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MACHADO LECTUS

Ant Machado Libros

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HISTORIA DE LA CONQUISTA DE PERÚ

William H. Prescott

Traducción de

Rafael Torres Pabón

William Hickling Prescott nació el 4 de mayo de 1796 en Salem, Massachusetts, y murió de un paro cardíaco en su casa de Boston el 29 de enero de 1859. Está reconocido como uno de los historiadores norteamericanos más renombrados, principalmente por sus escritos sobre el imperio español.


Sus obras más destacadas, además de esta Historia de la conquista del Perú, son: Historia de la conquista de México (A. Machado Libros, 2004), The History of the Reign of Ferdinand and Isabella the Catholic (1837), The Life of Charles the Fifth after His Abdication (1856), y completó solo los tres primeros volúmenes de su The History of the Reign of Philip the Second (1855-58).

Número 3

EDITA A. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
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© de la traducción: Rafael Torres Pabón

© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-179-2

Índice

Prefacio


LIBRO I. Introducción. Visión general de la civilización de los incas

Capítulo I. Aspecto físico del país. Orígenes de la civilización peruana. Imperio de los incas. Familia real. Nobleza

Capítulo II. Clases sociales del Estado. Disposiciones de justicia. Divi- sión de la tierra. Rentas y registros. Grandes calzadas y postas. Tác- ticas militares y políticas

Capítulo III. Religión de los peruanos. Las deidades. Los magníficos templos. Las festividades. Las vírgenes del sol. El matrimonio

Capítulo IV. Educación. Quipus. Astronomía. Agricultura. Acueduc- tos. Guano. Manjares más importantes

Capítulo V. La oveja peruana. Las grandes cacerías. Manufacturas. Ha- bilidades mecánicas. Arquitectura. Reflexiones finales


LIBRO II.-Descubrimiento del Perú

Capítulo I. Ciencia antigua y moderna. El arte de la navegación. Descu- brimientos marítimos. El espíritu de los españoles. Posesiones en el Nuevo Mundo. Rumores relacionados con Perú

Capítulo II. Francisco Pizarro. Sus primeros pasos. Primera expedi- ción al sur. Dificultades de los viajeros. Duros enfrentamientos. Regreso a Panamá. La expedición de Almagro. 1524-1525

Capítulo III. El célebre contrato. Segunda expedición. Ruiz explora la costa. Los sufrimientos de Pizarro en el bosque. Llegada de nue- vos reclutas. Nuevos descubrimientos y desastres. Pizarro en la isla del Gallo. 1526-1527

Capítulo IV. Indignación del gobernador. Dura decisión de Pizarro. Reanudación del viaje. Deslumbrante aspecto de Tumbez. Des- cubrimientos a lo largo de la costa. Regreso a Panamá. Pizarro se embarca para España. 1527-1528


LIBRO III.-Conquista del Perú

Capítulo I. Recepción de Pizarro en la corte. Su capitulación con la Corona. Visita su pueblo natal. Regresa al Nuevo Mundo. Difi- cultades con Almagro. Su tercera expedición. Aventuras en la costa. Batallas en la isla de Puna. 1528-1531

Capítulo II. Perú en la época de la conquista. El reino de Huayna Capac. Los hermanos incas. La conquista para el imperio. El triunfo y las crueldades de Atahualpa

Capítulo III. Los españoles desembarcan en Tumbez. Pizarro hace un reconocimiento del país. Fundación de San Miguel. Marcha hacia el interior. Embajada del inca. Aventuras durante la mar- cha. Alcanzan las faldas de los Andes. 1532

Capítulo IV. Duro paso de los Andes. Embajadas de Atahualpa. Los españoles llegan a Cajamarca. Embajada al inca. Entrevista con el inca. Abatimiento de los españoles. 1532

Capítulo V. Plan desesperado de Pizarro. Atahualpa visita a los espa- ñoles. Horrible masacre. El inca prisionero. Conducta de los con- quistadores. Espléndidas promesas del inca. Muerte de Huáscar. 1532

Capítulo VI. Llega el oro para el rescate. Visita a Pachacamac. Demo- lición del ídolo. El general favorito del inca. La vida del inca en su confinamiento. Conducta de los enviados en Cuzco. Llegada de Almagro. 1533

Capítulo VII. Inmensa cantidad de tesoro. División entre las tropas. Rumores de un alzamiento. Juicio al inca. Su ejecución. Refle- xiones. 1533

Capítulo VIII. Desórdenes en Perú. Marcha a Cuzco. Enfrentamientos con los nativos. Challcuchima es quemado. Llegada a Cuzco. Des- cripción de la ciudad. El tesoro que allí encuentran. 1533-1534

Capítulo IX. Un nuevo inca coronado. Reglamentos municipales. Te- rrible marcha de Alvarado. Entrevista con Pizarro. Fundación de Lima. Hernando Pizarro llega a España. Sensación en la corte. Ene- mistades entre Almagro y los Pizarro. 1534-1535

Capítulo X. Huida del inca. Regreso de Hernando Pizarro. Alzamiento de los peruanos. Asedio y quema de Cuzco. Penurias de los espa- ñoles. Asalto a la fortaleza. Consternación de Pizarro. El inca le- vanta el asedio. 1535-1536


LIBRO IV.-Guerras civiles entre los conquistadores

Capítulo I. Marcha de Almagro a Chile. Sufrimiento de las tropas. Re- gresa y toma Cuzco. Acción de Abancay. Gaspar de Espinosa. Al- magro abandona Cuzco. Negociaciones con Pizarro

Capítulo II. Primera guerra civil. Almagro se retira a Cuzco. Batalla de Las Salinas. Crueldad de los conquistadores. Juicio y ejecución de Almagro. Su carácter. 1537-1538

