La Revolución Bolchevique
De Lenin a Stalin
La Revolución Bolchevique
De Lenin a Stalin
José Rodríguez Iturbe
Rodríguez Iturbe, José, autor La Revolución Bolchevique: de Lenin a Stalin/José Rodríguez Iturbe. -- Chía : Universidad de La Sabana, 2018 420 páginas; cm. (Colección Cátedra Incluye bibliografía ISBN: 978-958-12-0478-6 e-ISBN: 978-958-12-0477-9 DOI: 10.5294/978-958-12-0478-6 1. Socialismo -- Rusia 2. Revolución -- Rusia 3. Rusia – Historia -- 1917 4. Comunismo – Rusia I. Rodríguez Iturbe, José II. Universidad de La Sabana (Colombia). III. Tit. CDD 947.084 CO-ChULS |
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Primera edición: abril de 2018
ISBN: 978-958-12-0478-6
e-ISBN: 978-958-12-0477-9
DOI: 10.5294/978-958-12-0478-6
Número de ejemplares: 1000
Corrección de estilo
María del Mar Agudelo
Diseño de pauta de colección
Kilka – Diseño Gráfico
Diagramación
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Boga Cortés y Triana/Julián Roa Triana
Impresión
CMYK Diseño e Impresos S.A.S.
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Contenido
A modo de introducción
1. Totalitarismos y bolchevismo
Regresionismo histórico
Los totalitarismos del siglo XX
¿Error contra la cultura o error de la cultura?
Ideología, ateísmo y gnosticismo
El esteticismo revolucionario de Walter Benjamin
Libertad y persona en la negación totalitaria
El reto totalitario a la democracia liberal
Bolchevismo, fascismo, nazismo
La crítica revolucionaria al mundo liberal-burgués
Liderazgo personal y elipse de los sistemas totalitarios
La mitología seudorreligiosa y el hombre nuevo
El impacto de Marx y Nietzsche en los padres de los totalitarismos
Liderazgo personal, mito de origen y totalitarismos
Ortodoxia y heterodoxia
2. La gestación de la Rusia revolucionaria
Los precedentes
Iglesia y Estado
El cambio estructural
La intelligentsia
Los decembristas y la intelligentsia revolucionaria
Los nihilistas
Los populistas
Los anarquistas
Bakunin
Los nuevos revolucionarios
El marxismo ruso
3. Los actores principales
Lenin
Stalin
Trotsky
Zinoviev
Kamenev
Rosa Luxemburg
4. La marea revolucionaria
El marco histórico
La familia imperial
La guerra ruso-japonesa, 1904-1905
El Domingo Sangriento
El año de variados conflictos
Rasputin
El Sóviet de San Petersburgo, 1905
Las cuatro dumas
Las guerras balcánicas, 1912-1913
La Primera Guerra Mundial (1914-1918)
5. Petrogrado, 1917
La Revolución de Febrero
Los gobiernos provisionales. El auge de Kerensky
Lenin en Petrogrado
Trotsky en Petrogrado
Kerensky y el segundo Gobierno provisional
La crisis en marcha: de julio a octubre. Lenin, Kerensky, Kornilov
La ola del pacifismo
6. La Revolución de Octubre
La Revolución de Octubre
El golpe bolchevique y el Segundo Congreso de los Sóviets
El gobierno de los Comisarios del Pueblo
El putsch bolchevique y la constituyente que no fue
La consolidación del golpe y el monopolio del poder
La aniquilación de la Asamblea Nacional Constituyente
7. Brest-Litovsk
La paz a cualquier precio
La resistencia militar
El tratado
Los efectos inmediatos del tratado
El intento de putsch de los socialistas revolucionarios y el Terror Rojo
El atentado contra Lenin
La “legalización” del Terror Rojo
El Terror Rojo
8. El gobierno del partido de Lenin
La Tercera Internacional
La Insurrección de Kronstadt
9. La sucesión de Lenin
La postura de Trotsky
El desconcierto estratégico-táctico
El Décimo Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de Rusia
El Testamento de Lenin
El nuevo rumbo (o nuevo curso)
La lucha por el poder post Lenin
La exclusión
10. El Gran Terror
Kirov contra Zinoviev
El asesinato de Kirov: sus consecuencias inmediatas
