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A Norma,
mi musa, mi compañera,
el amor y la mayor conquista de mi vida.
Índice
Agradecimientos
Prólogo
Introducción
Se hizo la luz
Ámbar y magnesia
Rayos
Y la energía se hizo pedazos
Emisiones y transformaciones
El átomo parchado
Buena onda
La eminencia gris
Dúo dinámico
Las manos en la masa
Referencias
Agradecimientos
Muchas personas me apoyaron para escribir este libro; en vez de mencionarlas a todas con riesgo de omitir a alguien, prefiero aprovechar para agradecer especialmente a un trío fundamental para mi carrera como divulgador:
Toño (Antonio Villarreal): creaste un Museo en que jugué de niño y ahora, además de darme empleo, me permite ser totalmente feliz con mi profesión. Por si eso fuera poco, entre muchas otras enseñanzas, me iniciaste en el gran valor de la historia para la ciencia y su divulgación.
Octavio Campuzano: me invitaste a ser divulgador cuando yo ni siquiera tenía muy claro de qué se trataba eso. Además, lograste hacerme entrar a un mundo fascinante cuando pusiste en mis manos el primer texto que leí sobre la historia de la teoría cuántica, el cual me inspiró a escribir este libro.
Tita (Bertha Michel): hace doce años que me ayudaste a involucrarme en la divulgación escrita, con la paciencia de guiarme a lo largo de mis primeros esfuerzos. A la par de eso, me motivaste a leer de verdad; algo fundamental para cualquiera que se quiera poner a escribir. Te la jugaste conmigo cuando muy pocos creían en mí, me diste oportunidades, consejos y estímulos que me han ayudado a llegar a ser quien soy en la divulgación. Gracias por todo esto; gracias por ayudarme a revisar, corregir y mejorar significativamente este libro; gracias por hacer el prólogo pero, sobre todo, gracias por ser Athos, Gandalf y Rutherford para mí.
Prólogo
Desnudar un átomo es una tarea ardua. De hecho, desnudar cualquier cosa requiere, cuando menos, de una buena dosis de audacia..... y mucho, mucho cuidado. Hay quien arranca los atuendos sin mayor delicadeza, y aunque el objetivo de develar el misterio se cumpla, la experiencia no es siempre placentera. A pesar de que a menudo se olvide —especialmente cuando se escribe sobre ciencia—, el arte de contar historias tiene que ver con el placer, aún antes que con la transmisión de conocimientos. Entonces, desnudar átomos conlleva, por lo menos en este libro, un proceso de seducción.
El contador de historias tiene en sus manos un montón de eventos, es su responsabilidad ordenarlos y exponerlos de manera que formen un mundo que uno quiera conocer; cuando, además, escribe sobre historias reales, el trabajo se puede complicar, ya que la realidad no siempre nos presenta su trama de novela.
La mayoría de los historiadores, llevados por un afán de exactitud, se limitan a exponer hechos y fechas del modo más escueto posible. El contador de historias no puede darse ese lujo, pues las historias necesitan de ciertos condimentos para hacerse apetecibles. No se trata de inventar hechos o fantasear con el pasado, sino de una particular visión del Universo que lo hace amable —es decir, digno de ser amado—, con sus vueltas y revueltas, con sus bondades y sus defectos.
Átomos al Desnudo nos ofrece un paseo a lo largo de la historia de la ciencia, deteniéndose concretamente en los sucesos que construyeron la imagen que hoy tenemos de los componentes fundamentales de la materia.
Este es un libro sobre conquistas y descubrimientos, un libro de aventuras que se adentra en las fronteras de lo inédito, nos lleva a parajes inexplorados e ilumina misterios de territorios desconocidos. También es un libro de ciencia o, para ser más exactos, de historias de la ciencia.
Los aventureros y exploradores que aquí encontrarán no son precisamente el estereotipo de los que uno se encuentra en los relatos; no transitan por el mundo armados hasta los dientes, ni se enfrentan a innumerables peligros en selvas exuberantes o yermos congelados. Sus escenarios cotidianos son laboratorios y oficinas, si acaso los jardines de una universidad. Y no pelean más que contra un solo monstruo: la ignorancia.