Capítulo III. Pizarro vuelve a visitar Cuzco. Hernando regresa a Cas- tilla. Su larga prisión. Se envía un comisionado a Perú. Hostili- dades con el inca. La administración activa de Pizarro. Gonzalo Pizarro. 1539-1540

Capítulo IV. La expedición de Gonzalo Pizarro. Paso a través de las montañas. Descubre Napo. Increíbles sufrimientos. Orellana na- vega Amazonas abajo. Desesperación de los españoles. Los super- vivientes llegan a Quito. 1540-1542

Capítulo V. El bando de Almagro. Su desesperada situación. Conspi- ración contra Francisco Pizarro. Asesinato de Pizarro. Actos de los conspiradores. El carácter de Pizarro. 1541

Capítulo VI. Movimientos de los conspiradores. Avance de Vaca de Castro. Proceso contra Almagro. Progresos del gobernador. Las fuerzas se acercan. Las sangrientas llanuras de Chupas. Conducta de Vaca de Castro. 1541-1543

Capítulo VII. Abusos de los conquistadores. Código para las colo- nias. Gran entusiasmo en Perú. Blasco Núñez, el virrey. Su se- vera política. Oposición de Gonzalo Pizarro. 1543-1544

Capítulo VIII. El virrey llega a Lima. Gonzalo Pizarro marcha desde Cuzco. Muerte del inca Manco. Precipitada conducta del virrey. Capturado y depuesto por la Audiencia. Gonzalo es proclamado gobernador del Perú. 1544

Capítulo IX. Medidas de Gonzalo Pizarro. Huida de Vaca de Castro. Reaparición del virrey. Su desastrosa retirada. Derrota y muerte del virrey. Gonzalo Pizarro, señor del Perú. 1544-1546


LIBRO V.-Colonización del país

Capítulo I. Gran conmoción en España. Pedro de la Gasca. Primeros pasos. Su misión en Perú. Su diplomática conducta. Sus ofertas a Pizarro. Gana la flota. 1546-1547

Capítulo II. Gasca reúne sus fuerzas. Deserción de los seguidores de Pi- zarro. Reúne sus reclutamientos. Agitación en Lima. Abandona la ciudad. Gasca parte de Panamá. Sangrienta batalla en Huarina. 1547

Capítulo III. Desaliento en el campamento de Gasca. Su campamento de invierno. Reanuda su marcha. Cruza el Apurimac. Conducta de Pizarro en Cuzco, acampa cerca de la ciudad. Ruta de Xaqui- xaguana. 1547-1548

Capítulo IV. Ejecución de Carvajal. Gonzalo Pizarro es decapitado. Es- polios de la victoria. Sabias reformas de Gasca. Regreso a España. Su muerte y carácter. 1548-1550

Prefacio

Las conquistas de México y Perú proporcionan, sin duda, los pasajes más brillantes en la historia de la aventura española en el Nuevo Mundo. Eran los dos estados que combinaban una mayor extensión de su imperio, una política social refinada con un considerable progreso en las artes de la civilización. Lo cierto es que destacan tanto dentro del marco de la historia que el nombre de la una, a pesar del contraste que ofrecen en sus respectivas instituciones, sugiere de la forma más natural el de la otra, y cuando envié a alguien a España para reunir materiales con los que hacer el relato de la conquista de México, incluí en mi búsqueda aquellos relacionados con el Perú.

La mayor parte de los documentos, en ambos casos, se obtuvieron del mismo gran depósito, los archivos de la Real Academia de la Historia de Madrid, una institución a la que se ha encomendado de forma especial la conservación de todo lo que pueda servir para ilustrar los anales de la España colonial. La parte más rica de esta colección es probablemente la que aportan los papeles de Muñoz. Este eminente erudito, el historiador de las Indias, dedicó casi cincuenta años de su vida a amasar materiales para una historia del descubrimiento y la conquista española en América. Para esto, como realizaba su trabajo bajo la autoridad del gobierno, se le proporcionaron todo tipo de facilidades, y tanto las oficinas públicas como los depósitos privados de las principales ciudades del imperio, tanto en casa como a lo largo y ancho de sus posesiones coloniales, se abrieron a su inspección. El resultado fue una magnífica colección de manuscritos, muchos de los cuales transcribió él mismo pacientemente de su puño y letra. Pero no vivió para cosechar los frutos de su perseverante labor. El primer volumen, el que se ocupa de los viajes de Colón, estaba apenas terminado cuando murió, y sus manuscritos, al menos la parte de los mismos relacionada con México y Perú, pasaron a ayudar a otra persona, un habitante del ese Nuevo Mundo al que se referían.

Otro erudito, con cuyos fondos literarios estoy en deuda enormemente, es don Martín Fernández de Navarrete, el recientemente fallecido director de la Real Academia de la Historia. A lo largo de la mayor parte de su larga vida se dedicó a reunir documentos originales que ilustraran los anales coloniales. Muchos de estos han sido incluidos en su gran obra Colección de los Viages y Descubrimientos, que, aunque lejos de haberse realizado bajo el plan original del autor, es de un inestimable valor para el historiador. Siguiendo el hilo de la marcha del descubrimiento, Navarrete se apartó de las conquistas de México y Perú, para mostrar los viajes de sus compatriotas en los mares de las Indias. Cortésmente permitió que se copiaran para mí aquellos de sus manuscritos relacionados con estos dos países. Algunos de ellos han sido entregados posteriormente a la imprenta, bajo los auspicios de sus doctos ayudantes, Salvà y Baranda, vinculados con él en la Academia, pero los documentos que se pusieron en mis manos conforman una contribución enormemente importante a los materiales de esta historia.

