Perfil de un hombre del Opus Dei
1899-1991
José Luis Cofiño – José Miguel Cejas
Los autores desean testimoniar su más sincero agradecimiento a las numerosas personas que han hecho posible la elaboración de este libro: familiares, parientes, colaboradores, amigos y discípulos del doctor Ernesto Cofiño. Entre ellos destaca de modo especial la figura de Mons. Antonio Rodríguez Pedrazuela. Muchas gracias también a Louis Le Roy y a Javier Paredes Bordejé por sus diligentes gestiones en París.
Que tu vida no sea una vida estéril
–Sé útil. –Deja poso.
–Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
Borra, con tu vida de apóstol,
la señal viscosa y sucia
que dejaron los sembradores impuros del odio.
–Y enciende todos los caminos de la tierra
con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.
SAN JOSEMARÍA
Frente al escenario de guerra del siglo XX,
el honor de la humanidad ha sido salvado
por los que han hablado y trabajado
en nombre de la paz.
JUAN PABLO II
Alegría, cristianos,
cristianos, ¡alegría!
SAN PEDRO DE SAN JOSÉ BETANCOUR
6 de octubre de 2002
La idea de este libro surgió en 1995, cuando un periodista español, José Miguel Cejas, me hizo una entrevista para la televisión sobre la figura mi papá, Ernesto Cofiño, fallecido cuatro años antes.
–«¿Y no ha pensado nunca en escribir un libro de recuerdos?», me preguntó al terminar.
–«¡Muchas veces! –le dije–; pero necesito alguien que me ayude».
Ahí comenzó todo. Hablamos sobre un posible proyecto de colaboración, sin concretar nada, hasta que tres años después vino de nuevo en Guatemala y establecimos un plan de trabajo: yo iría escribiendo a mis hijos unas cartas sobre su abuelo, y él les daría forma literaria.
Durante los años siguientes –1999, 2000, 2001, 2002– trabajamos en el proyecto. Nuestros e-mail cruzaron el Charco en un sentido y en otro; y así, mediante el correo electrónico, nació el libro que el lector tiene entre sus manos.
Una aclaración previa. Soy profesor universitario de Ciencias, no historiador. No he pretendido hacer un estudio histórico. Dejo esa tarea a los especialistas. Estas páginas son sólo cartas de familia, que recogen esos recuerdos y anécdotas que se cuentan en la intimidad del hogar. No me extrañaría por eso que, a pesar de mi esfuerzo por cotejar los datos, haya fechas que bailen o nombres trastocados. Solicito en ese caso la indulgencia del lector.
Los caminos de Dios son imprevisibles. Presentía que el comienzo de un nuevo milenio resultaría apasionante, pero... ¡qué lejos estaba de pensar lo que iba a suceder! Nunca imaginé que, durante la elaboración de este libro, se abriría la Causa de Canonización de mi papá; que yo podría estar presente en las ceremonias de Apertura y Clausura del Proceso Informativo; y que mientras preparábamos estas páginas para entregarlas al editor, la Iglesia canonizaría a San Josemaría, Fundador del Opus Dei.
Por esa razón, he fechado este prólogo en este día histórico e inolvidable, 6 de octubre de 2002, víspera de la festividad de la Virgen del Rosario; día en que el Papa Juan Pablo II ha canonizado en la Plaza de San Pedro de Roma a San Josemaría, ante una muchedumbre de fieles llegados del mundo entero, muchos de ellos de Guatemala.
La historia –mejor dicho, la misericordia divina–, nos depara estas sorpresas, henchidas de un sentido insospechado.
Una última aclaración. No he escrito estas cartas movido sólo por el deseo de que mis hijos conozcan mejor la figura de su abuelo. En mi ánimo –y en el de Guisela, mi esposa, que ha seguido con tanto cariño estos trabajos–, pesa una razón mucho más profunda.
Este libro quiere ser, fundamentalmente, un canto de alabanza a las misericordias de Dios en nuestras vidas; y un acto de acción de gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a su Madre Santísima, la Virgen del Rosario, Patrona de Guatemala. Me emociona pensar que sale a la luz en el Año del Rosario.
