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INTRODUCCIÓN

 

 

La Iglesia, como todas las obras divinas, se fundamenta en la confianza. El hombre, cada hombre, ha sido redimido por Jesucristo, por lo que Dios ha establecido con él una relación muy particular. A la debilidad del hombre pecador, responde Dios con abundancia de perdón y misericordia.

A través del bautismo, el cristiano es incorporado a Cristo, a su amor y a su benevolencia. Ese sello marca la nueva alianza de Dios con su nuevo Pueblo. La Iglesia como nuevo Pueblo de Dios acoge en su seno a sus hijos en la confianza de Dios y les imparte los sacramentos y la doctrina recibida de Jesucristo.

El amor infinito de Dios por sus criaturas se derrama abundantemente. Todos los días Dios estrena su amor, con toda su gracia y su perdón. Perdona y olvida, y por tanto, confía. Del mismo modo la Iglesia acoge a sus hijos pecadores y santos.

Si Dios ha confiado en nosotros y nos ha hecho hijos suyos es que está dispuesto a perdonarnos e introducirnos en una relación paterno filial, eterna, inconmensurable. Este modo nuevo de relación marca un estilo de vida y de llamada. A la hora de la relación divina y humana, Dios siempre ayuda y el hombre siempre puede arrepentirse y regresar a su Padre.

En esa confianza —ya expresada en la Escritura, en la Tradición apostólica y en el Magisterio de la Iglesia— han vivido los cristianos su fe y su trato con Dios a lo largo de la historia.

Los Padres de la Iglesia usaron el término confianza en el sentido del fiduciam habere de la Escritura: «En la cuarta vigilia de la noche vino [Jesús] hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos caminando sobre el mar, se turbaron y decían: “Es un fantasma”; y llenos de miedo empezaron a gritar. Pero al instante Jesús comenzó a decirles: “Tened confianza, soy yo, no temáis”» (Mt 14, 26-27). Es decir, se trata de la confianza que ponen en Dios los creyentes.

Asimismo, la confianza de Dios y sus hijos y de los hijos con Dios, se expresa en la virtud de la caridad. Cuando Jesucristo resumió su doctrina, lo hizo proclamando el mandamiento del amor: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» (Io 13, 34-35). La confianza con Dios y entre los cristianos, expresada mediante la caridad y la entrega mutua, es y será el punto de partida para la construcción de la Iglesia hasta el final de los tiempos.

Como recordaba santo Tomás, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la supone, la sana y la eleva. De ahí que la primera escuela de la confianza sea en el trato con Dios. De Él aprendemos a confiar y a amar aunque ha veces le fallemos o seamos débiles. La segunda escuela tiene lugar en el seno de la familia: allí nuestros padres nos enseñan a perdonar, a confiar en la corrección de las personas, a saber esperar.

El siguiente espacio privilegiado de la confianza es la amistad; con los amigos se comparte la vida, el descanso, las aficiones y el trabajo. Aprendemos a pasar por alto las conductas que no ha estado a la altura y ofrecemos otra oportunidad.

Finalmente, en la construcción de la sociedad resulta imprescindible la confianza. Cuando se otorga a todo el mundo, aumentan las posibilidades de sufrir una decepción; pero aun así no debe resquebrajarse, aunque seamos defraudados; la prudencia y la generosidad pueden enseñarnos el modo de lograrlo.

Algo falla en nuestra sociedad, cuando sustituimos el apretón de manos con el que se cerraba un contrato en Castilla por un intrincado sistema de contratos con cláusulas interminables.

Es interesante constatar que el término latino fiducia se traduce por confianza. De ahí viene el derecho fiduciario, la regulación de unas relaciones contractuales especiales, que no se basan en la estricta justicia sino en la confianza en las relaciones humanas.

Se suele decir que aquí convergen tres elementos fundamentales: la ilusión, el acto de voluntad y, finalmente, un conocimiento previo. Los tres se muestran en el trato con Dios: es ilusionante que Dios confíe en mí y yo en Él. El deseo de Dios de amar a cada hombre y confiarle sus designios, se ve correspondido por la aceptación de la voluntad divina y el impulso de hacerla propia. Y, finalmente, el conocimiento de Dios a través de la fe y de la Escritura nos proporciona esa información previa.