La muerte de este ilustre hombre, que tuvo lugar poco después de que se comenzara el presente trabajo, ha dejado un vacío en su país que no será fácil de suplir, ya que estaba dedicado con entrega a las letras y pocos han hecho más por extender el conocimiento de su historia colonial. Lejos de estar dedicado de forma exclusiva a sus propios proyectos literarios, estaba siempre dispuesto a extender su simpatía y ayuda hacia los trabajos de los demás. Su reputación como estudioso se veía acrecentada por las cualidades aún mayores que poseía como hombre, por su benevolencia, su sencillez y su impoluta valía moral. Mis obligaciones para con él son grandes, ya que desde la publicación de mi primer trabajo histórico hasta su última semana de vida, he recibido constantemente pruebas de su más sincero y efectivo interés en la realización de mis trabajos históricos, por lo que en este momento le rindo este merecido tributo a sus deseos, que debería quedar libre de cualquier sospecha de adulación.

Entre aquellos con los que estoy más en deuda por los materiales, debo incluir también el nombre de M. Ternaux-Compans, tan conocido por sus versiones al francés, elegantes y fieles, de los manuscritos de Muñoz, así como la de mi amigo don Pascual de Gayangos, quien bajo la modesta apariencia de una traducción ha proporcionado los comentarios más agudos y sabios sobre la historia árabe, asegurándose el puesto más puntero en esta difícil área de las letras, que ha sido iluminada por los trabajos de un Masdeu, un Casiri o un Conde.

A los materiales que he reunido de estas fuentes he añadido algunos manuscritos de importancia, a partir de la biblioteca de El Escorial. Estos, que en su mayoría están relacionados con las antiguas instituciones del Perú, forman parte de la espléndida colección de lord Kingsborough, que desgraciadamente ha compartido el destino de la mayoría de las colecciones literarias y ha quedado dispersa después de la muerte de su autor. Estos documentos se los debo a ese laborioso bibliógrafo, Mr. O. Rich, que ahora reside en Londres. Finalmente, no debo omitir mencionar la deuda que tengo, por otras razones, con mi amigo Charles Folsom, Esq., el erudito bibliotecario del Ateneo de Boston, cuyo detallado conocimiento de la estructura gramatical y la correcta variante de nuestra lengua inglesa, me ha permitido corregir muchas incorrecciones en las que había incurrido en la redacción tanto de este como de mis anteriores trabajos.

A partir de estas fuentes diversas he acumulado una gran cantidad de manuscritos, del carácter más variado y de los orígenes más auténticos; concesiones y ordenanzas reales, instrucciones de la Corte, cartas del emperador a los grandes oficiales coloniales, registros municipales, diarios personales y memorandos y una gran masa de correspondencia privada de los principales protagonistas en este turbulento drama. Quizá fue la turbulenta situación del país lo que llevó a una correspondencia más frecuente entre el gobierno en España y los oficiales coloniales. Pero, fuera cual fuera la causa, la colección de materiales manuscritos relacionados con Perú es mayor y más completa que la de los relacionados con México, por lo que prácticamente no hay un rincón o esquina en el camino del aventurero, por muy oscura que sea, sobre el que la correspondencia escrita de la época no haya arrojado alguna luz. El historiador se ha podido quejar más bien del embarras des richesses*, puesto que en la multiplicidad de testimonios contradictorios no siempre es fácil detectar la verdad, ya que es más probable que ante la multiplicación de fuentes de luz cruzadas la vista del espectador quede deslumbrada y confundida.

Esta historia ha sido realizada siguiendo el mismo plan general que en la Conquista de México . En un libro introductorio, el libro I, he intentado mostrar las instituciones de los incas, para que el lector pueda entrar en contacto con el carácter y la situación de esta raza, antes de adentrarse en la historia de su conquista. El resto de los libros están dedicados a la narración de la conquista. Y aquí el tema, a pesar de las oportunidades que presenta para desplegar de las características de extraños y románticos acontecimientos y escenarios pintorescos, no proporciona, sin embargo, unas ventajas tan obvias para el historiador como la conquista de México. La verdad es que pocos temas pueden resistir la comparación con este, tanto para los propósitos del historiador como del poeta. El desarrollo natural de la historia, en ese otro caso, es exactamente lo que está prescrito por las reglas más estrictas del arte. La conquista del país es el gran final que está siempre presente en la mente del lector. Desde el primer desembarco de los españoles, sus posteriores aventuras, sus batallas y negociaciones, su ruinosa retirada, su recuperación y asedio final, todo tiende hacia este gran resultado final, hasta que finalmente la larga serie de eventos se cierra con la caída de la capital. A medida que avanza la historia, todos los movimientos se dirigen lentamente hacia su consumación. Es una épica magnífica en la que la unidad de interés es completa.

En la Conquista del Perú, la acción en lo que se refiere a la subyugación de los incas termina mucho antes de que se cierre la narración. El resto se ocupa de las terribles disputas entre los conquistadores que, por su propia naturaleza, parecen incapaces de centrarse alrededor de un punto único de interés. Para conseguirlo debemos mirar más allá del derrocamiento del imperio indio. La conquista de los nativos no es más que el primer paso, al que seguirá la conquista de los españoles los mismos españoles rebeldes, hasta que la supremacía de la Corona se asienta de forma permanente sobre el país. Hasta este momento no se puede decir que se complete la adquisición de este imperio trasatlántico, de tal manera que, fijando la vista en este punto más remoto, se verá que los pasos sucesivos de la narración llevan a un gran resultado y que de esta manera se mantiene la unidad de interés, lo que es casi tan esencial para la composición histórica como para la dramática. Hasta qué punto se haya logrado esto en el presente trabajo lo debe juzgar el lector.

