Henk Boom
EL BOSCO AL DESNUDO
500 AÑOS DE CONTROVERSIA SOBRE JHERONIMUS BOSCH
Traducción del neerlandés de
Catalina Ginard y Marta Arguilé
EDITA A. Machado Libros
Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
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Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación neerlandesa de letras
Título original: De bezeten visionair
© Ed. Athenaeum, 2016
© Henk Boom
© de la traducción del neerlandés: Catalina Ginard y Marta Arguilé
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.
REALIZACIÓN: A. Machado Libros
ISBN: 978-84-9114-177-8
Prólogo
Introducción
1. Ver lo que creemos
2. Misterio y mistificación
3. El Arca de Noé
4. Los sueños de Quevedo
5. Bosch, ¿un hereje?
6. El Reino Milenario
7. ¿Qué es un auténtico Bosch?
8. Mirad cómo se exhibe
9. El congreso
10. Siete preguntas
11. El jardín de las delicias
12. La música en el purgatorio
13. La antesala del cielo
14. Ver ya es teoría
«La pintura abarca el total de las diez funciones del ojo, esto es: la oscuridad, la luz, el cuerpo, el color, la forma, la ubicación, la lejanía, la cercanía, la moción y el reposo.»
Leonardo da Vinci
Pintores de la locura o moralistas del pincel, así llaman a los adeptos1 del gremio que fundó Jheronimus Bosch. Vino al mundo como hijo de Anthonius van Aken, de niño lo llamaban Joen, de mayor pasó a ser Jeroen entre el vulgo, Hieronymus en los círculos más científicos y El Bosco en España. A veces firmaba con el nombre de Jheronimus Bosch, y esa se ha convertido en la marca de uno de los pintores más emblemáticos, misteriosos y mistificados de la historia. Bosch sigue rodeado de enigmas porque apenas sabemos nada de él. A diferencia de Leonardo da Vinci, del que hemos heredado abundantes cartas y apuntes, Bosch no nos dejó nada, salvo dos lagunas de varios años en una biografía ya de por sí bastante limitada. El único dato incuestionable es que murió en 1516, dejando como legado una imaginería que durante quinientos años ha sido objeto de debate y polémica mucho más allá de las fronteras de Brabante.
Motivo suficiente para que cinco siglos después de su muerte se le dediquen dos grandes retrospectivas, primero en ’s- Hertogenbosch, su ciudad natal, y después en Madrid. En la capital de Brabante para que puedan recibirlo como a un hijo pródigo. En la capital española porque gracias a Felipe II la mayoría de las obras de El Bosco se han conservado en un mismo lugar.
Este libro aborda el incesante proceso con el que los exegetas de Bosch han intentado comprender, explicar y desnudar al pintor. Con esta selección de las opiniones subjetivas que sobre Bosch y su obra han vertido historiadores, historiadores del arte, filólogos, sociólogos, psicólogos, conocedores de la Biblia, novelistas, conservadores de museos y hombres y mujeres de letras, el lector se hará una idea de la controversia que ha hecho correr ríos de tinta desde finales del siglo XV.
Uno de los temas centrales en la disputa gira en torno a la cuestión de si el pintor pertenecía o no a una secta herética, una sospecha que en España ya se formuló en el siglo XVII. El fuego de la Inquisición volvería a avivarse poco después de la Segunda Guerra Mundial con las publicaciones de Wilhelm Fraenger, un científico alemán que se merece algo más que las descalificaciones que le han dedicado los estudiosos de Bosch. Los ánimos también pueden enardecerse cuando los padres de la cultura deciden mostrar la obra del pintor al público. Ya sucedió en 1967 y nada parece haber cambiado con la llegada de las dos megaexposiciones de 2016. A propósito de este tema he adaptado algunos capítulos de la versión original en referencia a la situación surgida en febrero de 2016, cuando varios museos se disputaron la autenticidad de algunas obras del pintor.
Finalmente, quien pasa mucho tiempo con Bosch acaba contagiándose y, tarde o temprano, eso le lleva a formular su propia opinión sobre El jardín de las delicias, el tríptico que más debate ha suscitado y al que he consagrado varios capítulos de este libro, lo que lo convierte en su pièce de résistance. Por último he de advertir al lector que se encontrará con muchos nombres y títulos de autores más o menos conocidos y de libros y artículos publicados en los Países Bajos, Bélgica, Alemania, España, Austria, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Ello es el resultado de haber inventariado las diferentes opiniones y explicaciones que se han vertido en los últimos siglos sobre Bosch.
Es obligado mencionar aquí algunos nombres. Gracias a la generosa colaboración de Jo Timmermans, director del Jheronimus Bosch Art Center (JBAC) de ’s-Hertogenbosch, y de sus colaboradores, tuve libre acceso a la biblioteca de dicho centro, que reúne la mayoría de publicaciones sobre Bosch, una lectura en la que perderse. En segundo lugar, estoy en deuda con mi esposa, la artista plástica Lotje de Lussanet, que ha leído los textos con un rigor casi fundamentalista, introduciendo las correcciones y mejoras necesarias.
Por último quiero dar las gracias a todas las personas en Madrid, ’s-Hertogenbosch, Nimega, Valencia, San Lorenzo de El Escorial, Roncesvalles, Ámsterdam, Amberes, Gante, Viena, Cambridge, Londres, Bonn, Siracusa y Nueva York que estuvieron dispuestas a dedicar tiempo a mis preguntas. Para evitar de antemano cualquier malentendido quiero señalar que con este libro no pretendo en absoluto ocupar el lugar del historiador del arte. Me he mantenido fiel a todo lo que he hecho a lo largo de mi vida: practicar el periodismo.