Ése es el sentido más hondo y verdadero de estas páginas: dar gracias a Dios porque, en su amorosa Providencia, nos concedió el don inigualable de conocer y convivir durante muchos años, día tras día, con un santo.
José Luis Cofiño
5 de junio de 1999
Queridos Jorge, Paola y Diego:
Esta tarde, mientras regresaba a casa, tras el acto del centenario del nacimiento del abuelo, pensaba en ustedes. En 1991, cuando el abuelo falleció, eran muy pequeños: y temo que les suceda lo mismo que a mí, que perdí a mi mamá cuando tenía seis años y no recuerdo nada: ni una palabra, ni una imagen, ni un gesto siquiera.
Parece increíble, ¿verdad? Lo que sé de ella me lo han contado, o lo he visto en el álbum de fotografías y en las películas de Super-8 que filmó el abuelo. ¿Cómo es posible? Quizá su muerte fue un golpe tan duro que se me borró todo de repente.
Como no quiero que les pase lo mismo, voy a relatarles la vida del abuelo, carta tras carta, para que no le olviden nunca.
He encontrado en el desván –donde no quiero que suban, porque el suelo de madera está débil en algunas partes y se podrían caer–, muchas cosas suyas: un sombrero de copa de los felices años veinte, un salacot de los cuarenta, unos pantalones vaqueros de los ochenta... y muchos papeles, porque el abuelo no tiraba nada.
(Yo he heredado esa costumbre: guardo las cartillas del Colegio, los trabajos de la Universidad... ¡y hasta los juguetes de cuando era patojo!).
Arriba, en el desván, está su silla de montar; sus cuadernos de notas; sus diplomas, cuidadosamente enrollados y anudados con largas cintas rojas; los recortes de prensa que le interesaban, clasificados por fechas en sus correspondientes carpetas; y varios fajos de cartas escritas de su puño y letra. No es que fuera un nostálgico (al contrario: no le gustaba mirar hacia atrás, ni quedarse anclado en el pasado); era, sencillamente, un hombre ordenado que deseaba dejar constancia de los hechos.
No sé de quién heredaría esa costumbre... Desde luego, de su papá, no, y por eso tenemos tan pocas noticias de esa rama de la familia. Por lo que sé –y sé poco–, eran españoles: el primer Cofiño que vino a Guatemala era de Infiesto, un pueblecito de Asturias, un Departamento que hay en el norte de España.
Yo nunca he estado allí, pero debe de ser un lugar bien hermoso por lo que cuentan; con un mar bravío, el Cantábrico; con unos prados eternamente verdes por la lluvia y una cadena montañosa al fondo: un paisaje parecido al de la Tierra Fría. Pues bien; según mis datos, ese primer Cofiño –Pedro Cofiño–, llegó aquí hace dos siglos, en el XIX. Ése es, déjenme que lo piense... el abuelo del abuelo de ustedes; es decir: ¡su retatarabuelo!
No sé a qué se dedicaría ese buen señor, ni pienso que haya nadie que lo sepa en la familia, porque al abuelo no le gustaba trepar por las ramas de su árbol genealógico con la esperanza de hallar unas gotitas de sangre azul o un antepasado emparentado con un rey de Castilla. ¡Esas cosas no le importaban!
Sólo sé que los bisabuelos vivían en una casa que llamaban de los Leones; que tenían una finca, Retana; y una empresa eléctrica en Antigua; y que el abuelo nació en Guate a las diez y cuarto de la noche del 5 de junio de 1899, en el n° 9 del callejón de Luna. Lo bautizaron cuatro días más tarde, el día 9 de junio, en la Parroquia del Sagrario y le pusieron Ernesto Guillermo.
1899. ¿Se dan cuenta? ¡Hace casi dos siglos! ¡El abuelo era un hombre del siglo diecinueve!
