Flann O’Brien
El consumo de patata en Irlanda
Traducciones de
Antonio Rivero Taravillo Iury Lech
Flann O’Brien (Brian O’Nolan, Strabane, Tyrone, 1911 - Dublín 1966). Escritor irlandés. Trabajó para la Administración Pública desde 1935 hasta 1953. También colaboró durante 26 años en el Irish Times con el seudónimo de Myles na gCopaleen, ya que al ser funcionario no podía escribir con su nombre. En sus artículos retrataba con un estilo mordaz la política de su tiempo. Su estilo y el argumento de sus libros son muy originales y fueron alabados por Samuel Beckett y James Joyce, quien, ya prácticamente ciego, leía sus novelas con la ayuda de una lupa. Joyce dijo de O’Brien y de este libro: «Un escritor auténtico, con el verdadero espíritu cómico. Un libro realmente divertido». En Nórdica Libros estamos entusiasmados con la obra de este genial irlandés y con En Nadar-dos-pájaros hemos cumplido el sueño de publicar todas sus novelas: El Tercer Policía, Crónica de Dalkey, La boca pobre y La vida dura. En el libro El canon occidental, del famoso crítico literario Harold Bloom, aparecen El Tercer Policía y Crónica de Dalkey como dos de las obras más importantes de la literatura en lengua inglesa.
Título original: An béal bocht / The hard life / Slattery’s sago saga
© 1941 by Flann O’Brien
The Estate of Flann O’Brien, 1961
1973 by Evelyn O’Nolan
© De la traducción: Antonio Rivero Taravillo y Iury Lech
Edición en ebook: julio de 2018
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN: 978-84-17281-65-6
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Composición digital: leerendigital.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El consumo de patata en Irlanda
«Quien vive sin patatas no goza de buena salud» o «Nunca pudo mantenerse de pie quien pasó mucho tiempo sin patatas» son algunas de las sentencias que leeremos en La boca pobre, uno de los tres títulos del genial Flann O’Brien que hemos reunido en El consumo de patata en Irlanda. Además de La boca pobre este volumen incluye La vida dura y La saga del sagú de Slattery. Las tres tienen en común una visión irónica, ácida e irreverente de la sociedad irlandesa. En La boca pobre y La saga del sagú las hambrunas (y la patata como único alimento), el nacionalismo y la emigración a Estados Unidos están muy presentes y en La vida dura O’Brien toma la religión, elemento central en Irlanda, como diana de su sátira. Flann O’Brien conforma, junto con Joyce y Beckett, la «santísima trinidad» irlandesa (en palabras de Edna O’Brien), y es con diferencia el más divertido de los tres. Un escritor que siempre nos sorprende y que no dejará a nadie indiferente.
Índice
PORTADA
EL CONSUMO DE PATATA EN IRLANDA
LA BOCA POBRE
DE CERDOS Y HOMBRES
PRÓLOGO
PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
LA VIDA DURA
INTRODUCCIÓN
NOTA DEL TRADUCTOR
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
LA SAGA DEL SAGÚ DE SLATTERY
PATATAS Y PETRÓLEO
1
2
3
4
5
6
7
PROMOCIÓN
SOBRE ESTE LIBRO
SOBRE FLANN O’BRIEN
CRÉDITOS
CONTRAPORTADA
Si te ha gustado
El consumo de patata en Irlanda
te queremos recomendar
Cuaderno de trabajo
de Ingmar Bergman
Estamos a principios de los ochenta, nos encontramos en el corazón de la campiña, es una mañana de invierno. He ido con la linterna hasta el autobús escolar que cada mañana recoge a un puñado de niños junto al acceso a una de las granjas del distrito. Una pesada capa de nubes, ni rastro de la luna. Hoy es un grupito menor el que se ha reunido en la oscuridad. Tres de ellos son hermanos. Su familia pertenece al movimiento evangélico Indre Mission. Esa circunstancia suele complicar nuestras conversaciones, pero anoche ponían en la tele la serie Space 1999. Mientras esperamos el autobús allí plantados, me alumbro con la linterna la punta de las botas y pregunto qué les pareció el capítulo de ayer. Salía un robot con una lesión por quemaduras, una especie de zombi. El niño más pequeño, que se llama Jakob, es el que siempre se pronuncia sobre cuestiones morales en nombre de todos sus hermanos. Enseguida me deja claro que en su casa no ven Space 1999.
El autobús vendrá por la cima de la pendiente, y sabemos que está a punto de llegar cuando sus faros iluminan el cielo sobre el pantano. Se me viene a la cabeza otra serie de televisión que estoy viendo. No es para niños, y mi madre no comprende por qué me siento tan cerca de la pantalla cuando la ponen. No es bueno para la vista, pero ella me deja, porque le he dicho que tengo que sentarme así de cerca para comprender. Dado que es para adultos. Pero no es verdad. Tengo que sentarme cerca para tenerla cerca. Si hubiera podido meterme dentro y tocar todos los componentes, lo habría hecho. En la serie hay un religioso malvado que quiere mandar sobre unos niños, y quizá por eso no sea fácil preguntarle a Jakob si su padre los deja ver esa serie… También puede que me avergüence por otra razón, pero el autobús del colegio no ha llegado aún, ya he apagado la linterna, así que pregunto de todos modos:
—Y Fanny y Alexander, ¿eso sí lo ves?