Si no se lo imaginan por el nombre, aquí hay un protagonista que sobresale a todos los demás: el átomo. Aunque supusimos su existencia desde hace mucho, mucho tiempo, los entresijos de su forma y su comportamiento permanecieron ocultos para todos. Así pues, esta es la historia del átomo. O mejor, es la historia de cómo hombres y mujeres se dedicaron a escarbar en el corazón mismo de la materia hasta desnudar sus más íntimos secretos.
Esto no es cosa nueva —me dirán—, hay como chorrocientos mil libros acerca de ello. ¿Qué hace que este sea especial? Ante todo, aquí se nos ofrece la historia filtrada a través de los ojos de un escritor verdaderamente enamorado de aquello que se gesta alrededor del hecho científico. Acostumbrados como estamos a ver a los hacedores de la ciencia como sujetos lejanos, aislados del mundo que los rodea, es refrescante un tipo de lectura que, sin pomposas pretensiones, nos los presenta como seres de carne y hueso, con vida más allá del laboratorio y el centro de investigación.
Los científicos de este libro, desde Newton hasta Feynman, se despeinan, se pelean, se enamoran, engañan y sorprenden; son esencialmente humanos y el retrato que nos encontraremos aquí nos hará apreciarlos más allá de sus contribuciones científicas.
Para profundizar, hay que hablar del autor. Miguel García es un divulgador de la ciencia con una enorme experiencia, lo cual puede resultar paradójico, puesto que es una persona muy joven, pero se ha dedicado a ello desde los 15 años. Durante su carrera, ha participado en actividades de divulgación de la ciencia con decenas de miles de niños y jóvenes, a los que ha tenido que mantener entretenidos en talleres, juegos y conferencias; esto, en sí mismo, representa un entrenamiento intensivo para un contador de historias.
Toda esa práctica se refleja en el libro cuando nos cuenta, desde su muy particular punto de vista, los ires y venires del trabajo científico que rodea el descubrimiento de la estructura y el comportamiento interno del átomo. La voz de Miguel tiene la extraordinaria cualidad de hacernos compartir su entusiasmo; con su tono desenfadado, se las arregla para hacernos partícipes de cómo ve él a sus científicos. Y los ve siempre con optimismo y benevolencia. Benevolencia, no como una complicidad ciega con todo lo científico, sino —parafraseando a Antonio Machado— con la voluntad de ver la bondad en el trabajo de los que pueblan estas páginas.
De lo que Miguel a lo mejor no se ha dado cuenta, es que un libro, y la forma de escribirlo, es también un retrato del autor; así que a medida que los lectores vayan pasando las hojas de este volumen y se enteren de los amores secretos de Marie Curie, de las aventuras extramaritales de Schrödinger o de la afición a los bongós y los clubes de strippers de Feyman, también podrán echar un vistazo al interior de un hombre genuinamente interesado en compartir el conocimiento científico. Los que conocemos a Miguel desde hace tiempo sabemos que es una experiencia que vale la pena.
Introducción
Imagina que te invitan a la casa de uno de los científicos más grandes y reconocidos de la historia, ganador del Premio Nobel y quién sabe cuántos reconocimientos más. Estás encantado de la vida por la oportunidad de conocerlo y platicar con él por unos instantes, saber cómo vive, cómo piensa e incluso qué cosas nuevas está haciendo. Tantas ideas importantes en tu cabeza se pierden en un instante, todo se va por un tubo con una sola imagen. Al cruzar la puerta de entrada no puedes creer lo que ves: clavada en un muro junto a la entrada encuentras una herradura.
¡Santos protones! Algo anda mal, no puede ser que Niels Bohr sea un supersticioso. En cuanto lo encuentras tienes que sacar el tema a colación, una duda como esa no puede quedarse en tu cabeza. Te acercas al gran hombre y le dices: «Profesor, no pude evitar notar que usted tiene una herradura para la buena suerte en su casa, ¿acaso usted cree en esas cosas?» Voltea hacia ti y esboza una leve sonrisa antes de responder: «No te equivoques, no creo en esas cosas, pero me han dicho que funcionan aunque uno no crea en ellas».
