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Trump y el barril de Diógenes


América en crisis y la crisis de la modernidad





Trump y el barril de Diógenes


América en crisis y la crisis de la modernidad


José Rodríguez Iturbe











Contenido

Introducción

1. El fenómeno inesperado

¿Error contra la cultura o error de la cultura?

Los totalitarismos del siglo xx

Totalitarismos y fideísmos políticos

Trump: efecto, no causa

2. ¡Aquellos polvos trajeron estos lodos!

El nihilismo de Nietzsche

Hegel y Nietzsche en el proceso de la modernidad

Individualismo y voluntad de poder

La visión de la historia y su raíz “teológica” en Hegel

Repercusión contemporánea de Nietzsche

3. ¿El fin de lo políticamente correcto?

La cuestión religiosa y lo políticamente correcto

4. El fundamentalismo islámico y el multilateralismo

El 11-S: la acción de la demencia organizada

El tiempo de Obama

La crisis del economicismo

La crisis del multilateralismo

Osama bin Laden y Al Qaeda

5. Migraciones y política migratoria

Las causas económicas de las migraciones

Las tragedias de las migraciones

La voz del papa Francisco

6. ¿El fin de la globalización? ¿El renacimiento del Estado nación?

El nuevo regionalismo y la real globalización

Globalización e identidad nacional

La globalización

La globalización de los asuntos interiores y el mundo del trabajo

La revolución industrial y la globalización

7. La revolución tecnológica de la información y las redes sociales como vías óptimas de comunicación política

Ética y estructuras

Identidad digital

Identidad digital y antropología filosófica

8. La exigencia de renovación tecnológica y ética del mundo político

Confusión ideológica entre educación y propaganda

La utopía cibernética (cyberspace)

Mediatización e imaginario colectivo

Principios y consenso militante

Temor, inestabilidad y violencia

Videopoder y videopolítica

9. Crisis cultural y crisis política

Civismo, ciudadanía y sociedad civil

Ética mínima y compromisos blandos: muerte de la conciencia ciudadana

La defensa de la conciencia ciudadana

La verdad política y la política de servicio a la verdad

Política de valores: conciencia ciudadana

10. El barril de Diógenes

El fundamentalismo secularista y la cristofobia

El panorama cultural y espiritual posterior a la Guerra Fría

La crisis de la cultura eurocéntrica

La sociedad cristiana

Bibliografía

Introducción

Este no es un libro sobre Trump. Pero sí es un libro con ocasión de la victoria electoral de Trump. La idea de escribirlo la debo a Elsa Cristina Robayo Cruz, directora de Publicaciones Científicas de la Universidad de La Sabana. A pocos días de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, ella me sugirió escribir un libro, en el cual se proyectara, en un ámbito más amplio, algunas de las múltiples visiones analíticas aparecidas en diversas publicaciones. Me pareció un reto atractivo y me comprometí a enfrentarlo. Este es el resultado.

La idea de Elsa Cristina Robayo fue feliz. Los comentarios sobre los resultados y los fenómenos que parecían configurarse después de su triunfo comicial de noviembre de 2016 en la gran nación del norte hicieron y hacen pensar en la panorámica estadounidense, pero también mucho más allá de ella. Se ha hablado de una mutación de realidades que contribuyen a ver el cambio operado en los Estados Unidos desde una óptica sobre la cual no han faltado señalamientos y advertencias de lúcidas mentes: la de estar inmersos en un proceso de cambio de época, que, como todo proceso de esa índole, suele ser un proceso no repentino y brusco, sino progresivo y de aparente lentitud, en cuanto la gestación y el parto de todo tiempo nuevo suele ser cuestión no solo de décadas sino de siglos.

Hay hechos notorios que reclaman atención y ubicación potencial por la reflexión que intenta su adecuada comprensión. El aceleramiento del tiempo histórico y la complejidad de los acontecimientos que constituyen la trama de nuestras vidas muchas veces conducen no a una cabal toma de conciencia de lo que estamos viviendo, y a desentrañar su sentido de finalidad, sino, por el contrario, a un embotamiento progresivo, a una opacidad de nuestra visión de los acontecimientos y sus circunstancias, que genera una sensación de desesperanza al no lograr la unidad de conjunto en la experiencia de variedad y continuidad de los hechos que, con la fuerza de una catarata, nos golpean y nos arrastran, sin que logremos, a veces, no saber nada más sino que somos arrastrados.