Nieve sucia y medioderretida bajo las botas.
—¿Eso qué es? —pregunta Jakob.
—Nada, una peli sueca —digo.
Ya se atisba un vago resplandor sobre el pantano.
—En mi casa solo vemos los documentales de naturaleza —dice Jakob, y ahí se acaba la conversación.
—De todos modos, esa serie sueca no tiene nada de particular —digo, y si Jakob, en su condición de representante moral de sus hermanos, hubiera tenido idea de hasta qué punto estaba mintiendo, me habría incluido en sus oraciones en la escuela dominical. Porque Fanny y Alexander es lo más extraordinario que yo he visto en mi vida. Y a decir verdad es eso, precisamente, lo que hace que me sienta incómoda en aquella oscuridad: Fanny y Alexander es la puerta a un mundo que es una necesidad imperiosa.
El 18 de marzo de 1960, diez años antes de que naciese yo, Ingmar Bergman escribe en su diario de trabajo: «(pienso escribir como me parezca y como quieran mis criaturas. No como exija la realidad exterior)».
Lo ha escrito entre paréntesis. Como si susurrara, como si estuviera contando un secreto. Yo lo escucho, y esa última parte de la cita, «No como exija la realidad exterior», es la que ahora arroja una luz clarificadora sobre el interés de mi yo de los doce años por aquella serie de televisión. Por eso, entre otras razones, me siento todo lo cerca que puedo de la pantalla. Porque allí dentro, en Fanny y Alexander, se nos describe cómo es ser niño, existir, pero no tal y como exige la realidad exterior, y por eso lo que veo me parece verdadero. Me da miedo el obispo, su compulsión controladora y, después, su cuerpo carbonizado de verdad. Y me encantan los cálidos salones rojos de la abuela, siempre transitados de adultos de lo más extraño. Comprendo sin el menor esfuerzo que la realidad es un sueño, y que el sueño se hace real, y después de haber visto la serie, debo aceptar la idea, tal como le ocurre a Alexander, de que yo tampoco me voy a librar del obispo.
Después vino Sonata de otoño: me sentaba cerca de la pantalla para ver bien. Fueron las caras de los adultos, los giros de sus respuestas, la luz y la intensidad… Que los adultos fueran, por fin, reales, porque los adultos de la película, esa sensación daba, eran verdaderos, al contrario que la mayoría de los adultos que deambulaban por mi cotidianidad aferrándose a lo superficial y a lo decente. Y vi Persona, Escenas de un matrimonio, Gritos y susurros, El séptimo sello…, y no entendí nada, pero sí comprendí lo más importante, aprendí a conocer el nombre y el rostro de Bergman, y mi madre me veía allí sentada en el cojín, delante del televisor… También en ella creció el interés. Que mirase, me decía, que mirase todo lo que quisiera, mientras mi padre estaba cada vez más preocupado porque al final tendrían que ponerme gafas.
En la adolescencia abandoné a Bergman. Durante un tiempo, me vi obligada a sobrevivir, y eso es algo que a veces hacemos aferrándonos a las exigencias de la realidad exterior. Pero fue un plazo breve. Llegué a la universidad y empecé a estudiar literatura sueca. Strindberg, Enquist, Ekman, Lagerlöf, y en cuanto entregué el trabajo de fin de máster, me fui corriendo a casa a escribir mi primera novela. Nunca pensé entonces que fuera culpa de Bergman, pero así fue en realidad, seguramente. Él me atraía desde el otro lado del estrecho de Öresund, y un crítico escribió sobre mi primera novela: «Lleva a Bergman en el asiento trasero todo el trayecto». En aquel momento, yo lo negué. Sostenía que era Kerstin Ekman la que iba en el asiento trasero. Pero ¿quién sabe? ¿Y si los llevaba a los dos? En compañía de Enquist, además. Un trío de lo más entretenido, ahora que lo pienso.
Pero en realidad, Bergman no surgió en mi conciencia creativa hasta más tarde. Fue en mi cuarta novela, cuando me debatía con mi papel de autora. Luchaba con la soledad y con la sensación de que tal vez fuera un sinsentido escribir un libro tras otro, para lanzarlos a lo que quizá resultara ser un vacío. El trabajo se me antojaba una lucha, y una lucha acaso infructuosa. Hablé de mis cavilaciones con un amigo, pero él no era artista y no podía ayudarme contándome sus experiencias. Sin embargo, sí supo adónde remitirme:
—Tienes que leer Linterna mágica —dijo.
—¡Ingmar Bergman! —dije, como si se hubiera encendido una luz, y de vuelta a casa entré en una librería de viejo y compré Linterna mágica.