Interesante situación, ¿verdad? Cuenta la anécdota, tirando a leyenda, que algo así le ocurrió a un visitante en casa de Bohr. Probablemente estos hechos jamás ocurrieron pero el relato nos sirve para ilustrar un punto importante de la física cuántica, dedicada al estudio de objetos tan pequeños que no es posible observarlos directamente. Con frecuencia, los cálculos predicen cosas tan descabelladas que ni sus autores las consideran reales, pero —con todo y eso— hacen funcionar sus teorías. El investigador puede no creer en ellas pero, a pesar de ello, dan resultado.
Así le pasó a Max Planck con la cuantización de la energía y a Murray Gell–mann con los quarks; ni ellos mismos creían del todo en las predicciones hechas por sus trabajos. Más adelante entraremos en los detalles de cómo se le presentaron las cosas a cada uno, pero por ahora les puedo decir que otras personas tuvieron que ofrecer demostraciones —teóricas y experimentales— para ratificarles la validez de sus propias propuestas, o sea, tuvieron que venir pruebas exteriores para que los incrédulos autores aceptaran que sus teorías se acercaban muy bien a explicar el comportamiento de la naturaleza.
Y es que, aunque la ciencia parece la pura verdad, en realidad no todo es tan absolutamente cierto como parece. Los científicos no descubren la esencia del funcionamiento de la naturaleza de forma directa, sino que constantemente construyen propuestas para explicar diferentes fenómenos naturales.
La clave para un buen investigador radica en desarrollar ideas que ayuden a dar buenas explicaciones, las cuales podrán estar vigentes hasta que lleguen propuestas mejores que, a su vez, serán sustituidas por otras más efectivas, en un proceso interminable. No podemos pensar que se están descubriendo conocimientos definitivos; parafraseando a Paul Feyerabend, la única verdad absoluta en la ciencia es que en la ciencia no existen verdades absolutas. Aunque esto suena a contradicción, la base esencial para construir conocimiento científico es que todo puede ser cambiado o mejorado. Nada se encuentra establecido para siempre.
Diantre. Después de siglos de trabajo, de miles de científicos quemándose las pestañas, de preguntarse un montón de cosas y dar lo mejor de sí para encontrar respuestas, ¿puede ser que la ciencia no haya llegado a la verdad?
Precisamente ese es el punto: no hay una verdad a la cual llegar. No hay un conocimiento esencial que simplemente podamos buscar, sacar de su escondite y mostrar a todos para cubrirnos de gloria. Lo que existe es la realidad física, la ventana por la que nos asomamos a la naturaleza. También encontramos nuestro esfuerzo por conocerla y explicarla. Hablando a muy grandes rasgos, de eso se trata la ciencia. Con ayuda de nuestra imaginación desarrollamos ideas para explicar lo que sucede; buscamos entender diferentes fenómenos y hacer predicciones. Entonces, no nos limitamos a conocer lo que ha pasado, también se busca saber lo que vendrá. Por ejemplo, la Ley de Gravitación Universal de Newton explica —entre otras cosas— el movimiento de los planetas alrededor del Sol; justifica las posiciones que de ellos hemos observado pero también nos ayuda a saber dónde estarán en el futuro.
Con las predicciones, además de proveer cierto conocimiento y control sobre los fenómenos a nuestro alrededor, las teorías nos permiten verificar qué tanto sirven para explicar las cosas; al comparar el pronóstico y lo que sucede en la práctica, se puede establecer la efectividad de la idea.
Volviendo a la gravedad, si al observar los planetas su posición no coincidiera con lo que nos dice la teoría, tendríamos que hacer cambios en ella. Esto puede conducir a una revisión de posibles errores en los cálculos o a un cambio total de las ideas, el cual deja atrás el planteamiento original. En todo caso, una característica muy buena de la ciencia es que —salvo pocas excepciones— las teorías que no funcionan tienden a descartarse de forma natural.
Las ideas más efectivas son siempre las que prevalecen. Poco a poco son aceptadas y sirven como base para explicar más cosas, para hacerse más generales. Se considera que una teoría es mejor entre más fenómenos se explican con ella. Esa fue una de las grandes victorias de la gravedad: explica desde la caída de los cuerpos en la Tierra hasta el movimiento de la Luna e incluso la formación de galaxias.
