JOHNNY CASH
MAN IN BLACK
SU PROPIA HISTORIA EN SUS PROPIAS PALABRAS
Traducción e introducción de Javier Lucini
Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 España
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© de la presente edición:
2016 Ediciones Acuarela y Machado Grupo de Distribución, S.L.
Autor: Johnny Cash
Título original: Man in Black - His own story in his own words
Fecha original: 1975
Introducción: Javier Lucini
Traducción: Javier Lucini
Ilustración cubierta: Joaquín Secall
Maquetación: Antonio Borrallo
Edición:
Ediciones Acuarela
acuarelalibros@gmail.com
acuarelalibros.blogspot.com
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5 - Urb. Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com
www.machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-183-9
Introducción
Nota personal
1. Una canción de viaje
2. Jesús nuestro salvador, el algodón nuestro rey
3. Tal como soy
4. Un desvío en el camino
5. High Noon Roundup
6. Ragged Old Flag
7. I Walk the Line
8. Un demonio llamado engaño
9. Voces extrañas
10. Un bolsillo repleto de pastillas
11. Siete funciones de una sola noche
12. Astillas, espinas y gusanos
13. La canción del preso
14. Carta a un amigo
15. La jauría del infierno
16. Una burbuja mejor
17. ¿Quién se ocupó del rebaño?
18. Gospel Road
19. Viejo Bigotes Grises
20. Una pequeña parcela verde
Cuaderno de fotografías
Hace ahora diez años, cuando publicamos la primera edición de este libro, comenzó a circular por ahí una camiseta en la que se podía leer: «I listened to Johnny before it was cool» («Yo escuchaba a Johnny antes de que se pusiera de moda»). Sin entrar a analizar los motivos que pudieran llevar a alguien a lucir una camiseta con semejante leyenda (la respuesta más evidente sería la de responder con otra similar en la que se leyera: «Y a mí qué cojones me importa»), lo cierto es que la susodicha camiseta (en realidad no más que otra manifestación de esa misma moda de la que, tan fallidamente, pretendía desprenderse) connotaba un malestar que no dejaba de ser, en el fondo, excusable.
No era la primera vez que sucedía ni sería la última. El escaparate de el altar. nos tiene muy acostumbrados a estas periódicas resurrecciones. De repente, una mente privilegiada de un estudio de Los Ángeles, el Dr. Frankenstein de turno, decide exhumar un cadáver y, de la noche a la mañana, se saca de la manga el guion de un esplendoroso biopic.
El resultado suele ser, por lo general, una pobre banalización de la biografía del «cadáver exquisito» que, tras la tormenta del rodaje y la post-producción, se quitará las vendas y exhibirá su nuevo rostro ante el mundo. Las órdenes de arriba habrán sido estrictas: hay que tener en cuenta el público familiar; evitemos y/o maquillemos ciertos temas e imágenes (las cicatrices y las suturas de la criatura en cuestión, lo que huela mal), no por no dañar la hipotética sensibilidad de la América más puritana (si es que, acaso, algo así aún existe, o siquiera nos importe), sino, única y exclusivamente, por motivos comerciales.
La consecuencia, por tanto, resulta evidente: todo un equipo de producción dedicado, durante seis o siete meses, no a la realización de una película, sino al menos glamouroso arte de la tanatopraxia; la sala de montaje travestida en la oscura y hedionda dependencia (hasta aquí nada nuevo) de una funeraria.
Aun así, en este nuevo baremo para medir la gloria (si no han hecho una película sobre tu vida –con un actor famoso candidato al Óscar–, no eres nadie) hay un lado positivo aunque efímero. Sin entrar a analizar las hipotéticas bondades de la película Walk The Line ( En la Cuerda Floja, nada que ver con I Walk the Line, la película de Frankenheimer, protagonizada por Gregory Peck y con Banda Sonora de Johnny Cash), tarea que corresponderá a otros más cualificados, lo que sí hubo que agradecerle a aquel biopic fue todo lo que arrastraría consigo, lo que, tras su paso, dejaría olvidado en nuestras playas. Entre otras cosas, digámoslo ya, este libro.
Una vez más pudimos comprobar cómo la maquinaria de el altar. lograba llevar a cabo lo que no pudo, en su momento, ni la muerte.
Cuando Johnny Cash falleció a la edad de 71 años, el 12 de septiembre del 2003, salvo los consabidos obituarios de periódicos y telediarios, mera sucesión de lugares comunes, en nuestro país la cosa pasó más bien sin pena ni gloria. Hasta aquel momento, ya presentido con la muerte de su esposa, June Carter, cuatro meses antes, a no ser que uno se dirigiese a las cada vez menos numerosas tiendas especializadas (o a Internet) era casi imposible conseguir sus discos. A excepción de las peregrinas y sucesivas selecciones de sus Greatest Hits, los últimos discos producidos por Rick Rubin y las reediciones de Columbia con motivo de su 70 aniversario, todo lo demás seguía siendo pura quimera. A lo que habría que añadir el misterioso hecho de que, desde la lejanísima primera edición de este libro en la editorial CLIE al á por el año 1976, con esforzada y algo enojosa traducción de Eliseo Vila, no existía ni la más remota monografía publicada sobre el cantante. Nada publicado ni con perspectivas de publicarse. Lamentable laguna que ni siquiera su muerte fue capaz de corregir.
