—Mierda.
Álex abre los párpados con dificultad y pestañea. Sobre ella, las oscuras nubes del cielo se revuelven en una dura lucha. Al borde de su campo de visión, las copas de un par de pinos se sacuden y una única gota de lluvia se estrella contra el cristal de sus gafas, emborronando la visión del conjunto.
Se incorpora y comienza a limpiarse las gafas con una punta de la camiseta. Por su parte, la persona que hasta entonces había estado tumbada a su lado se sumerge en una actividad frenética que consiste en arrugar bolsas de Jumpers y Grefusitos, envolver el chóped mordido, chupar el cuchillo con el que han cortado el queso del pícnic y meterlo en un bolsillo de la mochila. Después salta sobre las piernas de Álex como un gato asustado y se acuclilla para poner a salvo de la lluvia el walkman, del que brota todavía una música espantosa. Evidentemente, la casete es suya, no de Álex.
Álex se pone las gafas y, entre borrones, observa el elástico de unas bragas deportivas que sobresalen bajo el pantalón de chándal azul. Alarga la mano y da un tironcito. Un tironcito cariñoso, pero la dueña de las bragas deportivas y el chándal azul se desequilibra y cae de culo.
—¡JODER, ÁLEX!
—Perdón.
La chica le arroja el walkman. Álex se encoge como si hubiera recibido un gancho en el estómago, en parte para ocultar su sonrisa.
—Sabes que me toca mucho los cojones cuando haces eso —le espeta la chica, una rubia con la oreja derecha llena de pendientes y un amago de pecas sobre su nariz respingona—. ¿Y qué haces ahí parada? ¡Está lloviendo!
—Apenas son cuatro gotas. —Álex busca el botón mágico del walkman que hará que el aparato deje de berrear “Bailando, bailando, amigos, adiós, adiós, el silencio loco”; lo pulsa y, gracias a Dios, la vida deja de tener banda sonora—. Y hace mucho tiempo que no tenemos un rato a solas. Me gustaría terminar de merendar contigo tranquilamente.
La rubia bufa y extiende la mano en actitud pedigüeña para comprobar si llueve o no llueve. Álex la imita, aunque en realidad le da igual: si fuera por ella, podría estar diluviando. Lo único que quiere es que Nick —pues así se llama la rubia— vuelva a reposar la cabeza sobre su hombro, sentir su aliento en el cuello y sus dedos jugueteando con el borde de su camiseta.
—¿Ves? Ya ha parado.
—Mira que odio la lluvia.
—Yo odio el sol, y hemos estado bastante tiempo soportando su presencia. Te digo que ya no llueve. De hecho, mira.
La chica rubia mira hacia donde señala Álex y deja escapar un “¡coño!” de entusiasmo. Un arcoíris se extiende desde la cima de las colinas hacia abajo, casi hasta los tejados de las casas de Nueva Alcalá.
Ambas lo contemplan en silencio. La mente de Álex, incapaz de quedarse quieta, comienza a cavilar. ¿Todo el mundo ve siete colores? ¿Los colores que yo veo son los mismos que los que ve Nick? ¿“Añil” será realmente un color? De pronto siente que la toman de la mano y escucha la voz soñadora de la chica del chándal:
—¿Es verdad eso que dicen de que hay un tesoro al final del arcoíris?
—¿Dónde lo has oído?
—Lo decía mi padre.
Álex la abraza por detrás y la encaja entre sus largas piernas. Nick se enrosca contra ella, se relaja por un momento, se apoya sobre su pecho. Ya no piensa en la lluvia, piensa en el arcoíris.
—Es una leyenda irlandesa, pero tiene escasa base científica. Es como el mito folclórico del leprechaun. Si le atribuimos a un ser mitológico y travieso todas las adversidades que nos suceden, es como si nos sintiéramos menos responsables acerca de nuestras vidas…
—¿Adversidad es bueno o malo?
—Malo.
—Entonces esto no tiene nada que ver, porque es bueno. Yo creo que tiene que estar basado en algo real. Imagina que vas y te encuentras un billetero con un montón de billetes de diez mil. Como pa no hacer una leyenda de eso. —La rubia, Nick, mira el arcoíris con codicia y se rebusca en el bolsillo del chándal para sacar un paquete de Camel y un mechero.
—No acabo de verlo —dice Álex, algo decepcionada por la falta de admiración ante su disertación sobre el origen psicológico del leprechaun—. Oye, ¿tú no ibas a dejar de fumar?
—¿Yo? —Nick se agazapa un poco sobre sí misma para encenderse el cigarrillo. Le guiña un ojo a Álex—. No sé qué dices.
Álex abre la boca para explicárselo, pero en lugar de eso, se ve distraída por el olor que emana el cabello de Nick. Menta. Inhala profundamente. Tabaco. Cierra los ojos. Rosas. Abraza más fuerte a Nick y hunde la nariz en su cabeza, allí donde el aroma es más intenso. Risketos. Está enamorada hasta las trancas de ese olor exclusivo. Esa fragancia inconfundible con un fondo de…
Polvo y neumático chamuscado.