El caso de la familia es también paradigmático: al madurar vamos siendo conscientes de cuánto nos han ayudado nuestros padres y hermanos; nos alegra sabernos queridos y decidimos corresponder. Por otra parte, como sucede en toda relación interpersonal, la confianza se otorga con familiaridad, y necesita apoyarse en la verdad. De ese modo, la confianza educa. Es más, es imprescindible para alcanzar un desarrollo armónico.

De todas formas, cada uno es consciente de su propia fragilidad. El hombre nace con el pecado original y, aunque haya sido borrado con el bautismo, no elimina algunas heridas evidentes en nuestra naturaleza: la ignorancia en la inteligencia, la malicia en la voluntad y la debilidad en el apetito irascible y en el concupiscible. Por eso, como decía el sociólogo Luhman, «la confianza debería ser la regla y la desconfianza la excepción»[1].

Confiar aunque podamos ser defraudados es transmitir la confianza que Dios deposita en las almas. «La confianza es una fuerza creadora de primer orden, idónea para convertir al ser a quien se dedica en efectivamente digno de crédito, pues le hace responsable»[2].

Solo sobre ella se puede construir la verdadera paz y la convivencia humana. Así lo afirmaba Peirefitte: «La sociedad de confianza es una sociedad en expansión, ganador-ganador (si tú ganas, yo gano); sociedad de solidaridad, de proyecto común, de apertura, de intercambio y comunicación»[3].

Su necesidad es urgente en un mundo cada vez más global. Las distancias Norte-Sur, los conflictos étnicos, raciales, religiosos y culturales, son barreras a superar.

En el ámbito del ecumenismo, para lograr que todos los creyentes se reúnan bajo un solo pastor, se precisa ante todo la confianza. Como recordó tantas veces Juan Pablo II, hay que propiciar un clima que posibilite la ansiada unidad de los cristianos y de todo el género humano «de tal manera que, superada la incomprensión y la desconfianza recíprocas y vencidos los conflictos ideológicos por la común conciencia de la verdad, pueda ser para el mundo entero un ejemplo de convivencia justa y pacífica en el respeto mutuo y en la inviolable libertad». (Juan Pablo II, Enc. Slavorum Apostoli, n. 30).

Así pues, es necesario confiar más no solo en Dios, en la familia, en la amistad, sino también en la vida social, política y religiosa, y esforzarse para avanzar en conocimiento mutuo y en el análisis histórico de las causas de las desconfianzas, con el fin de superarlas y alcanzar un entendimiento y aprecio mutuos.

La historia del pensamiento muestra que solo puede alcanzarse este objetivo mediante la categoría humana y la profundidad de pensamiento. De hecho, las relaciones familiares con Dios y entre los hombres son claves para la categoría personal, así como la construcción diaria de una personalidad abierta a la verdad y al amor.

En las siguientes páginas mostraremos brevemente algunos sucesos de la historia de la Iglesia donde la confianza o su ausencia configuran la trama fundamental. La historia es maestra de vida y de ella podemos aprender grandes lecciones. Ella enseña a confiar en Dios cuando el horizonte parece cerrado por la persecución, o cuando la incomprensión se hace patente y obstinada. También podemos constatar, de la mano de la historia, cómo los cristianos han atribuido al Evangelio la capacidad de llenar de sentido a hombres de todas las razas y culturas. Otras veces percibimos la desconfianza ante el pecador, más aún si se trata de un hereje que puede arrastrar a muchos. Asimismo, ponemos en Dios toda nuestra confianza en momentos de carestía, y confiamos en salvarnos a pesar de nuestras miserias.

Este libro recorre diversos momentos históricos, pues el recuerdo es clave. También lo es en nuestra vida personal: sabernos amados, considerar de nuevo la esperanza con la que Dios, nuestros padres y amigos confiaron en nosotros, en nuestra rectificación, en nuestro espíritu de lucha. Y regresar a la historia para contemplar y aprender de otros momentos de dificultad. Todo contribuirá a superar las dificultades.

La confianza mira hacia el futuro, pero tiene como motor el pasado. De hecho la historia personal y la de los hombres son buena parte del cimiento de la esperanza.

