Edición en formato digital: junio de 2018
Título: The Sands of Shark Island
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Alexander McCall Smith, 2016
© De las ilustraciones del interior y cubierta, Iain McIntosh, 2016
© De la traducción, Julio Hermoso
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17454-78-4
Conversión a formato digital: María Belloso
Había dos motivos por los cuales Ben y Fee MacTavish se sentían afortunados. El primero: eran alumnos del barco escuela Tobermory, un colegio que también era un barco y que navegaba por todo el mundo. Los habían enviado allí porque sus padres eran unos conocidos científicos marinos y tenían que viajar con frecuencia fuera de casa, en su submarino de investigación.
—Me temo que no hay colegios debajo del agua —dijo su padre—, ¡así que tendréis que ir a alguno en la superficie!
Fee y Ben eran gemelos; ambos tenían doce años. A Fee, sin embargo, le gustaba señalar que ella era dos minutos mayor que su hermano, y eso era importante, según afirmaba ella. «Incluso dos minutos pueden suponer una gran diferencia», decía.
A lo cual Ben —si es que la oía decir aquello— respondía: «¡Bobadas!», que era lo que solía soltar cuando a su hermana se le ocurría hacer algún comentario con el que estaba en desacuerdo. Aquel «bobadas» siempre lo decía con cortesía, por supuesto, ya que Fee y él nunca discutían y siempre estaban de acuerdo en las cuestiones más importantes, cuando no lo estaban en todo.
El segundo motivo por el que Ben y Fee se sentían afortunados era que ambos tenían buenos amigos, y todos aquellos amigos se llevaban muy bien entre sí, que es lo que la mayoría de la gente espera que hagan sus amigos.
—Debe de ser muy difícil —le confió Ben una vez a su hermana— cuando tienes un amigo al que no le cae bien otro de tus amigos. ¿Qué haces entonces?
Fee se quedó pensándolo; se alegraba de que aquello no le hubiera sucedido nunca.
—Supongo que te aseguras de verlos en momentos distintos —respondió ella—. Quizá tengas amigos de por la mañana y después amigos de por la tarde. Así, los verías por separado.
—Es mucho más fácil si todos se caen bien los unos a los otros —dijo Ben.
—Mucho más fácil —coincidió Fee.
¿Y quiénes eran esos amigos especiales de Ben y Fee?
Pues bien, en el caso de Ben era Badger Tomkins, con quien compartía camarote en la cubierta intermedia del Tobermory. Badger era un chico estadounidense que llegó desde Nueva York. Su padre y su madre tenían mucho éxito en los negocios y lo enviaron fuera a estudiar porque ellos estaban demasiado ocupados para dedicarle algo de tiempo a su hijo. A ellos les daba igual si Badger iba al colegio en Escocia, en los Estados Unidos o en Tombuctú, ya que de todos modos no lo veían casi nunca.
—Supongo que puedes ir a clase donde tú quieras —dijo el padre de Badger—. Siempre hay aviones que van a cualquier parte.
Afortunadamente para Badger, que era un marinero entusiasta, le permitieron ir a un barco escuela, y así es como acabó a bordo del Tobermory. Y le daba la sensación de que eso era, de lejos, lo mejor que le había pasado jamás.
Badger fue la primera persona a la que Ben conoció cuando se subió en el barco, y fue Badger quien se lo enseñó. A Ben le gustaba el sentido del humor que tenía su amigo y también su amabilidad. Era importante ser amable con los demás, pensaba Ben, y Badger siempre lo era. También se le daba bastante bien hacer las tareas, aunque nunca se jactaba sobre nada de lo que sabía hacer.
Después estaba Thomas Seagrape, procedente de Jamaica, donde su madre era la capitana de un pequeño barco. Thomas era una de esas personas que le caían bien a todo el mundo en el instante en que lo conocían, en cuanto se daban cuenta de que era de esos que nunca te fallan. Y estaban en lo cierto: Thomas siempre cumplía lo que decía que iba a hacer. Si prometía ayudarte con algo, allí estaría cuando hubiera que hacerlo. La gente lo valoraba mucho.