Hasta donde yo sé, los españoles no han intentado hacer ninguna historia de la conquista del Perú basándose en documentos originales y con la aspiración de obtener el crédito de una composición clásica, parecida a la Conquista de México de Solís. Los ingleses tienen una de gran valor gracias a la pluma de Robertson, cuyo boceto magistral ocupa el espacio que se merece en su gran trabajo sobre América. Mi objetivo ha sido mostrar esta misma historia con todos sus detalles románticos, no retratar únicamente los rasgos característicos de la conquista, sino rellenar el perfil con el colorido de la vida, para mostrar una representación fiel de la época. Con este propósito he usado con total libertad en la composición del trabajo los materiales manuscritos, he permitido a los protagonistas que hablen tanto como fuera posible por sí mismos y especialmente he hecho uso frecuente de sus cartas, ya que no hay ningún lugar donde el corazón esté más dispuesto a abrirse que en la libertad de la correspondencia privada. He sacado con liberalidad fragmentos de estas autoridades en las notas, tanto para apoyar el texto como para poner en forma impresa esas producciones de eminentes capitanes y hombres de estado de la época que no son muy accesibles para los mismos españoles.

M. Amédée Pichot, en el prefacio a la traducción francesa de la Conquista de México, deduce a partir del plan de composición, que debo haber estudiado cuidadosamente los escritos de su compatriota M. de Barante. El agudo crítico no me hace más que justicia al suponer que estoy familiarizado con los principios de la teoría histórica de este escritor, tan diestramente desarrollada en el prefacio de su Ducs de Bopurgogne . Y he tenido la ocasión de admirar la hábil manera en que él mismo ilustra su teoría, construyendo a partir de materiales bastos de tiempos distantes un monumento de genio que nos sitúa de forma instantánea en plena Edad Media, y esto sin la incongruencia que normalmente va unida a una antigüedad moderna. Igualmente, he intentado atrapar la expresión característica de una época distante y mostrarla con la frescura de la vida. Pero en un detalle esencial me he desviado del plan del historiador francés. He permitido que el andamio se quedase una vez construido el edificio. En otras palabras, he mostrado al lector los pasos del proceso gracias al cual he llegado a mis conclusiones. En lugar de exigirle que confiara en mi versión de la historia, he intentado darle una razón para que la creyera, mediante numerosas citas de las autoridades originales y con suficientes notas críticas de las mismas como para explicarle las influencias a las que estaban sometidos. He intentado ponerle en una situación desde la que pueda juzgar él mismo y, por tanto, hacer una revisión y, de ser necesario, contradecir los juicios del historiador. Gracias a esto podrá en cualquier momento estimar la dificultad de llegar a la verdad entre tantos testimonios contradictorios y aprenderá a fiarse poco de los escritores que se pronuncian sobre el misterioso pasado con lo que Fontanelle llama «un terrible grado de certidumbre», un espíritu enormemente opuesto al de la verdadera filosofía de la historia.

Sin embargo, se debe admitir que el cronista que registra los acontecimientos de una época anterior tiene algunas ventajas obvias en la cantidad de materiales manuscritos de los que dispone; las declaraciones de amigos, rivales y enemigos proporcionan un contrapeso sano entre sí, así como en el curso general de los acontecimientos, ofreciendo el mejor comentario de los verdaderos motivos de las partes. El protagonista, enzarzado en el calor de la contienda, tiene su visión acotada por el círculo que le rodea y su vista cegada por el humo y el polvo de la lucha, mientras que el espectador, cuya vista se extiende por el campo desde un punto mucho más alto y distante, a pesar de que los objetos concretos puedan perder algo de su colorido, goza de una perspectiva de todas las operaciones sobre el campo. Parecería paradójicamente que un escritor posterior podría encontrar la misma verdad basándose en el testimonio de los coetáneos que los mismos escritores de la época.

Antes de terminar estos comentarios, me he permitido añadir algunas notas de carácter personal. En algunas reseñas extranjeras sobre mis escritos se dice que el autor es ciego y más de una vez se me ha achacado haber perdido la vista en la composición de mi primera historia. Al encontrarme con afirmaciones erróneas como estas, me he apresurado a corregirlas, pero la presente ocasión me proporciona el mejor medio para hacerlo, y soy la persona que más desea hacerlo, ya que temo que alguno de mis comentarios en los prefacios a mis anteriores historias hayan llevado a error.

Cuando me encontraba en la Universidad sufrí una lesión en uno de mis ojos, que me privó de la vista en el mismo. El otro se inflamó tan gravemente poco después, que por algún tiempo perdí la vista de este también, y a pesar de que posteriormente la recuperé, el órgano estaba tan dañado que quedó permanentemente debilitado, lo que ha provocado que dos veces en mi vida desde ese momento me haya visto privado de su uso para leer y escribir, por períodos de varios años. Fue durante uno de estos períodos cuando recibí de Madrid los materiales para la Historia de Isabel y Fernando, y en mi condición lisiada, rodeado como estaba de mis tesoros trasatlánticos, era como sufrir de hambre en medio de la abundancia. En este estado, decidí dejar que el oído hiciera el trabajo de la vista hasta donde fuera posible. Me procuré los servicios de un secretario que me leyó las diferentes autoridades y con el tiempo me familiaricé tanto con los sonidos de las diferentes lenguas extranjeras (con algunas de las cuales ya me había familiarizado en mis viajes por el extranjero), que podía comprender su lectura sin mucha dificultad. A medida que el lector avanzaba dicté numerosas notas, y cuando estas llegaron a una cantidad considerable, hice que me las leyeran repetidas veces, hasta que había dominado su contenido lo suficiente para los fines de mi composición. Las mismas notas proporcionaron un método fácil de referencia para apoyar el texto.

Sin embargo, apareció otra dificultad en el trabajo mecánico de escribir, que resultó ser una ardua tarea para mi vista. Esto se remedió con la utilización de una caja de escritura como las que usan los ciegos, lo que me permitió trasladar mis pensamientos al papel sin la ayuda de la vista, sirviéndome igualmente en la oscuridad como con luz. Los caracteres así formados tomaron un cariz cercano a los jeroglíficos, pero mi secretario se convirtió en un experto en el arte de descifrarlos, gracias a lo cual se transcribió una copia pasable, pasando por alto con generosidad los errores inevitables, para la imprenta. He descrito el proceso con más detalle, ya que me han expresado repetidamente la curiosidad en cuanto al modus operandi en mi condición de privación y porque el conocimiento de esto puede ayudar a otras personas en circunstancias similares.