El Decreto Antiterrorista o Carta del Terror
El comienzo del fin de la vieja guardia bolchevique
Los tres procesos y la purga militar
El Proceso de los 16
“Confesiones” y “revelaciones” del Primer Juicio de Moscú
El Proceso de los 17
El Proceso a la Derecha (o Proceso de los 21)
La purga militar
Visión de conjunto de la purga militar
Un itinerario trágico
Los institutos militares de investigación
11. Partido, militancia, revolución
El sentido marxista de la militancia como denominador común
La perspectiva maquiavélica y el partido como “pueblo elegido”
12. A modo de conclusión
Estado y utopía “redentora”
“Teología política” bolchevique
La veda de la crítica y la idolatría política
La paradoja bolchevique sobre la libertad
Las críticas literarias de Orwell y Koestler
La negación de la realidad como defensa ante la crítica
La negación del totalitarismo en sí como defensa extrema
El bolchevismo y el hombre prometeico
Legitimidad weberiana y deformación de la historia
Coup de main, Coup de tête, Coup d’État
El terror como elemento revolucionario. La tesis de Augustin Cochin respecto a la Revolución francesa
Jacobinismo y bolchevismo
Referencias
Siglas y acrónimos
A modo de introducción
En 2017 se cumplieron cien años de la llamada Revolución de Octubre. Con ella los bolcheviques, dirigidos por Lenin, llegaron al poder. La Revolución de Octubre toma su nombre del mes de los acontecimientos según el calendario juliano, vigente entonces en Rusia. Según el calendario gregoriano, que regía en el resto de Europa (con trece días de diferencia respecto al juliano), la Revolución tuvo lugar en los primeros días de noviembre. Fue el gobierno de los Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin, el que unificó, en 1918, a Rusia con el calendario gregoriano común en Europa.
¿Quiénes fueron los bolcheviques? Los más izquierdistas entre los izquierdistas. Los más comunistas entre los comunistas. Fueron los seguidores de Lenin. No fueron los únicos revolucionarios, pero sí los más revolucionarios entre los que se comprometían con la Revolución. Su jefe indiscutido e indiscutible fue Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin.
Desde el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), los bolcheviques se presentaron como un grupo radical, enfrentando a los mencheviques. Desde entonces, solo admitieron la unidad partidista como adhesión de los demás a sus banderas. Ellos no tenían que revisar nada, pero los demás sí tenían que revisar todo lo que los separaba de ellos. Reclamaron para sí la calificación de “mayoría” (eso significa bolchevique), cuando en realidad no lo eran. Para ellos la mayoría no era una cuestión de número, sino de cualidad valorativa del auténtico (el único, en su opinión) camino revolucionario, representado por ellos. El sectarismo de su postura, el radicalismo de sus planteamientos, la disciplina rigurosa de su militancia, hicieron del partido dentro del partido (dentro del POSDR), y, luego, en el partido bolchevique en sí, la causa que exigía, por parte de sus miembros, en palabras de Lenin, la donación “no solo de sus tardes libres, sino de su vida entera”. La militancia bolchevique, bajo la conducción de Lenin, hizo, en la Petrogrado de 1917, la llamada Revolución de Octubre, la Revolución Bolchevique.
El centenario de la Revolución Bolchevique no fue una efeméride cualquiera. En 2017 se recordó la llegada al poder del primero de los tres grandes totalitarismos del siglo XX. El comunismo fue, además, el de mayor duración de esos totalitarismos: más de siete décadas. En efecto, el fascismo italiano duró veintidós años, y el nacional-socialismo alemán, doce.
