Ingmar Bergman

 

Cuaderno de trabajo
(1955-1974)

 

 

Prólogo de Dorthe Nors

Traducción de Carmen Montes Cano

 

 

019

 

 

Ingmar Bergman (Uppsala, 1918 - Fårö, Gotland, 2007). Cineasta, guionista y escritor sueco. Considerado uno de los directores de cine clave de la segunda mitad del siglo XX, es para muchos una de las personalidades más eminentes de la cinematografía mundial.

En su obra se hace patente la influencia de dos dramaturgos: Henrik Ibsen y, sobre todo, August Strindberg, que le introdujeron en un mundo donde se manifestaban los grandes temas que tanto le atraerían, cargados de una atmósfera dramática, agobiante y desesperanzada. Entre los numerosos galardones que recibió, habría que destacar el Oso de Oro del Festival de Berlín en 1958 por Fresas Salvajes, el Óscar a la mejor película extranjera en 1961, 1962 y 1983 por El manantial de la doncella, Como en un espejo, y Fanny y Alexander, respectivamente; la Placa de Oro de la Academia Sueca, en 1958; el premio Erasmus, en Holanda, en 1965, y en 1975 el doctorado honorífico en Filosofía de la Universidad de Estocolmo.
En Nórdica hemos publicado Persona y Cuaderno de trabajo.

 

 

 

Título original: Arbetsboken 1955-1974

 

 

Agradecemos la ayuda de Swedish Arts Council
para la traducción de este libro

 

© Ingmar Bergman, 2018

Publicado por acuerdo con Hedlund Agency

© Del prólogo: Dorthe Nors

© De la traducción: Carmen Montes Cano

Edición en ebook: febrero de 2018

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17281-63-2

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Cuaderno de trabajo

 

 

Cubierta«Ya se ha estrenado El séptimo sello y estoy ocupado con los ensayos de Peer Gynt. Y claro que me encuentro cansado y poco centrado por esos dos factores, crispado e inseguro, y muy indeciso respecto al porvenir. Aun así, no puedo evitar preguntarme qué será lo próximo que haga. Hace tiempo que está decidido que me pondría con El juego falso pero cuanto más ha pasado el tiempo tanto más me desagrada ese proyecto. Ya no quiero seguir dándole vueltas a los conflictos matrimoniales. Me aburre lo indecible y es un tema tan espantosamente falto de humor y tan serio y grave y tan revelador y excesivo sin estar motivado de forma sincera y convincente. Toda esa basura me produce un sentimiento espontáneo de aversión. Es una asquerosidad».

Publicamos por primera vez los cuadernos de trabajo del genial director sueco, que nos permiten acceder a la parte más íntima de su proceso de creación: desde sus obsesiones, pasiones, inspiraciones a sus relaciones con actores y actrices. Un documento único para conocer desde dentro la obra de uno de los grandes directores del siglo XX.

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Índice

 

 

PORTADA

CUADERNO DE TRABAJO

PRÓLOGO: COMPAÑERO DE TRABAJO

1955

1956

1957

1958

1959

1960

1961

1962

1963-1964

1965

1966

1967

1968

1969

1970

1971

1972

1973

1974

COMENTARIO DE JAN HOLMBERG

ACLARACIONES

NOTA DE LA TRADUCTORA

PROMOCIÓN

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE INGMAR BERGMAN

CRÉDITOS

CONTRAPORTADA

 

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Cuaderno de trabajo

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Persona

de Ingmar Bergman

 

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1

Me imagino la película transparente rodando a toda velocidad por el proyector. Limpia de signos y de imágenes fotográficas, le arrancará a la pantalla el reflejo de una luz parpadeante. De los altavoces se oirá solo el rumor de los amplificadores y el débil crujido del tránsito de las partículas de polvo por el tocadiscos.

La luz se estabiliza y se densifica. Sonidos incoherentes y breves fragmentos de palabras como fogonazos empiezan a plasmarse en el techo y en las paredes.

En medio de esa blanquísima blancura, aparecen los contornos de una nube…, no, de un espejo de agua…, no, era una nube…, no, un árbol de inmensa copa…, no, un paisaje lunar.

Aumenta el murmullo en movimientos circulares y palabras completas (incoherentes y remotas) comienzan a aparecer como sombras de peces en aguas de profundidad abismal.