 

José Carlos Martín de la Hoz

Madrid-Split, julio 2011

 

[1] N. LUHMANN, Confianza, ed. Anthropos, Madrid 1996, p. 156.

[2] J. B. TORELLO, Psicología abierta, ed. Rialp, Madrid 1998, p. 22.

[3] A. PEYREFITTE, La sociedad de la confianza, ed. Andrés Bello, Barcelona 1996, p. 16.

1. EL APOCALIPSIS Y EL MILENARISMO

 

 

Desde los comienzos de la Iglesia, los primeros cristianos confiaban en que alcanzarían la salvación si seguían a Jesús. Si buscaban a Dios y cumplían su voluntad en todo, las demás cosas quedarían entonces en segundo plano, pero orientadas hacia ese objetivo.

Con la seguridad de poseer la confianza de Dios Padre, las dificultades y contrariedades de la jornada alcanzaban así un sentido en el plan providente de Dios para cada persona. San Pablo lo expresaba gráficamente: «Pues sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» ( Rom 8, 28).

Así, el día de la Ascensión, mientras Jesús envió a sus discípulos por el mundo entero, les prometió que estaría con ellos hasta el final de los tiempos. Como muestra la literatura de la primitiva comunidad cristiana, siempre experimentaron la compañía de Dios y aún con más claridad en la persecución y en el martirio.

La venida de Jesús al final de los tiempos y el juicio final les hacía perseverar por amor en cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Así les había enseñado el Señor: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9).

Es fácil de constatar cómo la escatología fue tema habitual de predicación por parte de los pastores de la Iglesia. Así lo manifiestan los Hechos de los Apóstoles, como en las Cartas Apostólicas. San Pedro escribía a los fieles: «Pero hay algo, queridísimos, que no debéis olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 Pet 3, 8-9).

El horizonte escatológico, lo que sucederá al final de los tiempos, es abordado por san Juan en el último libro del canon de los libros divinamente inspirados. El Apocalipsis es la gran revelación de Dios sobre Cristo y la Iglesia, y lo que acaecerá al final, y sostendrá a los cristianos en las pruebas y dificultades, mientras esperan el fin de los tiempos.

Como todos los libros sagrados, también este debía ser leído en el conjunto de la Escritura santa y en la Tradición. Pero, también, de modo personal: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y observan su contenido, porque el tiempo está cerca» (Apc 1, 3). De ese modo todos debían contemplar a Cristo: «Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el Omnipotente» (Apc 1, 7).

El libro contiene dos partes claramente diferenciadas: en primer lugar, el autor se dirige en forma de carta a las siete iglesias (Apc 1, 4-3, 22), es decir, a los cristianos agrupados en torno a los obispos del Asia Menor, y también a los cristianos de todos los tiempos. En ellas se resumen los errores que debían ser rectificados por los primeros cristianos, y las tentaciones habituales de una comunidad eclesial: el enfriamiento de la primitiva caridad, los pecados personales, las persecuciones y las herejías que irán surgiendo en su seno. A la vez, se subrayaban los medios perennes para vencerlos: vivir para Dios, buscar la santidad de vida y la caridad.

La segunda parte agrupa las visiones escatológicas de lo que acaecerá al final de los tiempos (Apc 4, 1-22, 15): Dios aparece en su gloria y desde allí dirige los destinos del mundo y de la Iglesia, se desatan las persecuciones finales y se alcanza la salvación: Dios aparece como justo y veraz (Apc 21, 7); el poder creador y su amor infinito le llevarán a Dios a restaurarlo todo (Apc 21, 5); Dios, como juez universal e inapelable (Apc 1, 7), vencerá al mal definitivamente. La figura de Cristo Redentor reina mediante su muerte en la cruz (Apc 1, 7) y su lucha contra Satanás se produce en la historia (Apc 20, 7).

La finalidad del libro es, por tanto, prevenir a los cristianos de las pruebas a las que se verán sometidos, y también anunciarles los peligros que surgirán para la fe y consolarles durante la persecución mediante la esperanza.

San Juan utiliza un lenguaje profético y escatológico, mediante imágenes de Ezequiel y de la literatura Apocalíptica, que florece en Judea desde el siglo II a.C., en la línea de las usadas por san Pablo en su segunda carta a los Colosenses.