Por lo que no podemos por menos que congratularnos ante todos esos despojos que se empezaron a acumular a nuestro alrededor. Quitando el merchandising de la propia película (remotamente interesante con la única excepción de la Banda Sonora, producida por T-Bone Burnett, director musical de películas como O Brother Where Art Thou? y Cold Mountain, que incluye los temas míticos interpretados por Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon –Johnny y June, respectivamente– y la excepcional interpretación del tema que hizo grande el también dolorosamente desaparecido Waylon Jennings, encarnado para la ocasión por su hijo, Shooter), pudimos celebrar, antes de que la marea se retirase ante la irrupción de un nuevo cadáver (le siguió el biopic de Ray Charles, y así, sucesivamente, «The Torture Never Stops» como cantaba Zappa…) y volviese a quedar sepultado en el olvido, la edición de sus dos libros traducidos al castellano: Man in Black (con 31 años de retraso desde la primera edición en la editorial CLIE, casi simultánea a la edición original) y Cash: la autobiografía (con 9, en la hoy desaparecida editorial Global Rhythm), en los que se basaba el guion de la película; la llegada a algunas tiendas de su Action Figure; la aparición de algunos de sus discos y de algún que otro DVD en los lugares en los que nunca estuvo; la proliferación de camisetas reivindicativas y la edición de la enésima antología, Ring of Fire: The Legend of Johnny Cash, la primera en incluir temas de su última etapa en American Recordings que podía verse en espectaculares montañas, junto a la Banda Sonora de la película, en la mismísima entrada de la sección de discos de los grandes centros comerciales.
Está claro que el altar. fue un valor seguro. De repente, interesó. Y bastaría con hacer un breve resumen de la trayectoria del cantante para no dar crédito a la invisibilidad a la que se le había condenado en nuestro país (después de aquel lejano Sábado Noche, inenarrable Carlos Herrera).
Tanto en su país de origen, como fuera de él, a Johnny Cash se le ha profesado desde siempre una gran devoción: es respetado por blancos y negros, también por los nativos norteamericanos (a los que dedicó un fabuloso álbum: Bit er Tears en 1964; por sus venas corría sangre cherokee, o al menos eso es lo que a él siempre le gustó afirmar); su actitud siempre ha sido la de un hombre comprometido, pese a quien pese; hombres y mujeres, viejos y jóvenes (esto último gracias, sobre todo, a la labor de Rick Rubin en los años noventa del siglo pasado), demócratas y republicanos (todos quisieron posar a su lado: Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush versión 1.0, Clinton, Bush versión 2.0); estadounidenses y no tanto (maravilloso, en este sentido, el trabajo realizado por la discográfica alemana Bear Family), admiradores del country pero también de otros estilos musicales (no solo es miembro del Country Hall of Fame, el primer artista vivo que ingresó en esa prestigiosa institución, sino también del Rock&Roll Hall of Fame, único artista hasta la fecha en recibir ambos honores); creyentes y no creyentes.
Por todo esto, Stephen Miller, en su biografía Johnny Cash. The Life of an American Icon, publicada a los pocos días de su fallecimiento, no dudaba en calificarle, desde el mismo título, como un incuestionable «Icono Norteamericano».
No se nos ocurre un calificativo más acertado.
Y es que a través de sus canciones (más de 1500 grabadas, 48 singles en los Bil board’s Pop Charts y ganador de 11 premios Grammy, incluyendo el prestigioso Lifetime Achievement Award) podemos seguir paso a paso la historia de Estados Unidos (no solo en su álbum America, también a través de los álbumes conceptuales que dedicó a los indios, a los ferrocarriles y a las viejas canciones del Far West), y su vida, su peripecia individual, la de sus ancestros, desde aquel lejano puerto de Glasgow hasta aquel fatídico día de septiembre en Nashville que amaneció con la noticia de su fallecimiento, puede ser contemplada, sin ningún esfuerzo, como una perfecta síntesis, en toda su diversidad, con todas sus complejidades y sus contradicciones, de lo que ha sido hasta hoy la historia de AmeriKa.
Alrededor del año 1973, Johnny Cash, en medio de la vorágine de las giras, comienza a trabajar en su autobiografía.
Tras su reveladora experiencia en Israel con el rodaje de Gospel Road, y tras haber manifestado públicamente su recién adquirido «equilibrio» así como la verdadera causa de este: no otra que su esposa, June, con la publicación del álbum Johnny Cash and his woman (KC-32443), siente que ha llegado el momento de rendir cuentas. El resultado es Man in Black, una obra honesta y directa en donde queda de manifiesto, de forma descarnada, la completa regeneración espiritual que ha tenido lugar en su vida. En el fondo, es más una extensa confesión que un libro de memorias al uso, una especie de suma de confidencias que, por su misma naturaleza de revelación íntima (comulgue uno, o no, con la efervescencia de su credo) proporciona al libro una lectura apasionada y compulsiva.
Se podría decir, por tanto, que se trata de un libro-bisagra, una obra que marca, claramente, un punto de inflexión, tanto creativo como personal, en la trayectoria del artista. Un libro escrito, además, en un instante en que aún estaba muy reciente su regreso del desierto (la tentación aún no del todo vencida, el fantasma del Engaño aún rondando a sus espaldas: en los ochenta, por ejemplo, tal y como nos relata en Cash: la autobiografía, tras el ataque del avestruz que casi le costó la vida, siguió pendiente de los valiums y el alcohol…), de ahí ese fervor aún no del todo domado, por momentos casi molesto, pero que convierte al libro en un documento imprescindible.
En agosto de 1975, unos meses después de la muerte de Ezra Carter, padre de June, al que está dedicado el libro (años después, en un acto de expiación, dedicaría su segundo libro, la novela Man in White, a su padre, Ray Cash), Man in Black llega a las librerías publicado por Zondervan y, en muy poco tiempo, llegaría a vender más de un mil ón y medio de ejemplares.
Personajes dudosos y poco atractivos como Ronald Reagan y Bil y Graham ayudaron en buena medida al éxito del libro, llegando a afirmar que sobre él podría fundamentarse lo que ellos calificaban como el gran «renacimiento espiritual» de la nación… Pero el propio Cash, a medida que fueron pasando los años, fue haciendo comentarios cada vez menos favorables sobre el libro, criticando, entre otras cosas, su «mojigatería» y añadiendo, una vez superadas las tormentas de los años terribles, que los aspectos abiertamente religiosos de la obra le parecían simplistas e ingenuos.