Álex abre los ojos y arruga la nariz. Nick está fumando tan contenta, usando un retrovisor oxidado como cenicero. Seguramente la pieza ha rodado hasta el pinar después de algún accidente en la carretera: no en vano esa zona tiene el récord de muertos en coche de toda la comunidad.
—Algún día tendré tanta pasta que podré comprarte no uno, sino dos tesoros al final del arcoíris.
Álex, que iba a protestar por el olor del retrovisor, siente que la queja muere en su garganta antes de brotar. Nick ha alzado la barbilla y la mira con los labios entreabiertos y algo parecido a cariño. ¿Cariño? Sí, Álex no puede llamarlo de otra manera, y tampoco puede hacer nada más que inclinarse para besar a Nick por esas palabras, aunque sepa que son mentira, aunque sepa que son promesas vacías sin ninguna posibilidad de cumplirse. Nick se arquea contra ella y Álex se hunde en su boca con la avidez de quien saborea algo delicioso y escaso. Llevo mucho tiempo sin hacer esto, piensa de repente.
El maloliente retrovisor se interpone entre ambas. Nick trata de tomar a Álex por la nuca y roza sin querer con su borde afilado el rostro de Álex, que da un respingo e interrumpe el beso. Nick sigue empeñada en continuar por donde estaban, pero Álex le quita el retrovisor de un tirón.
—Ese cacharro es peligroso.
—Pero tengo que tirar la ceniza en algún lao —protesta Nick.
—¿No puedes buscar otro sitio?
—¿Aquí, en el monte? —Nick levanta una ceja—. No sé, ¿quieres pegarle fuego? Además, no sé yo por qué te fijas en algo así en estos momentos, leñe.
—¿Es un reproche?
—Es un comentario.
Los ojos de Nick se desvían hacia el retrovisor, como si estuviera calculando la distancia. Álex frunce el ceño, se pone de pie y se aleja de su alcance.
—Bien, entonces comentaré yo algo también. —Se apoya en el tronco de un pino y blande el retrovisor en dirección a Nick—. Alguna vez podrías dejar el cigarrillo aparte si lo que quieres es besarme.
—¿Yo? —responde Nick como si le hubiera picado un bicho—. Si yo no he hecho ná. Yo estaba aquí recogiendo, tranquila, y has sido tú quien ha venío a comerme la boca.
Algo chisporrotea y se extiende dentro de Álex. No sabe qué es, pero evoluciona muy rápido. La llama sin condiciones que ardía hace unos instantes por Nick y su pelo se está convirtiendo en un incendio forestal.
—Oh, no vamos a volver a empezar, ¿verdad? No vamos a volver a empezar con este tema de nuevo.
—Eh, eh, a mí no me hables así. —Nick se pone en pie para confrontar a Álex—. Si estás nerviosa, te tomas una tila, pero yo no he venío aquí pa aguantarte.
—Lo mismo digo. ¿No puedes simplemente decir “bésame, Álex”? ¿Tienes siempre que hacer que me sienta imbécil y culpable por desearte?
—Eso es asunto tuyo. Trae pacá el cacharro ese. —Nick se abalanza para arrebatarle el retrovisor, pero Álex hace una finta—. Álex, dame eso ahora mismo. O…
—¿O qué? —dice Álex con falsa inocencia.
—O nada bueno —murmura Nick.
Álex alza el retrovisor a una altura que sabe que está a prueba de Nick. La rubia es bastante más baja que ella, así que no tiene posibilidad ninguna de alcanzarlo a menos que la agarre del brazo.
—¿Quieres que vuelva a besarte? —dice. Entre ambas se instaura una pausa que se hace larga—. Apaga ese maldito cigarrillo y lo haré.
Nick la mira con odio; la mandíbula le tiembla. Luego se lleva el cigarrillo a los labios y aspira clavando los ojos en Álex. Esta suelta un bufido y da unos pasos hacia atrás. Apenas puede creerse lo mucho que ha cambiado su estado de ánimo. Hace breves minutos habría dado lo que fuera por quitarle la camiseta a Nick; ahora lo que quiere es más bien estrangularla con esa misma camiseta y enterrar su cadáver en algún bosque muy lejano.
—Bien —dice Álex—. Si tanto prefieres este cacharro a mí, ve a buscarlo.
Álex toma impulso y lanza el retrovisor lejos, hacia la carretera, donde rebota varias veces con un sonido metálico. Sacudiéndose la ceniza de las manos, se vuelve hacia Nick, que la contempla con la cara roja de rabia.
—Tú… tú, a ti te falta un tornillo o algo.
Álex asiente y se lleva un dedo a la boca, porque el estúpido cacharro estaba realmente afilado y se ha cortado al tirarlo. Nick está a punto de llorar.
