El invierno del desaliento
Título: El invierno del desaliento
Autor: Rubén Blanes Mora
© Rubén Blanes Mora, 2017
© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2018.
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ISBN: 9788416366279
Código BIC: FA 5AX
Primera Edición: Junio 2018
A Marta.
Era el mejor y el peor de los tiempos, una edad de sabiduría y de necedad, una época de creencia y de incredulidad, un momento de luz y de tinieblas, la primavera de la esperanza, el invierno del desaliento, todo lo teníamos ante nosotros, nada teníamos ante nosotros, íbamos derechos al Cielo o directamente al otro sitio.
CHARLES DICKENS, Historia de dos ciudades.
1956
Y sé que el ruido de la lluvia despertará a alguna pareja de amantes y que ese ruido les parecerá parte de la fuerza que los ha arrojado al uno en brazos del otro. Entonces, me incorporo en la cama y exclamo en voz alta, hablando conmigo mismo: «¡Valor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Amabilidad! ¡Prudencia! ¡Belleza!». Las palabras parecen tener el color de la tierra, y mientras las recito siento que crece en mi esperanza hasta quedar satisfecho y en paz con la noche.
JOHN CHEEVER, Una visión del mundo.
Abril
1. Madrid
El rocío se desperezaba de los bancos del parque del Buen Retiro. Refugiadas entre la arboleda, frondosa y húmeda, casi líquida, dos blanquísimas palomas se abrazaban y besaban con el descaro de los amantes que no piensan más que en su satisfacción personal.
La ciudad adormilada no quería volver a la vigilia. Renegaba de su longevo y maltrecho pasado. Un pasado repleto de dolor, miseria y podredumbre; un horror marcado en las paredes y recovecos que vieron crecer a los más ilustres, y que se marchitaba entre la indolencia perversa y la ignorancia ominosa de un pueblo que había dado la espalda a lo más sagrado que poseía.
Las palomas alzaron el vuelo alentadas por sus bellas alas, produciendo un fino chasquido al desprenderse de las famélicas ramas, y la suciedad que allí se posaba, esparcida por todo el parque, abrazaba el despegue de las pequeñas aves hasta hacerlas desaparecer. El rocío se despedía también de ellas; lo frágil y lo etéreo se abrazaban en sus hambrientos cuerpos. Eran un ejemplo que seguir para los que habían perdido la esperanza en hallar un nuevo espacio. Un lugar para perdonarse. Un lugar para amar.
El tranvía pasaba fulgurante y sin control por el centro de la ciudad. El conductor parecía un demente, o quizás, y era lo más probable, se había traspuesto y el resultado era una estampida de acero —algunos llamaban al tranvía el «Buey de Hierro»— en una capital dominada por el descontrol interno, pero con fachada de aparente sobriedad y entereza. La militarización —fusiles de regalo en muchas tiendas— y el acuartelamiento de Madrid —un pasado borbónico decadente— eran, más que hechos, realidades palpables. El ruido, las sirenas, los coches a todo trapo: todo eso era el corazón de una urbe domada, limitada a lo ancho y a lo largo, controlada por los ojos de aquellos que nada tenían que perder pues lo tenían todo. Madrid yacía como un cuerpo esparcido por una tierra que fue yerma, y en la que ya no crecía la vida más que en contadas ocasiones.
Esa pesadez se hacía notar en la cotidianidad de los madrileños y, aunque el tranvía rompiese la monotonía y el silencio imperantes en el reino, nada podía hacer para cambiar la mentalidad que se posaba, como un enorme buitre hambriento, sobre cada una de las almas que poblaban las callejuelas del enrevesado núcleo urbano. En la periferia no se podía hablar ni siquiera de vida, pues allí se sobrevivía con muy poco y la mayoría desertaba antes de empezar. El trauma de la guerra, de las muchas guerras, en cada casa, y la hambruna —sin duda la reina de esos días— de la posguerra personificaba, en unos emblemas maltrechos y desgastados, una lucha continua, una conquista al alcance de muy pocos. La ruptura de las cadenas de la miseria no era una tarea fácil ni para héroes. Esos yacían en tumbas alejadas, en la planicie o en las cunetas, donde nadie los visitaba y solo unas pocas aves rapaces merodeaban cuando tenían hambre. El verdadero estandarte del destino hispano era, en buena medida, el aroma de la carroña. Las marcas eran demasiado recientes en la memoria. Los estigmas se apelotonaban. La historia no se puede borrar, ni olvidar, ni enterrar.
Todo había quedado al descubierto en unos pocos años. Los más viejos debatían entre sangre y huesos. Los jóvenes, que crecían con el calor de la desesperación y la beatería escolar, no podían más que alzar una vida entre cortinas roídas y casas de techos altos y muros estrechos. Los gritos de los hombres, borrachos en su gran mayoría, atormentaban vecindarios enteros. Nadie podía hablar por miedo a quedar «significado». No era el miedo al delator o al chivato, pues de eso ya había mucho. Era la asfixia que producía ser un paria de una patria sin nombre. Sus palabras pasaban a un olvido justificado. De su boca ya nadie se fiaría. No hay nada peor que el silencio pétreo producido por el cruce de miradas zafias y descaradas. Todos sabían quiénes eran. Estaban, los unos y los otros, tan señalados que resultaba una tarea hercúlea dar con el delator sin antes topar con unos cuantos significados. Quizá conocidos, quizá vecinos, quizá familia.
No exentos de dificultades, y en una ciudad timorata y en buena medida acomplejada, los había que se escondían, con ingenio, de las miradas furtivas refugiándose en lugares que pocos visitaban, aunque todos conocían. Tabernas y bares empotrados en pequeños muros con letreros desgastados por el paso de los siglos, tabernas del siglo xvi, inclusive, animaban a los incautos a presentarse a altas horas de la noche y, con un golpe seco y contundente en la puerta como el chasquido de una carabina mal engrasada, abrían con cuidado las puertas para acceder a la esencia madrileña que dormitaba en barras y denostados taburetes. El latido pusilánime de la vieja capital se colaba en los vasos de vinos mugrientos. Una época que se bebía por cuatro duros y cada día sabía diferente.