Pasó los primeros años de su vida en Antigua, una hermosa ciudad con viejas mansiones medio en ruinas y templos de muros agrietados, recubiertos de yedra: lo que quedaba de aquel esplendor que se fue para siempre con el terremoto de 1541. He vuelto a leer la crónica de Juan Rodríguez, testigo del desastre. La titula «Relación del espantable terremoto que ha acontecido en las Indias en una ciudad llamada Guatemala» y en ella cuenta:
Sábado, a 10 de septiembre de 1541, a dos horas de la noche... hubo muy gran tormenta de agua de lo alto del volcán que está encima de Guatemala y fue tan súbita... fue tanta la tormenta de la tierra, que trajo por delante aguas y piedras y árboles, que los que lo vimos quedamos admirados. Y entró por la casa del adelantado don Pedro de Alvarado, que haya gloria, y llevó todas las paredes y tejados como estaba, más de un tiro de ballesta...
Aunque el abuelo fue testigo también de varios terremotos cuando era patojo, mi impresión es que tuvo una infancia feliz, de muchacho juguetón y travieso, que se divertía corriendo en bicicleta por las avenidas de Antigua, haciendo pequeñas trastadas, en medio de un silencio extraño...
Pero antes de que hablemos de ese silencio, les diré algo más de los bisabuelos. El papá del abuelo, José María, nacido en 1863, fundó una empresa de electricidad. Era «un hombre del tiempo antiguo», como decía su hermana, la tía Clarita. Su carácter se refleja en el retrato del pasillo, en el que aparece con terno negro, camisa de seda, reloj en la pechera –la moda de aquel tiempo–, pajarita y una barba afilada y picuda. Siempre me ha impresionado esa severidad, esa mirada... Los que le conocieron emplean la misma palabra: terrible.
La vida le hizo así. Luego les contaré. Tenía un temperamento indomable y un carácter fortísimo. Y su esposa, la bisabuela Clotilde, también debía de tener el suyo...
La bisabuela había nacido en 1856: es curioso; exactamente un siglo antes que yo. Por lo que cuentan, fue la viva estampa de la mujer fuerte de la Biblia, aunque los retratos que conservamos de ella den cierta impresión de debilidad: se la ve tan menudita y graciosa, tan dulce, con esa expresión que no se sabe si es de ternura o tristeza... Pero, si se fijan bien en el porte y en las manos de la fotografía en la que aparece junto al abuelo, se descubre en ella una profunda energía interior: aprieta con firmeza las manos de su hijo, como comunicándole su ímpetu y su fuerza.
Sufrió mucho. No sé cómo explicarlo. Quizá no lo entiendan... Los bisabuelos tuvieron cuatro hijos: la mayor fue la tía Eugenia; luego vinieron el tío José y el tío Ricardo, y el pequeño fue mi papá. Pero además, mi papá tuvo dos hermanas, sólo de parte de padre, la tía Maruca y la tía Clarita, a las que quería muchísimo. Y la bisabuela Clotilde acabó criando y educando a los seis, en su propia casa, sin distinción alguna, como si todos fueran hijos suyos. ¡Tenía un corazón grande!
A veces tenemos una idea equivocada de la dignidad: pensamos que la dignidad consiste en defender no sé qué puntos de orgullo irrenunciables. ¡Hasta ahí podíamos llegar!, pensamos; y nos olvidamos de que, por encima de todo, está la caridad. Ésa fue la gran lección de la bisabuela Clotilde: supo amar de verdad, y por eso, supo perdonar.
Antes de seguir adelante, dos o tres pinceladas sobre aquella época. En aquel tiempo el Presidente era Estrada Cabrera, un abogado de Quetzaltenango que había subido al poder en 1898. Habrán visto su retrato en los libros de historia: un tipo de frente poderosa con un no sé qué siniestro en la mirada, y unos bigotones enormes, caídos sobre el labio...
Al principio parecía un gobernante relativamente moderado; hasta que se produjo el atentado de la Bomba de 1907 y se descubrió quien era: un tirano. Algunos historiadores reconocen su deseo por elevar el nivel educativo del país. Otros señalan los avances que tuvieron lugar bajo su mandato, como la llegada de la línea del ferrocarril hasta Guate.