Pero, más allá de su longevidad, la experiencia comunista que arranca con la Revolución Bolchevique posee rasgos que no se encuentran en las otras experiencias totalitarias de ese siglo trágico que fue el siglo XX. El marxismo ruso tiene una génesis muy propia, y son tantos los elementos que diferencian la historia de Rusia de cualquiera de los demás países europeos, que se necesita, para hablar de la Revolución Bolchevique, hacer un conjunto de consideraciones que no tienen semejanza con las que se realizan al hablar del fascismo o del nazismo.
Las características del zarismo ruso, con una lenta y distinta apertura hacia la Modernidad en algunos aspectos, y, a la vez, reacio a la liberalización de las instituciones políticas, motivó la aparición de una intelligentsia con una evolución muy rusa, en cuanto a su sentido de comprensión de su propio pueblo y a su particular tarea de servicio, como intelectualidad, a la comunidad de la cual formaba parte.
Por la hostilidad oficial a toda apertura, buena parte de esa intelligentsia se radicalizó y abrazó, en la canalización de su angustia, planteamientos totalitarios. Dentro y fuera de Rusia, el nihilismo, el anarquismo y el marxismo generaron, en distintos grupos de rusos, propuestas diferentes en el pensamiento y en la acción, sobre todo cuando de la espontaneidad multiforme se pasó a la configuración de organizaciones políticas partidistas. No resultó extraño, entonces, encontrar elementos de distintas savias ideológicas en lo que atañe a la teoría y a la praxis en el ámbito de lo público.
Por tal motivo, el marxismo ruso no fue simplemente marxismo puro y duro; en algunas de sus expresiones se observa la huella del variado populismo, también a se, que se había dado en Rusia. Y en otras (sobre todo en las dos grandes alas en las cuales resultó dividido el POSDR, bolcheviques y mencheviques), algunas herencias no menores del anarquismo.
Para hablar de la Revolución Bolchevique es necesario mencionar procesos que en la historia cultural y política de Rusia resultan complejos. También es imprescindible indicar algunos hechos importantes en la historia de la Iglesia ortodoxa rusa, porque, más allá de ser fenómenos eclesiales, resultaron, en su proyección social, de innegable e intensa dimensión política, por el proceso de estatización que aquella sufrió desde los tiempos de Pedro el Grande. Solo al conocer la proyección eclesiástica y política de la tensión entre occidentalizantes y eslavistas, y las singularidades de fenómenos extra o para eclesiásticos de la Iglesia ortodoxa, puede lograrse una cierta comprensión de personajes tan extraños como Rasputin y su desgraciada influencia en los ambientes sociales, políticos y eclesiásticos de la capital imperial en los años previos a la Revolución.
Nada de semejante complejidad se encuentra en el estudio histórico de los otros dos grandes totalitarismos del siglo XX: el fascismo, que llegó al poder en Italia en 1922, y el nazismo, que tomó el Gobierno en Alemania a comienzos de 1933. El fascismo y el nazismo tendrán su propia complejidad, pero en ambos casos es menor que las que el análisis descubre en los revolucionarios rusos (que, como se sabe, no todos fueron rusos: Trotsky era ucraniano, y Stalin, georgiano).
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Estas páginas constituyen un avance de un trabajo más amplio sobre los totalitarismos del siglo XX. La Revolución Bolchevique representa el inicio del primero de esos totalitarismos. Sin embargo, la consideración a se de esta Revolución no se limita a una evocación de los acontecimientos de Petrogrado en 1917. Mucho antes de la caída del zar se encuentran, en el devenir histórico de Rusia, sus precedentes culturales y políticos. El proceso ruso que culmina en la Revolución es un proceso enmarañado, con el rasgo poliédrico de todos los procesos de modernización. Con la toma del poder en los días del llamado Octubre Rojo, la complicación no cesa, sino que presenta nuevos elementos. Así, el partido de Lenin, a raíz de la lucha interna por el poder, y con la crisis de salud y muerte de su mandatario, pasa a ser el partido de Stalin, en una trayectoria en la cual se identifica, progresiva y crecientemente, con el Estado.