Ya para entonces, Cash consideraría aquelos años como –con permiso de Barral– «años sin excusa» y estaría metido de lleno en la redacción de una nueva vuelta de tuerca: dos décadas más tarde aparecería Cash: la autobiografía, en colaboración con el periodista Patrick Carr.
Sin embargo, detrás del velo santurrón, sobreviven estampas inolvidables, muchas de las cuales el artista no dudaría en recuperar, y hasta en calcar, a la hora de redactar su segunda autobiografía.
No en vano, Man in Black lleva agotado y descatalogado muchísimos años en Estados Unidos y solo se puede conseguir a través de internet (de segundísima mano; el original con el que trabajamos para esta edición nos lo remitió una señora de un pueblo perdido de Iowa por un precio astronómico), o bien a través de subasta, donde los precios también alcanzan cifras exorbitantes.
Entre 1975 y 1997, año de la publicación de Cash: la autobiografía, suceden varias cosas.
En lo que quedaba de los setenta: Look At Them Beans (KC- 33814); Destination Victoria Station (VS-150); Strawberry Cake (KC-34088); One Piece At A Time (KC-34193); The Last Gunfighter Ballad (KC-34314); The Rambler (KC-34833); muere Elvis; Unissued Johnny Cash (BFX-15016); Behind Prison Wal s ( concierto grabado para TV ); I Would Like To See You Again (KC-35313); A Gunfight (película con Kirk Douglas); gana el Humanitarian Award; muere Mother Maybelle Carter; Johnny and June (BFX-15030); Gone Girl (KC-35646); Tall Man (BFX-15033); Silver (JC-36086); gana el United Nations Humanitarian Award; A Believer Sings the Truth (CL3-9001); Johnny Cash Sings With B.C. Goodpasture Christian School (CHS 79).
En los ochenta: Marshall Grant, último de los Tennessee Two, se retira; Rockabil y Blues (JC-36779); introducción en el Country Music Hall of Fame; Legend of Jes e James (A&M SP-3718); The Pride of Jesse Hallam (telefilm), inolvidable aparición en El Show de los Teleñecos; The Baron (FC-37179); asalto en la casa de Montego Bay, Jamaica; The Survivors, con Jerry Lee Lewis y Carl Perkins (FC- 37961); Adventures of Johnny Cash (FC-38094); Murder in Coweta County (telefilm); Johnny 99 (FC-38696); Chicken in Black (el famoso videoclip creado para salirse de Columbia Records); The Baron and the Kid (telefilm); creación del grupo The Highwaymen (con Waylon Jennings, Willie Nelson y Kris Kristofferson); Highwayman (FC-40056); Rainbow (FC-39951); muere su padre, Ray Cash, a la edad de 88 años; Heroes, con Waylon Jennings (FC-40347); Class of ‘55, con Roy Orbison, Jerry Lee Lewis y Carl Perkins (America/Smash A/S-830-002-39951); Believe in Him (WR-8333); Man in White (la novela); gana el Shalom Peace Award; Columbia Records decide no renovar su contrato; nuevo contrato con Mercury; The Johnny Cash Fre dom Train (gira patriótica); Johnny Cash Is Coming To Town (M/P-832.031); Af ordable Art (gira con June Carter, Waylon Jennings y Jessi Colter); Clas ic Cash (M/P-834-526- 1); grabación de su lectura de la Biblia; Water From The Wel s of Home (M/P-834-778-1); Davy Crocket (serie de TV de Disney); ingreso en el hospitalle intervención a corazón abierto junto a Waylon Jennings, comparten dolencia, intervención y habitación; gana el Americanism Award y el Golden Boot Award.
Hasta 1997, año de la publicación de Cash: la autobiografía: Highwayman II (C-45240); Boom Chicka Boom (M/P-834-526-1); introducción, junto a la Familia Carter, en el Broadcasters Hall of Fame; se comienzan a publicar las espléndidas cajas alemanas de Bear Family Records; The Mistery of Life (M/P-834.051-2); gana el Living Legends Award; muere su madre, Carrie Cash, a los 86 años; introducción en el Rock And Roll Hall of Fame; gloriosa aparición en Barrio Sésamo; varias apariciones en la serie de la Doctora Quinn; conoce a Rick Rubin en el Rhythm Cafe de Santa Ana, California; muere su hermano Roy; Wanted Man (Mercury 314-522- 709-2); American Recordings (American 45520-2); The Road Goes On Forever, tercer álbum de los Highwayman (Liberty C2-28091); cierra la House of Cash; versión leída en cassette de El Profeta de Kahil Gibran; Unchained (American 43097-2) y VH-1 Storytellers, mano a mano con Willie Nelson.
El 15 de octubre de 1997 aparece Cash: the autobiography, escrita junto al periodista y amigo personal Patrick Carr, publicada por Harper SanFrancisco. También es un éxito inmediato. En su publicidad, retomando la línea del anterior libro, se puede leer «Por primera vez, la verdadera historia del Hombre de Negro en sus propias palabras», haciendo una clara referencia al libro anterior.
A lo ya contado en Man in Black, se incorpora alguna anécdota más a lo ya contado y todo lo que sucedió después, aunque ya sin la frescura (o, quizá, precipitación) que ofrecía la inmediatez y la crudeza de la redacción anterior. La voz del artista, ya más calmada, en plena época Rubin, en su plena madurez, se entremezcla con la de Patrick Carr, su rendido admirador y, sobre todo en la parte final, que en realidad no es más que un recuento de sus opiniones sobre las más importantes figuras tanto de su vida familiar como del panorama de la música country, se pierde la magia del tono de confesión directa que tiene Man in Black, y se tiene la sensación de que la voz que se escucha es más bien la de Patrick Carr, que copia y corrige al dictado de su ídolo.