Ben y él también veían las cosas del mismo modo. Se reían con los mismos chistes, a los dos les gustaba la misma comida, y a veces se sentían incluso como si fueran hermanos. Eso siempre es una buena prueba para un amigo: ¿te gustaría que ese amigo o esa amiga fuera tu hermano o tu hermana? Si la respuesta es sí, significa que has encontrado un amigo verdaderamente bueno.
Es probable que la mejor amiga de Fee a bordo fuese una chica alta y pelirroja que se llamaba Poppy Taggart. Poppy venía de una granja de ovejas cerca de Alice Springs, justo en el centro de Australia. Nunca se había hecho a la mar antes de subir a bordo del Tobermory, pero siempre había querido ser marinera. Dado que su granja estaba tan lejos de todas partes, los padres de Poppy decidieron que, como tendría que ir a un internado de todas formas, ¿por qué no enviarla allá lejos, a Escocia, donde tenía su puerto base el Tobermory?
—Esa fue una de las mejores decisiones que han tomado nunca —dijo Poppy, a quien le encantaba estar en el Tobermory, igual que a todo el mundo.
Fee compartía camarote con ella, de manera que se veían mucho, pero también tenía otras buenas amigas a bordo, en particular Tanya Herring y Angela Singh. Tanya había empezado viajando de polizón, que es alguien que se esconde en un barco y lo descubren a bordo una vez que el barco ha zarpado de puerto. Había huido al mar después de la muerte de su madre, porque la habían enviado a vivir con unos tíos muy crueles que la obligaban a trabajar en su residencia para perros. Aunque el padre de Tanya seguía vivo, siempre estaba en la mar, y Tanya no tenía forma de contactar con él salvo a través de sus horribles tíos. Sin embargo, ella tenía la esperanza de que algún día se cruzasen sus caminos. Afortunadamente, le permitieron quedarse a bordo del Tobermory cuando la descubrieron, ya que había sido de gran ayuda al cuidar de Henry, el perro del capitán, cuando se rompió una pata.
Angela Singh era un poco tímida en ocasiones, pero estaba aprendiendo a descubrir su valor y esperaba llegar algún día a ser tan valiente como los demás. A Fee le caía bien porque siempre estaba encantada de ayudar y en un segundo plano. Hay gente que es un poco avasalladora y siempre quiere estar al mando de todo cuanto sucede. Angela no era así en absoluto, y Fee valoraba esa cualidad en su amiga.
De manera que allí se encontraban todos juntos, un grupo de amigos que recibía sus clases a bordo del Tobermory, que ahora se dirigía de regreso a puerto, un lugar llamado también Tobermory, que es la principal localidad de la isla escocesa de Mull. Mientras el barco se aproximaba a la costa, todos comenzaron a hablar sobre los planes que tenían para los próximos días de vacaciones.
—Voy a tener que quedarme a bordo —dijo Badger bastante triste—. Mis padres me han enviado un mensaje. Tienen reuniones importantes y creen que será mejor que me quede en el barco en vez de regresar a casa.
Ben frunció el ceño. Por lo que él había oído sobre los padres de Badger, aquello era típico en ellos. Siempre estaban demasiado ocupados para prestar mucha atención a su hijo, a quien le encantaría verles más si ellos encontraran algún momento para él en sus ajetreadas agendas.
—¿Y no te sientes solo? —le preguntó—. Al fin y al cabo, las vacaciones duran dos semanas enteras, y eso es mucho tiempo para quedarte solo.
Badger se encogió de hombros.
—Quizá esté todo muy silencioso —dijo—, pero no voy a estar absolutamente solo, ya sabes. Poppy no va a marcharse hasta Australia solo para dos semanas, y también está Tanya, que no tiene un verdadero hogar al que regresar. Nos quedaremos los tres a bordo. Y, por supuesto, estará Henry; él también se queda.