La historia bolchevique es una historia de maquiavelismos constantes que afloran con fuertes luchas existenciales internas, a partir de 1922. Pero es una historia que es necesario conocer e intentar comprender para tener una visión cabal de los totalitarismos, pues siendo el primero, bastantes de sus notas (más allá de las diferencias) se mostrarán, tipificando su naturaleza, en los totalitarismos posteriores.
Por ello, este es un estudio histórico-político que tiene como eje vital la acción de los bolcheviques en 1917 y la dinámica inicial del ejercicio de su poder en la Rusia que pasó a ser Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). A lo largo de estas páginas se señalarán los autores y las obras más importantes.
De la numerosa bibliografía sobre este tema, remito al lector interesado a las obras de Adam Bruno Ulam: The Bolcheviks. The intellectual and political History of the Triumph of Communism in Russia (Macmillan, New York, 1965; Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1998), History of Soviet Russia (Praeger, New York, 1976), Russian Failed Revolutions: From the Decembrists to the Dissidents (Basic Books, New York, 1981), Communists: The Story of Power and Lost Illusions 1948-1991 (Macmillan, New York, 1991), y también a las de Hélène Carrere d’Encausse (1929): L’URSS: De la Révolution à la mort de Staline (1917-1953) (Éd. du Seuil, Paris, 1993), L’Empire eclaté (Flammarion, Paris, 1978), La Russie inachevée (Fayard, Paris, 2000), L’Empire de l’Eurasie: une Histoire de l’Empire Russe de 1552 à nos jours (Librairie Général Française, Paris, 2008), Six Annés qui ont change le monde: 1985-1991, la chute de l’Empire Sovietique (Fayard, Paris, 2015). Ulam y Carrere d’Encausse constituyen un buen pórtico —casi imprescindible— para el conocimiento de la Rusia gestada por la Revolución.
Existen estudios recientes notables sobre Rusia y la Revolución Bolchevique que señalan el avance de la crítica histórica. Quisiera hacer una referencia especial, en esta introducción, a dos autores ingleses que considero referencias necesarias: Orlando Figes (1959) y Helen Rappaport (1947). Orlando Figues, después de su A People’s Tragedy. The Russian Revolution: 1891-1924 (Pimlico, London, 1996; edición castellana: La Revolución rusa: la tragedia de un pueblo: 1891-1924, traducción de César Vidal [1958], Edhasa, Barcelona, 2001), publicó, junto con Boris Kolinitski, Interpreting the Russian Revolution. The Language and Symbols of 1917 (Yale University Press, New Haven, 1999) y, más recientemente, A Cultural History of Russia (Henry Holt & Co., New York, 2002), The Whisperers. Private Life in Stalin’s Russia (Metropolitan Books, New York, 2007; edición castellana: Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, traducción de Mirta Rosenberg [1951], Edhasa, Barcelona, 2009), Crimea War: A History (Metropolitan Books, New York, 2010) y Revolutionary Russia, 1891-1991 (Metropolitan Books, New York, 2014). Helen Rappaport, por su parte, después de publicar Ekaterinburg. The Last Days of the Romanovs (Hutchinson, London, 2008), ha entregado al público lector, producto de su trabajo intelectual, importantes obras como Conspirator: Lenin in Exile (Basic Books, New York, 2010) y Caught in the Revolution: Petrograd 1917 (edición castellana: Atrapados en la Revolución rusa, traducción de Diego Pereda, Rialp, Madrid, 2017).