Ni una nube ni una montaña ni un árbol de frondoso follaje, sino un rostro con la mirada clavada en la del espectador. El rostro de la enfermera Alma.

—Alma, ¿ha ido ya a ver a la señora Vogler? Ah, ¿no? Tanto mejor. Iremos juntas. Así puedo presentarlas. La pondré al corriente, solo por encima, de la situación de la señora Vogler y de las razones por las que la hemos contratado a usted para cuidarla. En resumidas cuentas, la señora Vogler es actriz (como usted sabe) y estaba trabajando en la última representación de Electra. En el segundo acto enmudeció y miró a su alrededor como sorprendida. No recurrió al apuntador ni a la ayuda de su interlocutor en escena, sino que guardó silencio durante más de un minuto. Acto seguido, continuó con la representación de la obra como si nada hubiese ocurrido. Después de la función, se disculpó ante sus compañeros explicando su silencio con las siguientes palabras:

«Me entró una risa espantosa».

»Se quitó el maquillaje y se fue a casa. Compartió con su marido una cena frugal en la cocina. Hablaron de esto y de aquello y la señora Vogler mencionó el episodio de la función, pero solo de pasada y algo incómoda.

»Marido y mujer se dieron las buenas noches y se retiraron cada uno a su dormitorio. A la mañana siguiente llamaron del teatro para preguntar si la señora Vogler había olvidado que tenía ensayo. La criada fue a la habitación de la señora Vogler, que seguía en la cama. Estaba despierta, pero no respondía a las preguntas de la empleada ni se movió lo más mínimo.

»En ese estado lleva ya tres meses. Se la ha sometido a todos los exámenes imaginables. El resultado es unívoco: a nuestro entender, la señora Vogler está sana por completo, tanto psíquica como físicamente. Ni siquiera se trata de una especie de reacción histérica. La señora Vogler ha mostrado siempre durante su evolución como artista y como persona un carácter alegre y realista, así como una salud física excelente. ¿Alguna pregunta, Alma? Bien, en ese caso, entremos a ver a la señora Vogler.

COMPAÑERO DE TRABAJO

Estamos a principios de los ochenta, nos encontramos en el corazón de la campiña, es una mañana de invierno. He ido con la linterna hasta el autobús escolar que cada mañana recoge a un puñado de niños junto al acceso a una de las granjas del distrito. Una pesada capa de nubes, ni rastro de la luna. Hoy es un grupito menor el que se ha reunido en la oscuridad. Tres de ellos son hermanos. Su familia pertenece al movimiento evangélico Indre Mission. Esa circunstancia suele complicar nuestras conversaciones, pero anoche ponían en la tele la serie Space 1999. Mientras esperamos el autobús allí plantados, me alumbro con la linterna la punta de las botas y pregunto qué les pareció el capítulo de ayer. Salía un robot con una lesión por quemaduras, una especie de zombi. El niño más pequeño, que se llama Jakob, es el que siempre se pronuncia sobre cuestiones morales en nombre de todos sus hermanos. Enseguida me deja claro que en su casa no ven Space 1999.

El autobús vendrá por la cima de la pendiente, y sabemos que está a punto de llegar cuando sus faros iluminan el cielo sobre el pantano. Se me viene a la cabeza otra serie de televisión que estoy viendo. No es para niños, y mi madre no comprende por qué me siento tan cerca de la pantalla cuando la ponen. No es bueno para la vista, pero ella me deja, porque le he dicho que tengo que sentarme así de cerca para comprender. Dado que es para adultos. Pero no es verdad. Tengo que sentarme cerca para tenerla cerca. Si hubiera podido meterme dentro y tocar todos los componentes, lo habría hecho. En la serie hay un religioso malvado que quiere mandar sobre unos niños, y quizá por eso no sea fácil preguntarle a Jakob si su padre los deja ver esa serie… También puede que me avergüence por otra razón, pero el autobús del colegio no ha llegado aún, ya he apagado la linterna, así que pregunto de todos modos:

—Y Fanny y Alexander, ¿eso sí lo ves?

Nieve sucia y medioderretida bajo las botas.

—¿Eso qué es? —pregunta Jakob.

—Nada, una peli sueca —digo.

Ya se atisba un vago resplandor sobre el pantano.

—En mi casa solo vemos los documentales de naturaleza —dice Jakob, y ahí se acaba la conversación.