Las Matas (Madrid), abril de 2016
Notas al pie
1 Estos apelativos proceden del título (De zotte schilders) y el subtítulo de la exposición en torno a Bosch, Bruegel y Brouwer celebrada en 2003 en Malinas.
Aquí suceden las cosas más locas que pueden visitar la mente de un hombre […], cosas tan placenteras y fantásticas que en modo alguno se podrían describir a aquellos que no las hayan visto.
Antonio de Beatis (siglo XVI)
En el Prado hay un san Antonio que, por desgracia, solo conozco por las ilustraciones; está sentado, meditando junto a un cerdo mientras que, a su alrededor, las criaturas de Bosch se entregan a sus desagradables bromas. Todo está inmóvil, la eternidad inalterable reina sobre esta visión.
Menno ter Braak
Observamos extraños monstruos a los que, con nuestro limitado vocabulario, llamamos engendros o absurdos caprichos. Nuestra falta de imaginación nos impide distinguir lo visible de lo que crea el espíritu divino que anida en Bosch, a saber: el ser.
Simon Vestdijk
«Está cambiando la marea de la mortal renuncia a la vida y empiezan a soplar aires nuevos.» Johan Huizinga, el fundador de la historia de la cultura en los Países Bajos, resumió de forma concisa el paso de la cultura caballeresca al Renacimiento1, la transición de la Baja Edad Media a la Edad Moderna. Después de la Edad Media en que la vida giraba exclusivamente en torno a Dios, y la Biblia era para casi todos la única guía para una vida virtuosa, llegó un humanista2 –Giovanni Pico della Mirandola– que, en su Oratio de hominis dignitate (Discurso sobre la dignidad del hombre) publicado en 1486, hacía observaciones apasionantes: «el hombre […] que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza». Con eso quería decir que los humanos somos libres para buscar nuestro lugar en la jerarquía del cosmos. Podemos optar por degenerar, alejados de la Iglesia, hasta el nivel más bajo de nuestra realidad, pero también podemos elevarnos a la gloria celestial.
En esa tensión de un mundo cambiante vivió el pintor Jheronimus Bosch (El Bosco en España). A lo largo de los sesenta años que se extienden desde 1450 (fecha probable de su nacimiento) hasta 1516 (año en que falleció), Europa escribía algunas páginas de su historia que pasarían a la posteridad: la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453 (que puso fin al Imperio Bizantino); la publicación en 1484 de la bula Summis desiderantes affectibus (Deseando con supremo ardor) del papa Inocencio VIII (en la que ordenaba a la Inquisición perseguir la brujería); el llamado «descubrimiento de América» por Cristóbal Colón (que en un primer momento él tomó por el Paraíso) en 1492; aquel mismo año, la conquista de Granada, último bastión musulmán, por el ejército de los Reyes Católicos (Isabel de Castilla y Fernando de Aragón) y la expulsión de todos los judíos de España; el presunto envenenamiento del papa Borgia, Alejandro VI, en 1503; la repentina muerte de Felipe el Hermoso en 1506; y en los años siguientes, el surgimiento del luteranismo y el calvinismo. Eran tiempos turbulentos, preñados de reforma, que Huizinga describió eufemísticamente como «el tono de vida cambiante».
Las fechas son conocidas. Han sido descritas, interpretadas y clasificadas. Sin embargo, los historiadores, heraldos del arte y teólogos se ven en apuros cuando tienen que hablar del propio Bosch. Por un lado, porque apenas conocen los hechos. Por otro, porque interpretan el lenguaje figurativo de Bosch de forma, a veces, muy dispar. Ello da motivo a algunos fundamentalistas bosquianos para arremeter con visible placer contra la opinión de otros en las notas de sus publicaciones.
A pesar de aquel tono de vida cambiante, Bosch fue testigo de un fin de siglo tranquilo. Al igual que muchos otros, en la alborada del 1 de enero de 1500, debió de suspirar aliviado al constatar que el mundo seguía siendo el mismo que el 31 de diciembre de 1499. Entonces se evidenció que todos los mensajes apocalípticos que anunciaban la venida del anticristo y el fin del mundo, tal como se describían en el Evangelio según San Juan y en la crónica del mundo Liber Chronicarum de 1493 del médico e historiador alemán Hartmann Schedel, estaban cimentados sobre arenas movedizas teológicas.
Ello no obsta para que, durante muchos años, desde lo alto de los púlpitos se siguiera avivando el miedo al Juicio Final con sermones penitenciales como los que el dominico Girolamo Savonarola solía pronunciar en Florencia para amenazar con el fin del mundo hasta que murió en la hoguera, acusado de herejía, en 1498. En iglesias, monasterios y capillas no había misa solemne en la que no se alzara un dedo admonitorio para advertir de las consecuencias que tendría para los creyentes cometer uno o varios de los siete pecados capitales: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y soberbia. Esas admoniciones abonaron la fantasía de Bosch. En sus extrañas metáforas pictóricas recurrió a la necedad, la burla y los mensajes moralizantes para jugar con la simiente del miedo infernal como un niño juega con fuego. Pintó monstruos hoscos, demonios deformes o criaturas extraordinarias y nunca vistas que se convirtieron en su sello distintivo. En 1907, el escritor francés Maurice Gossart lo llamó le faizeur de dyables. El hacedor de demonios. Con esas palabras fue inmortalizado el pintor en la estatua de August Falise descubierta en 1930 en el Markt (la Plaza Mayor) de ’s-Hertogenbosch.