—¿Y qué pasa con Thomas? —preguntó Fee—. ¿Se va a volver a Jamaica?
—Se quedará con una tía en Londres —respondió Badger—. Le parece muy bien. Me ha contado que es una gran cocinera y que prepara el tipo exacto de comida jamaicana picante que a él le gusta. Dice que se lo pasa muy bien con ella y con sus primos.
Poppy, que estaba en la zona inferior, acababa de llegar a la cubierta con Tanya.
—¿De qué habláis? —preguntó Poppy.
—De las vacaciones —respondió Badger—. Le estaba diciendo a Ben y a Fee que me quedaré a bordo, igual que haréis Tanya y tú.
—Es cierto —dijo Poppy—. Podemos hacernos compañía los unos a los otros.
Ben se llevó a Fee aparte.
—Escucha —susurró—, ¿no podemos preguntarles si quieren venir a casa con nosotros?
Fee metió hacia dentro los carrillos. Ben sabía que su hermana siempre hacía eso cuando pensaba las cosas con mucho detenimiento.
—¿Y bien? —insistió Ben.
Los carrillos de Fee regresaron a su posición normal.
—¿Y qué nos dirán ellos?
Ben sabía que, cuando Fee decía «ellos», estaba hablando de sus padres. Siempre los llamaba de ese modo.
—Se lo podemos preguntar.
—Pero estarán en alta mar, ¿no crees?
Ben miró su reloj. Le habían regalado por su cumpleaños un reloj náutico que mostraba todo tipo de información, incluido el movimiento de las mareas y la profundidad del agua, algo muy útil cuando buceas. Aquel reloj también le mostraba el día del mes que era, y eso le permitía saber dónde estaría el submarino de sus padres.
—Ahora estarán frente a las costas de Irlanda —dijo él—. Van de regreso a Escocia. Nos iban a recoger en Tobermory cuando terminara el trimestre de clases..., que es mañana, ¿no?
Fee tuvo una idea.
—Podríamos llamarles por radio —sugirió—. Podríamos preguntarle al señor Rigger si podemos utilizar la sala de radio.
A Ben le pareció que era una magnífica idea, pero señaló que tenían que hacer una cosa más antes de tratar de ponerse en contacto con sus padres.
—Tenemos que preguntarles a Badger y a los demás si quieren venir con nosotros. No podemos darlo por sentado.
—Muy bien —dijo Fee—. Vamos a hacer eso.
Ben y Fee habían mantenido aquella conversación entre susurros; ahora regresaban con sus amigos.
—Se nos ha ocurrido una idea —anunció Ben, que le dio un empujoncito a Fee—. Pregúntaselo tú, Fee.
Fee cogió aire.
—No tenéis que decir que sí —empezó diciendo—. Si la respuesta es no, solo tenéis que decirlo... No nos ofenderemos.
Poppy parecía confundida.
—¿Preguntarnos qué?
—Eso —dijo Badger—, ¿cuál es la gran pregunta?
—Nosotros..., es decir, Ben y yo... —comenzó a decir Fee.
—Vamos —la animó Poppy—. ¡Ve al grano!
—Muy bien —dijo Fee—. La pregunta es esta: a vosotros, y me refiero a ti, Poppy, a ti, Badger, y a ti, Tanya, ¿os gustaría venir a pasar las vacaciones con nosotros?
—En lugar de quedaros a bordo —añadió Ben.
A Poppy se le abrieron mucho los ojos.
—¿Lo decís en serio? —preguntó.
—Por supuesto —dijo Fee.
Poppy no vaciló.
—Entonces, la respuesta es sí. ¡Y un millón de gracias!
—A mí también —dijo Badger—, me gustaría aceptar la oferta.
—Y a mí también —dijo Tanya—, me encantaría ir con vosotros.
—Entonces se lo podemos preguntar a nuestros padres. Iré a hablar con el señor Rigger para que nos deje usar la sala de radio.