Sí; hubo algunos avances: es innegable; pero... ¡a qué precio! ¿Se necesitaban peones para construir carreteras? No había problema: se arrestaba a unos cuantos indígenas y se les obligaba a acarrear las piedras. ¿Los finqueros de la Costa buscaban braceros para levantar la cosecha de café? ¡Tampoco había problema! Escribían a un jefe político del Altiplano amigo suyo, y le pedían doscientos o trescientos mozos, a tantos quetzales cada uno.
–No; es demasiado poco; se los envío por tantos quetzales –les contestaba el jefe político, en aquellas cartas que bajaban y subían, a lomo de mula, de la montaña a la Costa.
Regateaban; y cuando llegaban a un acuerdo, decía el jefe: «Precio aceptado. ¡Envíe cuerdas!». Enviaban las cuerdas, amarraba a los indígenas y se los llevaba, encordados, a pie, como si fueran bestias, por los caminos que bajan hasta la Costa.
Esto que les cuento no es del siglo XVI, sino de comienzos del siglo XX. Ya sé que les parece una eternidad, pero no han pasado tantos años: aún deben vivir algunos hijos de aquellos hombres que fueron tratados como esclavos.
Fue una época terrible. El país estaba inmerso en un clima sórdido y policial. Las gentes vivían temerosas en medio de una red de delaciones y sospechas. Ésa era la razón de aquellos silencios extraños que el abuelo percibía en su niñez: decir una palabra de más te podía costar la vida.
Estrada gobernaba el país como si fuera su finca privada, y había organizado un entramado secreto de agentes del gobierno que le daban información sobre cualquiera a cambio de favores. No piensen sólo en policías. Esos agentes podían ser un falso amigo, un vecino, un conocido... Había orejas por todas partes; y algunos confidentes y espías se hicieron tristemente famosos, como «el Chulo» o «el de la perita»...
En ese mundo de intrigas y temores vivió el abuelo hasta su juventud. «Todos le deben algo al Presidente», se decía; y Estrada iba eliminando meticulosamente a sus opositores, uno tras otro. (A veces se trataba sólo de sus posibles opositores). Ordenaba envenenar a éste, fusilar al otro, matar a palos a un tercero; prohibía un viaje «por orden superior»; y no había quien entrara o saliera del país sin su permiso. Dirigía la prensa: «Que se publique este artículo». Controlaba el correo: «Copien la correspondencia de tal y de cual». Absolvía y condenaba a su antojo: «Vigílenme a ése»; «saquen a esos presos una horita al sol».
Granados cuenta en su cuaderno de memorias las torturas de los encarcelados: «Luis Echeverría Ávila (...) de 16 años de edad y compañero mío de colegio (...) 200 palos (...). Rafael Rodil, de 15 años (...) le azotaron las piernas desnudas (...). Rodolfo Jaúregui (...) 10 años, sufrió un castigo semejante».
El clima de terror llegó a tal punto que los historiadores afirman que en 1907, cuando el abuelo cumplió ocho años, no había en Guatemala una familia de la clase alta que no hubiera perdido a un padre o a un hijo por una denuncia, o por un intento de rebelión, imaginario o verdadero.
Nuestra familia no fue la excepción. El 30 de abril de 1907 llegó una orden presidencial a la casa de Antigua y el bisabuelo José María y su hermano, el tío Pedro, fueron encarcelados «por orden superior».
Un año después, el 23 de abril de 1908, sonó una descarga: el tío Pedro había sido fusilado junto con Ramón Palencia en la parte trasera de la iglesia de San Francisco el Grande, donde está enterrado el Hermano Pedro (*). Por oponerse al Gobierno, dijeron. Cuenta Luis Cardosa, cuyo padre compartió cárcel con el bisabuelo, que hicieron un sorteo para ver a quien mataban.
No fueron los únicos: aquel mismo día asesinaron a varios en las ruinas de la iglesia del Espíritu Santo, cerca de la alameda de Santa Lucía.