Como el resto de obras dirigidas a sostener la confianza en Dios a lo largo de la historia de la Salvación, el Apocalipsis se referirá a los problemas habituales subrayando la palabra divina a favor de sus escogidos. Ahí radica la esperanza y la confianza: en el amor de Dios, que es fiel a sus promesas.

Antes de continuar, conviene recorrer con brevedad los tres grandes temas del Apocalipsis: la figura del Anticristo, la Parusía y el milenarismo.

 

 

1. EL ANTICRISTO

 

Se trata del adversario de Dios en los tiempos finales de la historia, ya presente en la apocalíptica judía. El antagonista de Dios es el dragón o Satanás, a través de la figura humana de un tirano perseguidor o bien mediante un falso profeta, corruptor de los hombres buenos. La palabra anticristo se cita en muchos lugares del Nuevo Testamento.

Por una parte, se presenta como una figura política. Su poder externo y su seducción, que en la segunda carta de san Pablo a los Tesaloniceses se unen en la misma figura, en el Apocalipsis se divide entre el anticristo y un pseudo profeta.

Por otra, en la segunda epístola a los Tesalonicenses, el anticristo aparece como una figura individual, mientras que en el Apocalipsis se atribuye al emperador y al imperio romano. Finalmente, en la primera carta de san Juan se muestra como una masa de anticristos.

En la Didajé figura como una contrapartida del Hijo de Dios, es decir, un corruptor con poder universal[4]. San Ireneo de Lyón, también el s. II, se esforzó en deducir el término anticristo de la cifra 666 de Apocalipsis 13, 8 y describió su apostasía y sus pretensiones de ser adorado como Dios[5].

El anticristo, por tanto, según el Nuevo Testamento, es uno o varios; es anticristológico; utiliza milagros diabólicos para arrastrar a muchos, y solo quien hace oración y penitencia puede desenmascarar su falsedad.

Su llegada tendrá lugar en tiempos de una apostasía generalizada. El anticristo es a la vez el del final de los tiempos, y también todo aquel que se opone a Cristo, la totalidad de los poderes hostiles al cristianismo y protegidos por el diablo. De ahí que las persecuciones sean su más clara manifestación: una especie de Nerón recidivo. Es decir, personajes concretos o una ideología en el más estricto sentido: sistemas cerrados de pensamiento que pretenden explicar la realidad desde fuera de la Verdad.

El anticristo y el final de los tiempos, que en el Nuevo Testamento no son más que elementos marginales de la espera en la parusía, son sin embargo dos temas principales de la apocalíptica cristiana desde el s. II. En cualquier caso en la predicación de san Juan hay una llamada a la confianza en Dios que vencerá a todos sus enemigos con su poder omnipotente.

 

 

2. LA PARUSÍA

 

Así se llama la esperanza de los primeros cristianos en la segunda venida del Señor, que quedaba en cierto modo colmada cuando lo recibían en la Eucaristía.

Parusía es un término griego que significa la venida gloriosa de Jesús anunciada por Él mismo en varias ocasiones. La incertidumbre de la fecha provocó diversas especulaciones, como el milenarismo. Otra, más simple, esperaba la llegada inminente de Jesús. Tan cercana, que sus seguidores dejaron de trabajar. Con contundencia, san Pablo les responde que quien no trabaje, no coma.

Algunos consideran esta esperanza como una traba para la vida de los cristianos. Hay paganos que acusan entonces a los cristianos de vivir esperando la llegada del mesías, desentendiéndose de la construcción de la sociedad.

Para los Padres de la Iglesia, la parusía evocaba el gran juicio universal y, por tanto, el momento de reparar la justicia divina dañada por los atropellos cometidos contra los cristianos, especialmente por los juicios inicuos y las penas de muerte. Es decir, evocaba la presencia de Dios junto a sus mártires.

La Parusía de Cristo al final de los tiempos hará que todos los hombres se conozcan a sí mismos, y tenga lugar así la separación de buenos y malos en el transcurso del juicio universal. Como ha recordado Benedicto XVI en su Encíclica Spes Salvi, en ese juicio se restañarán todas las injusticias[6]. Además, tendrá lugar la resurrección de los cuerpos, como enuncia el Credo.