A estos cuchitriles venían jóvenes, y no tan jóvenes, de varias edades, pero no de todas las condiciones. La sociedad se hallaba dividida y fracturada como nunca. En los hogares las familias ocupaban el lugar central de la acción diaria. Todo dependía de ellas. Es decir, de lo que el hombre de la casa dijese o gustase hacer. Nadie osaba discutir, ni siquiera los más insensatos. La palabra que mejor describía esta amarga situación era silencio. Una inanición, o extirpación, tan grave y absoluta de los sentimientos que algunos se preguntaban al despertarse si todavía conservaban su corazón en el lado correcto. En el caso de Madrid era desagradable la repugnante virilidad por el ejemplo imperial que se le suponía. Los ricos y los pobres ya no peleaban por conservar o mejorar su situación. Sencillamente se habían resignado a una muerte lenta y polvorienta. Resultaba bochornoso pensar en el desconcierto, en la corrupción o en la hipocresía como los ejes fundamentales de una sociedad que no daba más de sí, ni soportaría una carga igual o más pesada de la que ya llevaba.
Roberto Saavedra lo sabía, y su trabajo consistía en intentar conseguir que, de una vez por todas, el silencio grabado a fuego fuese arrebatado de las manos crueles que lo habían impuesto. La cultura era su mejor arma. Sus artículos en el periódico La Nación no dejaban a nadie indiferente, aunque siempre sabía ser cauto y sortear los disparos de los censores. Su apellido flotaba en muchas cenas, y en los círculos más estrechos su nombre suscitaba admiración y odio por igual. Su pasado no daba pie a muchas especulaciones, pues pocos conocían qué fue de Roberto durante la contienda. De qué lado estuvo, qué sangre derramó por la patria. Solo él conocía su historia, y nunca la desvelaría. Resultaban esclarecedoras las cicatrices en sus manos. Su participación tuvo que ser directa y sin escatimar arrojo, pues él se esforzaba en taparlas en las reuniones clandestinas a las cuales se acercaba de vez en cuando. En los bailes, que tanto saboreaba, las dejaba algo más liberadas de las miradas extrañas y lucían lozanas como unos emblemas y no como simples heridas mal curadas.
Su pasado militar se exhibía en su corto pelo, negro como el tizón, delimitado en las zonas laterales con una precisión milimétrica: todos y cada uno de sus pelos parecían estar cortados al mismo tamaño. Crecían al unísono, como la pena y la desdicha, solía bromear. Nunca, o casi nunca, llevaba bigote, algo raro para la época, y su piel lucía carnosa por las mañanas cuando se afeitaba frente al espejo con la radio encendida y el volumen limitado para no molestar al vecino, un falangista envejecido que ya no mostraba el ímpetu de antes pero que Roberto respetaba por su mendicante estilo de vida. Comía poco y bebía mucho. Cuando se cruzaban en el zaguán, el hombre envejecía al ritmo de sus zancadas, y Roberto musitaba, no sin cierta sonroja, que el paso del tiempo no perdonaba ni a los joseantonianos. Una muestra más de ese agotamiento que todos palpaban, pero solo él y unos cuantos más se atrevían a desafiar con sus andares y nocturnos escarceos.
No hacía mucho había publicado un artículo que describía la esencia y la contingencia de los actuales cambios. El primer párrafo argumentaba sobre la inevitable necesidad de aceptar que todo tiene un final que, sin apenas mostrarse, nos señala, nos habla del inicio de una nueva etapa. Con ejemplos pragmáticos y deliberadamente escogidos, los lectores confundieron su alegato con una proclama —algunos incluso clamaban por las oficinas de la redacción— por la «incendiaría necesidad» de los nuevos tiempos, lo que produjo un soberano disgusto al director, don Eusebio Espronceda —nada que ver con el romántico poeta—, que se dispuso a interponer entre él y su querido Roberto una barrera de palabras malsonantes y chirriantes al leer la última línea del artículo, que decía así:
En nuestra querida patria española, hoy más que nunca, se debe confiar en la inevitable veracidad y contundencia de los cambios que a espuertas claman. Tiempo al tiempo.
El enfado del orondo editor se mezclaba con el tímido aplauso de sus compañeros de redacción, que sabían de sobra que lo escrito por Roberto tendría, a la larga, una repercusión mucho más meritoria que la gran mayoría de los artículos publicados en esos días, que debatían sobre asuntos tan intrascendentes como poco estimulantes. La máquina de escribir de Saavedra rechinaba con un sonido similar al de la carcajada de un demente. Mientras tanto, don Eusebio se sacudía las migas de la boca y repartía, a diestro y siniestro, su enfado por unas palabras que consideraba pueriles y repletas de incongruencias. Lo que nadie llegaba a entender en las oficinas de La Nación era por qué lo habían publicado, y mucho menos por qué el responsable de ello, Roberto Saavedra, todavía ocupaba un lugar tan cercano al despacho del editor sin apenas inmutarse. Un hecho tan inexplicable que el propio Roberto había dejado de preocuparse por ello.
Madrid respiraba insatisfacción y los cientos de palomas que pululaban por el Retiro, una vez la luz del sol hacía mella sobre las ramas de los árboles, emprendían su vuelo hacia una zona más tranquila y reposada. Roberto paseaba por el camino del trabajo. De su brazo, cogida, o como diría el poeta «entretejida», una jovencita de ojos azules disfrutaba del siempre cristalino amanecer. Unos rayos de sol se colaron por su blusa abierta, demostrando que las pasiones humanas son infinitamente más complejas y deliciosas en las primeras horas del día.
2. El periódico
Las palabras siempre habían ocupado un espacio prioritario en la vida de Roberto Saavedra. Desde bien pequeño demostró dotes con una especial predilección por el uso de vocablos y palabrejas —como decía su padre— que casi nadie conocía o la mayoría prefería no utilizar.