El señor Rigger enseñaba artes del mar: el arte de navegar, de mantenerse a flote y no hundirse. Era un hombre amable, con un bigote muy famoso, uno de los bigotes más conocidos de los mares. El bigote se movía con la brisa y proporcionaba una manera fiable de saber en qué dirección venía el viento. Esto es algo que los marineros tienen que saber para poder orientar las velas de tal forma que consigan el mayor empuje posible para el navío.
También se encontraba al mando de la sala de radio y daba clases sobre cómo utilizarla, de manera que, cuando Ben le preguntó si podía tratar de ponerse en contacto con sus padres, el señor Rigger le sugirió que se uniesen todos los demás para que pudiera servir también a modo de lección sobre el uso de la radio.
La sala de radio era el lugar preferido de Ben en todo el barco. Le encantaba el aspecto que tenían el equipo, los diales y las luces, los interruptores y botones. Se quedó mirándolo detenidamente mientras el señor Rigger se situaba de pie junto al aparato; detrás de él se encontraban Poppy, Badger, Tanya y Fee, que también observaban con atención.
—Bien —dijo el señor Rigger desde detrás del hombro de Ben—. Se enciende pulsando aquel interruptor de allí. Hazlo tú, Ben.
El niño lo hizo tal y como le habían dicho, y en el acto se encendieron unas luces en el panel frontal del aparato. Ben había memorizado la frecuencia de la radio de sus padres, así que giró uno de los diales para colocarlo en el sitio exacto.
El señor Rigger estaba impresionado.
—Muy bien, por el momento —dijo—. Ahora, comienza tu retransmisión.
Ben respiró hondo. Había leído algo sobre la forma de hablar cuando utilizas una radio, pero no siempre resultaba sencillo recordarlo. Se inclinó hacia delante y dijo al micrófono:
—¡Llamando al Explorador del Fondo de los Mares! Llamando al Explorador del Fondo de los Mares.
Explorador del Fondo de los Mares era el nombre del submarino de sus padres; con un poco de suerte, estarían en la superficie y podrían oír la llamada, o, si se encontraban sumergidos, llevarían extendida su antena submarina especial.
El señor Rigger sonrió.
—No tan bien, Ben.
Ben se ruborizó e intentó averiguar en qué se había equivocado.
El señor Rigger miró a los demás.
—¿Ha visto alguien el error que ha cometido?
Fee levantó la mano.
—¿Sí, Fee? —dijo el señor Rigger.
—No ha presionado el botón para retransmitir —respondió con una mirada de reproche hacia su hermano.
Ben bajó la mirada al suelo. Su hermana tenía razón: se le había olvidado lo más elemental que hay que hacer cuando hablas por radio. Era un error flagrante.
—Eso es —dijo el señor Rigger—. Y también se le ha olvidado decir quién es. Siempre debes decir quién eres. Siempre. —Se volvió hacia Ben—. Inténtalo de nuevo, Ben.
Badger miró a Ben con aire comprensivo. Todo el mundo comete errores, pensaba él, y quería decírselo a Fee, pero aquel no era el momento.
Esta vez, Ben presionó el botón con tanta fuerza que casi lo rompe.
—Con cuidado —dijo el señor Rigger.
Ben comenzó a hablar:
—Explorador del Fondo de los Mares —comenzó—. Explorador del Fondo de los Mares, Explorador del Fondo de los Mares. Aquí el Tobermory, Tobermory. Cambio.
—Bien —lo felicitó el señor Rigger—. Siempre hay que acordarse de decir «cambio» para que la otra persona sepa que le toca hablar.
Se hizo un silencio. Por el altavoz se oyó el leve sonido de un crujido estático, el típico ruido que haces al arrugar una bolsa de papel. Y después se oyó una voz en respuesta, aún lejana pero con bastante claridad.
—Tobermory, Tobermory, Tobermory —dijo la voz—: aquí el submarino Explorador del Fondo de los Mares, Explorador del Fondo de los Mares. Les recibimos alto y claro. Cambio.