No obstante, en esta nueva obra hay varios detalles interesantes. Como muy bien señala Stephen Miller en su biografía Johnny Cash. The Life of an American Icon, hay al menos tres cosas especialmente reseñables.
En primer lugar, la descripción del brutal asalto de aquellos tres muchachos armados en su casa de Cinnamon Hil , en Jamaica; después, la opinión del artista acerca de los comentarios que, en su día, corrieron acerca de lo desastroso que fue para su carrera la decisión de que la Familia Carter le acompañase siempre en sus conciertos y, en tercer y último lugar, la nueva, revisada, imagen que nos da de su padre, una imagen menos idealizada que en Man in Black y que es, en el fondo, la que se recoge en Walk The Line, la película: un hombre víctima del alcohol que jamás le llegó a transmitir su amor ni creyó, aun cuando resultó evidente, que llegaría a triunfar en el mundo de la música…
A lo que también habría que añadir la historia de su crucial encuentro con Rick Rubin, uno de los más importantes de toda su carrera (quizá el más importante desde Sam Phillips), el hombre que logró hacer realidad su mayor sueño (grabar al desnudo) en el momento en que había renunciado a volver a grabar un disco y dedicarse ya solo a aquello con lo que verdaderamente más disfrutaba (pues era la única manera de hacer lo que quería, sin los intermediarios ni las consignas de las grandes compañías), que era simple y llanamente, el directo. Y, por otro lado, el episodio de la Cueva Nickajack, al norte del río Chat anooga, en el río Tennessee, en octubre de 1967, lugar en el que fueron sacrificados los indios Nickajack y donde estuvo a punto de perderse y morir en el curso de una de sus numerosas escapadas anfetamínicas antes de ver la luz al final del túnel, que le conduciría de nuevo a la vida (suceso que muchos ponen en duda).
Vivian Liberto, su primera esposa, madre de sus hijas, también fallecida recientemente, es el gran personaje ausente de Man in Black. De ella se habla algo más en esta segunda versión (más descafeinada) que es Cash: la autobiografía, pero continúa siendo un personaje enigmático.
Tras la publicación de Cash: la autobiografía, el cantante siguió su ritmo imparable de giras, premios y grabaciones.
Al poco tiempo de salir a la venta, se cancela la gira de promoción del libro por un repentino progreso de la enfermedad del Parkinson que le viene asolando desde hace unos años. Se le diagnostica el síndrome de Shy-Drager; muere Carl Perkins; primeros comentarios sobre una futura película basada en la vida del cantante (Johnny Deep, amigo de Cash, muestra su interés por protagonizarla); VH1 Storytellers (CK-69416); le otorgan el Songwriter Lifetime Achievement Award, el Grammy Legend Award y el Governors Award; All Star Tribute Show; muere Anita Carter; Cash ingresa en el Baptist Hospital a causa de una neumonía; recibe la Living Legend Medal; Love, God, Murder (Legacy 48964); American III. Solitary Man (Columbia 5009862); Return to the Promised Land (RMED00235); The Man Comes Around (American 063-339-2); muere Chet Atkins; muere Waylon Jennings; le dan la National Medal of Arts; muere June; se encierra a grabar canciones con Rick Rubin hasta el mismo día de su muerte; Unearthed 5CD (B0001679-02); anuncio del esperadísimo American V; estreno de la película Walk the Line.
Claro que lo que el entusiasta reportero del USA Today del 4 de noviembre de 2005 dijo con motivo del estreno en Estados Unidos (aunque pretendiera subrayar sus afirmaciones como algo esperanzador), resulta, viendo lo visto, bastante bochornoso. Según él, las futuras generaciones de fans, aquellos que no conocieron la música del cantante en vida, le recordarían gracias al rostro y la voz de Joaquin Phoenix, de la misma manera en que la gente (seguimos citando literalmente al mismo lamentable reportero) recordaría a Buddy Hol y gracias a Gary Busey, o a Patsy Cline gracias a Jessica Lange (por lo menos tuvo la decencia de no recordar al Morrison de Val Kilmer ni al Jerry Lee Lewis de Dennis Quaid).
«Que Dios nos asista»: con esta frase terminaba el último párrafo de la sección IV de la Introducción hace ya, en efecto, diez años. Y es cierto que hay mucha gente que conoció a Johnny Cash por la indigente película (iba a decir «miserable», pero es verdad que tiene algunas cosas buenas, el otro día lo comentábamos, el comienzo es fantástico, luego la cosa se hunde y ya no hay quién la levante). Dios nos asistió poco y mal. Y eso que los más «creyentes» hasta nos compramos la edición del Nuevo Testamento leída por el bueno de Johnny en 16 CDs (y no solo la compramos, además la escuchamos, algunos más de una vez, es como escuchar una tormenta junto al fuego…). Pasó el torbellino, pero siguieron sucediendo cosas, aunque ya lejos de nuestros titulares. el altar. también pasó página (aunque se llegó a hablar de una segunda parte). En el 2007 el malnacido de Robin Gibb compró la casa del lago, esa casa de Johnny que siempre fue la casa de mis sueños (mi Graceland particular) y la incendió «accidentalmente». Maldito pop. Salió el American V: A Hundred Highways y el American VI: Ain’t No Grave (y de vez en cuando Rick Rubin nos sigue amenazando con nuevos estertores espeluznantes). La familia de Cash subastó buena parte de su legado en Sotheby’s. En Broadway se estrenó un musical sobre su vida ( Ring of Fire) y otro sobre el Million Dollar Quartet, ambos con escaso éxito (pese a que este último fuese nominado a tres premios Tony y obtuviese uno); se hizo un disco espantoso de samplers; se editó la inevitable «caja sarcófago» con la colección completa de los discos de Columbia (63 CDs); apareció algún disco perdido que si en su día se perdió sería por algo (el tema con Elvis Costello, de tiro en la nuca); salieron libros de colaboradores y familiares, algunos bastante bochornosos y vengativos (como el de Marshall Grant o el de su correspondencia con Vivian Liberto, su primera mujer); salió un cómic alemán bastante bueno; en España, Global Rhythm cerró, nuestro libro se agotó y, menos mal que el bueno de Eduardo Izquierdo escribió un libro sobre sus álbumes conceptuales publicado por EFE EME ( Johnny Cash. Apocalipsis y redención), de venta exclusiva en su web, para no dejarnos desamparados, mientras que en Estados Unidos seguían publicándose libros sin parar (cerca de 24 tengo ya contados, uno de los últimos la magnífica y puede que insuperable biografía de Robert Hilburn, Johnny Cash. The Life); se le hizo un sello conmemorativo edición limitada y se le montó un museo como Dios manda… Lo último, junto a nuestra quizá algo tardía reedición de Man in Black, es de hace apenas unas semanas: en las cercanías de la prisión de Folsom se encontró una nueva especie de tarántula negra y recibió el nombre de Aphonopelma johnnycashi en su honor. A poco más se puede aspirar en esta vida.