Lo leí una vez. Lo leí dos veces. Era como llegar a casa, o más bien: era como si por fin hubiera encontrado a un amigo que lo entendía todo. No era un amigo sin complicaciones, ni un amigo moralmente irreprochable ni un burgués, ni un abogado defensor ni un superhéroe, no, sino un amigo muy atormentado, enfermo del estómago, con una estela caótica de mujeres e hijos tras de sí, nervioso, colérico, distante; y aun así tan presente que, al leer Linterna mágica, me sentí menos afligida. Luego compré y leí todo aquello que pude encontrar en suelo danés. Los guiones, las antiguas referencias fragmentarias al cuaderno de trabajo… Iba leyendo a salto de mata, intuitivamente, como si la lectura fuera una conversación.
El redescubrimiento de Bergman dejó huella en mi trabajo; una huella palpable. En el relato Minna necesita un local de ensayo (2013) aparece Bergman entre el reparto de personajes. Lo convertí en un personaje secundario de un relato sobre una compositora copenhaguense que ha perdido la voz y el local de ensayo, y que finalmente huye a Bornholm. Solo lleva consigo un vestido playero y el bañador y, literalmente, lleva a Bergman en la mochila. La compositora lo saca de vez en cuando y él le dice lo que piensa de la situación.
«Uno tiene que hacer lo que es necesario», le dice Bergman, por ejemplo, y Minna vuelve a lo que es necesario, aunque Bergman se está citando a sí mismo: «Uno tiene que hacer lo que es necesario; si no hay nada que sea urgente o necesario, no hay que hacer nada», escribe en el cuaderno el día 26 de marzo de 1961. Pero igual habría podido decírmelo a mí aquí y ahora, desde el otro lado de la mesa, mientras escribo estas líneas, y yo habría podido responderle:
—Ya puedes tomarte el suero de la leche y apaciguarte los demonios del estómago, Bergman.
Por pura casualidad, corregí la última versión de Minna necesita un local de ensayo en la isla de Gotland, donde el Centro de Escritores y Traductores del Báltico me había becado con una estancia, con sede en Visby. No me pasó inadvertido el hecho de que Fårö se encontraba cerca de allí, ni tampoco que me habían asignado lo que el director del centro llamaba «la sala Linn Ullmann», puesto que allí se alojó y escribió la artista. (Alojarse en la habitación de la hija para escribir sobre el padre es una circunstancia que obliga…). Lo que, por otra parte, me sorprendió fue que el Centro de Escritores tuviera un cine solo para Bergman. Arriba, en los altos del edificio, podía uno desenrollar una pantalla, dirigirse a la estantería y elegir la película, el documental o la entrevista de Bergman que quisiera.
Por las noches me instalaba en la sala de cine, y me llevaba a dos poetas finlandeses que también se alojaban en el centro. Y allí nos quedábamos sentados. Vimos las películas que yo no había visto nunca. Todas las películas «intermedias», pero creo que a los poetas finlandeses empezaron a apetecerles otras cosas antes que a mí, porque la tercera noche me vi allí sola. Lo que me llamó la atención durante esas noches fue lo diferentes que éramos Bergman y yo en la expresión. En comparación, yo soy una suerte de minimalista, observé. Desde luego, Bergman no es minimalista en absoluto, constaté además. Es teatral.
Huelga decir que cogí el autobús hasta el estrecho de Fårö. Estaba lloviendo y subí al barco creyendo que, una vez en la isla, podría alquilar una bicicleta. No se podía, así que tuve que volver a Gotland, alquilar una bicicleta allí y luego volver a cruzar el estrecho hasta Fårö, ida y vuelta, y con un tiempo espantoso. Empecé a pedalear con un poncho impermeable de color rojo con el viento soplando fuerte de cara y una lluvia norteña torrencial.
—O sea, quieres que llegar hasta allí resulte de lo más difícil, ¿no? —le dije a Bergman, mientras pedaleaba con todas mis fuerzas.
«Es que ES difícil llegar —respondió él, a lo que yo objeté que la verdad es que no hay por qué hacerlo más difícil de lo que es, y él respondió como de costumbre:
—¡Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!».
A pesar del impermeable rojo llegué empapada a la iglesia de Fårö. Dejé la bicicleta apoyada en el muro de piedra y no me costó nada encontrar la tumba. En la mochila llevaba un termo de café. Lo saqué. Con aquella lluvia, no había más gente en el cementerio, y yo ya estaba empapada, así que me senté en la tumba, me serví un café y me quedé allí bebiendo en silencio. Cuando ya solo quedaba un trago en la taza lo esparcí sobre la tumba de Bergman. Y dije:
—Tienes que acordarte de ver el lado positivo de la muerte, Ingmar. Ahora el estómago sí aguantará un poco de café. Y la verdad, me gustaría darte las gracias…
Y se las di. Bien alto. Pero sentí como si no fuera suficiente gratitud. Y tuve que entrar y sentarme un rato en la iglesia, y después subí pedaleando y me tomé un dulce en el Café Fresas Salvajes, y me harté de comprar libros de Bergman, que metieron en una bolsa de plástico del Systembolaget para que no se mojaran con aquella lluvia torrencial.