Poco después liberaron al bisabuelo que, en vista de la situación, decidió venirse a Guate con su familia, para que el Presidente comprobara con sus propios ojos que no estaba conspirando contra él.
En Antigua quedó su madre, que murió el 22 de mayo de 1910, con 69 años, dos años después del fusilamiento de su hijo. Un día tenemos que ir al cementerio de San Lázaro para rezar ante su tumba, que tiene grabadas sobre el mármol unas palabras del Salmo:
¡Sembró con lágrimas y segará llena de júbilo!
*
Sigamos con la historia de los bisabuelos. Se vinieron a Guate y se compraron una casa en el barrio de Gerona, cerca de la Aduana Central, en la Terminal de los Ferrocarriles. Pensaban que cuanto más cerca estuvieran del Presidente –que fue reelegido en 1910–, mejor podrían defenderse de un arresto «por orden superior».
Tienen que situarse con la imaginación en aquella época. Guate era mucho más pequeña que ahora; tan pequeña que a un hombre de la posición social del abuelo le resultaba imposible pasar inadvertido. La simple ausencia de un acto público se interpretaba como desafección al Presidente. Se le solía pedir que fuera padrino de boda: no hacerlo significaba una provocación.
Imagínense que nos vamos, por el túnel del tiempo, al Guate de hace un siglo... Por el Paseo de la Reforma vemos a los jóvenes cadetes, luciendo sus espadines junto a las señoras y las señoritas, que llevan faldas largas y se protegen del sol con unas sombrillas blancas. Los señores llevan bombín, guantes y corbata de plastrón: es la moda de Francia. El Paseo tiene un aire inequívocamente francés, porque Francia es el país soñado, la nación de la grandeur, y París, la capital del mundo... La moda por excelencia es «la moda de París» y los edificios que ha construido el Presidente están copiados de los Campos Elíseos, como el Asilo Joaquina, bautizado así en honor a su madre, o el Asilo de Convalecientes Estrada Cabrera.
Perviven todavía, como un recuerdo de tiempos pasados, viejas costumbres españolas: aún se celebran algunas corridas de toros y en las últimas puertas del portal del Comercio quedan ancianos que siguen hablando de las guerras carlistas, que son unas guerras que hubo en España en el siglo XIX... Es un mundo cerrado, donde muchos se conocen y se saludan al pasar. Las regatonas recorren las calles empedradas, con las cestas rebosantes de frutas de la Costa, entre cocheros de landó, mengalas de cabellos relucientes y vendedoras de melcocha, que pregonan sin cesar:
–¡Melcocha amarilla! ¡Melcocha blanca!
Ése era el mundo del bisabuelo, que aunque no participó en ningún acto subversivo, y aunque se había venido a Guate precisamente para evitar esto, acabó siendo encarcelado, acusado de no sé qué. ¡No le sirvió para nada vivir bajo la mirada directa del Presidente! ¡Todo era posible en aquel tiempo en el que se asesinaba y se torturaba al grito de «orden superior»!
No sé cuándo le encarcelaron, ni dónde le llevaron. Lo más probable es que acabara en el Callejón 2 de la Penitenciaría Central, con los prisioneros políticos; aunque pudieron encerrarlo en cualquiera de las seis cárceles que había en Guate, con la indicación de «bien recomendado». Eso significaba que los carceleros debían tratarle de modo brutal.
Pero esto son suposiciones mías, porque yo no le pregunté al abuelo más detalles sobre este asunto: sabía que era un recuerdo muy doloroso para él y que no olvidaba las visitas que hizo a la cárcel, de niño, para ver a su papá; visitas que el Presidente permitía como un «favor especial».
El bisabuelo iba contando sus días en prisión anudando las trencitas de una cobija que le dieron. Cuando le dejaron en libertad, al cabo de dieciocho meses –año y medio de angustia y de dolor– se trajo la cobija a casa.