—De todos modos, esa serie sueca no tiene nada de particular —digo, y si Jakob, en su condición de representante moral de sus hermanos, hubiera tenido idea de hasta qué punto estaba mintiendo, me habría incluido en sus oraciones en la escuela dominical. Porque Fanny y Alexander es lo más extraordinario que yo he visto en mi vida. Y a decir verdad es eso, precisamente, lo que hace que me sienta incómoda en aquella oscuridad: Fanny y Alexander es la puerta a un mundo que es una necesidad imperiosa.

El 18 de marzo de 1960, diez años antes de que naciese yo, Ingmar Bergman escribe en su diario de trabajo: «(pienso escribir como me parezca y como quieran mis criaturas. No como exija la realidad exterior)».

Lo ha escrito entre paréntesis. Como si susurrara, como si estuviera contando un secreto. Yo lo escucho, y esa última parte de la cita, «No como exija la realidad exterior», es la que ahora arroja una luz clarificadora sobre el interés de mi yo de los doce años por aquella serie de televisión. Por eso, entre otras razones, me siento todo lo cerca que puedo de la pantalla. Porque allí dentro, en Fanny y Alexander, se nos describe cómo es ser niño, existir, pero no tal y como exige la realidad exterior, y por eso lo que veo me parece verdadero. Me da miedo el obispo, su compulsión controladora y, después, su cuerpo carbonizado de verdad. Y me encantan los cálidos salones rojos de la abuela, siempre transitados de adultos de lo más extraño. Comprendo sin el menor esfuerzo que la realidad es un sueño, y que el sueño se hace real, y después de haber visto la serie, debo aceptar la idea, tal como le ocurre a Alexander, de que yo tampoco me voy a librar del obispo.

Después vino Sonata de otoño: me sentaba cerca de la pantalla para ver bien. Fueron las caras de los adultos, los giros de sus respuestas, la luz y la intensidad… Que los adultos fueran, por fin, reales, porque los adultos de la película, esa sensación daba, eran verdaderos, al contrario que la mayoría de los adultos que deambulaban por mi cotidianidad aferrándose a lo superficial y a lo decente. Y vi Persona, Escenas de un matrimonio, Gritos y susurros, El séptimo sello…, y no entendí nada, pero sí comprendí lo más importante, aprendí a conocer el nombre y el rostro de Bergman, y mi madre me veía allí sentada en el cojín, delante del televisor… También en ella creció el interés. Que mirase, me decía, que mirase todo lo que quisiera, mientras mi padre estaba cada vez más preocupado porque al final tendrían que ponerme gafas.

En la adolescencia abandoné a Bergman. Durante un tiempo, me vi obligada a sobrevivir, y eso es algo que a veces hacemos aferrándonos a las exigencias de la realidad exterior. Pero fue un plazo breve. Llegué a la universidad y empecé a estudiar literatura sueca. Strindberg, Enquist, Ekman, Lagerlöf, y en cuanto entregué el trabajo de fin de máster, me fui corriendo a casa a escribir mi primera novela. Nunca pensé entonces que fuera culpa de Bergman, pero así fue en realidad, seguramente. Él me atraía desde el otro lado del estrecho de Öresund, y un crítico escribió sobre mi primera novela: «Lleva a Bergman en el asiento trasero todo el trayecto». En aquel momento, yo lo negué. Sostenía que era Kerstin Ekman la que iba en el asiento trasero. Pero ¿quién sabe? ¿Y si los llevaba a los dos? En compañía de Enquist, además. Un trío de lo más entretenido, ahora que lo pienso.

Pero en realidad, Bergman no surgió en mi conciencia creativa hasta más tarde. Fue en mi cuarta novela, cuando me debatía con mi papel de autora. Luchaba con la soledad y con la sensación de que tal vez fuera un sinsentido escribir un libro tras otro, para lanzarlos a lo que quizá resultara ser un vacío. El trabajo se me antojaba una lucha, y una lucha acaso infructuosa. Hablé de mis cavilaciones con un amigo, pero él no era artista y no podía ayudarme contándome sus experiencias. Sin embargo, sí supo adónde remitirme:

—Tienes que leer Linterna mágica —dijo.

—¡Ingmar Bergman! —dije, como si se hubiera encendido una luz, y de vuelta a casa entré en una librería de viejo y compré Linterna mágica.