Y así volví en la bicicleta hasta el barco, un tanto desconcertada. No es propio de mí comportarme como una groupie. Nunca he sido fan de nadie. No tengo ningún gurú, ningún héroe, ninguna imagen paterna que me explique qué está bien y qué está mal, así que ¿a qué venía aquel ritual?
Gratitud, sí. Pero ¿por qué? A lo largo de los años he sentido interés por otros grandes artistas cuyas tumbas o cuyas personas jamás se me habría ocurrido rociar con café. Soy una persona sobria y equilibrada y muy trabajadora, ¡y no tengo ídolos! Pero mientras me acercaba al atracadero del transbordador vi con claridad que mi gratitud tenía que ver con el espacio de trabajo. Primero el hecho de que, con Fanny y Alexander, Bergman hubiera mostrado el camino hacia esa realidad que no se guía por las apariencias. Ingmar Bergman se había convertido en mi compañero de trabajo. Un colega y un buen amigo, que se ponía a mi disposición cuando lo necesitaba, siempre lleno de comprensión, de seguridad y de sabiduría. Y además, a diferencia de todos los demás que conozco, estaba dispuesto a acompañarme en cualquier momento hasta ese lugar en el que estoy a solas de verdad.
A principios de verano vino a verme una periodista de un importante diario danés. Le dije que iba a escribir el prefacio del cuaderno de Bergman, y que sentía una gran humildad ante semejante tarea, puesto que las películas, los guiones y en concreto las notas de trabajo de Bergman significaban mucho para mí. La periodista objetó que Bergman le parecía simplemente un tipo de artista de un egocentrismo insoportable. Yo había preparado una empanada de espinacas, porque la periodista venía de muy lejos, y de no ser porque acababa de meterme en la boca un buen trozo de empanada, le habría dicho:
—Sí, y menos mal.
Estoy segura de que habrá quienes lean el cuaderno de Bergman como la expresión de un genio egocéntrico que no hacía otra cosa que pensar en la misión artística que tenía en esta vida, mientras que sus hijos, sus mujeres y todo el mundo debían arreglárselas como podían. Yo no veo ese cuaderno así, es decir, como desviaciones de la moral. Yo los veo como obras generosas, y además sé —puesto que me he pasado los últimos diez años recomendando a artistas serios necesitados de un compañero de trabajo que lean a Bergman— que lo que consigue ese cuaderno lo consigue con más gente, no solo conmigo. Yo soy una de esas personas que acompañan a Bergman alegremente hasta el material más crudo para conversar con él. Es lo que llevo haciendo treinta y cinco años más o menos: hablar con Bergman acerca de todas las imposiciones de la realidad exterior que yo, pese a todo, ni puedo ni quiero obedecer. Él me lo dice entre susurros. Es un secreto, y quiere contármelo a mí: existe una versión del mundo distinta a aquella según la cual vive la gente. Los sentimientos de las personas pueden verse en cómo se comportan, cómo hablan, cómo se mueven. Que el trabajo es duro, agotador, pero también alegría, presencia y necesidad. Me susurra todo aquello que una vez hizo que me avergonzara en la oscuridad matinal, al lado de Jakob, que no hacía otra cosa que ver en la tele documentales sobre naturaleza. Bergman susurra:
«Hay en la garganta un grito de ira y de soledad y de hartazgo y de necesidad de contacto y de nostalgia y de desasosiego. Es un grito enorme y sin palabras que quiere salir. Pero hace unas horas no estaba. Y puede que tampoco esté mañana». (Cuaderno de trabajo, 10-5-71).
Eso me susurra, ni más ni menos, y yo le respondo también con un susurro: «gracias».
Dorthe Nors
En plena Segunda Guerra Mundial, época que Irlanda vivió de manera bien diferente al resto de Europa, dados su neutralidad y su ombliguismo por entonces (en doble sentido, ya que acababa de nacer como país independiente tras siglos de dominio británico y aún trataba de cortar definitivamente el cordón umbilical con Inglaterra); en tiempos, digo, que en la isla se denominaron no «The War», sino «The Emergency», como gusta de recalcar cómicamente Ronnie Drew, cantante de The Dubliners, un joven escritor de Strabane, condado de Tyrone, publicó una novela en irlandés, An béal bocht. Era 1941, y ese hombre de treinta años se llamaba Brian O’Nolan. El libro lo firmó no obstante como Myles na gCopaleen, en guiño a un personaje de una obra de teatro de Dion Lardner Boucicault estrenada en Nueva York en 1860, en la que alguien con ese nombre encarnaba a ojos de la era victoriana la imagen estereotipada del palurdo irlandés, tan grata al regocijo de propios y extraños. Como por su condición de funcionario no podía utilizar su propio nombre en las colaboraciones en prensa, este seudónimo lo emplearía también en una columna memorable de The Irish Times, comenzada en 1940 con el título Cruiskeen Lawn y antologada tras su muerte en varios volúmenes desopilantes y de relativamente exitosa andadura comercial. Ese escritor, sin embargo, alcanzaría cierta fama en todo el mundo bajo otra de sus adscripciones, Flann O’Brien, con la que firmó algunas novelas memorables en inglés, como En Nadar-dos-pájaros, o, más recientemente, El tercer policía y Crónica de Dalkey (estas tres, también publicadas en la editorial Nórdica, a la que hay que felicitar por ello).