Fee estaba emocionada.
—¡Esa es mi madre! —exclamó.
Acto seguido, Ben volvió a hablar, le explicó que sus tres amigos iban a quedarse a bordo durante las vacaciones y le preguntó si podían ir con ellos. Cuando terminó, se produjo una pausa al otro lado de la comunicación.
—Por favor, di que sí —susurró Fee, aunque su madre no podía oírla.
La radio volvió a crujir y a activarse.
—Tobermory, Tobermory —dijo la señora MacTavish—. Por supuesto que pueden venir. Os recogeremos mañana a los cinco, en Tobermory. —Y después, para poner fin a la conversación, añadió—: Corto.
Ben estaba a punto de decirle adiós a su madre cuando el señor Rigger se lo impidió.
—No hables nunca después de que la otra persona ha dicho «corto». Significa que se ha terminado, «adiós», «hasta luego», au revoir, sayonara. No digas nada después de que alguien ha dicho «corto».
Ben asintió con la cabeza. Miró a Badger, que estaba sonriéndole. Después miró a Tanya y a Poppy, que también le sonreían, las dos.
—Nos lo vamos a pasar fenomenal —dijo Ben.
—Está bien —dijo el señor Rigger—, pero recordad que son solo dos semanas. Después regresaréis aquí y zarparemos hacia el Caribe. Allí aprenderéis mucho, ¿sabéis? Hay unos vientos muy fuertes, ideales para la navegación a vela. Y las islas también son muy interesantes. Habrá mucho que hacer.
Ben asintió. Estaban deseando que llegara aquel viaje, en especial Thomas Seagrape, que era de Jamaica y ya les había estado contando lo cálidas y azules que eran las aguas allí, y qué deliciosa era la sensación de la arena entre los dedos de los pies en aquellas playas extensas. Volver a casa en vacaciones con sus amigos sería divertido, pero el Caribe —pensaba Ben— sería más divertido aún. Tenía unas ganas tremendas.
Al día siguiente, el final del trimestre de clases quedó señalado por un discurso del capitán en la cubierta superior, delante de toda la escuela y los profesores del Tobermory. Los discursos del capitán nunca eran muy largos, y siempre decía más o menos lo mismo. Aquel día, sin embargo, todo el mundo lo jaleó de manera rotunda, tal era la energía de las emociones que había en el ambiente.
—Todos os habéis ganado estas vacaciones —dijo el capitán Macbeth—. Después de tres meses de duro trabajo y esforzada navegación, tenéis derecho a disfrutar de un pequeño descanso. Sin embargo, no debéis olvidar lo que habéis aprendido en este trimestre, y, sobre todo, ¡acordaos de ser amables con los marineros de agua dulce!
Aquello provocó una carcajada. Los «marineros de agua dulce» eran las personas que nunca se hacían a la mar, gente que asistía a escuelas normales y corrientes, en tierra firme.
A continuación, el capitán entregó unos cuantos premios a las personas que lo habían hecho especialmente bien. Uno de los premios fue para Bartholomew Fitzhardy, a quien solían considerar el marinero más diestro de todo el barco. Era un miembro popular de la escuela que se había pasado parte del último trimestre en la enfermería, recuperándose de unos forúnculos infecciosos, y todo el mundo lo celebró cuando recibió su premio, un libro sobre navegación. Después vino el premio de navegación con las estrellas para Amanda Birtwhistle, miembro de la cubierta intermedia, donde Ben y Fee tenían sus camarotes. A Amanda se le daba asombrosamente bien determinar la posición del barco según las estrellas, y aquella era la tercera vez que se llevaba el premio, y se lo merecía.
Sin embargo, el premio más celebrado fue el que concedieron a Tanya. Era el Premio Almirante Nelson, que siempre se otorgaba a la persona que había tenido el mayor acto de amabilidad en todo el trimestre. Tanya lo recibió por ayudar con el tratamiento de la pata rota de Henry, y a la mayoría de la gente le pareció que se merecía el premio con creces.