NOTA: Nos ha resultado imposible acceder a las copias originales de las fotografías incluidas al final de la obra, no obstante, pese a la baja calidad de algunas de ellas, las reproducimos por su valor documental.
Este libro está dedicado a
Ezra J. Carter
que me enseñó a amar la Palabra
«Que todo aquel que haga públicos sus pensamientos
ponga especial cuidado en que nada de lo que
salga de su pluma, siquiera de modo incidental, pueda dañar u
ofender a aquellos que manifiestan su creencia en el Salvador,
bien sea socavando su fe
o corrompiendo sus corazones».
De Vida de Cristo
por el Reverendo J. Fletwood, 1837.
Este libro podría muy bien levar por título el de «Odisea Espiritual» pues considero que más que nada se trata precisamente de eso.
La prensa secular se ha ocupado en multitud de ocasiones de sacar a la luz, en primera plana y con letras de molde, los altibajos y los cambios de mi vida privada y profesional.
Del mismo modo, la prensa religiosa tampoco se ha privado de publicitar las cosas que me sucedieron y de citar las declaraciones que hice en multitud de entrevistas apresuradas en las que casi nunca tuve tiempo de meditar mis palabras o aclarar mis ideas.
He escrito la mayor parte de este libro a mano, en hojas de bloc, a lo largo de nueve meses, sumergiéndome en el pozo de mi memoria casi a diario para contar, de la manera más honesta posible, lo que hice, lo que dije y lo que sentí tanto en los buenos como en los malos tiempos de mis primeros cuarenta y tres años de existencia.
Quiero expresar mi especial gratitud a Peter E. Gil quist, que pasó muchos días a mi lado conversando acerca de mi vida, ayudándome a recordar ciertos sucesos, interrogándome, aconsejándome y, finalmente, reorganizando el libro en capítulos y corrigiendo mi pobre gramática de instituto de los años cincuenta a lo largo de todo el trayecto.
Gracias, también, a Marjorie Dold, que tuvo que desentrañar mis garabatos para pasar a máquina el primer manuscrito; y a Irene Gibbs, que volvió a mecanografiarlo seis veces a medida que iba yo cambiando y reescribiendo, alterando y añadiendo.
A todos mis amigos y seguidores del mundo de la música: mi más sincero agradecimiento por haber vivido de cerca esta historia en todas sus etapas.
A todos aquellos que siguen buscando entre las sombras: si tan solo una persona pudiera librarse de la maldición de las drogas, o si tan solo una persona volviese su rostro hacia Dios tras la lectura de lo que ahora me dispongo a contar, todo este esfuerzo habrá merecido la pena.
A los hermanos cristianos que sienten que han fracasado y que no hay esperanza: os prometo que con este libro demostraré que sí la hay.
Johnny Cash
Hendersonville, Tennessee
Mayo, 1975
–¿Falta mucho? –preguntó June.
–No, estamos llegando –contesté.
Teníamos que dar un concierto en Laramie y veníamos conduciendo desde Denver. La tierra que nos rodeaba era montañosa –enormes y onduladas colinas– y en el cielo, por encima de nosotros, brillaba una hermosa puesta de sol.
–Este paisaje invita a escribir una canción –dijo June.
–No sé si nos daría tiempo –dije yo–. Además, estamos saliendo de las montañas y me atrevería a decir que pasada la próxima colina estaremos en Laramie.
–¡Ahí tienes tu canción! –dijo ella–. ¿Por qué no la escribes: Pasada la Próxima Colina, Estaremos en Casa (Over the Next Hil , We’l Be Home).
Y eso hice.
By the way the land is laying
I think I’d be safe in saying
That over the next hil , we’l be home.
It’s a straight and narrow highway,
No detours and no byways,
And over the next hil , we’l be home.
From the prophets I’ve been hearing,
I would say the end is nearing,
For I see familiar landmarks al along.
By the dreams that I’ve been dreaming,
There wil come a great redeeming,
And over the next hil , we’l be home.*
Creo que he escrito cerca de mil canciones en los últimos veinte años y la verdad es que no han seguido ninguna pauta particular: canciones de amor, canciones de trabajo, canciones sobre gente real, canciones sobre gente y cosas imaginarias, canciones trágicas y canciones espirituales.
En los últimos años, no obstante, he escrito sobre todo canciones espirituales.
Tras haber viajado tres veces a Israel, estudiado la vida y la palabra de Jesús y rodado una película sobre Su vida en el curso del tercer viaje, Sus palabras han habitado mi mente de una forma tan viva e intensa que he acabado por componer un verdadero torrente de estas canciones. Ahí va una de ellas:
I heard on the radio, there’s rumors of war,
People getting ready for battle,
And there may be just one more.