Lo leí una vez. Lo leí dos veces. Era como llegar a casa, o más bien: era como si por fin hubiera encontrado a un amigo que lo entendía todo. No era un amigo sin complicaciones, ni un amigo moralmente irreprochable ni un burgués, ni un abogado defensor ni un superhéroe, no, sino un amigo muy atormentado, enfermo del estómago, con una estela caótica de mujeres e hijos tras de sí, nervioso, colérico, distante; y aun así tan presente que, al leer Linterna mágica, me sentí menos afligida. Luego compré y leí todo aquello que pude encontrar en suelo danés. Los guiones, las antiguas referencias fragmentarias al cuaderno de trabajo… Iba leyendo a salto de mata, intuitivamente, como si la lectura fuera una conversación.

El redescubrimiento de Bergman dejó huella en mi trabajo; una huella palpable. En el relato Minna necesita un local de ensayo (2013) aparece Bergman entre el reparto de personajes. Lo convertí en un personaje secundario de un relato sobre una compositora copenhaguense que ha perdido la voz y el local de ensayo, y que finalmente huye a Bornholm. Solo lleva consigo un vestido playero y el bañador y, literalmente, lleva a Bergman en la mochila. La compositora lo saca de vez en cuando y él le dice lo que piensa de la situación.

«Uno tiene que hacer lo que es necesario», le dice Bergman, por ejemplo, y Minna vuelve a lo que es necesario, aunque Bergman se está citando a sí mismo: «Uno tiene que hacer lo que es necesario; si no hay nada que sea urgente o necesario, no hay que hacer nada», escribe en el cuaderno el día 26 de marzo de 1961. Pero igual habría podido decírmelo a mí aquí y ahora, desde el otro lado de la mesa, mientras escribo estas líneas, y yo habría podido responderle:

—Ya puedes tomarte el suero de la leche y apaciguarte los demonios del estómago, Bergman.

Por pura casualidad, corregí la última versión de Minna necesita un local de ensayo en la isla de Gotland, donde el Centro de Escritores y Traductores del Báltico me había becado con una estancia, con sede en Visby. No me pasó inadvertido el hecho de que Fårö se encontraba cerca de allí, ni tampoco que me habían asignado lo que el director del centro llamaba «la sala Linn Ullmann», puesto que allí se alojó y escribió la artista. (Alojarse en la habitación de la hija para escribir sobre el padre es una circunstancia que obliga…). Lo que, por otra parte, me sorprendió fue que el Centro de Escritores tuviera un cine solo para Bergman. Arriba, en los altos del edificio, podía uno desenrollar una pantalla, dirigirse a la estantería y elegir la película, el documental o la entrevista de Bergman que quisiera.

Por las noches me instalaba en la sala de cine, y me llevaba a dos poetas finlandeses que también se alojaban en el centro. Y allí nos quedábamos sentados. Vimos las películas que yo no había visto nunca. Todas las películas «intermedias», pero creo que a los poetas finlandeses empezaron a apetecerles otras cosas antes que a mí, porque la tercera noche me vi allí sola. Lo que me llamó la atención durante esas noches fue lo diferentes que éramos Bergman y yo en la expresión. En comparación, yo soy una suerte de minimalista, observé. Desde luego, Bergman no es minimalista en absoluto, constaté además. Es teatral.

Huelga decir que cogí el autobús hasta el estrecho de Fårö. Estaba lloviendo y subí al barco creyendo que, una vez en la isla, podría alquilar una bicicleta. No se podía, así que tuve que volver a Gotland, alquilar una bicicleta allí y luego volver a cruzar el estrecho hasta Fårö, ida y vuelta, y con un tiempo espantoso. Empecé a pedalear con un poncho impermeable de color rojo con el viento soplando fuerte de cara y una lluvia norteña torrencial.

—O sea, quieres que llegar hasta allí resulte de lo más difícil, ¿no? —le dije a Bergman, mientras pedaleaba con todas mis fuerzas.

«Es que ES difícil llegar —respondió él, a lo que yo objeté que la verdad es que no hay por qué hacerlo más difícil de lo que es, y él respondió como de costumbre:

—¡Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!».