Su niñez fue una etapa rápida. Sacudida por varios desastres, la ciudad que los republicanos soñaron nunca se materializó, y sus deseos y traumas —los cuales nadie recordaba ya— se filtraron en los anhelos por conseguir algo imposible. Sus recuerdos viajaban a través del tintineo de las campanas de las iglesias que se mezclaban con el anticipado jolgorio veraniego, las escapadas a la sierra y su vida en las afueras de una capital fantasmal pero llena de luz. Roberto fue un niño feliz hasta que un buen día su padre decidió abandonarlos. Se acabó la infancia. Ahora era el hombre de la casa. Tuvo que dar un paso. Renunciar. Perder. Ya nunca fue ese niño que jugaba a los vaqueros y los indios. De la noche a la mañana, fue el cazador y el cazado; el asesino y el asesinado. Su madre lloraba día y noche. Su abuela, tan vieja como las rocas, imploraba la vuelta de un hijo del que nunca más se supo. Roberto creció al amparo del dolor y la fractura que se vieron acentuados por un tiempo convulso, inhumano, donde ser joven era sinónimo de debilidad y muerte. En 1932, un mozo no podía, ni debía, parecer un adolescente ilusionado, sino un hombre capaz de tomar sus propias decisiones, sin pensar que esa etapa era no solo crucial, sino la única que valdría la pena recordar en su vida de adulto.
La poesía, la pintura o la literatura fueron, en muchos casos, el refugio de Roberto, procurándole un tránsito vital menos traumático que transformó aquel ecuánime niño —mancebo aturdido en su llegada a la gran metrópoli— en un joven dispuesto a confiar en sus dotes como malabarista de las palabras. Conocía buena parte de la producción extranjera, algo extraordinario para su tiempo. Manejaba el francés con soltura y el inglés y el alemán con varios pesados diccionarios. La Guerra Civil, descrita por él como «un viaje nebuloso a un mundo desconocido y terrorífico», le sirvió de acicate para presentarse un buen día ante el despacho de don Eusebio Espronceda. Era un superviviente, eso sí, tapándose algo las cicatrices y exponiendo, con gran elocuencia, sus particulares habilidades y su intensidad como periodista cosmopolita leído, culto y dotado de un instinto natural para capturar el «centelleo de la realidad». No pudo el editor negarse ante el vital entusiasmo de ese joven que tenía «ardientes deseos de contar». Anhelaba, como le dijo al acabar su primer encuentro, convertirse en el reportero de un tiempo destinado a grandes cosas. El cuadro del dictador le escrutaba desde una esquina. Su rostro era el de siempre. Roberto confiaba en la inundación que tarde o temprano llegaría. Don Eusebio giró la cabeza a la derecha y ambos se quedaron en silencio observando la cara huesuda y demacrada de Franco.
El periódico La Nación nació al amparo de varias reformas y no pocas contradicciones. La decadencia del país se remontaba a Flandes, aunque, sin duda, 1898 fue un muy mal año. En manos de los conservadores, desde su fundación, durante la guerra guardó un extraño recelo con las supuestas tropas nacionales e incluso algunos percibieron cierto regusto republicano, pues había trabajado allí, con mucho sigilo, algún que otro socialista aficionado a la peletería e importantes figuras del republicanismo castizo, lo que santificó, no sin esfuerzo, al periódico en un limbo intelectual que no aclaraba su papel en la Nueva España. Eusebio Espronceda lo prefería así, y nunca presionaba a las autoridades para aclarar su estatus, aunque siempre sabía darles de comer y ofrecer, en el momento exacto, suficiente material como para no disgustar ni a ministros ni a párrocos.
Roberto llevaba alrededor de once años trabajando para La Nación, y su interés por la cultura le granjeó fama de hombre respetado y, hasta cierto punto, consentido de una ciudad que se agazapaba al amparo de las grandes avenidas y cientos de callejuelas angostas que rodeaban teatros y bulevares iluminados hasta bien entrada la noche. Él sabía dónde tenía que mirar y dónde no debía ni siquiera acercarse. Vivir en esa época significaba tener cierta agilidad de movimientos y palabras que, en su gran mayoría, no era más que un anhelo frustrante para los españoles. Nadie era capaz de soportar tal presión. Solo unos pocos. Tan importante era lo dicho como lo sugerido o callado; tanto los gestos como las interrupciones. Roberto era, sin duda, un caballero de su tiempo; confuso, puede, pero repleto de vida y contradicciones jugosas. Su generosa actitud, considerada al mismo tiempo alegre y gallarda, le fue labrando un semblante de hombre afable que recorría las calles del centro de la ciudad interrumpiendo su caminata cada poco para dar un fuerte saludo o dedicar una sonrisa afectuosa a sus más acérrimos enemigos.
Ese día fue visto holgazaneando por el parque del Retiro tras una noche que no había sido más que el anticipo estival de una relación que parecía afianzarse. Era un abril caluroso. Atípico para la capital. El sol achicharraba con fiereza el estanque. En su interior, una pareja joven navegaba en un bote diminuto de alquiler. El chico, moreno y huesudo de cara, remaba con delicadeza. La mujer, tan joven como él, sentada al otro extremo de la barcaza, contemplaba el suave bamboleo de los musculosos brazos del que parecía ser su amante o marido. Resultaba una tarea compleja dilucidar con certeza qué tipo de relación mantenían, ya que el joven miraba a los laterales temeroso para evitar la ignominia del naufragio, y ella, con ojos muy pequeños para lo larga que era su cara, observaba —circunspecta, todo sea dicho— cómo el sol calentaba su piel y sus manos hasta conferirles una tonalidad marrón un tanto preocupante.