LA REPÚBLICA CRISTIANA
En torno a 1500, la dignidad de la Iglesia católica se vio ensombrecida por las orgías celebradas durante el régimen de terror que impuso el papa Borgia, Alejandro VI. Debido a las fechorías de su hijo César y las decadentes frivolidades de su hija Lucrecia, el Vaticano se comparaba más con una pocilga repleta de putas que con la casa de Dios llena de feligreses. A la sazón, Bosch era un pintor muy solicitado en la flor de la vida. No es probable que oyera algo sobre las teorías de Pico della Mirandola, Savonarola o los escándalos de los Borgia en una de las cenas de la Cofradía de Nuestra Señora de ’s-Hertogenbosch de la que era miembro. Las conversaciones girarían más bien en torno a la amenaza de guerra que suponían las tropas de Güeldres de Carlos de Egmond y los inconvenientes que causaba la presencia de refugiados y mercenarios de los Habsburgo en la ciudad; a la hora del aperitivo, quizá se hablara de superstición, brujería y la omnipresente amenaza de peste.
A ello había que sumar la historia del anticristo, que se propagaba como un virus entre los bancos del coro de la iglesia y que hacía aflorar una y otra vez el miedo entre la población. ¿Quién era el anticristo? ¿Era el papa? ¿Eran los judíos? ¿Los turcos? En ese campo de tensión religiosa se daba una curiosa coincidencia. Mientras que en sus frescos apocalípticos de la Cappella Nuova del duomo en Orvieto, Luca Signorelli, un alumno del también célebre pintor Piero della Francesca, representó al anticristo como un falso Jesucristo, en la tabla central de su tríptico de La Adoración de los Magos, Bosch pintó a un cuarto rey en el que algunos especialistas creen reconocer al anticristo. ¿Dos almas y una sola idea?
En aquellos años, Europa aún se regía por la tradición política de la respublica christianorum, la metáfora de un hemisferio occidental cristiano y uniforme donde el poder absoluto estaba en manos del papa. Por otra parte, ello no era impedimento para que los reinos, principados y repúblicas se enfrentaran entre sí a vida o muerte, estableciendo alianzas cambiantes en reiterados intentos por conseguir más supremacía y poder terrenal. El hilo conductor en esta búsqueda de poder era el ideario que Nicolás Maquiavelo consignó en 1513 en su ahora famoso y muy citado libro El Príncipe. Era el nacimiento de la realpolitik (la política de la realidad), basada en la teoría de que el fin justifica los medios.
Algunas circunstancias del mapa político y religioso de Europa debieron de ejercer una influencia directa o indirecta sobre Bosch. En 1450, seguramente el año en que vino al mundo, el papa Nicolás V encargó al obispo Nicolás de Cusa que predicara la reforma de la Iglesia en Europa, con el lema: «Purificar y renovar, no destruir ni derribar.» Con estas directrices llegó De Cusa en 1451 a las ciudades hanseáticas de los Países Bajos: Deventer y Zwolle, cuna de la devotio moderna. Más de un estudioso cree que Bosch se inspiró en los principios de este movimiento espiritual que defendía una reforma de la vida en comunidad.
En 1516, el año de la muerte del pintor, Carlos I y V de Alemania, que entonces tenía 16 años, estaba a punto de heredar un imperio donde, gracias a la política matrimonial de sus antepasados, nunca se pondría el sol. A partir de 1530 se convertiría en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y empuñaría el cetro no solo en España, Austria, Alemania y los Países Bajos, sino también en los nuevos territorios descubiertos y conquistados por Colón, Pizarro y Cortés en el continente que más tarde se llamaría América.
Durante los últimos años de vida de Bosch, el papa León X (Giovanni di Lorenzo de Médici) administraba su zona de influencia como si se tratase de un patrimonio real y ya se hacían visibles las primeras grietas en el baluarte de la Iglesia, debilitado por los escándalos, el nepotismo y la corrupción. En 1517, un año después de la muerte de Bosch, Martín Lutero publicaba en la ciudad alemana de Wittenberg sus 95 tesis, dirigidas sobre todo contra el lucrativo negocio de las indulgencias con las que se conseguía una reducción del tiempo de penitencia de un ser querido en el purgatorio. En 1521, Lutero fue excomulgado por el Vaticano. En toda Europa, también en los Países Bajos, empezaban a aparecer seguidores –a veces tímidos y otras provocadores– de grupos heréticos. Se había sembrado el germen de la Reforma. Las hogueras ardían. La Inquisición hacía horas extraordinarias.
LA IMPRENTA
Los años en que vivió Bosch se caracterizaron por una auténtica revolución cultural. Fue la época en que se despidió al gótico y se dio la bienvenida al libro impreso. Desde la invención de la imprenta en 1455 –por entonces Bosch era un niño de cinco años que aún jugaba con su aro– el libro fue adquiriendo rápidamente popularidad a través de las editoriales en Amberes, Basilea y Venecia. Por primera vez en siglos, se podía acceder a textos fuera de los muros de los monasterios. Sin embargo, las obras de Erasmo de Róterdam –que en 1485 había cambiado temporalmente la escuela de Deventer por la escuela de latinidad de ’s- Hertogenbosch– empezarían a circular en esa ciudad solo después de la muerte del pintor. En otras partes, sobre todo en Alemania, las críticas a la Iglesia católica –latentes desde hacía tiempo– se expresaban cada vez más abiertamente en octavillas, panfletos y otros escritos impresos. Con su difusión, se sentaron la bases para la censura que se institucionalizaría en 1559 con el Index librorum prohibitorum, la bula con la cual el Vaticano elaboraba su primera lista negra de libros y autores. Anteriormente, en 1520 y 1521, habían tenido lugar las primeras quemas de libros en Lovaina y Amberes.