Pero los científicos son insaciables, capaces de arreglar hasta lo que no está descompuesto. Puede darse el caso de que ya exista un planteamiento bastante bueno para explicar y predecir lo que sucede, pero llega otro mejor —más exacto, completo o sencillo— y lo reemplaza parcial o totalmente.
Si bien la Ley de Gravitación de Newton fue ama y señora de las explicaciones del movimiento planetario por más de 200 años, la Teoría General de la Relatividad de Einstein ha demostrado ser más exacta. Para los objetos muy grandes —o sea, de planetas para arriba— la relatividad es la nueva reina. Sin embargo, la gravedad newtoniana sigue siendo útil para estudiar los fenómenos que podemos observar en la Tierra.
Vemos que no importa lo buenos o profundos que sean los conocimientos alcanzados en relación con algún aspecto del comportamiento de la naturaleza, siempre habrá personas que busquen ir más allá. Nunca de los nuncas se puede considerar la ciencia como una obra terminada.
Por si fuera poco, la información a nuestro alcance no es de primera mano, la naturaleza no entrega los datos directamente: se limita a inspirarnos; su comportamiento con nosotros es como el de una linda dama: nos estimula a acompañarla y conocerla pero nunca se entrega completamente.
Podríamos decir que la persona dedicada a la ciencia está enamorada de la naturaleza, o al menos de un aspecto muy específico de ella. El científico se le entrega con una visión muy superficial de su realidad, poco a poco va acomodando sus ideas para entenderla mejor y, finalmente, si tiene suerte, termina por conocerla a fondo y aceptarla tal cual es.
Siempre existe el riesgo de que llegue alguien que le hable más bonito —o sea, plantearle mejores preguntas, conocerla mejor— para crear una idea más exacta de cómo funciona y predecir con mayor exactitud su comportamiento. Quien tiene tal logro se convierte en la persona más cercana a la naturaleza en el aspecto específico estudiado.
Richard Feynman (un científico del que hablaremos a fondo más adelante) relató en sus conferencias una gran historia en este sentido. Resulta que Arthur Eddington, uno de los científicos que descubrieron de dónde viene la energía con la cual las estrellas nos mandan radiación (o sea, luz, calor, ultravioleta, etcétera), se encontraba con su novia un día después de que le «cayó el veinte» de que la energía procede de procesos nucleares. Ella dijo: «mira qué bonito brillan las estrellas» y él contestó: «sí, y en este momento soy el único hombre en el mundo que sabe por qué brillan». Aunque quizá la frase no obtuvo el impacto romántico esperado, la expresión no deja lugar a dudas del singular orgullo causado al científico por su cercanía con la naturaleza: la sentía suya.
Pero el mejor candidato no siempre se distingue de manera automática, ni es elegido directamente por la naturaleza. Aunque la realidad física generalmente pone todo en su lugar, con frecuencia los «enamorados predilectos» (digo, los investigadores más acertados) son determinados por la misma comunidad científica.
Normalmente las batallas por lograr el reconocimiento de la autoridad científica son tanto o más encarnizadas que las que buscan la preferencia romántica. Y no es de extrañar, con tanto en juego. Van de por medio años de trabajo, así como la credibilidad y estabilidad académicas de todas las personas involucradas. Hay debate y argumentación, pero también entran grillas, descalificaciones y hasta referencias familiares. En la guerra y en el amor todo se vale; a la hora de buscar el reconocimiento, la ciencia pareciera la combinación de la guerra contra la teoría rival y el amor por la naturaleza y su conocimiento.
Ahí tenemos el caso de Ludwig Boltzmann, un físico vienés del siglo XIX que le apostó todo a la teoría atómica cuando aún no era del todo aceptada. Aunque la mayoría de los químicos ya daban por hecho la existencia de los átomos como unidades indivisibles de los elementos que forman todas las sustancias conocidas, para muchos físicos se trataba de una idea sacada de la manga sin ningún sustento.
Hay que aceptar que en ese entonces realmente no había pruebas para corroborar la existencia de los átomos. Eso no le importó mucho a Boltzmann, él estaba convencido de sus ideas y trabajó muy duro para hacerlas funcionar. En su planteamiento se consideraba que todas las cosas están hechas de moléculas, partículas pequeñísimas que a su vez son formadas por grupos de átomos. Las propiedades de los objetos a nuestra escala —el aire dentro de un globo, agua en un vaso o cualquier cosa que se les ocurra— serían resultado del movimiento de las moléculas. Por ejemplo, entre mayor fuera su energía cinética (movimiento) sería mayor la temperatura del objeto.