A pesar del impermeable rojo llegué empapada a la iglesia de Fårö. Dejé la bicicleta apoyada en el muro de piedra y no me costó nada encontrar la tumba. En la mochila llevaba un termo de café. Lo saqué. Con aquella lluvia, no había más gente en el cementerio, y yo ya estaba empapada, así que me senté en la tumba, me serví un café y me quedé allí bebiendo en silencio. Cuando ya solo quedaba un trago en la taza lo esparcí sobre la tumba de Bergman. Y dije:

—Tienes que acordarte de ver el lado positivo de la muerte, Ingmar. Ahora el estómago sí aguantará un poco de café. Y la verdad, me gustaría darte las gracias…

Y se las di. Bien alto. Pero sentí como si no fuera suficiente gratitud. Y tuve que entrar y sentarme un rato en la iglesia, y después subí pedaleando y me tomé un dulce en el Café Fresas Salvajes, y me harté de comprar libros de Bergman, que metieron en una bolsa de plástico del Systembolaget para que no se mojaran con aquella lluvia torrencial.

Y así volví en la bicicleta hasta el barco, un tanto desconcertada. No es propio de mí comportarme como una groupie. Nunca he sido fan de nadie. No tengo ningún gurú, ningún héroe, ninguna imagen paterna que me explique qué está bien y qué está mal, así que ¿a qué venía aquel ritual?

Gratitud, sí. Pero ¿por qué? A lo largo de los años he sentido interés por otros grandes artistas cuyas tumbas o cuyas personas jamás se me habría ocurrido rociar con café. Soy una persona sobria y equilibrada y muy trabajadora, ¡y no tengo ídolos! Pero mientras me acercaba al atracadero del transbordador vi con claridad que mi gratitud tenía que ver con el espacio de trabajo. Primero el hecho de que, con Fanny y Alexander, Bergman hubiera mostrado el camino hacia esa realidad que no se guía por las apariencias. Ingmar Bergman se había convertido en mi compañero de trabajo. Un colega y un buen amigo, que se ponía a mi disposición cuando lo necesitaba, siempre lleno de comprensión, de seguridad y de sabiduría. Y además, a diferencia de todos los demás que conozco, estaba dispuesto a acompañarme en cualquier momento hasta ese lugar en el que estoy a solas de verdad.

A principios de verano vino a verme una periodista de un importante diario danés. Le dije que iba a escribir el prefacio del cuaderno de Bergman, y que sentía una gran humildad ante semejante tarea, puesto que las películas, los guiones y en concreto las notas de trabajo de Bergman significaban mucho para mí. La periodista objetó que Bergman le parecía simplemente un tipo de artista de un egocentrismo insoportable. Yo había preparado una empanada de espinacas, porque la periodista venía de muy lejos, y de no ser porque acababa de meterme en la boca un buen trozo de empanada, le habría dicho:

—Sí, y menos mal.

Estoy segura de que habrá quienes lean el cuaderno de Bergman como la expresión de un genio egocéntrico que no hacía otra cosa que pensar en la misión artística que tenía en esta vida, mientras que sus hijos, sus mujeres y todo el mundo debían arreglárselas como podían. Yo no veo ese cuaderno así, es decir, como desviaciones de la moral. Yo los veo como obras generosas, y además sé —puesto que me he pasado los últimos diez años recomendando a artistas serios necesitados de un compañero de trabajo que lean a Bergman— que lo que consigue ese cuaderno lo consigue con más gente, no solo conmigo. Yo soy una de esas personas que acompañan a Bergman alegremente hasta el material más crudo para conversar con él. Es lo que llevo haciendo treinta y cinco años más o menos: hablar con Bergman acerca de todas las imposiciones de la realidad exterior que yo, pese a todo, ni puedo ni quiero obedecer. Él me lo dice entre susurros. Es un secreto, y quiere contármelo a mí: existe una versión del mundo distinta a aquella según la cual vive la gente. Los sentimientos de las personas pueden verse en cómo se comportan, cómo hablan, cómo se mueven. Que el trabajo es duro, agotador, pero también alegría, presencia y necesidad. Me susurra todo aquello que una vez hizo que me avergonzara en la oscuridad matinal, al lado de Jakob, que no hacía otra cosa que ver en la tele documentales sobre naturaleza. Bergman susurra:

«Hay en la garganta un grito de ira y de soledad y de hartazgo y de necesidad de contacto y de nostalgia y de desasosiego. Es un grito enorme y sin palabras que quiere salir. Pero hace unas horas no estaba. Y puede que tampoco esté mañana». (Cuaderno de trabajo, 10-5-71).

Eso me susurra, ni más ni menos, y yo le respondo también con un susurro: «gracias».