Las voluminosas obras de Figes han abordado, además de lo atinente a la historia política sensu stricto, nuevos horizontes como el de la historia cultural. El mar sin orillas de nuevas fuentes primarias fue puesto por él de relieve cuando publicó Los que susurran. Como indicó en su momento, más que una obra sobre Stalin y el estalinismo (aunque Stalin aletea trágicamente en cada una de las historias recogidas), intentó abordar en su investigación un tema hasta entonces muy poco tratado por los historiadores occidentales: la repercusión profunda del Gran Terror en la vida personal y familiar de muchas personas.
Helen Rappaport, por su parte, ha puesto también de relieve nuevas fuentes primarias en su impactante Atrapados por la Revolución rusa. Ese libro está elaborado con base en el estudio de los testimonios (diarios personales, cartas, informes, entre otros) de testigos presenciales no rusos (principalmente ingleses y norteamericanos) de los acontecimientos revolucionarios, tanto de febrero como de octubre, en la Petrogrado de 1917.
Además de la reconocida bibliografía académica, hay otra bibliografía sobre la Revolución Bolchevique, orientada, por su naturaleza partisana, a exaltar sus hechos con carga ideológica y propagandista, mientras busca ocultar o negar lo que no posee en ella, en su realidad histórica, un balance positivo.
La perspectiva partisana defendió tanto la teoría como la praxis del bolchevismo. Se dedicó, además, a la crítica sin límites de quienes pretendían su crítica histórico-política. Muchas veces, esa crítica de la crítica (en el caso de autores militantes) hizo su tarea siguiendo los cauces típicos de la crítica en la refriega marxista; así, puso el énfasis tanto en lo dicho como en quien lo decía, por lo cual resultó inescindible respecto a tesis y a autores. El ataque personal y la pasionalidad de bando sustituyeron a menudo la altura que la seria tarea intelectual y la dignidad del pensamiento reclaman en toda búsqueda de la verdad.
El dique de la historia ideologizada, dispuesto, más que a la búsqueda de la verdad, a la defensa apriorística de un fideísmo político, se ha visto roto por el conocimiento creciente, en las últimas décadas, de archivos cerrados para los historiadores de Occidente hasta el fin de la URSS. Aún falta mucho por conocer, y la destrucción total o parcial de archivos, realizada de modo interesado en el marco del proceso estaliniano y posestaliniano hasta la extinción de la URSS, quizá suponga la perpetua opacidad de determinados momentos o sucesos en la historia del comunismo hecho poder después de la Revolución Bolchevique. Sin embargo, por su duración y su carácter totalitario, afianzado en el terrorismo de Estado y en la negación de todo tipo de derechos a la disidencia, pensar y repensar la Revolución Bolchevique, cien años después del triunfo de Lenin y los suyos, equivale a pensar los hechos convulsos en el Petrogrado capital de una Rusia en guerra, que permitieron la llegada del comunismo al poder, tarea intelectual que resultó, no solo interesante, sino conveniente y necesaria.
Ya Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) señaló en De Oratore las dos características que deberían distinguir a la historia: 1) no atreverse a mentir y 2) no tener temor a decir la verdad (II, p. 62). Estas condiciones, que le permitirían definirla como magistra vitae (‘maestra de la vida’), fueron, sin mayores escrúpulos, olvidadas reiteradamente y con fuerza por buena parte de la historia política oficial de inspiración militante marxista.
En la búsqueda de la verdad no se trata de ser antinada; se trata de no tener temor a la verdad misma, porque la verdad histórica, la de los hechos del pasado, se compone del conjunto de datos que reflejan lo que en verdad fue. Lo acontecido no puede negarse ni inventarse desde un presente posterior. Considerar el devenir histórico y las fuerzas actuantes en él, con las antiparras selectivas del interés político partidista, no conduce al reconocimiento objetivo de los hechos humanos y de sus procesos históricos, sino a un degradante e interesado mecanismo de relativización de lo absoluto y de la paralela absolutización de lo relativo.