Aunque me motivaba el notable progreso de mi trabajo, este era lento por necesidad. Pero con el tiempo la tendencia a la inflamación disminuyó y el ojo se reforzó cada vez más. Con el tiempo quedó tan recuperado que podía leer durante varias horas durante el día, aunque este trabajo terminaba con la luz del día. Tampoco podía pasar sin los servicios de un secretario o sin la caja de escritura, ya que, al contrario de la experiencia habitual, he descubierto que la escritura me resulta mucho más dura que la lectura, algo que no es extensible a la lectura de manuscritos, y, por tanto, para poder revisar mi composición con mayor cuidado, hice que se imprimiera una copia de la Historia de Isabel y Fernando para mi propia inspección antes de que fuera enviada a la imprenta. Mi estado de salud estaba muy mejorado como he señalado durante la preparación de la Conquista de México y, satisfecho con verme elevado al mismo nivel que el resto de los de mi especie, apenas envidiaba la fortuna aún mayor de aquellos que podían prolongar sus estudios hasta la tarde y las altas horas de la madrugada.

Pero de nuevo ha tenido lugar un cambio en los últimos dos años. La vista de mi ojo se ha visto oscurecida gradualmente, al tiempo que la sensibilidad del nervio ha aumentado tanto que durante varias semanas del último año no he abierto un volumen y a lo largo de todo este tiempo no he podido usar mi vista más que una media de una hora al día. Tampoco me puedo alegrar con la ilusión de que, dañado como ha quedado el órgano de haber sido forzado, probablemente más allá de sus fuerzas, pueda recuperar su juventud o ser de mucha utilidad de aquí en adelante en mis investigaciones literarias. No puedo decir si tendré el ánimo para adentrarme, como me he propuesto, en un campo nuevo y más extenso de la investigación histórica, con estos impedimentos. Quizá el largo hábito y un deseo natural de continuar una carrera que he desempeñado tanto tiempo hagan esto, en cierto modo, necesario, ya que mi experiencia pasada ha demostrado que es factible.

Con la lectura de esta declaración (me temo que demasiado larga para su paciencia), el lector que sienta alguna curiosidad sobre el asunto comprenderá el alcance real de mis dificultades en mis trabajos históricos. Se admitirá rápidamente que no han sido muy ligeros, cuando se considere que solo he tenido un uso limitado de la vista en su mejor estado y que la mayor parte del tiempo me he visto privado de ella completamente. Sin embargo, las dificultades con las que he tenido que luchar son muy inferiores a las que tiene que enfrentar un ciego. No conozco ningún historiador, que esté con vida, que pueda reclamar la gloria de haber superado obstáculos parecidos, más que al autor de La Conquête de l’Angleterre par les Normands, quien, para utilizar su propio lenguaje, bello y conmovedor, «se ha hecho amigo de la oscuridad», y quien une a una profunda filosofía que no requiere más luz que la interior, la capacidad de una investigación amplia y variada que exigiría la aplicación más completa para el estudioso.

Espero que el lector no achaque estas notas en las que ya me he explayado tanto a un indigno egoísmo, sino a su verdadero origen, un deseo de corregir un malentendido al que he dado lugar de forma no intencionada yo mismo y que me ha valido un crédito entre algunos, que no es grato a mis sentimientos por no ser merecido, de haber superado los incalculables obstáculos que se cruzan en el camino de un hombre ciego.


Boston, 2 abril de 1847

Notas al pie

* N. del T. En francés en el original.

LIBRO I

Introducción. Visión general de la civilización de los incas

Capítulo I

Aspecto físico del país. Orígenes de la civilización peruana. Imperio de los incas. Familia real. Nobleza

De las numerosas naciones que ocupaban el gran continente americano en el momento de su descubrimiento por parte de los europeos, las dos más avanzadas en cuanto a poder y refinamiento eran indudablemente las de México y Perú. Pero aunque las dos se parecen en cuanto al alcance de la civilización, difieren ampliamente en cuanto a la naturaleza de la misma y puede que un filósofo que estudie sus especies sienta una curiosidad natural por rastrear los diferentes pasos mediante los que estas dos naciones han intentado salir del estado de barbarismo y situarse en un punto superior en la escala de la humanidad. Me he esforzado en un trabajo anterior por mostrar las instituciones y el carácter de los antiguos mexicanos y la historia de su conquista por parte de los españoles. El presente trabajo estará dedicado a los peruanos y, si bien se puede pensar que su historia muestra anomalías menos extrañas y contrastes menos chocantes que la de los aztecas, puede que resulte casi tan interesante por el agradable espectáculo que ofrece de un gobierno bien regulado y unos hábitos sobrios de laboriosidad bajo la patriarcal influencia de los incas.

El imperio de Perú, durante el período de la invasión española, se extendía a lo largo del Pacífico desde más o menos el grado dos norte hasta el grado treinta y siete latitud sur, una línea, también, que describe las fronteras occidentales de las modernas repúblicas de Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Su anchura no puede determinarse fácilmente, ya que aunque limitada por el gran océano por el oeste, hacia el este se extendía en muchas partes más allá de las montañas, hasta los confines de estados bárbaros, cuya posición exacta no ha sido establecida o cuyos nombres han quedado borrados del mapa de la historia. Sin embargo, es cierto que su anchura estaba en general desproporcionada con su longitud1.