El abuelo guardó esa cobija como si fuera una reliquia, y en sus últimos días, poco antes de morir, me la pedía. Yo le quería poner una cobija nueva; pero él me decía que no: que quería la cobija con la que se había arropado su papá en aquellos meses tan tristes, porque estaba empapada con sus lágrimas...
Los seres humanos reaccionamos ante los sufrimientos de forma distinta. A unos, el dolor los aniquila; a otros, los vuelve tercos y obstinados, duros como una roca. Eso fue lo que le sucedió al bisabuelo: se convirtió, a fuerza de padecer, en un hombre de hierro, seco, duro, terrible; en un padre tremendamente exigente en la educación de sus hijos.
Eso explica que mi papá le quisiese y le temiese al mismo tiempo; y que se distanciara algo de él en su juventud, porque cuando uno es joven no acaba de entender ciertas cosas. Con el paso de los años le fue comprendiendo, disculpó sus errores y le fue queriendo cada vez más.
A su mamá la quiso con locura. Era una mujer santa, a decir de él. La bisabuela Clotilde era muy piadosa, a diferencia del bisabuelo que, como tantos hombres de su generación, tenía una formación cristiana deficiente. Ya saben que la situación de la Iglesia en Guatemala era estremecedora, y el término no es exagerado: desde los gobiernos liberales del siglo XIX, salvo una excepción, fueron expulsados todos los arzobispos de Guatemala; confiscaron todas las iglesias y conventos; y suprimieron todas las órdenes y congregaciones religiosas menos una, las Hijas de la Caridad. Había muy poco clero; y no permitían que entrase, como regla general, ningún sacerdote extranjero.
La fe católica se mantuvo gracias a personas como la bisabuela, que la transmitió a sus hijos mediante su palabra y su ejemplo. Todos los días, sin fallar uno, iba a la Misa matutina de las cinco en la iglesia de Santo Domingo.
Ella preparó al abuelo para la Primera Comunión, que tuvo lugar el 29 de junio de 1910, fiesta de San Pedro y San Pablo, en la Capilla de la Casa Central de las Hermanas de la Caridad, donde había asistido a la catequesis. Tenía 11 años, una edad normal en aquella época. En la estampa de recordatorio, junto a un dibujo eucarístico, se lee:
El que ama a Jesús
piensa frecuentemente en Él,
de Él habla,
a Él busca,
por Él obra y trabaja.
El abuelo cursó el Bachillerato en el Instituto Nacional Central para Varones, un centro prestigioso donde se inscribían bastantes y se graduaban muy pocos. En 1901, por ejemplo, comenzaron 220 y terminaron sólo 32. No recibió ningún tipo de formación religiosa, que estaba prohibida en los centros públicos del país. Era la única escuela secundaria de Guatemala, porque los gobiernos liberales, como les he dicho, habían cerrado todas las escuelas católicas de la época colonial.
El Instituto ocupaba la sede del antiguo Seminario, que habían expoliado a la Arquidiócesis. Era una especie de academia militar, tanto por el ambiente como por la disciplina y las novatadas. El ideario era muy simple: el Presidente personalizaba la Patria, que era el Ideal Supremo.
Escribe González Villanueva que el abuelo experimentó en ese instituto «la dualidad trágica que, desde tiempos coloniales, ha impedido la unidad y la solidez de la nación. La vida familiar y social –hasta cierto punto– era una; la vida “pública”, “oficial”, era otra. Escuchó las burlas e ironías de los profesores contra la Religión; las acusaciones más graves contra la Iglesia; y fue espectador de las burlas más grotescas de todo lo que en su hogar y para él, era lo más sagrado».
¿Cómo era de estudiante? Un compañero de curso, el Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, lo recordaba como un muchacho «terrible y juguetón, inmejorable para los taztazos». Yo me lo imagino a los catorce años, lleno de vitalidad, cantando por las calles, en las famosas fiestas de Minerva...