Pero eso parecía complicar mucho las cosas. De acuerdo a la mecánica clásica, para predecir el comportamiento futuro de las cosas tendría que saberse lo que va a ocurrir con cada una de las moléculas que las conforman. ¡Habría que estudiar miles de trillones de partículas! Eso llevaría la vida entera de un ejército de científicos.
Ah, pero don Ludwig no era ningún tonto: se dio cuenta de que podía realizar el trabajo de forma estadística. No habría que conocer los datos específicos de cada una de las moléculas, sino que era posible sacar conclusiones válidas a partir de su comportamiento promedio. Sería algo parecido a lo que hacen las compañías de seguros para establecer los costos de sus pólizas: toman datos promedio de millones de personas en vez de tratar de predecir lo que sucederá en cada caso individual. De esta manera, Boltzmann empezó a obtener resultados muy interesantes para factores como volumen, presión y temperatura de un sistema.
Pues resulta que a muchos físicos no les gustó la propuesta estadística/atómica de Boltzmann. Las críticas a su trabajo no se hicieron esperar, obligándolo a dedicar mucho tiempo y energía para defenderse. Para acabarla de fregar, uno de sus principales detractores, Ernst Mach, trabajaba con él en la Universidad de Viena. Mach era un positivista de hueso colorado: según él, solamente era posible creer lo que se podía ver, y por aquel entonces no había forma de ver o detectar los átomos. Para él no podían existir, y lo hizo saber con brutal franqueza.
Desde antes, Boltzmann era propenso a las depresiones —incluso se dice que era bipolar— y los diferentes ataques a su trabajo acabaron de hacerle la vida de cuadritos. Así, con la combinación de su agobio académico y desequilibrio emocional, acabó por suicidarse el 5 de septiembre de 1906; se ahorcó mientras estaba de vacaciones en la ciudad de Duino, en Italia. Murió sin recibir el reconocimiento que merecía y sin saber hasta qué grado —como veremos en el cuarto capítulo— su trabajo, enriquecido con los aportes de Max Planck y Albert Einstein, ayudaría a cambiar nuestra forma de ver la materia y la energía.
Afortunadamente, no todos los enfrentamientos científicos son tan duros o dramáticos, pero generalmente demandan un gran esfuerzo por parte de los investigadores; preparándose para enfrentar estas situaciones, dedican mucho tiempo a recopilar datos de su área para apoyar las ideas con que quieren explicar las cosas. Revisan su trabajo una y otra vez antes de publicarlo porque nunca existe una garantía de éxito para una teoría específica. No hasta que se pone a prueba.
Actualmente existen muchos planteamientos científicos bastante interesantes pero que, aunque en teoría no parecen tener fallas, aún no pueden comprobarse en la práctica. Esto sucede porque no han logrado hacer predicciones o las que han hecho no pueden ser medidas de modo suficientemente preciso con la tecnología actual.
A final de cuentas, por muy bonita que sea una idea para explicar tal o cual fenómeno, si los datos no cuadran a la hora de contrastarla con la realidad, el planteamiento debe cambiar. No importa si la teoría era simple y elegante, o si a todos les gustaba; tampoco importa si incluía un regalo sorpresa; se debe de acomodar de acuerdo con los resultados y no al revés. De otra forma, acabaríamos «cuchareando» la información y las ideas planteadas no explicarían la realidad.
Afortunadamente para la ciencia, los científicos se han hecho mucho mejores para estudiar la realidad que los hombres para estudiar a las mujeres. Las predicciones se han hecho cada vez más profundas, específicas y precisas. Esto también puede ocurrir porque actualmente tenemos más científicos activos que todos los que existieron antes en la historia, ¡juntos! Tenemos todo un ejército indagando al Universo en sus diferentes escalas, adentrándose cada vez más en las intimidades de la realidad. Además, se cuenta con los aportes de todas las personas que alguna vez se han enamorado de la naturaleza. Con tantos hombres y mujeres metidos en un estudio tan profundo, hemos logrado un amplio conocimiento de las cosas.