Roberto agarró con fuerza el brazo de la mujer que le acompañaba. Ella le miró. Él deslizó, con suavidad, contoneándose, sus finos dedos entre los de ella. Las manos quedaron enredadas, como lo hace una cuerda en un nudo de ocho, siendo difícil esclarecer de quiénes eran cada uno de esos dedillos. Se configuró una telaraña de carne; la más bella imagen del barroquismo que siempre implica estar enamorado. La joven sonreía al notar cómo los pulgares de Roberto, fuertes y callosos, sudaban entre los suyos. A la sombra de un bonito olmo, uno de los más vetustos del parque, la pareja se detuvo de forma no tan aleatoria como sus pasos podían sugerir. Fue en ese mismísimo lugar donde había sucedido su primer encuentro. Se celebró una exposición de pintura de cierto joven artista que más tarde realizaría una retrospectiva de su obra en el Palacio de Cristal. Tuvo la gran fortuna de contar con el apoyo del régimen que pretendía flexibilizar o pragmatizar su imagen hacia la ciudadanía y, en especial, hacia ciertos jóvenes creadores de la ciudad. Su amparo institucional a las nuevas creaciones no era otra cosa sino el lavado de cara necesario para sobrevivir a un tiempo que ya había dictado sentencia. Eso fue lo que pensó Roberto al llegar a la exhibición y comprobar que, entre los numerosos asistentes, figuraban personajes de la noche y la farándula madrileña compartiendo risas y abrazos con militares franquistas, junto a miembros de ciertos ministerios muy influenciados por corrientes religiosas cristianas altamente inflamables.
—Recuerdo con cariño el día exacto que nos vimos en la exposición de Román. Fue un alivio que llegases a tiempo, porque no sabía muy bien qué hacer.
La jovencita acercó el rostro. Labios carnosos, pupilas levemente enrojecidas por la falta de sueño que denotaban una belleza pura y en cierta medida virginal.
—No podía dejar pasar la oportunidad de conocerte. Llevo años leyendo tus columnas. —Tomó una bocanada de aire. Pensó en el periódico y en su padre los domingos por la mañana—. Puedo citarte algunos de los titulares más conocidos siempre y cuando me lo pidas con un beso.
—No creo que sea necesario. —Roberto acercó sus labios y besó las enrojecidas mejillas. Carne caliente—. Mi orgullo como escritor hace años que se vio vilipendiado cuando acuchillaron a Vicente. —Olisqueó el pelo de ella. Olfateó su aroma—. Desde ese momento no tuve más remedio que cambiar algo por dentro y vender mi pluma a costa de la sangre derramada.
—Fueron días nefastos —respondió la joven estrechándose contra el pecho masculino e intentando hallar un resquicio en la chaqueta de tweed de Roberto.
—Todavía lo son.
—Sin embargo, tú sigues escribiendo y Vicente también.
—Lo sé. Me gano la vida con ello, aunque no hay un solo día en el que no me cuestione si lo que hago vale la pena.
Roberto se abrazó como un niño perdido que encuentra, tras horas de desesperación, a sus padres. Ella puso sus labios a merced de los del periodista. Presionaron sus dientes. La luz que se filtraba por el viejo olmo confería a la pareja un espacio de reposo placentero. Posaban hieráticos en una esfera que traspasaba la mundana realidad gozando de una calma que rompía las cadenas de la corporeidad. Las respiraciones se acompasaban, y sus besos, prolongados por la extenuante sensación que recorría sus ligeros cuerpos, no hacían más que resaltar la belleza por una estampa insólita en un país maltrecho y dolorido. Una pareja besándose, acurrucada como un animal herido, no era algo tan común en la época. De hecho, los jóvenes tripulantes del bote, que seguían con su paseo taciturno y temeroso, sintieron una enorme envidia al notar la fogosidad con la cual Roberto agarraba a aquella muchacha. No había preocupación. No comprendía la escena, aquel enamoramiento asfixiante, aquel beso prolongado. El barquito navegó por segundos sin rumbo, sin nadie que lo dirigiese, y a punto habría estado de estrellarse contra el embarcadero si no hubiese sido por los chillidos de alarma de los transeúntes. Los jóvenes marineros, imitando con brío la escena que habían presenciado, quisieron contrarrestar aquella pasión con la suya propia. Ya eran dos más los que se deseaban sin rumbo fijo en una prístina mañana de abril de 1956.
—Nunca había sentido este cosquilleo —dijo la chica de ojos azules a Roberto, y prosiguió tras tomar un poco de aire, mirar a los lados y comprobar su soledad—. Quiero que sepas que lo nuestro no está bien visto. Eres una persona demasiado querida y odiada.
—He aprendido a llevar a cuestas la imagen que me quieran asignar. No tengo más que buenas palabras. —Hizo un gesto burlón—. Hace ya unos cuantos años que abandoné la rabia y la puse a buen recaudo en casa.
El rostro palatino de Roberto, su boca de nuez y su piel reluciente le conferían un aspecto más joven de lo que realmente era. Hacía unas horas que había cumplido cuarenta años. Lo estaban celebrando juntos.
—Creo que deberíamos quedarnos más en tu casa y salir solo lo justo —dijo la jovencita con una dulce sonrisa—. Podríamos sobrevivir como mínimo dos meses en ella.
—No puedo estar más de acuerdo contigo. No existe nada peor que comprobar cómo el tiempo pasa, la ciudad se embrutece y la cama llora nuestra ausencia.
Ella calló. Imaginó las palabras escritas en un titular. Creyó ver su cara al reaccionar ante la frase «La cama llora nuestra ausencia». Cerró los ojos.
—Necesito saber que lo harás todo por mí. Todo. Sin dudas ni miramientos —prosiguió Roberto—. Odio las vacilaciones y a las personas que se regodean en la incerteza de no saber lo que quieren. Estamos donde estamos por culpa de esa dichosa actitud.
—Dudo que pueda saborear la vida como lo hago sino fuera por ti —contestó ella imitando el estilo de Saavedra—. Me siento feliz a tu lado y no quiero ni puedo pensar más que en la llegada de la noche. Espero que las horas corran tan deprisa como los deseos.
Ambos sonrieron por el incendiario estilo que estaban adoptando. Imaginaron la posibilidad, remota, de vivir en un mundo dictado por unas normas establecidas, solo y mediante escaso consenso, por aquellos que sí se atrevían a amar apasionadamente. Que nada estuviera prescrito; que el azar y las pasiones se dirimiesen en una lucha sin cuartel; que las horas para comer, dormir o fornicar no tuviesen horas; todo al mismo tiempo, o solo una cosa: la que importa.