O’Brien (convengamos en llamarlo por el nombre que le ha dado más celebridad, aunque sea seudónimo con el que, ya lo hemos dicho, en realidad no firmó el libro que hoy presentamos) quiso hacer una sátira de todo un género que había arraigado recientemente en Irlanda, el de los libros memorialísticos sobre la áspera vida en las zonas de habla gaélica del oeste, con la autobiografía de Tomás Ó Criomthain a la cabeza: la pionera An tOileánach (El isleño, 1929). Robin Flower, un estudioso de Oxford que llegó a trabajar en el Departamento de Manuscritos del Museo Británico, la puso poco después en inglés. Tomás era natural de la Gran Blasket, una inhóspita isla frente a la península de Dingle, en el condado de Kerry, que fue definitivamente abandonada en 1953 dadas las pésimas condiciones de vida que soportaban sus habitantes. Debemos a W. B. Yeats una remembranza de cómo surgió aquella moda: «Hace algunos años, el Gobierno irlandés, a causa de la falta de textos en irlandés moderno que tenían los estudiantes, pidió al señor Robin Flower que persuadiera a uno de sus habitantes de más edad (de la Gran Blasket) para que escribiera su vida. Después de mucho esfuerzo consiguió que los hechos principales de esta quedaran reflejados en la página de un cuaderno, y pensó que con eso había terminado su tarea. Entonces el señor Flower le leyó algunos capítulos de las memorias de Gorki». Y Ó Criomthain, que vio que el libro del ruso estaba escrito sin afectación, como una pieza de narrativa oral, a la que él estaba tan acostumbrado, desgranó los episodios de su vida en un libro que Yeats recuerda que fue muy comentado. Fue el mismo poeta quien presidió aquella comisión del Senado para la publicación de libros en irlandés. Ahora bien, se equivoca en algún dato en este ejercicio propio de memorialismo: no fue Flower quien instó al isleño a narrar su vida, sino otro señor llamado Brian Kelly, que a su vez confió la edición del libro (su corrección de estilo, ordenación de materiales, etc). a un tercero apodado An Seabhac. Hubo además otro libro que Kelly leyó a Ó Criomthain en improvisada traducción gaélica: el célebre Pescador de Islandia de Pierre Loti. Así pues, las memorias de Gorki (Reminiscences of My Youth apareció en 1924) y el libro de Loti (con traducciones inglesas de 1888 y 1924) convencieron al aldeano irlandés (que aprendió a escribir su lengua cuando frisaba los sesenta años) de que merecía la pena contar su propia vida. Fresco y auténtico, a su aparición el libro fue saludado como un «milagro» desde las páginas del Times Literay Supplement.
El isleño tuvo un gran impacto no solo en el resto de Irlanda, sino también en la propia roca pelada de la que surgió, pues como escribió en julio de 1932 Eibhlís Ní Shuilleabáin, nuera de Ó Criomthain, «la isla está ahora llena de visitantes y todos los días tenemos bailes en la playa». Por esas fechas, añade, está allí Flower con el gran celtista Kenneth Jackson, que se encontraba aprendiendo irlandés. Por ella sabemos también que los nativos pusieron a estos y otros visitantes el mote de Lá breághs (por la expresión lá breágh, «bonito día», muestra del magro gaélico que conocerían los entusiastas de la lengua o gaeilgoirí). También tenemos por ella testimonio de que en mayo de 1937 visitó la isla el equipo de rodaje de la película igualmente titulada An tOileánach, estrenada en 1938 y dirigida por Patrick Heale, en la que se cuenta la fascinación por la isla de un estudiante de medicina de Dublín, a partir de la lectura del famoso libro que pronto llenó de turistas de lo gaélico la Gran Blasket.