Habrán oído hablar de esas fiestas, que el Presidente había ordenado que se celebraran el último domingo de octubre, en honor de la diosa Sabiduría, para premiar a los estudiantes al final de curso. Duraban tres jornadas enteras, con toda la pompa y el boato posible: arcos alegóricos, conciertos de música, carreras de caballos, desfiles de carros –una novedad–, partidos de football –otra novedad–, y «ejercicios calisténicos y de sport». Y por la noche, fuegos artificiales.
El país entero se detenía. ¿Se imaginan ustedes a nueve mil escolares desfilando por la Avenida Estrada Cabrera? Iban vestidos con uniformes militares y llevaban al hombro los famosos palotines, unos pequeños rifles de madera.
Estrada había hecho construir el templo de Minerva sólo para esas fiestas. Era un edificio gigantesco que imitaba a los antiguos templos griegos, con grandes columnas jónicas y un tímpano decorado con alusiones a la diosa. Llegaban los escolares al templo, tocaban los clarines, los señores se quitaban respetuosamente el sombrero, los niños presentaban armas, las niñas cantaban el himno nacional, se izaba la bandera y... comenzaban las arengas.
Y cuando terminaba de hablar el Presidente... ¡qué salvas de aplausos, qué gritos de entusiasmo, qué loas al Benemérito de la Patria, al Ilustre Mandatario, al Protector de la Juventud Estudiosa, al Pericles chapín! Luego seguían los cantos y fiestas por toda la ciudad.
¿Se imaginan al abuelo, bailando al son de la marimba y silbando las canciones que hacían furor, como La Flor del Café? Quizás a ustedes les cueste; pero yo lo veo perfectamente, danzando, alegre y feliz, en medio del bullicio que duraba casi un mes, porque las minervalias se prolongaban hasta unirse con los festejos de cumpleaños de Estrada, a finales de noviembre.
A los dieciocho años, el 10 de agosto de 1917, acabó el bachiller. Quizá planeara entrar en la Escuela de Medicina, donde, según mis datos, se habían graduado un total de ocho médicos en 1914. La cifra habla por sí sola. El director de la Escuela había sido hasta 1910 Ortega y Carrascal, una eminencia científica que, tras doctorarse en París, impartía una enseñanza preferentemente hospitalaria.
Como pueden suponer, con semejante régimen político la Medicina del país estaba poco desarrollada, y giraba en torno al Hospital General, que Ortega y Carrascal había modernizado con una zona de esterilización, un lavatorio y una sala de post-operatorio.
Pero no piensen en universidades y hospitales como los de ahora. Ni la sanidad ni la enseñanza disponían de medios materiales, ni de libertad de actuación: todas las Facultades –Ingeniería, Medicina y Farmacia, Derecho y Notariado– estaban controladas directamente por el Presidente, que consiguió que la Asamblea Legislativa bautizase en 1918 la Universidad Nacional como «Universidad Estrada Cabrera».
Y cuando el abuelo se disponía a entrar en la Universidad... un terremoto arrasó gran parte de Guate durante las Navidades de 1917-1918.
En unos instantes se vinieron abajo numerosos edificios, especialmente los que se habían construido bajo el mandato de Estrada; y para colmo de males, cuatro semanas después, el 24 de enero de 1918, un segundo terremoto derribó lo que aún quedaba en pie. Cayeron las torres de la catedral, la iglesia de San Juan de Dios y muchos monumentos importantes, como la estatua de Colón de la Plaza de Armas.
Miles de familias no tuvieron más remedio que instalarse en unos campamentos improvisados en la zona de Tívoli.
Esta catástrofe desorganizó la inmensa tela de araña policíaca que el Presidente había ido tejiendo, porque las gentes, unidas por la desgracia, comenzaron a hablar sin trabas entre sí. Era imposible tenerlo todo controlado, como antes.
La universidad se cerró. La sanidad sufrió un golpe gravísimo: varias salas del Hospital General –incluyendo la nueva sala de operaciones recién inaugurada– quedaron en ruinas. El gobierno no supo afrontar la situación. La exasperación popular fue creciendo y se perdió el miedo a hablar en voz alta. En mayo de 1919 el obispo Piñal predicó unas homilías en la iglesia de San Francisco sobre la corrupción, con críticas veladas al gobierno. El Presidente lo arrestó y acabó expulsándolo del país; pero nada volvería a ser lo mismo.