Roberto y Estela se conocían desde hacía unas pocas semanas. Sin embargo, sus ojos y sus manos mostraban ya el afecto de los que se necesitan. Ella sugería raza, estirpe y descontrol; él era un enigma, repleto de recovecos humanos e imperfectos. Ambos tenían miedo —de lo que dirían, de lo que pudiera pasar—, pero se amaban alimentados por el instinto, el sudor y la necesidad.
—¿Qué será de mí mientras trabajas? —preguntó ella.
—Podemos volver al piso —contestó Roberto—. Podemos olvidar el mundo que nos rodea.
—¿Lo harías?
Al pronunciar aquellas dos palabras, Estela se apartó para analizar el semblante de Roberto. Quería conocer la respuesta y estudiar la verdad detrás de aquellos ojos.
—Si confesase que lo hago solo por ti sería mi primera mentira. Lo que siento solo lo siento yo, y es algo profundo e inalcanzable. Quiero volver al piso, desnudarte y arrojarte a la cama porque lo necesito. Hay algo que se me escapa en todo esto. No entiendo muy bien el qué, pero sigo creyendo…
—No lo creas —interrumpió ella.
—Quizás lo mejor sea no pensar y volver por donde hemos venido como si nunca hubiésemos llegado hasta este punto.
Ella le apretó la mano con tanta fuerza que las palabras fueron innecesarias. Pasaron de nuevo por las calles, avenidas y escondites que los habían llevado hasta el parque. Ahora, por supuesto, la diferencia radicaba en el apetito despertado. Un apetito de libertad y carnalidad que no esperaba hasta la llegada a casa de los errantes enamorados.
La suyas eran vidas repletas de incongruencias y descontrol; de pocas horas de sueño, de vigilias que duraban días y días. Desconocían cuáles eran las mejores horas para comer. Lo hacían cuando tenían demasiada hambre. En la cama o en el suelo, en la bañera o en la terraza, apoyados el uno contra el otro. Exhaustos. Famélicos. Doloridos por la larga caminata. Introducidos en un bucle eterno en el creían que nada ni nadie podría interponerse.
Se equivocaban.
3. Pasado
Las horas recorrían con penosa lentitud todo el país. La letanía se hacía, por segundos, una carga demasiado pesada. El olor a miseria disuadía a la población de marchar en busca de una vida mejor. España exportaba o mejor dicho expulsaba a sus pobres y no tan pobres. Bélgica, en algunos casos, era uno de los muchos destinos no elegidos. Un lugar inhóspito para la mayoría; una oportunidad cargada de incomprensión y tristeza.
Los huidos, que así les llamaban en ciertos círculos de la ciudad, no eran más que el reflejo de una sociedad alimentada de continuos fantasmas. Por desgracia para muchos, estos espectros se habían encarnado en múltiples formas, y el pasado había regresado de un letargo oscuro y macabro.
Roberto se negaba a aceptar esta realidad tal cual se le presentaba. No soportaba las idiosincrasias que rodeaban los corrillos y los lugares de reunión de importantes intelectuales de su tiempo.
«Derrotados». «Humillados». Esas eran las palabras más frecuentes. Ellos las pronunciaban porque podían. Otros, muy lejos, eran incapaces de articular siquiera su nombre. Pocos se atrevían a considerar otras alternativas.
«La lucha ha acabado. Solo queda la muerte», oyó decir un día Roberto a uno de los escritores más importantes de toda una generación.
De los exiliados no quedaba más que el leve recuerdo de lo que fueron. Federico García Lorca, por el contrario, ocupaba un lugar preferente en la mente de Roberto y de otros conocidos suyos, y su muerte, tan comentada como profetizada por el poeta, no hizo más que socavar el andamio franquista. Nadie olvidaba la elocuencia del granadino; nadie que quisiera recordar, claro. Llegado el caso, cuando Roberto dudaba entre una palabra más fina y otra más incisiva o dura para completar un artículo, se santiguaba en nombre del poeta y abría al azar una pequeña colección de sus poemas que guardaba con mimo al lado de la cajetilla de tabaco. Siempre pensaba que la palabra escogida era del agrado del admirable dramaturgo y oráculo andaluz.
Pocos días antes había asistido a una cena con unos amigos que gozaban de buena fama, entre ciertos grupos, y de una muy mala, entre las esferas de la nueva sociedad española puritana y chafardera. Eran pocos, pero tenían un admirable poder de atracción. La fiesta se celebró en la casa de un compañero del periódico: Jorge Artiaga. Amigo de Roberto desde hacía diez años, sus inclinaciones políticas le habían llevado, en multitud de ocasiones, a ser tildado de rojo. Lo era, pero también había regenerado de tal condición. Su delicada posición social no impedía que todavía hubiese un grupo de personas que lo considerasen un activo importante.
Roberto llegó solo a la cena. Tocó el timbre y Jorge respondió como siempre hacía en la redacción. Con un sonoro y desgarrador:
—¡Dichosos los ojos!
El periodista emitió un ruido ronco y abrió el enorme portal, situado a escasos pasos de una de las arterias más desgastadas y corrosivas de Madrid.
Al adentrarse en aquel viejo y polvoriento edificio, Roberto tuvo serias dificultades para respirar. Un fuerte olor a madera, a resina o barniz inundó con desazón y de manera belicosa y ultrajante sus orificios nasales. Parecía la casa de un carpintero. En cierta medida así era, pues las termitas se estaban merendando parte del vecindario y los muebles de Jorge, de corte pretencioso y barroco, no habían pasado desapercibidos. Este se había empeñado en salvarlos adoptando una postura que no se le daba nada bien. Como si fuera un san José, pero sin melena ni vello en el rostro, algunas sillas y un enorme velador se apoyaban sobre una finísima pared en espera de ser saneados y reconstruidos. Las aberturas, como pequeños orificios de bala, indicaban el afán y el apetito de las temidas termitas españolas. Las sillas parecían débiles, casi cuerpos inertes. Roberto chasqueó los dedos al comprobar una vez más la decadencia de las joyas mobiliarias que en todo el país se echaban a perder por un mal mantenimiento o, simple y llanamente, como consecuencia de la polución y suciedad que se acumulaban, como el barro pegajoso en los días de lluvia torrencial, en el aire que todos respiraban. El rumor extendido sobre la putrefacción de la ciudad no era una metáfora afortunada; era una realidad palpable.