En aquella época, todo artista que se preciara debía viajar a Italia, y solo después de haber estado en Florencia, Venecia o Roma era digno de atención. Jan van Eyck recorrió Italia de norte a sur, en su camino a Tierra Santa. Rogier van der Weyden fue a Ferrara, Alberto Durero a Venecia, Jean Fouquet y Jan Gossaert a Roma. Aunque hay quien afirma que Bosch estuvo en Italia, donde llegó incluso a conocer a Da Vinci, no sabemos si durante los grandes días de su carrera pudo ver obras de Andrea Mantegna, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci. Sea como fuere, seguramente no se enteró de las críticas que Miguel Ángel lanzó contra Jan van Eyck y Rogier van der Weyden, los principales exponentes de los Primitivos Flamencos. «En Flandes solo se pinta para agradar a los piadosos y a las mujeres. Pero eso no es arte, carece de simetría y proporción», debió de decir Miguel Ángel. «No es de extrañar», protestó el catedrático neerlandés Gerard Brom, que a partir de 1923 impartía clases de estética e historia del arte en la Universidad Católica de Nimega. «A fin de cuentas, el arte flamenco nace de la delicada miniatura mientras que el italiano lo hace del amplio fresco, puesto que el hogareño norte presta sobre todo atención a los detalles íntimos, mientras que el sur, que vive en el espacio público, tiene una perspectiva más monumental del conjunto.»
A mediados del siglo XV, Flandes inauguró una época de prosperidad económica sin precedentes gracias a la industria del paño y la lana. En Gante y Brujas, el esplendor de la corte borgoñona se reflejó en un arte pictórico ricamente decorado. El panorama cambió cuando Bosch se encaminaba hacia su quincuagésimo año de vida. Debido a la competencia desde Inglaterra y el encenagamiento del puerto de mar, Brujas tuvo que ceder el protagonismo a Amberes. Esta ciudad portuaria a orillas del Escalda se convirtió en la mayor metrópolis comercial de Europa occidental, gracias al abastecimiento procedente de las colonias recién descubiertas en América y el comercio de tránsito.
’s-Hertogenbosch, la ciudad que vio nacer a Jheronimus, no era la más importante de los Países Bajos meridionales. La élite de la jerarquía eclesiástica residía en el principado de Lieja. Los palacios reales se encontraban en Bruselas, incluido el Palacio de Nassau, donde sería confiscada la obra más emblemática de Bosch, el tríptico de El jardín de las delicias, medio siglo después de su muerte. En 1507, el centro político se desplazó a Malinas tras la llegada de María de Austria. Frente al esplendor real y el boato religioso, ’s- Hertogenbosch no podía aportar mucho más que una concurrida feria anual, la fama de sus fabricantes de cuchillos y campanas, algunas «Entradas Jubilosas», una procesión de la virgen María, una viva devoción por san Antonio y la Cofradía de Nuestra Señora, de la que Bosch eran un miembro insigne. ’s-Hertogenbosch era una importante ciudad de provincia, nada más, pero tampoco nada menos, que contaba con cerca de dieciséis mil habitantes cuando nació Bosch y más de veinte mil cuando murió. El tamaño de la ciudad y el número de habitantes se debían en gran medida a las numerosas instituciones eclesiásticas y sus moradores: en 1526 – diez años después de la muerte de Bosch– uno de cada dieciocho habitantes era sacerdote o monje. En aquella época se contaban al menos cuarenta capillas e iglesias, entre ellas la de San Juan, razón por la cual en el habla popular se conocía a la ciudad como la Pequeña Roma.
UN DILEMA INFERNAL
En este periodo de efervescencia económica, política y religiosa durante el paso de una época a otra, en el que cada vez había más gente que daba una forma personal a su fe, Bosch buscaba su propio camino. «Un dilema infernal para un hombre como Bosch», según Gerard Brom, «pues, ¿cuál sería la diferencia indescriptible, pero innegable entre los símbolos medievales y las alegorías renacentistas? En la Edad Media, además de la sutileza con la que a veces se aplicaban los símbolos, las imágenes mantenían cierta animación, porque estaban relacionadas con la revelación común. El pueblo llano podía leerlas en las catedrales como un libro abierto. En cambio, las alegorías artísticas son un palacio de hielo de abstracciones, ideado adrede por el ingenio del hombre para que no lo comprendiera el profanum vulgus».
Bosch poseía ese ingenio. La pregunta de hasta qué punto se mantuvo con un pie en el pasado mientras con el otro daba un gran paso en su nuevo mundo y cómo se reflejaba ese difícil equilibrio en su extraño lenguaje figurativo ha dado lugar a una maraña de respuestas, interpretaciones y explicaciones. Es posible que el flamenco Edgar De Bruyne, catedrático, filósofo e historiador de arte, tuviera razón al afirmar (en un ensayo publicado en 1944) que un cuadro ha cumplido su misión cuando «el espectador comprende lo que significa, cuando reconoce el tema al ver la imagen y sabe qué hecho rememora». Pero tratándose de Bosch, no sabemos qué significan sus obras más emblemáticas ni si todos reconocemos el tema con la misma fantasía ni qué hecho quiere traer a nuestra memoria el pintor. Justo como decía Brom.
En ocasiones se califica a Bosch de «visionario». En otras se habla de «un enigma en la evolución de la pintura». Sus obras reflejan sus miedos y los de sus semejantes. Tratan de la fe y la superstición, de la locura y la exaltación, del cuerpo y del alma, de puntos de vista y visiones. Además de los siete pecados capitales, Bosch nos muestra un mundo lleno de mofa, crueldad, engaño, odio y recelo. También se ha dicho que hizo del pueblo llano el tema de su pintura y que por ello es un precursor de pintores como Pieter Bruegel, Jan Steen y Adriaen Brouwer.