Vista desde afuera, la ciencia pareciera un gigantesco monumento, prácticamente terminado e inmutable. Da la impresión de que una vez que alguien logró meter un tabique en él ya estará ahí para siempre y no será alterado. Nada más lejano de la realidad. En cualquier dirección que volteemos, las teorías están siendo revisadas, completadas, profundizadas o de plano reemplazadas.
Por todos lados, la ciencia sigue siendo una obra inconclusa y, en vez de acercarnos a terminarla, nos damos cuenta de que falta más por hacer. Pero, ¿cómo puede ser esto posible?, si la ciencia nos ha ayudado a explicar un sinfín de fenómenos y a construir un sistema tecnológico espectacular. Ha avanzado tanto y, ¿cada vez nos falta más por hacer? Bueno, en un sentido estricto no es que falte más por hacer, sino que entre más aprendemos nos enteramos que hay más detalles por develar, más aspectos que desentrañar y más fenómenos extraños que explicar.
Cuando Sócrates dijo «Solo sé que no sé nada»; no fue un acto de humildad, quiso establecer cómo al saber tanto se daba cuenta de que su conocimiento no era nada comparado con todo lo que era posible conocer. Parafraseando al escritor Terry Pratchett, cada vez que se descubren cosas nuevas se amplían los límites de la ignorancia. Precisamente eso ocurrió cuando los físicos empezaron a adentrarse en el mundo del átomo a inicios del siglo XX. Nos abrieron las puertas a un mundo fascinante y mostraron que había un gran número de cosas en sus entrañas de las que no teníamos la más mínima idea. Además, conforme se conoció su interior un poco mejor, el átomo se convirtió en uno de nuestros aliados más útiles para el desarrollo de tecnología. Al estudiarlo junto con las partículas que lo componen, hemos podido «conquistarlo» y lograr que sirva a nuestros propósitos. Así se han creado dispositivos como la televisión, el transistor, el láser, la celda fotoeléctrica, el led, el teléfono celular, la cámara digital y los reactores nucleares, por mencionar algunos.
Parece, entonces, que ese átomo es todo un estuche de monerías; resulta lógico preguntarnos a quién se le ocurrió la genial idea de investigarlo. La inspiración viene de hace mucho tiempo, tanto que entonces no había medio alguno para realmente estudiar un objeto tan pequeño. Hace más de 2,400 años, en Grecia, Demócrito pensó que debería existir algo tan pequeño que ya no pudiera dividirse: el mentado átomo. Según su planteamiento, habría diferentes tipos de estas partículas, las cuales darían forma a todas las cosas que conocemos. Fuera de los átomos solamente existiría el vacío.
Además de que en su época no existía la tecnología para obtener información empírica al respecto, Demócrito era teórico y ni siquiera intentó indagar de forma práctica sus interesantes concepciones. Realmente, solo estaba especulando, adivinando. La idea quedó como un planteamiento interesante pero que no parecía tener una aplicación concreta.
El aporte fue retomado hace poco más de doscientos años en Inglaterra. A inicios del siglo XIX, John Dalton le dio nueva vida a la teoría atómica con el apoyo del trabajo de dos químicos franceses: Lavoisier y Proust. El primero había conseguido recopilar importante información para identificar las sustancias que no podían ser descompuestas en otras más sencillas: los elementos. Proust estableció que todos los compuestos cuentan con proporciones bien definidas de los elementos que los conforman. Dalton usó una idea sencilla para explicar la Ley de Proust: los elementos debían de estar formados por partículas indivisibles. Como todo estaría hecho de estos bloques fundamentales, se encontró una gran semejanza con las ideas de Demócrito y se les llamó átomos. De esta manera, como dice Jorge Flores (destacado físico nuclear mexicano), «Dalton logró la unión de Demócrito con Lavoisier».
Aunque los átomos llegaron para quedarse, les duró poco el gusto de ser fieles a la definición que les da nombre. Casi 90 años después de su «reaparición», JJ Thomson demostró que es posible dividirlos: en su interior se encuentran unas partículas miles de veces más ligeras, las cuales recibieron el nombre de electrones.