A este libro germinal siguieron otros como Fiche bliain ag fás (Veinte años creciendo, 1933), de Muiris Ó Suilleabáin, que en su traducción inglesa (con prólogo de E. M. Forster, autor de Regreso a Howards End) llegó a ser reseñado elogiosamente por Yeats aquel mismo año en las páginas del Spectator (el poeta además encareció su lectura a Dorothy Shakespear en una carta); o Peig (1936), de Peig Sayers, una narradora tradicional analfabeta que tres años después, dictando sus experiencias, publicaría otro libro, Meachtnamh seana-mhná, Reflexiones de una anciana, traducido en 1962 al inglés. Pero no fueron los libros sobre las Blasket los únicos que inspiraron a O’Brien: así, la obra de Séamus Ó Grianna, autor de Donegal que utilizó el seudónimo «Máire», está igualmente presente en el germen de esta novela. De su novela Mo dhá Róisín (Mis dos Rositas, 1921) toma algún motivo, como hace con Séadna (1904), del padre Peadar Ó Laoghaire, autor de la traducción del Quijote al irlandés y al que se cita en el capítulo cuarto. No extraña por ello, dada la diversidad de fuentes, que al colegio de La boca pobre concurran niños de todas las zonas de habla gaélica del país, ni que desde la casa del protagonista se puedan ver regiones muy alejadas en la geografía de la atribulada Irlanda. También amolda a su novela un relato cuyo protagonista es Máel Dúin, el navegante medieval cuya leyenda retomó asimismo Tennyson. En la máquina del tiempo que es el capítulo ocho de La boca pobre, O’Brien hace hablar al otrora héroe con un lenguaje arcaico, estilo paródico que por cierto es recurso que aparece de un modo u otro en capítulos del Ulises de Joyce, especialmente en el de «Los bueyes del sol», donde se juega con la prosa inglesa de otros períodos.
Lector voraz, ávido de textos en gaélico él mismo, hablante nativo de la lengua y estudioso de su literatura en el UCD (University College Dublin), O’Brien tomó algo de cada uno de estos libros en la novela que hoy presentamos. Del libro pionero de Ó Criomthain adopta esa frase que declara un fin de raza (Ní bheidh ár leithéidí arís ann, «Nunca habrá nadie como nosotros»), pero la aplica nada menos que a un cerdo, cuando dice: «No creo que nunca haya ninguno como él»: ní dóigh liom go mbeadh a leithéid arís ann. Es solo esta una de las irreverencias que inundan la novela; siempre pensó su autor, como Jonathan Swift, que la ironía es una poderosa arma contra el fanatismo.
En el periódico, O’Brien criticó el mismo año de 1941 la traducción de Flower, tan literal a veces, y en sus columnas tuvo como tema constante el cliché, las fórmulas huecas. En La boca pobre este es también uno de los motivos recurrentes, y en la novela se hace un repaso de diferentes tópicos adheridos a la imagen del campesinado irlandés, depositario de las tradiciones patrias sobre las que se vuelve un Estado (aún Estado Libre, pronto República) que comienza su andadura. No podía ignorar O’Brien, y menos él, que había visitado el país en varias ocasiones, que el nacionalsocialismo en Alemania también reivindicó por estos años, y ya se sabe cuán peligrosamente, la pureza de una raza y de su hábitat incontaminado bajo el lema «sangre y suelo». Hay una tremenda distancia entre ambos casos, pero Himmler y Rosenberg pusieron sus ojos en las nebulosas estepas rusas y los Urales; los gaeilgoirí o amantes del gaélico, entre los que no faltaron una generación antes muchos profesores germanos como Rudolf Thurneysen o Kuno Meyer, hicieron lo mismo con el litoral atlántico y brumoso de la verde Erín.
En 1938, Niall Sheridan, buen amigo de O’Brien, escribió que el movimiento por la revitalización del idioma se caracterizaba por un fanatismo carente de humor, algo que, en rigor, era completamente ajeno al alma irlandesa. No le faltaba razón. Por su parte, nuestro novelista se mofó de la «relación mística» que parecía haber entre «el baile de la giga, la lengua irlandesa, el ser abstemio, la moral y la salvación». Y es que la pureza lingüística se pretendía también pureza de las buenas costumbres y religiosa.
En algún otro lugar ya he escrito que, salvando las distancias, La boca pobre es a esos relatos de la Gaeltacht o Irlanda quintaesenciada, hipergaélica, lo que el Quijote a las novelas de caballerías. Quería O’Brien, empleando el mismo idioma que sus fuentes, denunciar lo huero no ya de las vidas de sus narradores, sino de la idealización iluminada de esa forma de vida «pura» y primigenia. Y a fe que lo consiguió, logrando una novela que supera con creces en intención literaria, en humor, en complejidad, a sus modelos, que serán excelentes documentos antropológicos, pero no literatura de creación.
Libro este sobre la identidad, real o impostada, el título de La boca pobre alude a una expresión gaélica que hace referencia a cargar las tintas sobre la pobreza y las penurias que se padecen, con objeto de obtener compasión y lástima, y los beneficios que estas reportan. Aquí todos buscan ser lo que no son. Los genuinos hablantes de gaélico aparecen aquí revestidos de nombres rimbombantes (Bonaparte, Maximiliano, etc)., testimonio del deseo de disimular el origen campesino y atrasado, a la par que los caballeros de la Liga Gaélica, con Douglas Hyde a la cabeza, adoptan nombres ridículos (An Craoibhín Aoibhinn o An Tuiseal Tabharthach, «la Ramita Deliciosa» o «el Caso Dativo») que actúan, en un no declarado ataque de culpabilidad, como disfraces de los verdaderos, de ascendencia inglesa. Y ya se sabe cómo entienden la fe los conversos… Como ha escrito Declan Kiberd, el autor era completamente consciente de que muchas personas insulsas y pusilánimes se adhirieron al movimiento por la revitalización del gaélico como medio para ocultar su grisura y la incapacidad de forjarse una auténtica personalidad propia, lo que llegó al extremo de la adopción del kilt o falda escocesa, algo ajeno a la tradición de Irlanda.