Todo indica que se respira un cambio universal cultural-político. Ni arranca de ayer ni culminará mañana. Viene ya de lejos en su gestación y quizá su concreción se logre de manera indiscutible más allá de nuestra personal elipse de existencia. Estamos, para decirlo de entrada, ante muchas imágenes que nos acercan a la evidencia de lo indescriptible. Resulta necesario, por tanto, hablar de esas imágenes, dejar constancia de cómo vemos lo que vivimos, pero, sin agotarnos en su descripción, intentar señalar a qué rumbo apuntan.

Ese cambio cultural-político presenta como una de sus señales el fin del american dream, del sueño americano. No tendría necesariamente que ser así. Y, sin embargo, algunos ven como una fusión en el imaginario colectivo el fin de ese sueño y el triunfo de Trump. Pablo Guimón (2017), en una crónica fechada en Londres, destacaba que el Museo Británico exhibía el epitafio del sueño americano. La notable muestra de la obra gráfica estadounidense, según Guimón, reflejaba, a la vez, algo sobre la era de Trump. Explicaba el cronista que en la misma ala del Museo Británico donde consecutivamente en los últimos años se expusieron los restos o las ruinas de civilizaciones desaparecidas era donde se exponía la iconografía de la cultura norteamericana. Así, esa exposición, titulada American Dream, en su título, para Guimón, “tiene algo de testamento”, porque no es otra cosa que “el epitafio de una época, en la que el sintagma que da el título a la muestra podría pronunciarse sin ironía”.

En el caso de los Estados Unidos, el clima sociopolítico de la campaña electoral de 2016 y, sobre todo, la efervescencia continuada y mantenida después de las elecciones y de la toma de posesión de Trump en enero de 2017, parecieran mostrar, en la nación más poderosa de la Tierra en el momento actual, un estado de división como quizá no se veía desde los años previos a la guerra de Secesión. No me parece una exageración decirlo así. Viendo las manifestaciones y declaraciones con ocasión de la toma de posesión y durante las primeras semanas de su mandato, el antagonismo pro-Trump y anti-Trump parece marcar la presente coyuntura de la política norteamericana. ¿Por qué la comparación (analogía de proporcionalidad impropia) con el clima previo a la terrible guerra civil que elevó, con rasgos heroicos, la figura de un hombre de humilde origen que supo ser un notable estadista?

Todo reino, ciudad o casa dividida no puede subsistir, enseña la Sagrada Escritura. A mediados de junio de 1858, en la Convención Republicana de Springfield que lo postularía como candidato a senador por el estado de Illinois, Abraham Lincoln leyó su discurso intitulado Una casa dividida. Los Estados Unidos estaban desunidos. El tema de la desunión era un tema profundamente humano con dimensión política: la esclavitud. Entre los oponentes a la esclavitud y sus defensores no había posibilidad alguna de entendimiento. La consensualidad democrática no lucía eficaz para evadir confrontaciones reales, ni para solucionar un problema objetivamente existente. Porque no solo el Gobierno sino la nación entera tenía que hacer frente —así no lo deseara— a una cuestión de principios; vale decir, a una cuestión de creencias y convicciones en aspectos fundamentales sobre las cuales se apoyan (o deben apoyarse) las elaboraciones jurídicas y políticas de quienes incursionan con afán protagónico y de servicio en la vida pública de un país. Lincoln comenzó su discurso señalando que, si pudieran saber dónde estaban y a qué atendían, podrían tener mejor criterio sobre qué hacer y cómo hacerlo. Fue un discurso nocturno ese de Lincoln el 16 de junio de 1858 en Springfield. Ante una Convención expectante recordó lo que muchos (que no buscaban ni la dignidad humana ni el decoro de la República) no querían que se recordara de esa manera. Recordó que se avanzaba en el quinto año de una deliberada política esclavista y en el quinto año de una incumplida promesa de detener la agitación expansiva sobre la esclavitud a los estados no esclavistas de la Unión norteamericana.

Una casa dividida contra sí misma no resistirá en pie.

Creo que este gobierno no puede resistir, permanentemente, a medias esclavo y a medias libre.

No espero que la Unión sea disuelta, no espero que la casa caiga… pero sí espero que deje de estar dividida.

O los oponentes de la esclavitud impiden que esta se siga extendiendo y la colocan donde la mente pública pueda descansar en la confianza de que en el curso del tiempo se logrará su extinción final; o sus defensores la impulsan y la hacen avanzar, hasta que se vuelva legal en todos los Estados, viejos y nuevos… del Norte y del Sur1.