Dorthe Nors[1]

[1] Dorthe Nors (Herning, Dinamarca, 1970) es una de las voces más originales de la literatura danesa actual, autora celebrada de relatos, novelas y poesía. En 2014 ganó el premio P.O. Enquist de literatura con una colección de relatos titulada Karate Chop, y en 2017 fue finalista del Man Booker International Prize.

1955

Ingmar Bergman vive en Malmö desde hace unos años, contratado como director teatral y artístico en el Teatro Nacional de Malmö. El ritmo de producción es muy elevado: tan solo durante esos seis años dirige seis obras, incluidas el Don Juan de Molière, Lea y Rakel, de Vilhelm Moberg, y una obra propia, Fresco. Formalmente sigue casado con Gun Grut, pero ya está separado y vive con Bibi Andersson en un apartamento de nueva construcción de la cooperativa HSB situado en Erikslust, en el barrio de Slottstaden.

Las únicas notas que se conservan de todo ese año las escribió a lo largo de un solo día del mes de julio. El teatro cierra en verano. Dentro de un mes aproximadamente estrenará la película Sueños; en esos momentos está grabando Sonrisas de una noche de verano allí, en Escania, y también en el estudio de Estocolmo. Bergman aún no lo sabe, pero esa película le dará fama mundial al resultar premiada en el Festival de Cannes de 1956. Entre las notas del diario de trabajo se encuentra la huella de guiones futuros, en particular de El séptimo sello, El rostro y El manantial de la doncella.

16.7.55

Lo primero que escribo de Los acróbatas lo escribo hoy, 16 de julio. Hace una calurosa tarde de sábado y, verdaderamente, estoy muy solo.

Parto de los dos del cuadro. El viejo teatro en el que están armando jaleo. Carmina Burana. La noche en la que nace el niño. Todos están a la espera. Es un parto muy exitoso con sucesos extraños. Y luego pueden ver al niño todos, uno tras otro.

La primera noche. Marido y mujer, están acostados en la misma cama y oyen respirar al niño, y todos los sonidos de la noche. Los crujidos del teatro, ese viejo edificio. Y también al que perfecciona esa habilidad suya increíble para… ¿qué?

La extraña violación. El de la habilidad increíble se acerca para ver al niño y viola. Pero antes ha hablado con amabilidad, con una amabilidad tremenda. Tres días después mata a golpes a uno de la tropa. Todos presencian la ejecución. Pero antes ha conseguido lo que se había propuesto. Lo inmenso, inalcanzable y absoluto.

Los abuelos paternos son altos y están tristes, el abuelo es muy protestón. Los abuelos maternos son bajitos y amables, siempre alegres y siempre ebrios.

La espera mientras nace la criatura.

El agasajo de la criatura.

La primera noche sagrada.

Y el amamantamiento.

Mia en el Gran Bosque.

Ya voy a ser por fin una persona madura. ¡Dios! Apártame a un lado o deja que por fin tenga fuerza para asumir una responsabilidad, para alegrarme con la realidad y con lo que me sucede. ¡Dios! Tú, que me tienes en tus manos, dame por fin inteligencia, madurez y valor. Nuestro hijo recién nacido es un regalo.

Llega alguien y le cuenta lo que le va a ocurrir. Él lo rechaza, pero es que es inevitable. No puede ni apartarse ni librarse. Es inevitable.

La muerte es mi amiga y mi compañera. Cuando el sol calienta demasiado y me castiga los ojos, busco refugio al atardecer detrás de su sombra. Cuando la soledad me hiere me vuelvo y le tiendo la mano, y ella me lleva consigo y nuestra compenetración es perfecta y sin vacilación. Es un juego muy atractivo y es un gran consuelo, pero yo sé que algún día el juego dará paso a un final.

¡Dios! ¡Ojalá que ese final no sea muy lejano!

El horror metafísico. Un instante en la perdición.

Empieza rezando a Dios de pie, pero pasa a la blasfemia, la amenaza y las maldiciones, vuelve a rezar, trata de asustar, enternecer, conmover. Ella está tumbada y va a dar a luz y está lloviendo.

Por la noche, después del parto, da las gracias a Nuestro Señor por haberles ayudado y le suplica que lo perdone por haberse indignado de ese modo.

Habla de una tarde de domingo en la perdición. La radio está puesta. Calles de la ciudad vacías, fantasmagóricas. El cortejo fúnebre.