I heard about an earthquake and the tol it took away.
These are the signs of the times
We’re in today.
Matthew 24 is knocking at the door,
And there can’t be too much more to come to pass.
Matthew 24 is knocking at the door,
And today or one day more could be the last.*
Aquella noche, en el trayecto a Laramie, June y yo hablamos de las canciones que había estado escribiendo.
–No es que sean muy comerciales –dije.
–Eso no importa –respondió ella–. Tienen un mensaje y dicen algo a la gente.
–Tengo la sensación de que la discográfica preferiría verme en la cárcel antes que en la iglesia –dije (pues lo cierto es que al publicarse aquellas canciones no despertaron demasiado entusiasmo entre el público).
–Dales un poco de tiempo –me animó June–. Cuando se den cuenta de que es tu fe la que te convierte en el hombre que eres, mirarán esa parte de ti con un poco más de interés.
–Se trata de un simple asunto de pasta –dije–. Tiene que ver con las listas de ventas. No les importa de qué va la canción, lo único que quieren es que se venda. Pero yo pienso seguir haciendo lo que hago. Soy lo que soy, sea lo que sea.
Cuando presenté a June Carter esa misma noche en el escenario de Laramie, esa magia especial volvió a desencadenarse en mi interior. Su vibrante personalidad y su dulce sonrisa fueron como una inyección de ánimo en un momento del concierto en que pude haberme venido abajo.
Mientras cantamos Jackson, nuestro primer dúo, me fui dando cuenta, cada vez con mayor intensidad, de lo importante que es June en mi vida. Junto a todas las conversaciones serias que hemos mantenido, me ha proporcionado dosis diarias de risa y buen humor.
June se puso a cantar la letra mecánicamente:
Yeah, go to Jackson,
You big talkin’ man;
And I’l be waitin’ in Jackson,
Behind my Japan fan.*
Y el guiño, la sonrisa y el pequeño giro que dio sobre el escenario, ejercieron sus prodigios sobre mí.
When they laugh at you in Jackson,
Dancin’ on the pony keg,
Then I’l lead you ‘round town like a scalded hound,
With your tail tucked between your legs.*
A continuación cantamos una canción de amor y ella me dirigió esa mirada que viene a decir: «Sabes bien que siento en el alma cada palabra que canto». Y ni una sola persona del público puede albergar dudas acerca de la pasión que se está desarrollando ante sus ojos sobre el escenario.
Ahora, a veces, cuando estoy en el escenario –sintiéndome feliz y seguro de mí mismo–, en mitad de una canción, mi mente es capaz de retroceder ocho o diez años y revivir las ocasiones en que canté la misma canción pero en un estado de completo frenesí, asustado, porque era consciente de que el público se estaba dando cuenta de que no me encontraba «bien».
Pronunciaba mal una palabra o me la saltaba. Intentaba sonreír pero la contracción nerviosa de mi rostro impedía que la sonrisa se desplegase con naturalidad. Me ponía a sudar a borbotones a los diez minutos de haber empezado a actuar. No decía nada entre canción y canción, me limitaba a pasar a la siguiente sin hacer el menor comentario, en ocasiones provocándome un espasmo de tos en un intento de desbloquear algo que no estaba realmente al í: una garganta reseca a causa de las anfetaminas y los cigarrillos.
Mis ojos permanecían clavados al reloj y cuando el concierto concluía había agotado hasta la última onza de energía de mi reserva y no quedaba más que una amalgama de puro músculo y hueso. Al menos eso pensaba yo: no más que músculo y hueso. A decir verdad lo poco que quedaba de mí lo sentía duro como una roca, pero ahora me doy cuenta de que lo que consideraba hueso y músculo era más bien hueso y espasmo muscular, y que cuando el alcohol se evaporaba, la carga de cruda y tensa energía nerviosa que sentía se debía a las anfetaminas.
Tan pronto como acababa el concierto me precipitaba furioso al camerino, entonces me ponía a darle patadas a la guitarra o me dedicaba a destrozar la puerta a puñetazos, arremetía contra lo primero que me saliese al paso, contra lo que fuera…
Después, solo en mi habitación, aprovisionado de cerveza y anfetaminas, me ponía a dar vueltas de un lado a otro durante toda la noche en un intento de burlar al demonio de turno que me anduviese pisando los talones.
Poco antes del amanecer tomaba «tranquilizantes» para poder conciliar el sueño, pero para cuando lo conseguía era ya la hora de hacer las maletas y marcharse a la siguiente ciudad para el próximo concierto.
Y así el ciclo se repetía una y otra vez.
En octubre de 1967 pesaba 73 kilos con una altura de 1,88. Estaba casi 18 kilos por debajo del peso normal y no porque me faltara dinero para comprar comida. Era adicto a las anfetaminas y a los barbitúricos. Y no quiero decir con esto que tuviese un «hábito», como alguna gente prefiere denominarlo para minimizar la gravedad de su problema; quiero decir adicto.
No puedo pensar en una sola cosa que no hubiese sido capaz de hacer con tal de conseguir pastillas cuando me quedaba sin suministros. Contaba con un montón de gente que me ayudaba a conseguirlas y en un par de ocasiones, al á por 1966 o 1967, estuve a punto de robar farmacias para no quedarme sin reservas.
Me volví paranoico. Llevaba siempre una pistola conmigo y pensaba que todo el mundo conspiraba contra mí. No me fiaba de nadie. En infinidad de ocasiones destrocé mi coche huyendo de alguien que en realidad no existía.