El aspecto topográfico del país es extraordinario. A lo largo de la costa se extiende una franja de tierra que raras veces excede las veinte leguas de anchura y que está cercada a lo largo de toda su extensión por una colosal línea de montañas, que, avanzando desde el estrecho de Magallanes, alcanza su punto más alto (ciertamente el más alto del continente americano) en el grado diecisiete sur2, y después de cruzar la línea gradualmente disminuye convirtiéndose en colinas de un tamaño despreciable a medida que se adentra en el istmo de Panamá. Esta es la famosa cordillera de los Andes o las «montañas de cobre»3, como las llamaban los nativos, aunque con mayor razón podían haber sido llamadas las «montañas del oro». A veces alineadas en una sola línea, más a menudo en dos o tres líneas paralelas y oblicuas, se ofrecen al viajero desde el océano como una sola cadena, al tiempo que los inmensos volcanes, que a la mirada de los habitantes de la meseta semejan bloques solitarios e independientes, se confunden con otros tantos picos dentro de la misma vasta y magnífica cadena. La escala en la que trabaja la naturaleza en estas regiones es tan grande que el espectador solo puede comprender la relación entre las diferentes partes de este formidable conjunto desde una gran distancia. Ciertamente, pocos trabajos de la naturaleza pueden provocar impresiones más sublimes que el aspecto de esta costa, a medida que se despliega ante la vista del marinero que navega en las aguas distantes del Pacífico, donde se ven montañas superponerse a montañas, y el Chimborazo, con su glorioso dosel de nieve, brillando a lo lejos sobre las nubes, coronando el conjunto con su diadema celestial4.

La superficie del país parece especialmente desfavorable tanto para la agricultura como para la comunicación interna. La franja arenosa a lo largo de la costa, donde nunca llueve, tan solo la riegan unos escasos arroyos, que ofrecen un chocante contraste con las enormes masas de agua que se precipitan por la vertiente oriental hacia el Atlántico. Las escarpadas pendientes de la sierra, con accidentadas laderas de pórfido y granito y sus regiones más altas cubiertas de nieves que no se derriten nunca bajo el fiero sol del ecuador, de no ser por la devastadora acción de sus propios fuegos volcánicos, parecerían igualmente poco propicias para las labores agrícolas. Además, podría parecer que el carácter salvaje de la región, roto por precipicios, torrentes furiosos y quebradas* infranqueables (esos terribles cortes en la cadena montañosa cuyas profundidades intenta sondear inútilmente la aterrorizada mirada del viajero a medida que recorre los caminos en el aire), cortarían toda comunicación entre las diferentes partes de este extenso territorio5, sin embargo, el trabajo, casi sería mejor decir el genio, de los indios fue capaz de superar todos estos impedimentos de la naturaleza.

Gracias a un juicioso sistema de canales y de acueductos subterráneos, abundantes arroyos regaban las desoladas regiones de la costa vistiéndolas de fertilidad y belleza. Sobre las abruptas laderas de la cordillera se levantaron terrazas, y como las diferentes alturas producían el efecto del clima de latitudes diferentes, estas exhibían en una gradación regular todos los tipos de formas vegetales, desde el crecimiento estimulado de los trópicos, a los productos templados de los climas del norte, al tiempo que rebaños de llamas (las ovejas peruanas) vagabundeaban con sus pastores sobre las anchas soledades cubiertas de nieve de las crestas de la sierra, que se elevan por encima de los límites de las zonas cultivables. A lo largo de las regiones inferiores de la meseta se asentó una población industriosa, y las ciudades y aldeas, apiñándose entre huertos y extensos jardines, parecían estar suspendidas en el aire muy por encima de la habitual altura de las nubes6. Las relaciones entre estos numerosos asentamientos se mantenían gracias a grandes carreteras que atravesaban los pasos de montaña y establecían una fácil comunicación entre la capital y los extremos más remotos del imperio.

El origen de esta civilización se puede rastrear hasta el valle de Cuzco, la región central del Perú, como su nombre sugiere7. El origen del imperio peruano, como el origen de todas las naciones, excepto de las pocas que, como la nuestra, han tenido la buena fortuna de nacer de un período y pueblo civilizado, se pierde en las nieblas de la leyenda, que de hecho se ha asentado de forma tan impenetrable alrededor de su historia como sobre la de todas las naciones, jóvenes o antiguas, del viejo mundo. Según la tradición con la que están más familiarizados los eruditos europeos, hubo un tiempo en que las antiguas razas del continente estaban todas sumergidas en un estado de barbarismo deplorable, en el que adoraban prácticamente cualquier objeto de la naturaleza de forma indiscriminada, en el que la guerra era su pasatiempo y se daban festines con la carne de los prisioneros sacrificados. El sol, el gran astro y pariente de la humanidad, apiadándose de su degradante condición, envió a sus hijos Manco Capac y Mama Oello Huaco para que organizaran a los nativos en comunidades y les enseñaran las artes de la vida civilizada. Esta pareja celestial, hermano y hermana, esposo y esposa, avanzaron a lo largo de las planicies vecinas al lago Titicaca, sobre el grado dieciséis sur. Con ellos llevaban una cuña de oro y se les ordenó establecer su residencia en el lugar donde el sagrado emblema se hundiera sin esfuerzo en la tierra. Avanzaron como se les había ordenado una corta distancia, hasta el valle de Cuzco, allí quedó indicado el lugar al producirse un milagro, ya que la cuña se hundió rápidamente en la tierra desapareciendo para siempre. Aquí establecieron su residencia los hijos del sol y pronto comenzaron a realizar su benéfica misión entre los rudos habitantes de la tierra: Manco Capac, enseñando a los hombres las artes de la agricultura, y Mama Oello8, iniciando a su propio sexo en los misterios del tejido y del hilado. La gente sencilla prestó oído de forma voluntaria a los mensajeros del Cielo y, agrupándose a su alrededor en cantidades considerables, plantaron los cimientos de la ciudad de Cuzco. Las mismas máximas sabias y benevolentes que regulaban la conducta de los primeros incas9, se transmitieron a sus sucesores, y bajo su templado cetro gradualmente se extendió por la ancha superficie de la meseta una comunidad que impuso su autoridad sobre las tribus vecinas. Tal es el agradable retrato sobre el origen de la monarquía peruana, tal y como nos lo muestra Garcilaso de la Vega, descendiente de incas y gracias al cual se popularizó entre los lectores europeos10.