Así pues, se trataba de una visión teológica de toda la historia, subrayando su aspecto trascendente y religioso. Los tiempos finales ya están incoados, en cierto modo, desde la llegada del Hijo de Dios hecho hombre en la Encarnación.

Hasta la Parusía o segunda venida al final de los tiempos hay un intervalo, cuya extensión nadie conoce: ese tiempo es una invitación constante y personal de Dios a cada hombre, y también una invitación a su respuesta libre. En ese sentido no es la misma la espera de un judío que la de un cristiano: el cristiano espera la llegada de Cristo cultivando la amistad y el amor con Jesucristo vivo; es decir tiene ya la posibilidad de amar e imitar a Jesucristo.

El desenlace final ya ha sido desvelado en la Resurrección y Ascensión de Cristo, y se está preparando a lo largo de la historia mediante la santidad, las buenas obras y los sufrimientos de los justos. Al final llegará el tiempo definitivo de Cristo y la exaltación de la Iglesia en un mundo nuevo, donde ya no habrá ni llanto ni dolor (milenio: Apc 20, 1-7).

Ese intervalo de espera es lo que denominamos historia. De ahí que para san Agustín el Apocalipsis es el final, que conecta con el Génesis: «“Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1,19). El único testigo del mundo visible es el invisible Dios, quien manifiesta su creación al hombre en la Sagrada Escritura»[7].

Así como para los paganos de los primeros siglos el mundo era eterno y no tenía fin, para San Agustín, y con él la tradición cristiana basada en la Escritura, el mundo era creado: tenía principio y fin. Dios habría creado el mundo a la vez que el tiempo. San Agustín, para probar esto, se remite a la autoridad de la Sagrada Escrituras, cuya verdad considera demostrada al haberse cumplido las profecías.

Ese tiempo perdurará hasta el final, cuando Dios cree unos «cielos nuevos y una tierra nueva» (2 Pet 13). La historia sería un tramo de tiempo que comienza en un punto y está limitado por un término, tan largo como Dios quiera, pero incomparablemente breve en comparación con Dios, que no tiene ni comienzo, ni fin[8].

Como expresaba el Apocalipsis, Cristo es Alfa y Omega (Apc 1, 8). Y añadía san Agustín: «La fe cristiana promete verdadera salvación y felicidad eternas a aquellos que aman a Dios, mientras que la doctrina de los ciclos paraliza la esperanza y el amor»[9]. La historia para los paganos era circular, todo se repetía cíclicamente, como el ciclo de la vida: nacimiento, desarrollo y muerte. Al fatalismo griego, respondió la fe en Cristo nuestro Señor. Es decir, la cruz de Cristo rompió el círculo pagano.

La tarea de la Iglesia es el anuncio y la difusión de la verdad, que se ha revelado y establecido de una vez para siempre. Se puede aceptar o rechazar; de ahí se derivarán consecuencias definitivas. Como decía Juan Pablo II en la Tertio Millenio Adveniente, la historia se podría dividir en dos partes: antes de la venida de Cristo —el mundo estaría como a tientas en busca de Dios— y después —Dios sale a nuestro encuentro y nos invita a la intimidad con Él—[10].

Respecto a la historia concreta, lo importante no sería la serie efímera de grandeza y decadencia de los imperios, sino la salvación personal de cada uno de los hombres creados por Dios a lo largo de la historia. Para Orosio, uno de los grandes historiadores cristianos de la antigüedad, la historia es historia de la salvación, porque es la historia de una raza pecadora que abusó de su libertad contra el creador[11].

Dios ha demostrado a lo largo de la historia una inmensa paciencia, pues una vez que el hombre abusó de su confianza por el pecado y el mal uso de la libertad, Dios en su inmensa benevolencia le invitó a la conversión y permitió que fuera sometido a pruebas, por las que tiene la oportunidad de arrepentirse y alcanzar la salvación.

 

 

3. MILENARISMO

 

Es natural, y no supone desconfiar en Dios, el deseo del hombre de conocer cuándo acaecerá el final de los tiempos. Ya se lo preguntaron a Jesús sus discípulos y respondió de modo evasivo (Cfr. Mt 24, 36): desconocer la fecha mueve a la vigilancia de amor.