No se trata de exaltar unos puntos de vista y no otros; se trata de no admitir la sustitución de la razón histórica y política afianzada en el reconocimiento de los hechos por el ataque subalterno, la agresión personal, la ceguera pasional, los a priori partidistas. El fideísmo político en historia es el valladar que impide o intenta impedir el necesario revisionismo crítico, sin el cual el conocimiento y la valoración de los hechos termina en una especie de mineralización retrógrada que, en la mejor hipótesis, hace del historiador algo semejante a un arqueólogo, y la historia política no es arqueología.
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En todos los totalitarismos se presenta una finalidad contestataria del orden liberal-burgués propio de la Modernidad. Sin embargo, en comparación con el fascismo y el nazismo, el bolchevismo fue el único de los tres grandes totalitarismos del siglo XX que no utilizó las vías legales del orden establecido para llegar al poder. Los bolcheviques (al igual que los fascistas y los nazis) no creían en las instituciones del liberalismo moderno, pero con su asalto violento al poder mostraron que no tenían siquiera que jugar a la apariencia de respeto al orden jurídico preexistente. Actuaron pública y deliberadamente en procura de su eliminación.
Se ha dicho que el tiempo que va de la guerra franco-prusiana a la Primera Guerra Mundial fue un tiempo en el cual había pasión por las ideas, pero las verdades eran escasas. Además, quienes creían tener verdades carecían de pasión para defenderlas y expandirlas. Así, se ha señalado con agudeza que el imperio de la pasionalidad era, por lo tanto, equivalente al irracionalismo, es decir, a la falta de concepción racional en la Weltanschauung, en la concepción del mundo y de la vida, propia de la cultura dominante. Pero no se trató, en los planteamientos totalitarios cuestionadores de la Modernidad, de postular el irracionalismo por el irracionalismo; era un cuestionamiento de la Modernidad a partir de supuestos culturales de su propia cosmovisión; un irracionalismo con coberturas de racionalismo sui generis, con aspiraciones de totalidad, que podía alcanzar, en la dinámica histórico-política, altas cotas de pasionalidad, manifestadas en la violencia.
La seudorracionalidad totalitaria suponía la cancelación a priori de toda posibilidad de diálogo, de toda pregunta cuestionadora. Ello equivalía a la cancelación de una política de rostro humano, pues lo humano posee una naturaleza dialógica.
Sin el diálogo (que supone no solo la aceptación, sino la afirmación de la pluralidad y la necesidad de una libertad de la cultura para la existencia de una cultura de la libertad), la posibilidad de una convivencia armónica estaba predestinada al fracaso, por los individualismos antagónicos o los intereses de grupo, en un dinamismo de autorreferencias, porque, más que en la comprensión de la postura alternativa, el esfuerzo se concentraba en la violenta imposición de la postura propia. El pensamiento único resultó (y resulta) una obsesión distintiva de los totalitarismos; pensamiento único que puede y debe ser impuesto, según la lógica totalitaria, por la vía de la violencia.
De allí lo antihumano de los totalitarismos. La dialéctica tipificada por la violencia nunca supone una auténtica relación personal en el marco de la dimensión comunitaria. Una vez rotas las barreras del más mínimo respeto y comprensión, la espiral de la violencia irrumpe en la vida social distorsionándola, y no quedan sino dos claras perspectivas de futuro: o la eliminación radical de la violencia o el in crescendo incontenible de aquella. La Revolución Bolchevique fue el resultado de la concreción de la segunda hipótesis en un medio signado por el caos.
La eliminación radical de la violencia supone la decisión de adoptar y llevar a la práctica medidas que sometan a la fuerza con la fuerza. De no ser exitosa tal terapia, el único horizonte que se abre ante los ojos de los protagonistas de tan triste coyuntura es el abismo de la anarquía.
Después de la Revolución de Febrero, en 1917, eso fue lo que aconteció con la victoria pírrica de Kérensky sobre Kornilov, que decretó la conversión (aunque él no lo viera así) de Kérensky en un profeta desarmado (para decirlo en términos de Maquiavelo) y la concreción de la posibilidad real del acceso bolchevique al poder, que se lograría en las jornadas de octubre.