Innumerables exegetas de Bosch llevan ya cientos de años midiendo sus armas sobre el legado del pintor –tablas y dibujos distribuidos en dieciocho colecciones repartidas por quince ciudades de diez países distintos en dos continentes– en una incesante corriente de publicaciones en la que se suceden la superioridad cultural, la brillante erudición, la prosa lírica y los alucinantes desvaríos, como lo hacen cada año las cuatro estaciones. De esto trata el presente libro. De la evolución de la exégesis de Bosch; de sus extrañas visiones y de los puntos de vista, a veces peculiares, con los que los estudiosos han explicado la obra del pintor, unos puntos de vista que a menudo acababan convertidos en nuevas visiones. Y trata, asimismo, de toda la controversia que su iconografía ha provocado hasta hoy.
Notas al pie
1 La palabra «renacimiento» se pondría de moda solo más tarde. Hoy en día, aún sigue debatiéndose quién la introdujo por primera vez en la historia del arte. Según algunos, habría sido el arquitecto y teórico del arte florentino Leon Battista Alberti (1406-1472). Otros afirman que fue Giorgio Vasari, autor del libro Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos. En Francia insisten en que el historiador Jules Michelet fue el primero en utilizar la palabra «renacimiento» en 1885.
2 Lo que más tarde se denominaría humanismo, se llamaba al principio humanae litterae o studia humanitatis, una especialidad que abarcaba cinco asignaturas: gramática, retórica, poesía, filosofía de la moral (o ética) e historia.
Si la razón es el gusto por el orden, la imaginación debería de ser el placer por el desorden. Dicho de otro modo: siempre y cuando san Pedro le haya asignado un lugar privilegiado en el cielo, Jheronimus Bosch se estará regodeando allá arriba, viendo cómo aquí abajo sus estudiosos intentan poner orden en su fantasía. Sea cual sea la perspectiva desde la que se aborde al pintor –ya se entre por la puerta principal, por la ventana de la cocina o por la buhardilla de su taller–, siempre imperan el caos y la contradicción cuando los especialistas intentan desentrañar con desigual placer el fenómeno Bosch mediante teorías, fórmulas y análisis desde sus cátedras, sus torres de marfil o sus escritorios. Si no es en las líneas generales, es en los detalles. Y eso a pesar de que todos ellos han estado observando las mismas obras.
Para poner orden en el caos provocado por otros, los expertos detallan las pruebas que han recopilado con esmero, y con las que quieren demostrar lo equivocados que están otros, y las presentan preferiblemente en las notas del manuscrito, que en ocasiones ocupan más espacio que el propio texto de la publicación. El que lea todo eso con detenimiento y examine con lupa las hipótesis minuciosamente elaboradas, concluirá por fin –aquejado ya de cansancio crónico o al borde de la desesperación– que todas estas versiones de Dichtung und Wahrheit (Poesía y Verdad) reflejan en realidad las palabras del padre y doctor de la Iglesia, el teólogo y filósofo Agustín de Hipona, actual patrón de impresores, cerveceros y teólogos, que vivió en el siglo IV después de Cristo, quien dijo: «La fe consiste en creer lo que no vemos y la recompensa es ver lo que creemos.» Son palabras que invitan a la reflexión. «El que canta, reza dos veces», sentenció en otra ocasión. Pero por más que cantemos y por más que recemos, los expertos no logran ponerse de acuerdo sobre las preguntas más acuciantes. Cuanto más grande sea la fantasía, mayor será el caos y más intenso el placer.
En el caso de Bosch lo importante es saber si debemos creer lo que otros ven y nosotros no. ¿Debemos creer algo si no vemos lo que otros creen ver? ¿Podemos reconstruirlo –y descifrar su lógica y sus ideas– cinco siglos después de su muerte, si casi no sabemos nada sobre él, salvo que murió en 1516? Dicho de otro modo: ¿lo vemos bien?
Lo más curioso de todas las explicaciones y desciframientos es que siguen apareciendo publicaciones de prestigiosos historiadores del arte que, tras años de estudio, empiezan su ensayo señalando que han descubierto una laguna nada desdeñable en la obra de sus compañeros de profesión. Pongamos el ejemplo del historiador de arte, el norteamericano Larry Silver, sin lugar a dudas un miembro muy distinguido de la casta bosquiana. En un artículo publicado en el Journal of Historians of Netherlandish Art, titulado «Jheronimus Bosch and the Issue of Origins» (El Bosco y la cuestión de los orígenes), Silver constata que entre todos los libros y ensayos que ha leído sobre Bosch no ha podido encontrar ni uno solo en el cual el autor haya conseguido llegar al fondo de la cuestión de dónde hay que buscar el origen del lenguaje figurativo de Bosch. La historiadora del arte austríaca Daniela Hammer-Tugendhat vino a decir lo mismo con otras palabras, en su libro Hieronymus Bosch – Eine historische Interpretation seiner Gestaltungsprinzipien (El Bosco - Una interpretación histórica de sus principios de formación). En la introducción, la autora afirma que es preocupante que entre la gran cantidad de publicaciones sobre el artista aparezcan con regularidad interpretaciones que son mutuamente excluyentes. Según ella, ya va siendo hora de aportar claridad mediante una «interpretación objetivada» en lo que denomina «una clasificación histórica de Bosch en la tradición pictórica».
¿Una interpretación objetivada? Matthijs Ilsink sonríe burlonamente cuando le repito las palabras de la escritora austríaca durante una conversación en Nimega. Ilsink fue coordinador del Bosch Research and Conservation Project (BRCP, Proyecto de Investigación y Conservación de Bosch), este proyecto del equipo científico holandés que ha examinado muchas obras de El Bosco, así como obras procedentes de su taller y de sus seguidores, y ha obtenido algunos resultados que no comparte el Museo del Prado. «¿La señora Hammer-Tugendhat?», dice con un tono de ligera ironía en la voz durante la conversación que mantenemos en su despacho de la Universidad Radboud de Nimega donde imparte clases de historia del arte. «Nunca había oído hablar de ella. Pero bueno, qué más da eso. En realidad, lo que quiere decir la señora Hammer-Tugendhat es que se debe tratar una cosa o la otra, pero no ambas. Bueno, a mí eso no me gusta. Podemos comparar. Todo el mundo lo hace. También nosotros. No se puede hacer mucho más, puesto que en el caso de Bosch, nada es absoluto.»