Sin embargo, no todo el mundo pensaba así. Tres miembros de la escuela pusieron cara de pocos amigos cuando Tanya avanzaba para ir a recoger su premio, incluso uno de ellos la abucheó entre dientes, aunque no llegó a oírlo el capitán. El cabecilla de este grupito era William Edward Hardtack, el impopular primer delegado de la cubierta superior, y sus dos amigos, igualmente desagradables, eran Geoffrey Shark, ampliamente conocido por su crueldad y por su peinado, que guardaba un notable parecido con la aleta de un tiburón, y Maximilian Flubber, a quien se le movían las orejas siempre que decía una mentira, lo cual sucedía con cierta frecuencia. Estos tres se burlaban de cualquiera que recibiese un premio, aunque existía la creencia generalizada de que a ellos también les encantaría ganar uno.
—Tendría que haber un premio para el más espantoso —dijo Poppy—, y todos sabemos quién se lo llevaría: William Edward Hardtack.
Hardtack, que se encontraba cerca, la oyó.
—Te he oído, Pelos de Zanahoria —le dijo muy bajito—. Ya te pillaré uno de estos días. Tú ándate con cuidado.
Llamar a Poppy «Pelos de Zanahoria» por el hecho de que fuese pelirroja era algo típico de Hardtack, que siempre se esforzaba por que se le ocurriese algún apodo hiriente para los demás. A Poppy no le preocupaba, por supuesto, y se lo tomó a broma sin más, pero había otras personas a las que les molestaban tales insultos.
Y había también otras personas a las que les atemorizaría la amenaza de Hardtack de «pillarles». Siempre estaba amenazando con «pillar» a la gente. Poppy era más que capaz de cuidar de sí misma, pero podría ser algo distinto para alguien que se sintiese más vulnerable.
Cuando terminó el capitán, bajaron los botes de permiso —unos pequeños botes de remos que se utilizaban para trasladarse a tierra— para llevar a todo el mundo desde el Tobermory al pueblo de Tobermory propiamente dicho, donde el barco estaría anclado durante las vacaciones. Desde allí, llevarían a la gente en dos grandes autobuses que cruzarían en ferri hasta Escocia antes de recorrer el camino hasta la estación de Fort William, donde o bien los recogerían sus padres o se subirían a un tren que los llevaría a casa.
Cuando todos se marcharon, solo quedaron a bordo los profesores y el grupo de amigos de Ben y Fee. Los cinco alumnos aguardaron de pie en la pasarela, con el petate a su lado, hasta que llegara el Explorador del Fondo de los Mares.
—Espero que no se hayan olvidado de nosotros —dijo Fee, nerviosa.
—Por supuesto que no se han olvidado —la tranquilizó Ben—. Nunca nos han fallado, Fee.
No tuvieron que esperar mucho. Una media hora después de que todo el mundo se hubiese marchado a tierra, Poppy gritó que había visto moverse algo en el mar no muy lejos de donde estaba anclado el Tobermory.
Los demás corrieron a unirse a ella ante la barandilla y a mirar hacia donde Poppy señalaba. ¿Sería una ola más grande aquella perturbación en el agua, o quizá una foca juguetona, u otra cosa? Era otra cosa. Una silueta oscura ascendió lentamente debajo del agua y, en un empujón final, emergió a la superficie con una cascada de espuma que generó el agua desplazada por la torre de mando.
—¡Son ellos! —exclamó Ben—. ¡Es nuestro submarino!
Se dirigieron hacia el sumergible en la balsa de goma que Fee y Ben habían traído consigo cuando se unieron al Tobermory. Era un poco pequeña para ellos cinco con sus petates, pero se las arreglaron para caber, y las aguas tranquilas de aquella mañana hicieron que el trayecto fuera bastante fácil. Al subir a bordo del submarino, saludaron con la mano para despedirse de la enfermera, que estaba en la cubierta del Tobermory con el cocinero, su marido.