El milenarismo es una doctrina muy difundida en el cristianismo de los primeros siglos. Según ella, antes del juicio final y del fin del mundo tendrá lugar una primera resurrección solo de los justos. Estos, por espacio de mil años, gozarán todos juntos con Cristo de felicidad y gran abundancia de todos los bienes en la Jerusalén celestial descendida sobre la tierra.

En su origen el milenarismo conectaba con la expectación mesiánica de algunos judíos que esperaban al mesías. Sus seguidores solían apelar al texto del Apc 20-21, donde san Juan relata la resurrección de los justos, su reinado milenario con Cristo y la revelación de la Jerusalén celestial, que desciende sobre la tierra brillando de oro y pedrería. San Justino comenta que había cristianos que sostenían este punto de vista, pero que otros muchos lo negaban[12]. Digamos también, que san Ireneo compaginaba el milenarismo con los siete milenios de la duración del mundo. De ese modo, el séptimo sería el del reinado de Cristo con los justos[13].

En el Apocalipsis de san Juan el milenarismo se encuadraba en un contexto de fuerte aversión a las persecuciones que llegaban desde Roma: este matiz ya no está ni en san Justino, ni en san Ireneo, para quienes el milenarismo es un dato de fe y de cultura que polemiza además con los gnósticos.

Desde Orígenes y la escuela Alejandrina decayó la interpretación literal del texto del Apc 20 y desapareció el milenarismo en Oriente. En occidente, Lactancio continuó con él, adornando la tradición pagana clásica. Con la influencia de Platón y los escritos de san Ambrosio, san Agustín y san Jerónimo desapareció la interpretación literal del milenio.

El milenarismo rebrotaría en el medievo con Joaquín de Fiore y su exégesis de la identidad de los monjes con Cristo. El año 1186 es una fecha clave en la vida del célebre abad, pues es entonces cuando estableció en sus escritos una relación directa entre las tres personas de la Santísima Trinidad y la historia de la Salvación, distribuida en tres grandes fases. Se trataba de una gran visión de la historia de la Iglesia. Así la sintetizaba el Prof. Gian Luca Potestá: «Durante un primer tiempo, el Padre se manifestó solemnemente al pueblo judío. En un segundo tiempo el pueblo cristiano ha conocido y conoce al Hijo (...); el segundo tiempo durará hasta la conversión final de Israel. Llegará por lo tanto, un tercer modelo, un populus spiritalis capaz de conocer al Espíritu a la vez que al Padre y al Hijo»[14].

Es en el período final donde Joaquín de Fiore exaltaba la misión de los religiosos: y especialmente de los cistercienses. Para el abad la Biblia estaba llena de símbolos que reforzaban su visión. Las obras de Fiore (Concordia y la Expositio) fueron entregadas a la Santa Sede en 1188 por él mismo, conminado por el papa Clemente III.

Poco tiempo después, su obra fue calificada como inútil e impropia por Pedro Cantor (discípulo de Pedro Lombardo), lo cual indica la prontitud con que fue conocida y criticada por los maestros de Teología en París y en otros lugares. Joaquín de Fiore murió en 1202 dejando sus textos sometidos al juicio de la Iglesia.

 

[4] Doctrina de los doce Apóstoles, en Padres Apostólicos, ed. Ciudad Nueva, Madrid 2000, 13, 3-4.

[5] Cfr. S. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses, ed. Ciudad Nueva, Madrid 2006, V, 25-30.

[6] Cfr. BENEDICTO XVI, Enc., Spes Salvi, n. 42.

[7] S. AGUSTÍN, De Civitate Dei, ed. BAC, Madrid 1987, IV, 29.

[8] Cfr. Ibid, XII, 10.

[9] Ibid, XII, 21.

[10] Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Ap., Tertio Millenio adveniente, n. 6.

[11] Cfr. OROSIO, Historiarum adversum paganos, libro VII, ed. Gredos, Madrid 1982.

[12] Cfr. S. JUSTINO, Diálogo de Trifón, en Padres Apologistas, ed. BAC, Madrid 1987, n. 10.

[13] Cfr. S. IRENEO DE LYÓN, Adversus haereses, V, 33-35.

[14] G. L. POTESTÁ, El tiempo del Apocalipsis. Vida de Joaquín de Fiore, ed. Trotta, Madrid 2010, pp. 123-124.