—¿Un vino? —preguntó Jorge sonriendo con cierta tibieza, su cara enjuta, sus orejas diminutas, su aspecto lastimero.
No era culpa suya. Él lo sabía. Sus padres y sus tres hermanos mayores murieron en la guerra. Él era un adolescente por entonces y oyó a su progenitor proferir inconfesables insultos mientras su madre trataba de curar unas heridas incurables. Las arrugas en el rostro de Jorge Artiaga eran no solo objeto del paso del tiempo, sino del sufrimiento y las blasfemias acumuladas. Sus pesadillas, recurrentes y de enorme contundencia sonora, como bien contaba, siempre que podía, su mujer Enriqueta.
—No lo dudes —respondió con sencillez Roberto—. ¿Quién hay?
—¿Dónde?
—¿Dónde va a ser? Pues aquí, en tu casa. ¿Quién ha podido venir? —inquirió Roberto, que notaba cómo el rostro de su amigo adquiría un tono cetrino. Un color espantoso.
—Ah, bueno. Disculpa, no te prestaba mucha atención —Jorge se acercó y le murmuró cerca de la oreja derecha—. Ha venido Olivia con su marido.
Olivia Rodríguez Ontiveros era la mujer de uno de los hombres más respetados de Madrid. Su posición privilegiada no le había hecho ni mucho menos feliz. Sus largos idilios por la Europa derruida le habían granjeado fama de buscona. Esa fue la palabra que ella utilizó un día, cuando su marido le confesó que en una reunión hablaban así de ella y de otras tantas mujeres de mandatarios del régimen. Solía pasar breves temporadas en Francia. Su marido hacía numerosos negocios allí. La diferencia entre ella y las otras mujeres, no muchas, por fortuna, era su aspecto refinado y de cierta entereza moral e intelectual.
Rogelio Lafuente, su marido, trabajaba para el sector del ferrocarril y en poco tiempo había ganado una fama de tipo duro y asceta muy del gusto de la Nueva España. Ella se enamoró de él durante la guerra. Él luchó junto al general Valera, del que contaba gallardas aventuras, aunque confesó en multitud de ocasiones que nadie, ni siquiera el mismísimo general, creía firmemente en las ideas de ninguno de los dos bandos. Como muchos otros, se vio inmerso en la Guerra Civil por culpa de su hermano, Demetrio Lafuente, falangista acérrimo que perteneció a las primeras generaciones y murió de forma tan trágica como esperpéntica. Un compañero de cacerías nocturnas le disparó con su Astra 300 —conocida como la purito— cuando intentaba desencajar la oxidada corredera de la vieja pistola. Demetrio se acercó para ayudar y forcejearon como dos niños enrabietados, con la terrible suerte de que el disparador se accionó y una bala se coló en el centro de su abdomen. Murió a las pocas horas. Circuló el rumor durante esa noche de que aquello había sido un ajuste de cuentas o una venganza por vete a saber qué insignificante detalle. Los accidentes, a veces, hay que provocarlos. Solo dos días después, el general Mola y los suyos se sublevaron con la ayuda de los amigos de Demetrio.
Rogelio participó por iniciativa familiar y de sus más allegados. Aunque no le sobraba afinidad con el bando rebelde, abandonó su pequeño pueblo burgalés y se metió de lleno en una contienda que duró mucho más de lo previsto. Participó en no pocas batallas importantes, y en una de ellas fue herido de consideración, con tan mala suerte que, tras recibir una descarga de balas que le rozaron, una sola le impactó en el pecho y sus piernas se doblaron como si fueran dos troncos de goma blanda. Cayó malherido en una zanja, cerca de un pequeño pueblo de Zaragoza, pero tuvo suerte. De una casa próxima, un puñado de personas salieron a comprobar qué quedaba de sus huertos y de su tierra querida, una vez finalizados los disparos. En el prado yacían varios cuerpos desechos por las balas. En la zanja, que no era más que un corte en la tierra hecho por el agua torrencial que caía de vez en cuando por la zona, se oía el murmullo proveniente de un maltrecho y joven soldado. El padre de Olivia, Álvaro, como se le conocía en el pueblo, veterinario de profesión, sacó el lánguido cuerpo en silencio y lo depositó con mimo en una carreta vieja y destartalada. Lo condujeron a una de las casas cercanas que se alzaban, tímidamente, en una de aquellas lomas manchadas de sangre. Tenían el llanto de la guerra en sus muros y en una buena parte del tejado: miles de agujeros por donde entraba la luz del día. En su interior, una joven se encargaba de cuidar a los heridos o a los viejos de la zona. Desde ese día se enamoraron. Rogelio desfalleció en sus brazos y, cuando su padre agarró unas de las piernas del soldado y procedió a su recolocación, el chillido que emitió el joven conmovió el corazón de Olivia. El sonido seco producido por el movimiento preciso y contundente de Álvaro tuvo como resultado la derrota por el dolor más inhumano que uno puede imaginar. Fueron los verdosos ojos de Olivia los que hicieron creer a Rogelio que había, por fin, sucumbido en la guerra y entraba directo al cielo.
La cena prosperaba. El vino se descorchaba en la casa de Jorge Artiaga con demasiada facilidad. Rogelio y Olivia reían con los chismes que contaba Enriqueta. Los otros asistentes a la cena, Tomás Torres y su mujer, Rafael López, compañero de redacción de Roberto, y un familiar de estos que había venido de Francia de visita, un tal Gregorio Burgos, amenizaban con sonrisas y buenos modales una velada que podía definirse como cálida para los tiempos que corrían.