*
Y así llegamos a 1919, año en que comienza una etapa decisiva de la vida del abuelo. Tiene veinte años; lleva dos cursos sin asistir a clases. La ciudad se va reconstruyendo lentamente, venciendo dificultades innumerables. En 1918 el país sufre una grave epidemia de influenza. La universidad sigue cerrada. Para ocupar el tiempo, ha organizado en su casa un pequeño laboratorio y va estudiando por su cuenta. Pero los meses pasan, y no parece que la Universidad vaya a abrirse pronto. Se encuentra en un callejón sin salida. ¿Qué puede hacer? ¿Esperar un año, dos, tres años más? Es un periodo de incertidumbre y desconcierto.
Te parecerá increíble, Paola, pero pocos años antes se había graduado Olimpia Altuve, la primera universitaria de Guatemala, y el Presidente en persona quiso entregarle el título. Parecía algo tan excepcional que una mujer fuera a la universidad como que un hombre estudiase en el extranjero, cosa que sólo habían hecho, hasta la fecha, algunas personalidades de renombre, como el insigne doctor Rodolfo Robles.
Les cuento esto para que valoren la decisión del abuelo, que... pero no adelantemos acontecimientos. Un buen día de 1919 el doctor Arturo Gálvez Paiz, un médico prestigioso que había estudiado en París, le dijo al bisabuelo:
–Don José María: su hijo Ernesto es inteligente y es trabajador. ¿Por qué no lo envía a estudiar a Francia?
Y el bisabuelo decidió que estudiase en La Sorbona.
Junto con las posibilidades económicas, el bisabuelo tenía varias razones para tomar esa decisión. Una de ellas era la falta de una fecha concreta de reapertura de la Universidad. Y es muy posible que deseara alejar a su hijo del Presidente, que estaba cada vez más alejado de la realidad y daba ya muestras patentes de locura.
Sea por la razón que sea, el caso es que cuando el bisabuelo se lo dijo, el abuelo no se lo creía. ¡Él, con veinte años, a París! ¡Si no se había atrevido ni a soñarlo siquiera! ¡A La Sorbona, nada menos: a una de las universidades más prestigiosas del mundo! Además, iba a ir... ¡en barco!
No se rían. Un viaje en barco suponía en aquel tiempo toda una aventura, y el abuelo no había visto el mar. El viaje más largo que había hecho era de aquí a Antigua, en aquellas carretelas de mulas que tardaban diecisiete horas.
Preparó las maletas... Y aquí se abre un apasionante capítulo de su vida, que ya les contaré con calma otro día.
Con todo cariño:
Papá
(*) No imaginaba, cuando escribía estas líneas, que se cumpliría tan pronto un sueño de siglos del pueblo guatemalteco: la canonización del hermano Pedro, que fue beatificado en 1980 y ha sido canonizado en julio de 2002.
20 de agosto de 1999
Queridos Jorge, Paola y Diego:
He fechado esta carta cuando se cumple otro aniversario del abuelo. Hace poco pasé cerca de la estación Pamplona, desde donde se marchó a Francia el 20 de agosto de 1919: hoy hace ochenta años justos. No se me olvida la fecha, porque coincide con el cumpleaños de la prima Mercedes.
Toda la familia fue a la estación para despedirle. Y cuando arrancó el tren, vio, entre la humareda de la locomotora, como la bisabuela se arrodillaba y le bendecía, con la cara anegada en lágrimas.
Esa imagen estuvo siempre presente en su memoria: su mamá, de rodillas, dándole la bendición, mientras el tren se alejaba traqueteando hacia Puerto Barrios...
Se marchaba, apenado por una parte y feliz por otra: iba a comenzar la gran aventura de su vida. ¿Se imaginan? ¡Qué ilusión tendría al contemplar la Sierra de las Minas y el verdor de las montañas del Mico, de Zacapa, de Quirigua...!