Si lo que se buscaba (como buscaba Lenin desde su llegada a Petrogrado, transportado por los alemanes) no era la eliminación radical de la violencia, sino su auge, su progresivo e imparable aumento, no cabe la menor duda de que el más terrible de los destinos era lo que se estaba construyendo. Eso lo percibió Kornilov, y decidió frenarlo; también lo percibió Kérensky, y no supo frenarlo, sino que frenó al que intentaba hacerlo, al ver en su movimiento (el de Kornilov) una acción contra su poder personal.
La espiral de la violencia, si no se elimina, se eleva a niveles superiores, y la guerra es su máxima expresión. En 1917 Rusia estaba en guerra; era una guerra oficialmente externa, en la cual sus aliados (sobre todo Inglaterra y Francia) deseaban que Rusia mantuviera su condición de beligerante para mantener a Alemania luchando en dos frentes, y con la imposibilidad de fortalecer el frente donde ellos estaban —en físico— en las trincheras (Francia). Los alemanes depositaron a cuatrocientos revolucionarios en Petrogrado (el más destacado de ellos, Lenin), con miras a que la condena de ellos a la guerra presionara la paz por parte de Rusia (que, por otra parte, tenía una capacidad bélica ya muy mermada). Lenin supo empujar la paz a cualquier costo para sustituir la guerra internacional por la guerra civil de aliento revolucionario.
La no guerra externa fue sustituida por la guerra contra el enemigo de clase, realizada internamente desde el ejercicio de la dictadura del proletariado. Ese fue el esquema de implacable ficción llevado adelante por la Revolución Bolchevique. Es verdad que de 1918 a 1922 tendrían los bolcheviques que enfrentar la guerra civil impulsada desde fuera por los desplazados del poder. Pero fue esa la guerra civil que permitió la construcción del Ejército Rojo, bajo la conducción de Trotsky, dotando al poder bolchevique, al partido-Estado, de un brazo militar que nunca había tenido.
Si la guerra es la máxima expresión de la violencia, su uso político no supone solo una escalada de medios, sino también una sublimación de la violencia en sí que lleva a considerarla motor de la historia. No podría decirse que la visión de la violencia como partera de la historia haya sido originaria ni exclusiva del marxismo, aunque, sin duda, este movimiento sacó las consecuencias, en la asimilación de tal principio, de su dialéctica de clases.
Si el antagonismo que figuraba como motor de la historia era el elemento clave para entender la dinámica humana a través de los tiempos, la violencia intrínseca al concepto de lucha estaba presente, desde su enfoque, en toda visión “científica” de los procesos humanos en el marco de la historia. Así, el afán de dominar la historia, propio el marxismo, suponía que solo contando con la violencia de la lucha de clases (es decir, contando con que la lucha de clases era intrínsecamente violenta) podía llegarse a una comprensión realista del hacerse histórico.
Bajo tal perspectiva, la Revolución Bolchevique resulta la aplicación leninista del manual revolucionario marxista (por más ingredientes vinculados al anarquismo ruso que una lupa analítica pudiera ir descubriendo en el conjunto del proceso).
La violencia, por lo tanto, no es un elemento secundario en la Revolución Bolchevique; es un elemento principal y distintivo de ella. Allí puede encontrarse su aparente coherencia y la raíz de su falacia. Pretender colocar en la violencia, y en la violencia bélica, la clave del conocimiento y comprensión, no solo del pasado, sino también del futuro humano, equivale a una reducción de la libertad de la persona a un “condicionamiento” tan aplastante, que resulta difícil no identificarlo con un “determinismo”.