—Que tengáis unas buenas vacaciones —gritó la enfermera desde el barco.
—Lo haremos —contestó a voces Poppy, a quien se le daba muy bien proyectar la voz en los espacios abiertos.
Había aprendido a hacerlo en los desiertos del interior de Australia, les contó una vez.
—Cuando no tienes nada a tu alrededor en kilómetros y kilómetros —les dijo—, aprendes a gritar. La verdad es que nadie se molesta en usar los móviles en los desiertos del interior de Australia; gritamos sin más. La gente suele oírte.
La madre de Ben y Fee les dio a todos la bienvenida a bordo y los ayudó a bajar los petates por la escalerilla de la torre de mando. Después, cuando todos se encontraban bien seguros a bordo y la balsa de goma quedó desinflada y guardada, les enseñaron los camastros en los que dormirían en el viaje a Glasgow. El trayecto duraría más de un día entero, ya que los submarinos de investigación no están diseñados para ir tan rápido, y habría peces y otra vida marina que observar por el camino. Una vez en Glasgow, el submarino quedaría amarrado en el puerto, y todos se marcharían a pasar las dos semanas de vacaciones en el pequeño pueblo donde la familia de Ben y Fee tenía su hogar.
Fee presentó a los tres invitados a sus padres, y todos se estrecharon la mano.
—Estamos encantados de que podáis pasar las vacaciones con nosotros —dijo el padre de Ben—. Ben y Fee nos han hablado mucho de vosotros en las postales que han estado enviando a casa.
La señora MacTavish miró su reloj.
—Bueno, si todo el mundo está listo —dijo—, creo que deberíamos irnos. No sé si habréis desayunado ya, pero tenía pensado servir unos huevos fritos en cuanto nos pusiéramos en marcha.
Ben miró a Fee con cara de culpabilidad. El cocinero había preparado un buen desayuno para todo el mundo aquella mañana, pero a él siempre le gustaban los huevos fritos de su madre, y estaba deseando que sus amigos los probaran.
—Aunque ya hayáis comido algo, no veo por qué no podéis desayunar dos veces —dijo el señor MacTavish—. Con un segundo desayuno, puedes tomarte lo que se te olvidó comer en el primero.
Nadie le discutió aquello, y cerraron la escotilla del submarino. Acto seguido, entre una densa nube de burbujas, el navío comenzó a sumergirse bajo la superficie. Ante el ventanal de observación, los tres invitados —Poppy, Tanya y Badger— miraban fascinados mientras el Explorador del Fondo de los Mares comenzó a deslizarse por el agua. Qué diferente era todo allí abajo. Unos peces grandes pasaron nadando sin prestar atención a lo que pensaban que sería otra criatura marina, una ballena, quizá; las algas se mecían en un baile elegante en el agua, como las ramas de los árboles con el viento; incluso llegaron a ver cangrejos que correteaban de lado allá abajo, en el lecho marino.
Media hora después, la señora MacTavish sirvió unos huevos fritos. Estaban tan deliciosos como olían, y todos los devoraron. Después, todos ellos se turnaron a los mandos del submarino, mientras Fee les explicaba el uso de los controles. No permanecerían sumergidos en el agua durante todo el viaje, les contó ella, dado que el submarino se desplazaba más rápido en la superficie, como cualquier otro barco.
Recorrieron un buen trecho, y a última hora de la tarde se encontraban ya a la altura de la punta norte de la isla de Jura, una pequeña isla montañosa frente a las costas de Escocia. Y allí fue donde sucedió algo alarmante. Fue de ese tipo de cosas que te hacen sentir frío por dentro cuando las recuerdas más tarde. Fue de ese tipo de cosas que te hacen despertarte por la noche con un sudor frío, solo de pensar en ello. Y sucedió bastante rápido y sin que nadie estuviese preparado para ello, igual que tantas cosas de ese tipo. Esto es lo que ocurrió.