Pero esta tradición es solo una de entre las que corren entre los indios peruanos y probablemente tampoco es de las más comunes. Otra leyenda habla de ciertos hombres blancos barbados que, avanzando desde las orillas del lago Titicaca, dominaron a los nativos y les impartieron las bendiciones de la civilización. Puede que nos recuerde la tradiciones que existen entre los aztecas con respecto a Quetzalcoatl, el buen dios, quien con un atuendo y un aspecto similar llegó a la gran meseta proveniente del este en una misión igualmente benevolente para con los nativos. La analogía es de lo más notable sobre todo teniendo en cuenta que no hay ningún rastro de comunicación o siquiera conocimiento entre las dos naciones11.

La fecha que se le ha asignado normalmente a estos extraordinarios hechos es alrededor de unos cuatrocientos años antes de la llegada de los españoles o a comienzos del siglo XII12. Pero por muy grata que sea para la imaginación y por muy popular que sea la leyenda de Manco Capac, no hace falta mucha reflexión para demostrar su inverosimilitud incluso una vez que se la ha despojado de sus añadidos sobrenaturales. Hoy en día existen en las orillas del lago Titicaca unas inmensas ruinas que los mismos peruanos reconocen que son anteriores al pretendido advenimiento de los incas y que les han proporcionado a estos los modelos para su arquitectura13. Ciertamente la fecha de su aparición es manifiestamente irreconciliable con su posterior historia. Ninguna relación le asigna a la dinastía inca más de trece príncipes antes de la conquista. Pero este número es demasiado pequeño como para haberse extendido a lo largo de cuatrocientos años y llevaría la fundación de la monarquía, basándose en cualquier cálculo probable, hasta dos siglos y medio, una antigüedad no increíble en sí misma, y que, cosa notable, es tan solo medio siglo posterior a la fecha que se alega para la fundación de la capital de México. La ficción de Manco Capac y de su hermana mujer fue inventada, sin duda, en un período posterior, para gratificar la vanidad de los monarcas peruanos y para sancionar aún más su autoridad remontándola a un origen celestial.

Podemos concluir razonablemente que en el país existía una raza avanzada en la civilización antes de la época de los incas y, de acuerdo prácticamente con todas las tradiciones, podemos rastrear esa raza hasta la vecindad del lago Titicaca14, una conclusión fuertemente confirmada por los imponentes restos arquitectónicos que todavía permanecen, después de tantos años, en sus orillas. Quiénes eran esta raza y de dónde venían puede proporcionar un tentador tema para la investigación del anticuario especulativo. Pero es un territorio oscuro que se encuentra más allá del dominio de la historia15.

Las mismas nieblas que penden sobre el origen de los incas se mantienen sobre los posteriores anales, y los registros que empleaban los peruanos eran tan imperfectos y tan confusas y contradictorias sus tradiciones, que el historiador no encuentra una base firme donde apoyarse hasta el siglo de la conquista española16. Al principio, el progreso de los peruanos parece haber sido lento, casi imperceptible. Gracias a su política sabia y moderada, gradualmente se impusieron sobre las tribus vecinas, al convencerse cada vez más estas últimas de los beneficios de un gobierno justo y bien regulado. A medida que se hicieron más poderosos, pudieron depender de forma más directa de la fuerza, pero aún avanzaban bajo la cobertura de los mismos pretextos benéficos que utilizaban sus predecesores, proclamaban la paz y la civilización a punta de espada. Las rudas naciones del país, sin un principio de cohesión entre ellas, cayeron una tras otra ante el brazo victorioso de los incas. Sin embargo, no fue hasta mediados del siglo XV cuando el famoso Topa Inca Yupanqui, abuelo del monarca que ocupaba el trono a la llegada de los españoles, guio sus ejércitos a través del terrible desierto de Atacama y, penetrando en las regiones sureñas de Chile, estableció la frontera permanente de sus dominios en el río Maule. Su hijo, Huayna Capac, que poseía una ambición y un talento militar comparable al de su padre, marchó por la cordillera hacia el norte, continuando sus conquistas más allá del ecuador, incorporando el poderoso reino de Quito al imperio de Perú17.

La antigua ciudad de Cuzco, mientras tanto, había ido avanzando gradualmente en riqueza y población, hasta convertirse en la digna metrópolis de una monarquía grande y floreciente. Estaba asentada en un bello valle en una región elevada del altiplano, que en los Alpes hubiera estado enterrado por las nieves eternas, pero entre los trópicos disfrutaba de una temperatura agradable y salubre. Hacia el norte estaba defendida por una elevada prominencia, un ramal de la gran cordillera, y la ciudad la atravesaba un río o, mejor dicho, un pequeño arroyo sobre el que se extendían puentes de madera con pesadas losas de piedra, que proporcionaban un cómodo medio de comunicación con la orilla opuesta. Las calles eran largas y estrechas, las casas bajas y las más pobres estaban construidas de arcilla y juncos. Pero Cuzco era la residencia real y estaba adornada con inmensas moradas de la gran nobleza. Hoy todavía están incorporados a los edificios modernos enormes fragmentos que testimonian el tamaño y la solidez de los antiguos18.

Se promovía la salud de la ciudad con espaciosos lugares abiertos y plazas en las que la numerosa población de la capital y de la región circundante se reunía para celebrar las grandes celebraciones de su religión. Porque Cuzco era la «Ciudad Santa»19, y el gran templo del sol, al que se dirigían los peruanos desde las fronteras más lejanas del imperio, era la construcción más magnífica del nuevo mundo, y probablemente ningún edificio del viejo la superaba en lo costoso de su decoración.