O’Brien amaba su lengua y su literatura (si no, cómo habría integrado de modo tan magistral a Fionn Mac Cumhaill o al loco Suibhne en su magistral En Nadar-dos-pájaros, también a su modo un fenomenal pastiche como este que hoy nos ocupa); lo que detestaba, como desde posiciones bien distintas Patrick Kavanagh, era la visión recalcitrantemente estereotipada de lo irlandés, que llegó a suplantar a la realidad. Por eso tres años después de publicar La boca pobre escribió en su columna lo siguiente: «Me alegra ver por fin que uno de los periódicos de provincias hace algo por la revitalización del irlandés. Un periódico de Galway está publicando una serie de diálogos bilingües titulados “Irlandés todos los días”. No se trata de la basura habitual acerca de llevar cerdos al mercado o sacar papas. Son conversaciones realistas, que se asientan en la vida diaria del pueblo irlandés».
En un par de ocasiones, O’Brien se refirió al poco tiempo que dedicó a la redacción de La boca pobre (entre una semana y un mes, según las versiones). Pero lo cierto es que, a instancias de la editorial, hubo de revisar la obra y quitar cierto número de referencias sexuales y dejarla «más aséptica». Como escribió el gran narrador Máirtín Ó Cadhain refiriéndose a la editora nacional para textos gaélicos, «bajo esta organización literaria soviética, operaban dos censuras distintas: la censura normal del Estado y una censura especial de An Gúm que suponía que todo lo que había de escribirse en irlandés era o bien para niños o monjas». Finalmente, la obra la publicó otra casa editorial, pero ya sin ese contenido indecoroso que tampoco hay que pensar que fuera especialmente escandaloso, dada la mojigatería de la época. El anuncio en prensa afirmaba que se trataba «del primer libro, y el mejor sobre la Gaeltacht de Corca Dorcha». Ni que decir tiene que el nombre de la región es espurio y se basa en el real de Corca Dhuibhne, con un matiz más sombrío (dorcha significa «oscuro»). En carta en que acusó recibo de la novela, Sean O’Casey habló no solo del parentesco del libro con Swift, sino también con Mark Twain, apreciando su vis cómica. La comparación con el autor de Las aventuras de Tom Sawyer no es irrelevante, pues este fue también un excelente escritor en periódicos.
El libro se agotó en tan solo unas pocas semanas, y volvió a editarse en 1942, algo de lo que no se conocía precedente en la historia de la edición en irlandés (aunque luego transcurrieron veinte años sin ser reeditado). O’Brien admiró An tOileánach y detestó The Islandamn de Flower. «A miserably botched translation», una traducción lamentablemente chapucera, la calificó. Pero no fue tanto esto resultado de la impericia como fruto de una deliberada labor de pulido y esa plaga que se ha cernido sobre tantos traductores en todo lugar y lengua: el propósito de «embellecimiento». Resulta que cuando se compara el original de El isleño con la versión de Flower uno se da cuenta de la inquina que este demuestra tener a los cerdos, de los que (quizá teniendo en mente a la intellegentsia judía de Gran Bretaña) prescinde draconianamente. Así, por ejemplo, donde en irlandés se habla de dos cochinillos que habitaban bajo la cama de una cabaña, la mención a los guarros se omite, por poco elegante. Choca este velo de silencio sobre la cohabitación con nuestros hermanos los cerdos, que sucede en varias ocasiones en el libro. No sorprende por ello que O’Brien, por contra, llene de puercos su novela, algo no comprensible al lector de O’Criomthain en la traducción inglesa del pulcro Flower. Ahora bien, ni siquiera la edición en irlandés que realizó An Seabhac era totalmente fiel. Un segundo editor del original le devolvió al texto algunos pasajes también expurgados, como alguna canción llena de significado amoroso (esta enmienda no la pudo conocer O’Brien, que murió en 1966, catorce años antes de que viera la luz esta edición a la que me refiero).
En 1965, a punto de morir, escribió O’Brien: «Apenas había terminado de leer este libro cuando me vi inmerso en la producción de un volumen que lo acompañara como parodia y mofa. Ahí está la prueba de la gran literatura: que una obra considerable provoque otra; así se considera que la Eneida provocó la Comedia». Breandán Ó Conaire se ha tomado la molestia de comparar las dos obras, y el resultado es sorprendente: la gran deuda del lenguaje y del estilo. Pero también ha analizado la huella de Caisleáin Óir de Máire, donde aparece el motivo del primer día de colegio del protagonista.