Luego —en 1912— llegó Rutherford y descubrió que el átomo tiene un núcleo diminuto. Estableció que tiene partículas con carga eléctrica positiva a las que llamó protones. Unos veinte años después, su alumno James Chadwick descubrió unas partículas sin carga que también se encuentran en el núcleo: los neutrones. En la década de 1930 parecía que estas tres partículas (protones, neutrones y electrones) serían los nuevos átomos. Pero la cosa no paró ahí. Años después se formó la familia de los leptones con el descubrimiento de dos hermanos más pesados del electrón; el muón y el tau.
Además, vendría Murray Gell–mann a decirnos que los protones y neutrones tampoco son partículas fundamentales, sino que están hechos de unos componentes más pequeños, los quarks. Se trata de partículas muy «sociables» que nunca están solas, generalmente los encontramos de tres en tres. Hasta la fecha se han identificado seis «sabores» de quarks, los cuales tienen nombres que no son muy originales pero resultan fáciles de recordar: up (arriba), down (abajo), top (cima), bottom (fondo), charm (encanto) y strange (extraño).
Aún hay más. Hasta ahora parece que toda la materia conocida está formada por quarks y leptones. Sin embargo, en condiciones de muy altas energías apareció un nuevo «personaje» que ha sido una abundante fuente de inspiración para la ciencia ficción: la antimateria. Resulta que cada una de las partículas antes descubiertas tiene su antipartícula y que, al encontrarse unas con otras se aniquilan, dejando solamente energía detrás de ellas.
Hoy en día, los datos obtenidos nos hacen creer que los quarks y los leptones, así como sus antipartículas, son indivisibles; sin embargo, no se trata de algo definitivo. En realidad no tenemos la tecnología para darnos cuenta si hay algo más. Ni siquiera podemos establecer con precisión el tamaño de las partículas conocidas. Como diría Bertha Michel (mi patrona, Directora del Museo de Ciencias de la Universidad Autónoma de Zacatecas): solamente sabemos que «son tan pequeños que no sabemos qué tan pequeños son». Lo más pequeño que nuestra tecnología puede medir es 1x10–18m (0.000000000000000001 metros, o sea la billonésima parte de la millonésima parte de un metro), y sabemos que los quarks y los leptones son más pequeños aún, pero no sabemos qué tanto.
Realmente no es posible saber si el asunto va a parar ahí o podremos indagar más, descubrir que estas partículas están hechas de otros componentes. Cada vez que la ciencia logra aprender algo sobre la estructura de la materia, nos planteaamos más preguntas de las que responde; nos damos cuenta de que lo que creíamos que era el fondo de las cosas es solamente un paso más para llegar a quién sabe dónde.
La recapitulación acerca de lo que se sabe de la estructura de la materia ha sido rapidísima; es como saber el marcador de un encuentro deportivo sin poder ver las mejores jugadas a ambos lados de la cancha. Faltan muchos elementos para agarrarle sabor al asunto: tener una mejor idea de la forma en que se acomodan las partículas fundamentales, así como de qué manera hemos logrado conocerlas y aprovecharlas.
También están ausentes muchas de las personas que desarrollaron ideas para explicar el comportamiento de algo que no vemos ni podremos ver nunca. Falta meternos en el lado humano de la ciencia atómica, conocer más de quienes se dedicaron a estudiar la composición de la materia, saber cómo trabajaban e incluso los chismes a su alrededor. Y es que sus vidas no solamente fueron fascinantes desde el punto de vista científico, también tuvieron grandes emociones y divertidas historias que bien merecen ser compartidas.
Finalmente, no podemos dejar de lado un gran motivo para acercarnos al átomo: sus aplicaciones. Por la forma en que realizamos el recorrido —desde las primeras ideas de Demócrito hasta el conocimiento de los quarks y leptones—, no nos detuvimos a explicar la utilidad de cada hallazgo. A lo largo de las siguientes páginas también ilustraré para qué sirven hoy en día muchos de los descubrimientos atómicos.
Venga pues, vamos a embarcarnos en un recorrido para acercarnos a lo que podríamos llamar la vida de la ciencia del átomo, sus anécdotas y los aspectos en que sus productos han cambiado para siempre nuestra forma de vivir.