¿Y todas esas interpretaciones?
Ilsink: «¡Bah, qué más da! Yo también interpreto.»
Es cierto que se han propuesto muchas interpretaciones desde que el historiador de arte el alemán Carl Justi –padrino de los investigadores bosquianos– diera el saque de honor a finales del siglo XIX al escribir sobre Bosch y el «simbolismo personal de un moralista que se dedica a la pintura». En la incesante cascada de opiniones –en la que uno cree ver lo que ve si mira bien y en la que otro cree ver lo que cree– cabe distinguir dos corrientes principales. Por un lado, la interpretación didáctico-moralista, aplicada sobre todo a los patriarcas del desciframiento de Bosch, que aporta como principales fuentes la religión y la Biblia. Por otro, una corriente iconográfica-iconológica, que interpreta la temática y el simbolismo situando la obra en el contexto histórico cultural, el método que prefiere aplicar la última generación de observadores bosquianos. Haciendo un resumen de todas estas publicaciones, el historiador de arte alemán Gerd Unverfehrt se refiere sarcásticamente a «los administradores de la industria de la conciencia que se han hecho cargo del legado de Bosch» y a «los historiadores desconcertados que, con tan pocos datos, han elaborado relatos a menudo romantizados sobre aquel gran solitario que, con pinceladas geniales, habría cambiado el arte pictórico neerlandés».
Personalmente siento debilidad por las palabras de Unverfehrt, sobre todo cuando añade bromeando que es un auténtico milagro que los retablos de Bosch consiguieran estimular el intelecto de sus críticos. «Y qué maravilla que algunos consiguieran deducir a partir de la profusión de detalles inventivos del pintor que Bosch pertenecía a los adamitas o a los rosacruces, o bien que fuera alquimista, astrólogo, o un mago o un gnóstico judío», señala Unverfehrt. Los expertos recurrían a lo que fuera para usarlo como prueba: los mitos hindúes o los misterios órficos, el Fausto de Goethe y Das Mutterrecht (un libro publicado en 1861 en el cual el antropólogo Johann Jakob Bachofen exponía sus teorías sobre el matriarcado). «Otros intentos por comprender la obra en el contexto histórico y explicarla a partir del folclore de su época, como hizo el historiador de arte holandés Dirk Bax, sin duda tienen su mérito», afirma Unverfehrt: Sin embargo, se pregunta «si para cada detalle de su obra, Bosch necesitaba realmente un refrán o la estrofa de una canción como instrumento para explicar sus ideas».
Tras lo cual, Unverfehrt llega a la conclusión de que ni el conocimiento de la Biblia ni los estudios folclóricos ni la lectura de Petrarca ni cualquier otra fuente consultada aportan algo al mensaje del moralista y del psicólogo. «Puesto que eso lo hace la propia obra. Aunque la filología haya tendido a veces puentes de oro para comprender su arte, Bosch sacó de su interior la materia prima con la que creó su cosmos visual. A ello hay que añadir que encontraba un intenso placer en pintar formas extravagantes.»
OSCURA BELLEZA
Carl Justi es, como hemos dicho, el punto de partida de algunas opiniones destacadas sobre el lenguaje figurativo de Bosch en los últimos 125 años de historia del arte. Justi dijo de él que era «un soñador, un predicador de la cuaresma vestido de profano que vivió en una época de violencia y caos, una época en la que el egoísmo de los poderosos y el hedonismo, también de quienes debían servir de ejemplo, traspasó más que nunca los límites de la moral, incluso del matrimonio y de la decencia. Y, por consiguiente, una época que era pura provocación para el azote satírico. En este sentido», afirma Justi, «la manera en que Bosch denuncia el fracaso humano es dura y despiadada, como lo era en aquellos tiempos el tribunal penal».
Antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, las publicaciones sobre Bosch en lengua alemana se sucedieron rápidamente. El historiador de arte Max Friedländer, un experto en los primitivos flamencos, se oponía a un enfoque demasiado científico para explicar el lenguaje figurativo de Bosch. «Los académicos entran en los museos con ideas, mientras que los amantes del arte abandonan los museos con ideas», dijo en una ocasión. No obstante, durante una conferencia celebrada en 1941 admitió que no hay ningún artista que desconcierte tanto al historiador como Bosch. Para ilustrar este desconcierto, Friedländer citó al filósofo Arthur Schopenhauer, que dijo en una ocasión que, en nuestros sueños, todos somos Shakespeare. Friedländer: «Entonces también podría decirse: en nuestros sueños, todos somos Hieronymus Bosch.» Y acto seguido llegó a la conclusión de que la fantasía de Bosch «fue inagotable a la hora de borrar los límites que Dios impuso entre hombres, animales, plantas, obras humanas y organismos en la naturaleza».