Tras unas cuantas estancias en la cárcel empecé a pensar que los policías eran el enemigo. Cuando veía un coche de policía lo evitaba por calles laterales y aceleraba como un loco por las zonas residenciales, a punto de atropellar a los inocentes peatones. No sé cómo no llegué a matar a nadie; o quizá sí lo sé.
De vez en cuando June y muchos otros trataban de hablarme acerca de mi conducta dando muestras de preocupación. Pero, por lo general, yo evitaba cualquier conversación que tuviera que ver con el tema. Les decía que ya cambiaría cuando fuera el momento.
Se trató de una especie de período de «endurecimiento» y «temple» por el que tenía que pasar. Los tiempos difíciles, la tortura y el sufrimiento que yo mismo me obligué a padecer me hicieron conocer de primera mano el dolor y me dotaron de tolerancia y compasión a la hora de afrontar los problemas de otra gente. Aparte de comprensión ante sus muchas diferencias y defectos. Pero la lección más importante que recibí fue esta: Dios es amor.
Ahora lo considero como una parte del plan maestro que Él había trazado para mi vida. Algunos piensan que antes era un hombre duro y que ahora soy un blandengue. Lo cierto es más bien lo contrario. Antes era mucho más débil y vulnerable, errático, impredecible, incluso intratable para la mayoría.
Muchos de los que convivieron conmigo durante aquellos siete años que me pasé entregado a las drogas lo hicieron con la convicción de que el día menos pensado me encontrarían muerto en algún rincón. La mayoría me dejó por imposible en más de una ocasión. Pero yo sabía que aún no había llegado mi hora. Estaba huyendo de Dios y de Su voluntad, pero también sabía que acabaría cansándome antes que Él y que me vería obligado a cambiar mucho antes de que Él se rindiera. Y el hecho es que nunca se rindió. Yo sucumbí, me recuperé y Él me devolvió al camino.
El cambio que tuvo lugar fue como un bálsamo sanador, tanto espiritual como físico, y con el cambio llegó la paz, la confianza, la seguridad y la comprensión.
En un reciente chequeo médico el doctor me dijo:
–Si no fuera porque te conozco bien diría que no tienes más de veinticinco años.
–Pues los tengo, doctor, los tengo–respondí.
Siempre he contado con un grupo de gente que a mi amigo Vince Matthews le gusta denominar «Los Vigilantes de Johnny Cash». Es decir, amigos y asociados que han crecido conmigo y con mi música a lo largo de los años cincuenta y sesenta a los que ahora les encanta hablar sobre lo que le ha ocurrido a Johnny Cash.
Estas personas son aspirantes a productores, editores, promotores, compositores y artistas que se han quedado un poco frustrados y resentidos por el cambio operado en mi vida en los últimos años, un cambio que ni comprenden ni les gusta. Quieren que vuelva a ser como antes. Desean escucharme blasfemar de nuevo. Quieren que lleve un sombrero negro, que destroce mi coche y que me ponga en evidencia en los conciertos.
Lo que no entienden, sin embargo, es que si tal cambio no hubiese tenido lugar ahora no existiría Johnny Cash.
La verdad es que no me preocupan demasiado «Los Vigilantes de Johnny Cash», pero les aprecio, eso sí, por permanecer vigilantes. Agradezco sinceramente su preocupación: incluso su crítica. Para mí es importante escuchar y valorar las críticas de los demás, sean buenas o malas.
Ya hace tiempo que se dejó de hablar del «último cotilleo sobre Johnny Cash» en los honky-tonks y garitos de Nashville. Aquellas viejas y lamentables hazañas que alentaban los chismorreos han declinado y en su lugar hay una vida de calculado propósito, dirección y gozo. Ahora gozo con mi vida.
A muchos les gusta afirmar: «Johnny Cash se ha hecho religioso», y me colocan en una categoría alejada de su esfera. Hacen como que esconden la marihuana o el whisky cuando entro en un camerino o en un estudio. Luego se ríen.
La verdad se manifiesta de un modo crudo y pesado: si vas a ser un cristiano vas a tener que cambiar. Vas a perder algunos viejos amigos y no porque lo desees sino porque es absolutamente necesario. No puedes transigir con ciertas cosas. Tienes que marcar una línea a diario –la línea entre lo que fuiste y lo que estás intentando llegar ser a partir de ahora–, de lo contrario te perderán el respeto.
Durante años June ha estado rezando cada día por mí pidiéndole a Dios que me otorgara la sabiduría. Un día, no hace mucho, después de bendecir la mesa a la hora de la cena, dije:
–Te agradezco tu oración, June, pero no parece que me esté haciendo más sabio. De hecho, creo que me estoy volviendo más malvado e imprudente.
Ella me respondió:
–En tu Biblia tienes una buena colección de los dichos del hombre más sabio que ha pisado esta tierra.
Así que me volví a leer los proverbios de Salomón y he de confesar que me sentí mucho mejor.
Pero, hambriento y deseoso de la sabiduría y las verdades que contenía la Biblia, y al no disponer de ningún estudio o guía que seguir, me apunté a un curso por correspondencia de una Escuela Bíblica. En mi Iglesia somos como unas veinte personas las que seguimos el curso y se reúnen cada lunes por la noche para discutir las lecciones. Yo no puedo asistir a la mayor parte de esas reuniones debido a mis viajes, pero siempre llevo las lecciones conmigo y envío mis tareas por correo cada dos semanas. Es complicado responder todas las respuestas sin ayuda de nadie, pero resulta mucho más gratificante de esta manera. Esas grandes verdades espirituales se manifiestan como fuegos artificiales.
Mis motivos para ocuparme del estudio de la Biblia y de los cursos de teología son muchos. Una de las razones es la de satisfacer mi sed de una comprensión más profunda, de un conocimiento más rico, y de poder caminar más cerca del Señor. Otra razón es mi amor por la historia y, tras tres viajes a Israel, de un modo especial, mi amor por la historia de los judíos.
