Se consideraba a sí misma provinciana y poco instruida —no había ido a la universidad—, pero tenía dinero, relaciones y belleza, lo que dio alas a su ambición de llegar a ser alguien en Moscú. El dinero le venía de los naipes: Eugenia apostaba, y eso la situaba al margen de la ley. Las relaciones le venían por su insólito origen: era una hija ilegítima de quien fuera durante mucho tiempo el líder del Partido en Moscú.1 Su belleza no era convencional: era en extremo delgada, de nariz aguileña, cabello corto y oscuro, con un corte de pelo asimétrico que cubría parcialmente su rostro cincelado, y poseía la voz ronca y profunda de un barítono. La combinación de estos rasgos inusuales le valió a Eugenia el uso de un inmenso apartamento normalmente reservado a la nomenklatura, en la calle Gorki, la principal avenida de Moscú.

Aquella nochevieja la gente seguía llegando para quedarse, hasta que el metro reabriera al amanecer… o para seguir bebiendo, fumando y conversando allí durante uno o dos días. Así era la bogema moscovita: juerguista, traficante y no por ello menos intelectual. Algunos eran escritores o artistas, pero otros se colaban en esta categoría simplemente por vivir al margen de la economía oficial o por organizar buenas fiestas. Algunos habían leído o escuchado hablar de 1984 de Orwell o de ¿Sobrevivirá la Unión Soviética hasta 1984? de Amalrik, lo cual ponía una nota extra de osadía en el ambiente. Una jovencísima aspirante a actriz llegó con su corte de admiradores. Uno de ellos se separó del grupo nada más entrar. En lugar de seguir hasta la cocina, se sentó en una butaca solitaria en el pasillo. Tenía pinta de adolescente. Le pidió agua a la anfitriona.

Eugenia le llevó un vaso. Él bebió un sorbo y le preguntó: “¿Sabes cuando las violetas florecen en los labios?”. Ella no tenía idea de lo que quería decir aquello, y le encantó. Se enamoró de él por su capacidad de decir cosas de tan clara belleza y tan oscuro sentido. Él se quedó hasta el día siguiente, y el otro, y durante los tres años siguientes, hasta que ella dejó de amarlo.2

Su nombre era Aleksandr Duguin. Venía de una familia que ambos consideraban el modelo más aburrido de familia soviética: su padre, que había estudiado ingeniería, trabajaba para la KGB en algún tipo de instalación secreta pero desprovista de glamour. Su madre era funcionaria del Ministerio de Salud. Su abuela era una de las decanas de la Escuela Superior del Partido, una fábrica de apparatchiks que ocupaba varias manzanas, a poca distancia del apartamento que ahora compartían Eugenia y Duguin. El amor no era el único sentimiento que los unía: el odio hacia el régimen soviético contribuyó a acercarlos más. En 1985 Duguin, cuya imaginación era más osada que la de Eugenia, afirmó que la Unión Soviética estaba llegando a su fin. Lo dijo después de que Gorbachov decretara la perestroika. Tuvieron un hijo al que llamaron Artur, en honor a Rimbaud.

Eugenia aprendió francés e inglés con Duguin, que insistía en que los libros debían leerse en su idioma original. Cuando se conocieron, Duguin tenía veintidós años y lo habían expulsado de una universidad tecnológica, aunque ya podía leer en francés, inglés y alemán. Ahora le bastaba con solo dos semanas cada vez para dominar una nueva lengua europea. Aprendía leyendo, y Eugenia aprendió leyendo con él, turnándose para analizar las frases. Mientras duró su amor por Duguin, nunca se cansó de escuchar palabras cuyo significado no comprendía. El primer libro en inglés que leyó con él fue El retrato de Dorian Gray.

Eugenia era quien llevaba el dinero a casa, pero ambos estaban de acuerdo en que quien trabajaba en realidad era Duguin. Se levantaba temprano, comía lo que pudiera encontrar en la cocina y se sentaba a leer en su escritorio durante las dieciocho horas siguientes. El vacío que quería llenar era inmenso. Su principal interés era la filosofía. Pasó meses explicando a Eugenia el concepto de lo dionisiaco según Nietzsche; a ella le atrajo mucho la idea de abrazar el caos; le parecía el antídoto perfecto para el reglamentado y abrumador hastío que los rodeaba. Entonces Aleksandr le anunció que había descubierto otro filósofo del que nadie había oído hablar, alguien que había llevado mucho más lejos las ideas de Nietzsche. Su nombre era Heidegger.