No había términos medios. El reconocimiento de la realidad imponía buscar la unidad, porque la casa estaba dividida. Una unidad fundada en la justicia. Una justicia que respetara, jurídica y políticamente, la dignidad plena de la persona humana. Sabemos que a mediados del siglo xix hubo en los Estados Unidos una dolorosa guerra, una fratricida guerra civil. Sabemos que Lincoln fue asesinado por un fanático que pensó que eliminaba a un tirano. Sabemos que un siglo después, en la década de 1960, la lucha por la plenitud de los derechos civiles y políticos rubricó su itinerario con dos nuevos mártires, con los asesinatos del presidente John F. Kennedy y del presidente de la Asociación Nacional de Gente de Color, Martin Luther King.

Antes de esas muertes causadas por el fanatismo y la ceguera de considerar imposibles los cambios necesarios, desde fines del siglo xix el ciclo bélico advertido en 1870 por Jacob Burckhardt había comenzado y desde la Primera Guerra Mundial (1914-1818) y el crac de Wall Street (1929) el orden y el bienestar de la autocomplacencia del individualismo burgués había mostrado, con notables sufrimientos personales y colectivos, sus costuras rotas.

En 2016, la campaña mostró, en la realidad estadounidense, dos Américas contrapuestas. Más que contrapuestas, con una visión antagónica de sí mismas que dificulta enormemente la convivencia. Una, la de los american liberals, incrustados en el poder y dispuestos a luchar no solo por conservarlo sino por impedir, a como dé lugar, el desmantelamiento de lo que consideran sus logros y a bloquear, con espíritu de cruzada, todo programa principista de sus adversarios. Otra, la de los republicanos que, considerando que la ofensiva ideológica liberal de los demócratas se había incrementado logrando una radicalización rayana en el fanatismo en temas sensibles de principios relativos a la persona y a la sociedad, criticando lo que consideraban el barranco populista de Obama y censurando sus desaciertos y desconciertos en política exterior, se disponían, anunciándolo públicamente, a rectificar en áreas importantes la política de los últimos ocho años.

Las elecciones mostraron un muy serio descalabro demócrata en el Congreso que otorgó la mayoría absoluta, tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes, a los republicanos. A pesar de que la votación parlamentaria mostraba claramente la orientación deseada por las mayorías ciudadanas, el resultado de la elección presidencial, en lugar de calmar los ánimos en pro de la búsqueda de consensos necesarios, ahondó más las grietas de la convivencia interpartidista. Quizá refleja amargo sabor de una campaña llena de zancadillas y ausente de zalamerías, con unos debates entre Hillary Clinton y Donald Trump no caracterizados ni por el juego limpio ni por el trato respetuoso y por la altura política, sino por todo lo contrario.

Así el comienzo del Gobierno Trump se ha distinguido por la continuidad de la agresividad del nuevo presidente y por el desesperado intento de impedir que este cumpla con sus ofertas de campaña por parte de quienes, empotrados en la Administración Obama, más que lucir como los luchadores por la construcción de un futuro, dan a ratos la impresión de ser las inconsolables plañideras de un pasado ya muerto, pero que no desean ver enterrado.

En la pugna de esas dos Américas que hoy puede verse en el ring político de los Estados Unidos, aparecen no pocos elementos de lo que se desea considerar como lo sustantivo de este libro. La elección de Trump y sus efectos inmediatos, lo que ella aparentemente significa, es el detonante para tratar en estas páginas algunos de los elementos que parecen ubicarse en la ruta de un cambio profundo en la base cultural-política de una humanidad que, más que saber exactamente qué quiere, parece mostrar, sin ningún género de dudas, lo que no quiere. Hablar de esos fenómenos y de sus discutibles significados, aspirando a desentrañar su racionalidad social e histórica, es un intento que no puede pretender ni el carácter de diagnóstico acabado ni una condición de plenitud. Será, por tanto, el de estas páginas, una aproximación inicial, abierta a la crítica, esperando, del debate de fondo, sobre un panorama de muchas y distintas aristas, obtener algo de luz para una reflexión que, con múltiples enfoques, se prolongará, me parece, por varias décadas a lo largo de este siglo.

De las lecciones de un hecho coyuntural se aspira, pues, a reflexionar sobre ese hecho y sobre el cambio de un tiempo histórico. Porque esas lecciones, ni en su origen ni en su proyección, pueden limitarse forzosamente al hecho que las coloca como de mayor bulto ante nuestros ojos, por más importante que sea el hecho en sí y el marco sociopolítico donde se produjo.