Él, que tan habilidoso es con sus proezas, está ocupado allí un día, ya entrada la tarde. Recibe entonces la visita de un hombre que se interesa por lo que hace. Él también es hábil con las manos y tiene mucho interés en aprender el truco de las bolas. El malabarista no quiere enseñárselo. El visitante lo amenaza entonces con quitarle la vida, con acortar sus días en la tierra. Se presenta como comerciante de grano.

Es 1719. Cuando los rusos llegan al archipiélago de Estocolmo y arrasan incendiándolo todo. Reina un desconcierto espantoso. Los que huyen van arrastrándose por los caminos. La primavera ha sido difícil, pero por fin llega el maravilloso mes de junio. Toda esa chusma que recorre los caminos ha de parar, debe detenerse, y Mia va a dar a luz a su hijo. Baña la tierra una suave lluvia primaveral. Es una lluvia deliciosa. Llueve suave y silenciosamente sobre los prados y los bosques de aquel lugar donde ha de tener lugar lo terrorífico…

Bibi tiene razón. Ya he hecho bastantes comedias. Ahora tiene que haber otra cosa. No puedo seguir dejándome asustar. Es mejor hacer esto que una mala comedia. El dinero me importa un rábano. Bibi tiene razón.

Celebran una misa que es una indecencia, llena de blasfemias y otros horrores.

Ellos se quieren a pesar de todo. Y ahora, ella está embarazada. Y la dejan sola en la casa por la tarde. Llaman a la puerta. Es un hombre que no puede hablar con ella. Se la queda mirando aterrorizado y sale corriendo de allí. Por la noche va a ir al buzón con una carta.

Entonces la violan.

Su marido llega a casa en plena noche y ella le cuenta la violación. Al mismo tiempo sufre un aborto durante la noche. Más o menos una semana después, ella señala al agresor. Él lo encuentra y lo mata en un instante de horror sin nombre.

El malhechor —que vive en un cuartucho en Sundbyberg y no puede comunicarse— es mudo. Se cruza en el camino de los dos una y otra vez, y ella lo mira con curiosa inquietud y con cierta compasión. Él juega a la pelota, tiene un muñeco con el que es muy cuidadoso. Los niños de Sundbyberg se meten con él a veces, pero sin mucha inquina. Las niñas, sobre todo dos de ellas, se portan con él como diablos.

Él la acecha, ella se pone nerviosa, él va y toca el timbre de la puerta y hace un esfuerzo horrible por decirle algo, pero no puede. Se vuelve loco de desesperación y se esconde. La acecha, la persigue. Viola. Luego llegan el horror y los remordimientos. Al día siguiente, titulares en los periódicos: «Malhechor». Denuncia policial. Descripción. Él se aleja y no se atreve a dejar que lo vean.

Cuando Ella lo ve, el Hombre no puede perseguirlo, sino que tiene que quedarse cuidándola. Luego lo busca y lo mata. Ella está presente y coge al moribundo entre sus brazos.

Elsa llega a casa, mete la llave en la cerradura. Entra. Y ve a la señora Heuman. Que habla. Y habla. Le da la bienvenida, pone café. Elsa se hace un corte en un dedo. Le sangra. Mira desconcertada el flujo de sangre que brota sin parar. Casi no se decide a detenerlo, se mira al espejo. Le entra un sudor frío. Se enjuaga el dedo, se pone una tirita.

Entra en el otro cuarto, el dormitorio. Mira alrededor como si le fuera extraño. Descubre por alguna razón que él ha estado allí. Cae de rodillas. Volver a empezar por el principio, que todo sea como estaba pensado que fuera. Actuar correctamente. Ser veraz. Porque yo lo quiero lo quiero Dios mío es que yo lo quiero.

Ingmar no soporta nada de esto. Ha albergado en su interior una especie de terror sordo, naturalmente, ahora vuelve a estallar la discusión. Dónde has estado y todo eso. Y esto también: no te importo una mierda. En Malmö, la serenidad del vacío. Estoy muy asustado, creo que no puedo con esto; además, creo que Bibi se las arregla mejor. Ahora tiene un papel. Ingmar tiene su miedo, ese miedo a estar solo. ¿Dónde estará ahora esta muchacha? Enloquezco de preocupación ante la idea de que no venga. ¿Le habrá pasado algo? A veces estoy tan asustado que voy a empezar a odiarla por esa indolencia y esa indiferencia suyas. Lo que puede llevar a…