La primera traducción de los escritos de Heidegger –apenas veinte páginas de los mismos– no se publicaría en Rusia hasta 1986.3 Duguin, que por no estar afiliado a ninguna institución soviética solo tenía acceso a las más modestas bibliotecas de barrio, no podía procurarse ninguno de los libros de Heidegger en el alemán original. Finalmente pudo hacerse con una copia en microfilm de Ser y tiempo. Como no poseía un lector de microfilmes, se fabricó un proyector de diapositivas al estilo soviético —un aparato de uso doméstico para películas de treinta y cinco milímetros, que mostraba dibujos animados o cortometrajes, y que se accionaba con una manivela– para proyectar el libro sobre su mesa de trabajo. Para cuando terminó de leer Ser y tiempo, Duguin necesitaba gafas, pero sobre todo había leído el texto en que basaría su pensamiento y el resto de su vida.

ARUTYUNYAN

Probablemente la frase más empleada por un intelectual ruso para referirse a los inicios de la década de 1980 sea bezvozdushnoye prostranstvo, ‘espacio sin aire’. La época era sofocante como una izbá, la típica cabaña de troncos rusa, cuando sus ventanas están selladas para el invierno: no dejan pasar el frío, pero tampoco que se renueve el aire. Las ventanas no se abren ni un milímetro hasta bien entrada la primavera y con el paso del tiempo los efluvios de los cuerpos, la ropa y la comida terminan mezclándose en un único olor, nauseabundo e invasivo. Algo similar le había sucedido a la mentalidad rusa al cabo de dos generaciones de dominación soviética. En el momento en que triunfó la revolución de octubre, la élite intelectual rusa participaba activamente en el diálogo europeo acerca de Dios, el poder y la vida humana. Al cabo de cincuenta años de purgas, arrestos, y de algo mucho más pernicioso, la presión constante sobre lo que había llegado a ser un universo de pensamiento aislado, el paisaje intelectual ruso lo habitaban fantasmas apenas articulados de lo que otrora fueran ideas vibrantes. Incluso la ideología comunista no era más que una sombra de sí misma, una serie de palabras repetidas de manera mecánica que habían perdido todo significado. Mucho tiempo atrás, el propio Lenin había prescindido de gran parte de lo que Karl Marx podía aportar, elevando unas pocas ideas escogidas al rango de ley suprema.

“Con el paso del tiempo, los sucesores de Marx mostraron una tendencia a presentar su doctrina como un concepto definitivo e integral del mundo y a verse como los responsables de dar continuidad a su obra, que consideraban como prácticamente completa —escribió Milovan Djilas, marxista disidente yugoslavo—. Paulatinamente la ciencia cedió terreno ante la propaganda y, en consecuencia, la propaganda tendió cada vez más a considerarse a sí misma una ciencia”.4

Marina Arutyunyan ingresó en la facultad de Psicología de la Universidad Estatal de Moscú con diecisiete años. La facultad acababa de crearse, y su propósito y objeto de estudio no estaban del todo claros –después de todo, ¿qué podía hacer, de qué serviría un psicólogo en la sociedad soviética?–, pero atrajo a jóvenes como Arutyunyan: intelectuales y románticos a partes iguales, interesados en aprender los secretos del alma humana. Arutyunyan sabía que psique quería decir ‘alma’.

Los dos primeros años en la facultad de Psicología fueron un infierno para ella. Dedicaban horas interminables a una asignatura llamada Filosofía Marxista-Leninista. Era un ejemplo evidente de propaganda bajo una apariencia intelectual, pero aunque la joven Arutyunyan tal vez no lo expresara con estas palabras, logró descifrar los códigos de aquella propaganda. Desarrolló un sencillo esquema, en el cual podía ubicar a cualquier filósofo y clasificarlo con facilidad. El esquema consistía en dos ejes que formaban una cruz. Uno de los ejes iba del Materialismo (bueno) al Idealismo (malo), y el otro iba de la Dialéctica (buena) a la Metafísica (mala). Se obtenían así cuatro cuadrantes. Los filósofos como Kant, situados en el cuadrante inferior izquierdo, en el que coincidían Metafísica e Idealismo, eran todos malos. Alguien como Hegel –Dialéctica e Idealismo– era mejor, pero no bueno del todo. La perfección filosófica residía en el cuadrante superior derecho del gráfico, en el pináculo del Materialismo Dialéctico. Arutyunyan compartió aquel esquema con varios de sus compañeros y gracias a ello lograron vencer la asignatura de Filosofía Marxista-Leninista.

Historia del Partido resultó ser una materia mucho más complicada. “Mírese bien”, le dijo con sorna el profesor. Empleó una palabra rusa, taz, que puede significar ‘cadera’ o ‘recipiente’. Al parecer algo andaba mal con la taz