Sería un esfuerzo inútil intentar describir desde el presente los años futuros de la Administración Trump que está comenzando. No solo porque, como se ha dicho con cierta ironía paradójica, los historiadores son profetas del pasado, sino porque el gran interrogante en el comienzo de su mandato es si el reconocimiento de la realidad moderará su estilo volcánico; si, después de haber sido un candidato con abundantes extremismos pour épater le bourgeois, logrará ser un presidente moderado. Su discurso ante el Congreso el 28 de febrero de 2017 puede ser un hecho que aliente la esperanza de que obtendrá la primacía de la responsabilidad efectiva del ejercicio del poder.

***

Unir en el título de este escrito a Donald Trump y a Diógenes de Sínope puede resultar para algunos un absurdo o una extravagancia. Me parece que no es ni una cosa ni otra. Diógenes de Sínope (412-323 a. C.) fue un filósofo griego, discípulo de Antístenes (444-365 a. C.), quien a su vez fue discípulo de Sócrates. Antístenes procuraba vivir desprendido de todo lo superfluo, Diógenes de Sínope lo imitó llegando a extremos, pues vivió en la mayor indigencia. Se le llama también Diógenes el Cínico (de kynikós, perruno) por el marco frugal de su existencia. Hoy el término cínico se aplica a quien se comporta con falsedad o desvergüenza. En el caso de Diógenes de Sínope, no fue así. Fue un socrático que, procurando vivir la pobreza como virtud, vivió desprendido de todo, teniendo por casa un tonel grande y recorriendo cada día las calles de Atenas con un farol encendido, voceando que estaba a la búsqueda de personas honestas. Al igual que Sócrates, no dejó obra escrita. Lo que sabemos de él lo sabemos por su homónimo Diógenes Laercio (180-240 d. C.), quien, considerándolo un filósofo ilustre, recogió con amplitud sus opiniones y sentencias. Como Diógenes de Sínope exaltó la virtud como base moral del recto existir político, no está de más recordarlo aquí, evocando el origen socrático de sus planteamientos éticos.

Como Diógenes de Sínope, además, orientó su reflexión crítica y su enseñanza a la denuncia de lo convencional y a la exaltación del dikaion physei, lo justo por naturaleza, consideré que, buscando, como tema de fondo, hacer referencia a algunos aspectos de la cultura dominante nada más llamativo y decidor que unir, así fuera solo en el título general, a Trump y al barril de Diógenes. Trump tiene poco parecido con Diógenes. Hillary Clinton tampoco es de su estilo. El materialismo, sea cual sea su signo ideológico, está en la base de la corrupción. La corrupción moral está en la base de la corrupción política. Y con corrupción moral y política la decadencia social está garantizada. Eso podría decirlo, con mejores palabras, cualquiera de los grandes maestros de la Grecia clásica (Sócrates, Platón, Aristóteles). También podrían decirlo Agustín de Hipona o Tomás de Aquino. O, para no irnos tan lejos, un agnóstico con ansia de verdad como Albert Camus.

Hoy la política no tiene buena fama; goza de notorio desprestigio. El problema no es de la política sino de los políticos. La política es lo que los políticos que le dan vida sean. Cuando en los políticos hay alergia a la ética, la política se rebaja a quehacer de malandrines. La antipolítica no es salida. Es contra natura. La misma naturaleza social de la persona (el zoon politikon aristotélico) exige la política, como servicio al bien común. Más que proclamar la antipolítica, lo que se exige, con clamor universal, es la redignificación de la política. La razón moral debe estar en la base de la razón política. No se puede pedir honestidad política a políticos deshonestos. Y sí se debe pedir a gente honesta que asuma el desafío de participar en política, sacrificando su comodidad personal. A la audacia de la gente de conciencia torcida se suma el apocamiento egoísta de quienes prefieren criticar desde el balcón lo que pasa en la calle, pero les falta el coraje de bajar a dar su aporte personal en beneficio de todos. La honestidad humana que, con constancia angustiada buscaba Diógenes, es requisito sine qua non para la redignificación de la política.

Para la construcción de un porvenir con libertad, justicia y dignidad, hacen falta Diógenes y alumnos de Diógenes dispuestos a no pactar cobardemente con lo que Emmanuel Mounier llamaba “el desorden establecido”.