Pero, sobre todo, considero que estudiar es indispensable para experimentar el desarrollo espiritual que tanto necesito. He aprendido que, una vez que te colocas del lado del Señor, las sabias palabras que Él imparte a través de la Biblia son las armas que uno necesita en la lucha diaria, ya seas predicador o guitarrista.
Si el gozo y la plenitud que siento por las cosas que estoy aprendiendo en la Biblia constituyen alguna indicación de que estoy alumbrando algo de sabiduría, entonces puede que la oración de June esté siendo respondida.
Y es que mi historia tiene mucho que ver con Dios.
Tiene que ver muchísimo.
Notas al pie
* [Por el modo en que se la tierra se allana / Me atrevería a decir / Que pasada la próxima colina, estaremos en casa. / Es una carretera recta y estrecha / Sin desvíos ni vías secundarias, / Y pasada la próxima colina, estaremos en casa. / He escuchado a los Profetas / Y puedo decir que el fin se aproxima, / Pues dondequiera que mire veo señales familiares. / A través de mis sueños, / Llegará una gran redención, / Y pasada la próxima colina, estaremos en casa. (N. del T.).]
* [He oído en la radio que hay rumores de guerra, / La gente se prepara para el combate, / Y puede que ya sea el último. / He oído algo acerca de un terremoto y de los muertos que ha causado. / Son los signos de los tiempos / Que corren. // Mateo 24 ya está llamando a la puerta, / Y no creo que vaya a tardar mucho en suceder. / Mateo 24 ya está llamando a la puerta, / Y puede que hoy, o mañana, sea el último día. (N. del T.).]
* [Oh, sí, dirígete a Jackson, / Viejo charlatán; / Que yo te estaré esperando en Jackson, / Detrás de mi abanico japonés. (N. del T.).]
* [Cuando se rían de ti en Jackson, / Bailando sobre un barril, / Te llevaré por el pueblo como un perro escaldado, / Con el rabo entre las piernas. (N. del T.).]
No creo que haya existido sobre la faz de la tierra un hombre que haya trabajado más duro y con más esfuerzo para mantener a su familia que mi padre, Ray Cash.
Se han escrito muchas historias sobre mí en las que distintos escritores, en el intento de configurar la típica historia del hombre que pasa de los harapos a la riqueza, del ascenso de la pobreza a la abundancia del éxito, no han descrito con exactitud las condiciones económicas de nuestra familia a principios de los años treinta.
Tales historias han provocado siempre un orgullo feroz y no poca rabia en mis padres. Nunca se vieron en la necesidad de acudir a la beneficencia y jamás aceptaron limosnas de ningún tipo, ni siquiera durante la Gran Depresión. En cada comida le daban las gracias a Dios por haberles dado la fuerza para ganarse el pan de la mesa. Y nunca fue una «oración de almuerzo» rutinaria. No. Siempre se trató de una plegaria humilde y sincera de gratitud.
Cuando se desencadenó la Depresión del 29 mi padre fue uno de los pocos hombres del condado de Cleveland, Arkansas, que pudo encontrar con facilidad algún tipo de trabajo. Fue leñador, trabajó en aserraderos y en el ferrocarril –en cualquier lugar donde pudiera ganarse la vida–, lo que, junto a sus cultivos y los animales que criábamos, no solo le permitió alimentarnos a nosotros sino, también, a algunos de los vecinos más necesitados.
Pero alrededor de 1935 las cosas empeoraron y al oír hablar de una comunidad agrícola relacionada con el New Deal que se iba a inaugurar en la llana y oscura tierra del delta, al noreste de Arkansas, nos mudamos a una nueva y resplandeciente casa blanca, de cinco habitaciones, en un camino de grava, a dos millas y media de Dyess, en el estado de Arkansas.
La comunidad de Dyess se asienta en medio de catorce mil acres de campos de algodón. Hay carreteras numeradas que atraviesan la localidad: dieciséis en total. Nosotros vivíamos en la Carretera Tres.
La Carretera Uno cruzaba de este a oeste por el centro del pueblo y estaba flanqueada por las tiendas y los negocios: un almacén, una estación de servicio y un cine donde podías ver a Gene Autry los sábados por la noche. Tuvimos un banco pero se incendió en 1936 y nadie creyó que mereciera la pena reconstruirlo. Aún hoy los ciudadanos pueden señalarte dónde estuvo instalado el banco. Y luego estaba el Dyess Café.
No estoy seguro de que al principio hubiera una iglesia. Dyess era uno de los proyectos de desarrollo ideados por el presidente Roosevelt y corría a cargo del gobierno. En realidad era un establecimiento socialista que contaba con una tienda y una desmotadora de algodón que funcionaban en calidad de cooperativa. La intención era que los granjeros pudiesen compartir los beneficios de la desmotadora y de la tienda.
Casi me olvido de la fábrica de conservas, donde la gente de la comunidad llevaba los productos de sus huertos. La fábrica aceptaba por sistema cualquier cosa, la cocía, la enlataba y luego te devolvía ocho de cada diez latas. Se quedaba con dos para que el negocio pudiera seguir funcionando. Si al finalizar el año se obtenía algún dinero extra se repartía entre todos los granjeros.
La Iglesia de Dios de la Carretera Quince se había instalado en una vieja escuela. No conservo recuerdos muy agradables de las misas a las que me hacía asistir mi madre cuando era pequeño en aquella iglesia de la Carretera Quince. Mi madre no pertenecía a aquella congregación –siempre ha sido metodista– pero le encantaba ir. Lo que más recuerdo es el miedo. Entonces no entendía que se trataba de un lugar de adoración. Solo sabía que era un lugar a donde mamá me obligaba a ir. El predicador me aterrorizaba. Gritaba, chillaba y jadeaba. Cuanto más predicaba, más se alteraba y más le costaba respirar.