Las horas pasaron mientras los asistentes charlaban en una cena austera pero equilibrada. Más vino, menos carne. Las charlas eran afables y sobre temas tan diversos como insustanciales. Nadie se pronunciaba más de lo debido ni dejaba muy clara su postura, sus «costuras sociales», como decía Roberto. Rafael siempre era más vehemente y Jorge simpatizaba con él, pero, sin pretenderlo, cada vez que hablaban de política o el país, Enriqueta se disgustaba tanto que cortaba de inmediato la conversación con alguna tontería malsonante. Ella creía que era mejor no hablar mucho ni muy alto al respecto de ciertos aspectos. Ellos, por el contrario, abogaban por un tímido gimoteo, pues apenas se les escuchaba en la mesa. Discutían en torno a los vaivenes del régimen que los ingleses, muy infelices, habían descrito como «austero, deficiente e incorregible». Los sucesos en el exterior, más allá de los Pirineos, abrieron el debate una vez abandonaron la mesa y se pusieron cómodos en los viejos sofás con un vaso de coñac cada uno. Jorge poseía una grata colección de alcohol de colores y substancias muy diversas, todas ellas fruto del contrabando o estraperlo que era, a fin de cuentas, el motor de una economía subsidiaria de un triste gobierno dirigido por el puritanismo, el autarquismo y la usura legalizada.
—No he probado ni gota esta semana —comentó Rogelio a Roberto y a su mujer, apoyada sobre una mesa de aspecto poco seguro que crujía cada poco tiempo.
—Mejor será que sigas sin probar ni gota —reprobó Olivia adquiriendo una sonrisa complaciente y dadivosa.
—Tienes que entender, cariño, que la vida de nuestra España se ha hecho a base de vino y misa. Vino y misa diaria. Una vez desaparezca una parte de esta ecuación, algo se marchitará aquí dentro —dijo señalándose directamente al corazón, y prosiguió—. Hace poco visité Valladolid, espléndida ciudad. Me percaté del esplendor y la decadencia de nuestra humilde patria. Bajo un escudo de armas grabado en piedra y decorado con enorme suntuosidad, posiblemente de un viejo noble, creo recordar que en el mismo centro de la ciudad, un joven muy pálido dormitaba y casi sin respirar pedía limosna a todos los que pasaban por delante. Su pobreza era tan grotesca, tan severa, que el escudo que se posaba sobre su cabeza parecía palidecer por igual. Ya nadie se fijaba en la simbología, ni querían conocer a qué gran familia había pertenecido. Todos mirábamos al suelo avergonzados por la situación de aquel desvalido. Nuestra infamia era la vergüenza que sentíamos al mirarle a la cara. Esa noche no pude conciliar fácilmente el sueño, y lo peor de todo fue que, al día siguiente, el menesteroso había desaparecido. Pregunté a varios vecinos del barrio y me contaron que esa noche el joven, por fin, cayó desplomado y murió. Algunos lo decían aliviados. A otros se les percibía el dolor en la voz. Murió de hambre, de sed, de no meterse nada en la boca durante meses. Una muerte horrible. La policía lo trasladó a su cuartel y le dieron su correspondiente sepultura. En ese instante, con las campanas resonando, me percaté de que nuestro país, todo por lo que luchamos, no tiene el valor que le quisimos asignar. No lo tiene. Me sentí tan asqueado esa tarde que acorté la reunión y volví a casa cuanto antes.
Rogelio aparentaba la imagen de típico hombre maduro, chulo y prepotente, que se movía con suma destreza entre los entresijos de las corruptelas del régimen. Aunque en parte era así, su carácter se había ido domando y, a su vez, exasperando por una situación que parecía no tener remedio. Sus compañeros del regimiento nunca regresaron a por él cuando fue herido. Estuvo muerto hasta el final de la contienda según las cifras oficiales. A los meses del suceso, se presentó sin previo aviso en el cuartel más cercano, mostró sus credenciales y chapas, y pudo recibir una enorme medalla junto a otros lisiados, mutilados y tullidos. Muchos de ellos murieron a los pocos meses, solos y pobres en destartaladas casas. Él tuvo la fortuna de ser atendido y querido por una mujer que limpió sus heridas y sanó tanto su cuerpo, repleto de tajos y hendiduras, como su mente.
Rogelio era un ser pragmático, elegante y sincero. Mucho más de lo que uno podía esperar en un primer momento. Su mujer, por el contrario, era la viva imagen de la complejidad sentimental. Sus ideas sobre ciertas cosas se escondían en recónditos lugares, inhóspitos durante años para Rogelio y para todos aquellos que los frecuentaban. Era lista, poderosa, talentosa en diversas facetas, pero un enigma para la mayoría. Pocos habían accedido hasta ella. Uno de ellos era Roberto. Su atracción venía más por lo que desconocía que lo que era de sobra reconocido por ella; sus escarceos por Madrid o sus huidas a altas horas de la noche a ese París noctámbulo que bailoteaba al son de los nuevos tiempos.
Olivia respiraba con enormes bocanadas. Fumaba a escondidas. Observaba a su marido, reflexionaba sobre lo dicho y analizaba, al mismo tiempo, el semblante taciturno de Roberto, que no dejaba ni un instante de remover su frondosa copa. Este estudiaba con esmero las manos de ella, sus lánguidos y finos dedos, los anillos que circunnavegaban su piel. Desprendían algo sugerente, etéreo. Sus labios apresaban la copa con delicadeza, absorbían el oscuro líquido sin ruido. Llevaba años viéndola pasear, comprar en los mercados, reír en las angostas calles de Madrid, pero nunca la había visto tan hermosa y grácil como aquella noche. Rogelio se disculpó y fue en busca de un cigarro que necesitaba con extrema urgencia. Su alma parecía atormentada por el suceso que había recordado, y su copa, que yacía vacía en la esquina de la mesa, delataba su cansancio o la lasitud de un estilo de vida ya caduco. Su manera de hacer y ver el mundo ya no encajaba con tanta facilidad. «Un hecho irreparable», como había escrito Roberto sobre los problemas que se avecinaban. «Un error nuestro, insalvable», insistió en la columna.
—¿Cuánto hace que nos conocemos, Roberto? —preguntó Olivia mientras Rogelio se desplazaba por la habitación en busca de su cajetilla.