Hacia el norte, en la sierra o abrupta prominencia que ya hemos señalado, se elevaba una poderosa fortaleza, cuyos restos provocan la admiración del viajero por su inmenso tamaño20. Estaba defendida por una única muralla de gran espesor y de mil doscientos pies de largo en el lado que enfrentaba la ciudad, donde el terreno accidentado era ya en sí mismo suficiente para su defensa. En la otra parte, donde era menos difícil acercarse, estaba protegida por otros dos muros semicirculares de la misma longitud que el anterior. Estaban separados uno de otro y de la fortaleza por una considerable distancia y el terreno intermedio se elevaba de tal manera que los muros proporcionaban un parapeto para las tropas estacionadas allí, en caso de ataque. La fortaleza se componía de tres torres, separadas una de la otra. Una pertenecía al inca y estaba decorada con una suntuosa decoración propia de una residencia real, más que de un puesto militar. Las otras dos estaban ocupadas por una guarnición, que se reclutaba entre los nobles peruanos y era comandada por un oficial de sangre real, ya que la posición era demasiado importante como para confiarse a manos inferiores. La colina estaba excavada bajo las torres y varias galerías subterráneas las comunicaban con la ciudad y con los palacios del inca21.

La fortaleza, los muros y las galerías estaban todas construidas de piedra, y sus pesadas masas no estaban colocadas de forma regular, sino dispuestas de tal manera que las pequeñas rellenaban los intersticios entre las grandes. Formaban una especie de trabajo rústico, bastamente tallado excepto en los bordes, donde el tallado era fino y, a pesar de que no se utilizaba cemento, los diferentes bloques estaban ajustados con tanta exactitud y tan cerrados que era imposible introducir la hoja de un cuchillo entre ellas22. Muchas de estas rocas eran de gran tamaño, algunas tenían más de treinta y ocho pies de longitud por dieciocho de ancho y seis pies de grosor23.

Nos llena de asombro cuando reflexionamos sobre el hecho de que estas enormes masas habían sido extraídas de su cuenca natural y talladas por gente que ignoraba el uso del hierro, que se obtenían de canteras que se encontraban a quince leguas de distancia24, sin la ayuda de bestias de carga se transportaban a través de ríos y cañadas, se subían hasta la elevada posición de la sierra y finalmente se ajustaban allí con la mayor precisión, sin el conocimiento de las herramientas y la maquinaria con la que está familiarizado el europeo. Se dice que se emplearon veinte mil hombres en esta gran construcción y que tardaron cincuenta años en construirla25. Fuera como fuere, podemos ver en las obras el funcionamiento de un despotismo que tenía las vidas y las fortunas de sus vasallos a su completa disposición y que, por muy suave que fuera su carácter en general, consideraba a estos vasallos, cuando estaban trabajando para él, como animales de los que servían como sustitutos.

La fortaleza de Cuzco era una parte del sistema de fortificaciones establecido a lo largo de los dominios del inca. Este sistema era un rasgo prominente de su política militar, pero, antes de entrar en este tema, sería adecuado dar al lector una visión de conjunto de sus instituciones civiles y de su forma de gobierno.

El cetro de los incas, si podemos confiar en sus historiadores, pasó en sucesión ininterrumpida de padre a hijo, a través de toda la dinastía. Pensemos lo que pensemos de esto, parece probable que el derecho de sucesión pudiera ser reclamado por el hijo mayor de la coya, o reina legítima, como se la conocía, para distinguirla de la hueste de concubinas que compartían los afectos del soberano26. Además, la reina era distinguida, al menos en los últimos reinados, por el hecho de ser seleccionada de entre las hermanas del inca, una disposición que, por muy repugnante que sea para la mente de las naciones civilizadas, merecía aceptación entre los peruanos para asegurarse un heredero al trono de pura sangre real de procedencia divina, no contaminada con mezcla terrenal27.

En estos primeros años, la descendencia real se confiaba al cuidado de amautas, u «hombres sabios», como eran llamados los profesores de la ciencia peruana, que les instruían en los conocimientos que poseían y especialmente en el pesado ceremonial de su religión, en el que tendrían que tomar un papel principal. Se prestaba gran cuidado a su educación militar, de gran importancia en un estado que, a pesar de su profesión pacífica y de buena voluntad, siempre estaba en guerra para la adquisición de imperio.

En esta escuela militar se le educaba con los nobles incas que fueran más cercanos a su edad, ya que el nombre sagrado de inca, una fructífera fuente de oscuridad en sus anales, se aplicaba indistintamente a todos los que descendían por vía paterna del fundador de la monarquía28. A la edad de dieciséis años los pupilos pasaban un examen público, previo a su admisión en lo que se puede llamar una orden de caballería. Esta prueba la llevaban a cabo algunos de los incas más ancianos y más ilustres. Se exigía a los candidatos que demostraran su fuerza en los ejercicios atléticos del guerrero, en la lucha, en el boxeo y en carreras de larga distancia que ponían a prueba su agilidad y su fuerza, en duros ayunos de varios días y en combates mímicos, en los que, a pesar de que las armas estaban romas, siempre acababan con heridas y a veces con la muerte. Durante estas pruebas, que duraban treinta días, el neófito real estaba en las mismas condiciones que sus camaradas, durmiendo en el suelo desnudo, sin calzado y llevando una pobre vestimenta, un modo de vida, se suponía, que le inspiraría más compasión por los desposeídos. Con toda esta muestra de imparcialidad, sin embargo, probablemente no sería hacer una injusticia a los jueces el suponer que una discreta diplomacia puede haber azuzado en cierto modo su percepción de los méritos reales del heredero.

orejones. Este ornamento era tan grande en las orejas del soberano, que deformaba el cartílago hasta hacerle casi llegar a los hombros, produciendo lo que parecía una monstruosa deformidad a los ojos de los europeos, aunque bajo la mágica influencia de la moda era tenido por belleza entre los nativos.