Posmoderna en su intertextualidad, y enormemente divertida, La boca pobre es una novela deliciosa. Su comprensión y disfrute aumentan desde el conocimiento de obras anteriores como Peig, El isleño y toda la narrativa de las desoladas islas Blasket, pero la familiaridad con ellas no es indispensable para el goce, pues como obra artística es autónoma, del mismo modo que leemos con fruición las aventuras de Alonso Quijano sin tener que habernos embarcado antes en las de Amadís de Gaula o Esplandián. Otra comparación no del todo improcedente con nuestras letras: La boca pobre es un genuino esperpento irlandés, correlato del que el gallego Valle-Inclán (Gleann Inclán, naturalizándolo gaélico) escribió entre nosotros. La sátira fue siempre un elemento muy presente en la tradición gaélica, desde la poesía medieval al espléndido y dieciochesco Tribunal de la medianoche. Flann O’Brien lo sabía y contribuyó al género con esta estupenda novela.
He traducido La boca pobre directamente del irlandés o gaélico, cotejando mi propia versión con la inglesa de Patrick C. Power. Más que de justicia, es obligado que aquí exprese mi agradecimiento a Teresa Merino, que me ayudó a poner en buen español esta novela; sin ella, sin sus sugerencias, La boca pobre sonaría hoy en un lenguaje asilvestrado, lleno de hibernicismos. Como los que inundan la sintaxis gaélica con palabras inglesas que puso en práctica Douglas Hyde en sus Love Songs of Connaught y Lady Gregory en su Cuchulain de Muirtheimne, así como Synge en sus obras teatrales. No he podido mantener la mayoría de juegos de palabras y retruécanos, y desde luego me ha sido imposible mantener las diferencias dialectales (el irlandés planteaba diferencias en las provincias de Munster, Connacht y Ulster, que se manifiestan en el texto, muy especialmente en su capítulo cinco).
Desde que Ó Conaire publicara su ensayo Myles na Gaeilge, los pasajes podados de La boca pobre han salido a la luz (o más bien penumbra) del estudioso especializado. Podría haber añadido a esta traducción esos párrafos, pero he preferido no hacerlo. Al fin y al cabo, más ácidamente cómico es saber, o imaginar, que había pecadillos de infidelidad y partes y funciones del cuerpo que no se podían referir en la pacata Irlanda de los años cuarenta del pasado siglo, cuando era presidente del país An Craoibhín Aoibhinn, seudónimo de Douglas Hyde, el único de los alias ridículos de los gaelicistas ausente de la lista con la que nos hace reír O’Brien.
ANTONIO RIVERO TARAVILLO
Sevilla, enero de 2008
A mi amigo
T. M. Smyllie
dedico este libro.
Si se tira una piedra
no se sabe con antelación
dónde caerá.
Creo que este es el primer libro que se publica sobre Corca Dorcha. Me parece que es pertinente y oportuno. Es de gran conveniencia tanto para la lengua como para aquellos que la aprenden el que haya una crónica de las gentes que habitan esa remota zona de habla gaélica cuando ya ellas no estén, y también que pueda haber en algún sitio una breve referencia sobre el gaélico pulcro y cultivado que utilizaban.
Este escrito es exactamente igual al que recibí de manos del autor, con la salvedad de que una parte considerable ha sido omitida por razones de espacio y debido a que en ella había ideas indecorosas. Sin embargo, hay material disponible, con una extensión diez veces mayor, si el público de este libro lo demanda.
Obviamente, se debe entender que es solo a Corca Dorcha a lo que aquí se alude, no debiéndose suponer que haya referencias generales a las demás áreas de habla gaélica; Corca Dorcha es un lugar muy especial y las personas que allí viven escapan a cualquier comparación.
Es motivo de alegría que el autor, Bonaparte Ó Cúnasa, esté aún hoy con vida, a salvo en la cárcel y libre de las miserias del mundo.
EL EDITOR
Día de la Penuria, 1941
Me entristece afirmar que ni alabanza ni elogio merece el pueblo irlandés —al menos las personas de alcurnia adineradas, o peces gordos (como ellos se consideran)— por haber dejado que una parábola como La boca pobre permanezca agotada durante años, sin que hayan podido verla pequeños ni mayores y, lo que es más, sin posibilidad de que hayan adquirido sabiduría, prudencia y coraje de las andanzas de esas gentes peculiares que viven al oeste en Corca Dorcha, raza de fuertes y flor y nata de los pobres.
Allí viven todavía hoy, pero no aumenta su número, y no progresa sino que se va apagando como enmohecido el dulce idioma gaélico, que está con más frecuencia en sus bocas que un poco de comida. Además, la emigración está dejando vacíos los distritos más apartados: la gente joven pone la vista en Siberia esperando de ella un clima más benigno que los libre del frío y las tempestades que siempre han conocido.
Propongo que este libro esté en cuantas viviendas y casas se aman las tradiciones de nuestra patria en esta hora en la que (como dice Standish Hayes O’Grady) «el día se acerca a su fin y casi ha declinado la pequeña y dulce lengua materna».
EL EDITOR
Día del Juicio, 1964