Los demás estaban desperdigados por la casa, en sofás y en butacas, en sus propias conversaciones. Tenían el semblante anticuado de los muebles; risas tan polvorientas como la propia casa. Enriqueta contaba sus chimes basados en esmirriadas historietas sobre amoríos y aventuras de vecinos y grandes franquistas de su tiempo.
Roberto respondió calmado, intentando disimular su tonto nerviosismo. Ocultar es un delito.
—Creo, si no me equivoco, que la primera vez que cruzamos unas palabras fue en una fiesta en ese viejo teatro que ya cerraron.
—El Teatro Aragón. —Sonrió Olivia buscando la complicidad—. Un lugar infecto, pero agradable para ver alguna comedia.
—Si te soy sincero, yo solo fui esa vez.
—¿Eres consciente de que siempre se nos intentó emparejar y nunca ha pasado nada? —Roberto calló. Bebió de su copa. Ella prosiguió—. Hemos sabido guardar las formas, y eso es bastante raro para ser quienes somos y vivir con esa fama que se nos ha asignado. Yo tengo un prestigió. —Se detuvo unos segundos—. Pero contigo lo estoy perdiendo.
—Los cotilleos han circulado siempre por este villorrio. Les doy la importancia que merecen. Incluso cuando voy falto de noticias, prefiero inventarme algo antes que narrar un chisme por narrarlo. En mi opinión no tienen validez moral alguna.
Olivia miró a Roberto con zozobra. Se había ruborizado ante la crudeza de los argumentos. Su mano derecha rodeaba la copa, mientras la izquierda palpaba una de las corroídas cortinas de la casa de los Artiaga. Parecían una pareja de advenedizos que no se conocían y tenían poco en común, aunque no era el caso. La atracción existía y era tan cierta como el humo de la habitación o el coñac que todos tomaban.
—Ser tan áspero y maleducado es parte de la profesión —dijo Olivia sin vacilar en su tono de voz.
—No creo que ser sincero sea un acto malévolo —replicó Roberto, mientras tragaba algo de saliva y bebía un sorbo de su copa.
—Con tanta sinceridad y con tanta hipocresía, este país acabará yéndose al infierno.
—Somos verdaderos profesionales en diseñar comedias enormes y dramas sangrientos. No deberíamos confiar tanto en las altas esferas, y mucho menos en las religiosas. El infierno puede ser un lugar tranquilo si lo piensas.
La voz de Roberto sonó medida y pausada, cada una de las palabras cortada por segundos de uniformidad que le proporcionaban una autoridad semejante a la que él tanto detestaba: la autoridad eclesiástica.
—Mi marido marchará toda la semana a no sé qué ciudad de Italia. No me importa. Sé que tiene amantes repartidas por toda Europa. Es fácil saberlo.
Olivia tomó aire y observó a su alrededor. Su marido yacía esparcido como un dios Baco somnoliento en uno de los grandes sillones de la casa, cerca de una reproducción de Las lanzas o La rendición de Breda, de Diego de Silva Velázquez. La falsificación era buena, y lo extraño de la composición era que las enormes y puntiagudas lanzas, que tanta fama dieron al pintor sevillano por su hermosura e inteligente composición, se hundían como sinuosos cuernos en el pelo engominado, con mucha brillantina, de su marido. Parecía un truco de magia, un efecto óptico, un trampantojo desconsiderado, pero Olivia lo percibió como un signo telúrico que le animaba a continuar su andadura prohibida.
—¿Por qué no me invitas a tomar algo y vemos si tu estupidez es fruto de los años, o solo de los libros leídos? —preguntó a Roberto mientras este parecía estar calibrando, ajustando como un artillero experimentado, sus conflictivos sentimientos.
—No creo que nadie quiera vernos juntos… —Tomó un sorbo de su copa. Percibió su autoridad, su sosiego—. Sería un acontecimiento en exceso mundano e incluso esperado por todos. Además, para tu información, no poseo tantos libros. En este país, como bien sabes, el que mucho lee acaba chamuscado en la hoguera.
—Allí es donde quiero acabar —le espetó Olivia.
Sus dedos tocaban con firmeza el borde de la copa, fina, distinguida. Ella también se sentía segura.
—¿Por despecho o por divertimento? —musitó Roberto.
—Ninguna de ellas. Nunca entenderás a las mujeres.
—Puedo intentarlo.
—Lo dudo. Se escapa de tus algarabías literarias.
—Siento que creas eso de mí. Profeso un gran respeto y una enorme admiración por tu persona.
Olivia resopló con un leve graznido fruto de una adolescencia taimada y gris. Hizo un sonido con la boca, como el de un pajarillo que pretende cantar por primera vez y apenas hace sonar una nota aguda que indica peligro. Roberto no podía resistir más la tentación de conocer a la mujer que tanto tiempo llevaba esperando. Sus ruegos secretos no podían ocultarse por más tiempo y Olivia lo había cazado —apresado sin pudor— con la consciencia como amiga. Lo había llevado a su terreno y le había tendido una emboscada meritoria. Ambos disertaron con unas copas de más y se unieron, no sin rechistar, al grupo entre silbidos juveniles. Rogelio agarró a su mujer y la sentó en su regazo. Roberto sucumbió ante el sofá principal, desplomándose por el agotamiento al que había sido sometido. No pararon de mirarse durante las horas que pasaron en la casa de los Artiaga. Unas miradas punzantes, delatadoras de un mundo secreto que no todos estaban dispuestos a revelar. Ellos ya habían tomado su propia decisión.
4. La habitación
Atrapados, recluidos como reos de unas pasiones desmesuradas y excedidas, agotados tras una larga noche y una mañana exigua, Roberto y Estela dormían como dos enormes bestias reposando a la entrada de su gruta. Atentos incluso cuando el sueño parecía dominar el ambiente. Fatigados por tener que medir sus gemidos, sus inclinaciones, sus delirios. Delatados por las arrugas de unas sábanas que parecían indicar las huellas de los amantes que no piensan más que en ellos mismos.