***

La política norteamericana (¡y qué decir de la latinoamericana!) ha estado muy vinculada a la plutocracia. Su rumbo no resulta ajeno a quienes procuran que los vaivenes del acontecer político no perjudiquen sus intereses. El respaldo a las opciones de poder, sobre todo en sus campañas, ha sido visto (y lo sigue siendo) como una inversión. Diógenes, según dicen, llevó su desinterés por lo crematístico a extremos indeseables de descuido de la higiene y abandono en la apariencia personal. Si con eso pretendía (y al parecer logró) sacudir la conciencia moral ateniense, no parece que su imagen sea, en ese sentido, la deseable para los políticos del presente y del futuro. Sin embargo, su enseñanza, sí. La política no puede estar uncida a intereses de grupos que solo están dispuestos a contribuir al bien común si el bien común “coincide” (con cabriolas de dudoso gusto) con su bien particular.

La vinculación de Hillary Clinton con poderosos sectores económicos y financieros de los Estados Unidos parece haberse puesto en evidencia, tanto en las primarias demócratas, en la lucha con la dominación frente a Sanders, como, luego, en la campaña electoral frente a Trump. Cuáles eran sus compromisos o limitaciones por tales nexos, con su derrota resulta absolutamente secundario. En el caso de Donald Trump, su campaña atípica, tanto en las primarias republicanas como luego frente a la candidata demócrata, reflejaron la imagen de un plutócrata, un supermillonario, con lenguaje y estilo populista. Hizo una campaña y llegó a la presidencia sin compromisos visibles con nadie; y con gran nerviosismo de los grandes centros financieros e industriales. Si la imagen que reflejó correspondía a una realidad, podemos estar ante el caso paradójico de un multimillonario dispuesto a liberar la política norteamericana de la tutoría y control de los llamados poderes fácticos que regulan (al menos hasta ahora; y no siempre con rectitud de procedimientos) la dinámica socioeconómica y la opinión pública de los Estados Unidos.

¿Logrará Trump, de veras, liberarse de sus lazos? Desde el inicio del Gobierno, y como continuidad de lo visto en la campaña, la lucha ha comenzado, en un enfrentamiento con los más importantes medios de comunicación, dentro del cual ninguna de las dos partes en pugna tiene (hasta ahora) el más mínimo deseo de cuidar las formas. Parece una lucha de resistencia, a ver quién puede más. Es una pelea de desgaste en la cual, contra lo que pudiera inicialmente parecer, los medios de comunicación no tienen asegurada su victoria. Más allá de sus extravagancias, Donald Trump no es Silvio Berlusconi, ni los Estados Unidos son la Italia mosaico que enterró la Primera República, nacida en la segunda posguerra. Los Estados Unidos pueden estar divididos, pero no fragmentados. Ni el equilibrio de poderes del bicentenario sistema constitucional americano, delineado ya desde las páginas de El Federalista, en el mismo nacimiento de la Unión, tiene mayor parecido o parentesco institucional con el parlamentarismo sui generis vigente todavía en Italia. En 1974, Raymond Aron habló, refiriéndose a los Estados Unidos, de la “República imperial”. Pues bien, en ese Estado hegemónico del mundo pos-Guerra Fría, el presidente-emperador, guste o no, resultó, y es en la actualidad, Donald Trump. El balance acabado sobre sus aciertos y desaciertos solo podrá hacerse al final de su gestión. Mientras dure su mandato todos los análisis o comentarios (como los que se encuentren en estas páginas) solo serán intentos de aporte para una crítica valoración al término de su función presidencial.

Pueden lucir, los componentes de este libro, temas variados y reflexiones dispersas, pero, a mi entender, logran su vínculo de unidad en la crítica de la modernidad y en el intento de percibir, como algo que ya está presente, si bien en estado germinal, las convulsiones y los dolores de parto de una nueva época. Para decirlo con el fácil y elegante estilo orteguiano, una época es un repertorio de tendencias positivas y negativas, es un sistema de agudezas y clarividencias unido a un sistema de torpezas y cegueras. No es solo un querer ciertas cosas, sino también un decidido no querer otras. Al iniciarse un tiempo nuevo, lo primero que advertimos es la presencia mágica de estas propensiones negativas que empiezan a eliminar la fauna y la flora de la época anterior, como el otoño se advierte en la fuga de las golondrinas y la caída de las hojas. (Ortega y Gasset, 1958, p. 130)

José Rodríguez Iturbe

Bogotá, abril de 2017


1 http://www.analitica.com/opinion/opinion-nacional/la-vocacion-politica-y-la-casa-dividida/