Bajo esta óptica, resultaba algo fatal que, dadas las condiciones objetivas y subjetivas del cambio revolucionario, la Revolución Bolchevique fuera inevitable. Y semejante determinismo no resulta, en modo alguno, una verdad apodíctica. De la Revolución de Febrero (caída del zar) a la Revolución de Octubre (toma del poder por los bolcheviques) no es algo fuera de discusión (al contrario) la hipótesis de si las cosas pudieron ser de otra manera. Yo pienso que sí; estaban abiertas diversas opciones: una de ellas era la bolchevique, pero no era la única. En las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, los socialistas revolucionarios (SR) mostraron un claro apoyo en las mayorías campesinas de Rusia y una fuerza no menor en los grandes centros urbanos. Y los eseristas (socialistas revolucionarios), siendo socialistas, eran antibolcheviques.
Pudo ser de otra manera, pero no fue así, y no se trata de hacer historia conjetural. Lo que deseo subrayar es que el hecho de que haya sido así (la victoria del putsch bolchevique) no indica ni demuestra que debía o tenía que haber sido así. Afirmar eso sería equivalente a decir que las fuerzas creadoras de la libertad no cuentan en la aventura humana a lo largo del tiempo; sería ceder a los imperativos de una antropología filosófica sellada de negativismo y con una consideración valórica del ejercicio de la libertad por parte de la persona humana.
Afirmar que la violencia es la partera de la historia no solo equivale a negar que la libertad integra la dimensión ontológica de la persona humana, sino también supone afirmar la dimensión ontológica de la conflictividad y su necesaria proyección en la dinámica del ámbito comunitario. Más aún, que la persona es la manifestación más radical y elevada de la violencia. Y ello, a su vez, supone la exaltación del belicismo, en medio del cual la racionalidad tiene, cada vez más, una potencia reductiva (y reducida) de la comprensión humana de las cosas (sobre todo de la comprensión de las cosas humanas).
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Producto de la labor docente, estas páginas recogen algunos textos que ya han aparecido en otras de mis publicaciones, pero la mayor parte del libro se difundirá por primera vez.
Si la Academia debe participar en la revisión crítica de los acontecimientos históricos que poseen o han poseído gran impacto e influencia, el centenario de la Revolución Bolchevique o Revolución de Octubre en la Rusia de 1917, con la edición del presente libro, espera brindar un aporte crítico a la revisión de un fenómeno histórico-político cuya larga repercusión llega hasta nuestros días.
Un aporte para la discusión universitaria, en el marco de la revisión crítica, no tiene, por definición, aspiración de verdad absoluta, definitivamente establecida. Los juicios en la historia política suelen modificarse o descartarse ante el conocimiento (o mejor conocimiento) de los hechos, y, por supuesto, en relación con principios y valores en torno a los cuales cada generación expresa su Weltanschauung. En la Revolución Bolchevique, sin embargo, pareciera que algo forma parte, no de la accidentalidad histórica, sino de su sustancialidad: la terrible realidad que muestra como vulneró la dignidad de la persona humana y de los pueblos aquella que se presentó a sí misma como utopía redentora intrahistórica de inspiración marxista.
Hace ya algunos años, Jean-Jacques Marie (2001) finalizaba el “Prefacio” de su Stalin, indicando algo que aún hoy no parece superfluo recordar:
Actualmente resulta de buen tono presentar la ideología como el motor de una historia reducida con demasiada facilidad a un conflicto entre buenos y malos, entre demócratas y totalitarios. Por eso, ver en la ideología el móvil de unas decisiones que en realidad obedecen a motivos económicos y sociales y políticos escondidos bajo ella, es tomar la paja de la propaganda por la realidad de las cosas. (pp. 8-9)
Este libro aspira a ser una contribución, desde el ámbito universitario, a la discusión histórico-política de un acontecimiento y del proceso desatado por él, discusión que lejos de estar concluida a un siglo de distancia, aún se percibe como algo que reclama investigación, análisis, valoración y debate.
JRI
Bogotá, octubre de 2017