En los años cincuenta del siglo pasado, el austríaco Ludwig von Baldass, quien, al igual que Friedländer y Justi, es un clásico entre los historiadores del arte, se limitó a constatar que Bosch aspiraba a expresar lo interior mediante la representación del sufrimiento común. Baldass siguió la línea tradicional que retrataba al pintor como un moralista religioso que utilizaba la sátira como lenguaje visual. En la misma época que Von Baldass, el historiador de arte germano-americano Erwin Panofsky –que el siglo pasado era sin duda una de las mentes más ilustradas en su especialidad– llegó a la conclusión en el libro que dedicó al arte flamenco temprano de que «la obra de Bosch es una isla en la corriente de los primitivos flamencos, y el verdadero secreto de sus magníficas pesadillas y ensoñaciones aún está por descubrir. Puede que Bosch no haya sido un caso para la Inquisición, pero sin duda lo era para el psicoanálisis». No obstante, Panofsky no quiso arriesgarse a hacer interpretaciones. «Too high for my wit/ I prefer to omit», son palabras suyas a menudo citadas. O bien: «Esto supera mi entendimiento, me abstengo.» Al parecer no podía creer lo que veía.
Por su parte, el historiador de arte norteamericano Joseph Leo Koerner cree que debemos ver algo primitivo en Bosch, algo que aún hoy nos sigue conmoviendo, una colección de seres procedentes de las capas inferiores de la sociedad medieval, mendigos, ladrones, brujas y herejes; curanderos, judíos, musulmanes y negros, reunidos en una curiosa exhibición de crueldad, calumnia, tortura y condenación. «En Bosch, la cultura cristiana revela su barbarie castigando santurronamente todas aquellas realidades que sean una alternativa de sí mismas. Como coleccionista de otros estigmatizados, el propio artista encarna la quintaesencia de una realidad alternativa, medieval y estrecha de miras, que carga contra las concepciones seculares. Y efectivamente, cuando alguien quiere interpretarlo, se siente seducido y desafiado por su alteridad», según Koerner.
El historiador de arte húngaro-americano Charles de Tolnay basó su teoría en la palabra Geistesgeschichte (La historia del espíritu), lo que significa que quizá debamos ver la obra de Bosch como un síntoma de la evolución de la mente humana. Según De Tolnay –un insigne miembro de la casta bosquiana fallecido en 1981–, Bosch no nos muestra una visión personal, sino más bien un eco de lo que sucedía en su época. Es lo que se ha dado en llamar Weltanschauung (visión del mundo): la interpretación de un estilo como metáfora de la filosofía de la vida. Dicho de otro modo: Bosch nos muestra su «visión del mundo» de aquella época.
Sobre la base de esta tesis, el estilo de Van Eyck habría representado el mundo como una «joya cósmica» para poder expresar un panteísmo medieval, es decir, Dios está en todo, la naturaleza y Dios son una misma cosa. En la obra de Bruegel y Rubens, el mundo se muestra por primera vez con independencia de los axiomas religiosos. Bosch se encontraba entre ambos. Sobre lo que él pintaba, apenas se escribía en su época. Su lenguaje figurativo ya no se basaba en el mundo como morada del alma, sino en el mundo como compañero del hombre. La joya se convirtió en un velo engañoso, el placer divino se tornó en vanidad. El artista descubría así un nuevo rostro del globo terráqueo, un mundo compuesto principalmente por ilusiones ópticas.
Junto a esta corriente de opiniones extranjeras, en su ensayo «Erflaters van onze beschaving» (Testadores de nuestra civilización), publicado en 1940, la pareja de escritores neerlandeses Jan Romein y Annie Romein-Verschoor calificaban al pintor brabanzón de «maestro de la oscuridad». Para ellos, las trágicas máscaras de los apóstoles del pintor Hugo van der Goes tienen más de posesas que las caricaturas de delincuentes en las que Bosch objetiva el mundo maligno frente al Cristo doliente. Sin embargo, según la pareja de escritores, «ni siquiera sus imposturas diabólicas están realmente posesas, puesto que tienen una estructura demasiado meditada y un espíritu demasiado polifacético».
Cuando ambos autores resumen en una palabra el espíritu del pintor, eligen «vidente». «Bosch era un “hombre que veía”, uno de los primeros grandes portadores de la contribución más propia del pueblo neerlandés a la civilización europea: el arte de la observación. Un arte que con demasiada frecuencia se muestra como un banal recuento de la realidad, pero que en Bosch evidencia su máximo potencial. Él observaba y lo observado crecía en él hasta convertirse en la imagen estremecedora de lo invisible. Era un hombre que veía y un vidente.»
Paul Vandenbroeck –un experto en Bosch– apenas tiene dudas sobre lo que ha visto en la obra del pintor. En su estudio dedicado a Bosch De verlossing van de wereld (La redención del mundo), el autor flamenco lo retrata como quizá el único artista de su época que expuso en todas sus facetas la visión del mundo de la temprana burguesía moderna. «Su mundo figurativo está repleto de dimensiones añadidas, incontrolables y acaso no queridas conscientemente», según Vandenbroeck. «Son de una belleza oscura y afilada, que es mucho más inaccesible que sus acertijos moralistas. Bosch era inigualable a la hora de incorporar en su obra impulsos psíquicos a los que otros artistas de su época se cerraban de plano.»
¿No recibió influencias de otros? ¿No hubo nadie a quien Bosch tomara como ejemplo? «No encontramos huellas de contactos o afinidad entre Bosch y los primeros humanistas neerlandeses», nos dice Vandenbroeck. «Bosch fue influenciado por humanistas del Rin superior1 o bien por un representante de una corriente ideológica paralela. Comparte diversos puntos con los humanistas del Rin superior: una ética intelectualista y formalista, un objetivo didáctico-moral, una preferencia por la crítica acerba y la amonestación, todo ello al servicio de valores como la razón, el cumplimiento de los deberes cívicos y la sociabilidad. Si es que hay influencias o similitudes.»
¿UN SURREALISTA?
Debido a que en el siglo XVI la mayoría de sus obras partieron rumbo a la meseta española (por lo que la mayoría de los cuadros del pintor se encuentran ahora reunidos en un único lugar en Madrid y en El Escorial), al sur de los Pirineos se ha formado un pelotón español de expertos bosquianos. Casi todos ellos prefieren tomar en consideración la obra de Bosch en su conjunto en lugar de analizar con lupa escena por escena. Durante estos nobles ejercicios, sienten predilección por recurrir a los textos bíblicos, los místicos europeos y los filósofos griegos para explicar el simbolismo del pintor. Los autores españoles hacen oídos sordos a la tesis de Bax, que defiende que solo se puede comprender a Bosch si se tienen profundos conocimientos del neerlandés medieval de los siglos XV y XVI. La catedrática emérita Isabel Mateo Gómez decía en su pequeño libro El Bosco en España: «El Bosco, a juzgar por sus obras conservadas en España, se inspiró de una parte en las ideas de las Sagradas Escrituras, y de otra, en las de su época, captadas en tono popular e interpretadas por medio de figuras o escenas simbólicas.» Según ella, no se trata de afirmar que Bosch pensaba que sus obras pudieran ser explicadas posteriormente como misteriosas. Mateo Gómez: «Pues, como dice Tolnay, los libros místicos de la época, como los de Ruysbroeck, Kempis, e incluso la Biblia, se basaban en símbolos que los hombres comprendían, no solo en los Países Bajos, sino en toda Europa, hasta bien finalizado el siglo XVI.»
Anteriormente, el crítico de arte español Manuel Sánchez Camargo había llegado a la conclusión de que Bosch en su época se acercó mucho a la obra del poeta español del siglo XIV Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, autor del Libro de buen amor. «Picasso podría ser el Bosch de nuestros tiempos con su anuncio de una época terrible. Su obra aislada no es la de un pueblerino pesimista, sino la de un hombre que tiene una visión del mundo. Un artista revolucionario, un soñador irónico que nos advierte contra el pecado y que critica el mundo con humor.»
Francisco Calvo Serraller, el aplaudido crítico del periódico El País, autor de innumerables libros sobre bellas artes y durante un breve lapso de tiempo director del Museo del Prado, lo considera sobre todo un personaje anacrónico. Lo escribe en El Bosco y la tradición pictórica de lo fantástico, una monografía dedicada al pintor, publicada por la Fundación Amigos del Museo del Prado: «Tiene el sentido de que, en cierto modo, El Bosco siempre ha sido considerado un personaje anacrónico, ya que en la plenitud del Quattrocento y al comienzo del Cinquetecento italianos, momentos en los que hace su aparición la “nueva manera”, El Bosco arrastra un sentido gótico que es característico de la Baja Edad Media, con su mundo imaginario, colmado de complejos símbolos, creencias religiosas exaltadas y, ante todo, impregnado por su escasa confianza en el hombre, confianza que precisamente iba a convertirse en la enseña del nuevo humanismo renacentista. El Bosco se nos presenta, por tanto, como alguien que parece sobrevivir a una época ya en declive.»
Una minoría de los autores que escriben sobre Bosch opina que el pintor padecía de soledad y aburrimiento o que debió de consumir alucinógenos para poder plasmar aquellas imágenes oníricas surrealistas con su pincel. Dicho de otro modo: era un surrealista mucho antes de que hicieran acto de presencia los representantes de esta corriente a principios del siglo pasado. Roger-Henri Marijnissen, decano de los exegetas flamencos de Bosch, considera que eso es ir demasiado lejos. Opina que es absolutamente falso desde el punto de vista histórico hacer pasar al pintor por un surrealista avant la lettre, como hizo André Breton en su manifiesto publicado en 1924, donde afirmaba que el artista brabanzón era un predecesor de los surrealistas gracias al punto de vista visionario integral de la sociedad y la religión, con el que Bosch se anticipó «a la manera de trabajar de los pintores del subconsciente» (como Salvador Dalí y René Magritte). «No obstante», añadía Marijnissen, «si adoptamos un punto de vista puramente artístico, hemos de admitir que Bosch descubrió y explotó uno de los trucos más eficaces del surrealismo, a saber: conseguir de la manera más lógica que una imagen resulte ilógica.»
Las interpretaciones más alucinantes proceden del ámbito médico. En 1957, en el Colegio de Médicos de Madrid se organizó un simposio titulado «La psicología y la pintura de El Bosco» en el que participaron artistas, críticos de arte, historiadores y médicos. También contó con la presencia de Isabel Mateo Gómez, aunque no como participante sino como estenógrafa. Gracias a su informe, ahora podemos leer las propuestas que se hicieron entonces. Por ejemplo, el doctor Pedro Téllez Carrasco dio rienda suelta a su imaginación explicando a Bosch desde una perspectiva filosófico-existencialista. La soledad metafísica de aquella época se manifestaba, según él, en aburrimiento y luego en melancolía y finalmente en desesperación. Esta desesperación se traducía en un deseo de conciencia trascendental y, en esa fase, en el afán de una metamorfosis, como la que Bosch «revelaba» en el tríptico donde ofrecía una mezcla de hombre-animal, animal-planta, mineral- planta, etcétera.
Y por último hay otro grupo insignificante que no excluye que el pintor brabanzón sufriera enajenación mental. En la década de los años sesenta del siglo pasado, hubo incluso un momento en que se puso de moda que las revistas médicas incluyeran contribuciones altisonantes de psiquiatras norteamericanos e ingleses que estaban convencidos de que en efecto se podía atribuir a Bosch un cierto grado de locura. Sin embargo, según Ernst Gombrich, historiador de arte de origen austríaco, que vivió y trabajó durante la mayor parte de su vida en Gran Bretaña, aunque eso fuera cierto, ningún historiador puede considerar que una afirmación como esta constituye una prueba suficiente para fundamentar una teoría.
LOS GALLOS DE PELEA