—Todo porque eres una histérica y buscas cualquier excusa sobre lo que digo, lo que no digo y lo que hago pa apartarte de mí…
Mientras Nick habla, un coche toma la curva a toda velocidad. Álex escucha un bramido de voces indistinguible sobre una música a todo volumen; no tiene muy claro si el objetivo de los gritos son ellas o el embriagador coqueteo con la muerte. Nick desvía la vista en dirección a la carretera y abre mucho los ojos; Álex oye un chirriar de frenos y un golpe de carrocería. Con un respingo, se da la vuelta y ambas abren la boca de par en par.
—Arrea —susurra Nick.
Dan unos pasos hacia atrás, contemplando la escena sin saber qué hacer. El humeante retrovisor regresa rodando hasta ellas. Se detiene delante de Nick, quien se apresura a darle una patada para alejarlo.
Algo frío y mojado se estrella contra la nariz de Álex, que desvía la vista del capó en llamas del coche y mira al cielo. Las oscuras nubes de tormenta han regresado en todo su esplendor. No puede ser. ¿Cómo se ha puesto así en apenas unos minutos?
De pronto siente que la agarran del brazo y se asusta.
—Álex, vámonos —dice Nick muy nerviosa.
—Pero el coche…
—¡Vámonos!
Como si la lluvia pudiera escucharla, se abren los grifos del cielo y el agua comienza a caer a chorros. Nick tira de Álex hasta donde están las mochilas, se agacha a recogerlas y, por error, golpea el walkman con el pie. Por el altavoz suena la canción de Rocky Horror Picture Show:
Álex contempla la escena con una mezcla de horror y fascinación. La figura de Nick se estira, se vuelve borrosa tras las gotas de lluvia que ruedan sobre los cristales de sus gafas. Se da la vuelta. Para su sorpresa, el coche humeante se deshace igualmente entre los acordes del Time Warp. Los ocupantes del vehículo se colocan uno tras otro en la carretera y forman una línea perfectamente ordenada, listos para hacer el baile de rigor sobre la lluvia.
—Nick —dice Álex, que por fin comienza a comprender lo que sucede—. ¿Dónde estás, Nick?
Pero la figura de la muchacha rubia ha desaparecido. Álex se agacha, pero solo encuentra el plástico duro y empapado del walkman. Mira atrás. En la carretera sobre la colina, sorteando las pequeñas piezas de coche caídas sobre el asfalto, los accidentados saltan a la izquierda, dan un paso hacia la derecha y se ponen las manos en las caderas con las rodillas hacia dentro, al ritmo de la música.
Sin poder soportarlo más, Álex aprieta el botón de stop.
Todo flotó en una penumbra entre lo onírico y lo real hasta que Álex abrió los ojos. Las formas de su cuarto la rodeaban. Libros, su ordenador Pentium 486, los cojines negros amontonados al lado de la cama. Colgado encima de su escritorio, uno de los relojes de su madre emitía un continuo tictac; los dos querubines que hacían las veces de manecillas marcaban las siete.
Álex se puso la almohada sobre la cabeza y gimió.
—OH, MAKE ME OVER, I’M ALL I WANNA BE.
Álex apartó el secador de su largo flequillo. Después de un contacto intenso de tres minutos de reloj, justo lo que recomendaban en la revista Vale para un alisado perfecto, el cabello había comenzado a chisporrotear. Lo sacudió con una mano intentando no quemarse y lo sumergió en el tarro de la gomina. Cuando lo sacó, el dormitorio entero olía a churrasco de pelo.
La voz ronca de Courtney Love seguía sonando por la minicadena:
Álex se escurrió el flequillo y limpió el exceso de gomina con la toalla. Mientras tarareaba la canción, peinó sus cabellos ardientes, se puso las gafas y se miró al espejo.
Lo que vio la complació. Su nuevo corte de pelo, corto por detrás y largo por delante, le caía como ala de cuervo sobre media cara. Y gracias a los esfuerzos combinados del secador de 2000 vatios y la gomina, su pelo estaba por una vez prácticamente liso, si bien la aspereza del tratamiento le había dejado cierto aire gomoso. Calculo que los resultados durarán todo el día, un poco menos si hay humedad, se dijo.
La chica que le devolvía la mirada seguía siendo demasiado alta, demasiado miope y demasiado desgarbada, pero no tenía nada que ver con su aspecto de hacía unos meses. Sus nuevas gafas, con patilla blanca y montura al aire, destacaban el azul profundo de sus ojos. Llevaba botines marrones, unos pantalones morados de corte skinny y una blusa de color gris perla con ribetes. A regañadientes, Álex admitió que era una persona con la que ella misma trabaría conversación mucho más fácilmente que con la muchacha greñuda y con camisetas de Nirvana a la que estaba acostumbrada a ver en el espejo. No solo eso. Pasaba la prueba del algodón: tenía un aspecto lo suficientemente atractivo para que, en el caso de que se inventara una máquina del tiempo, ponderase seriamente la idea de follarse a sí misma. (Siempre que aquello no comportara las horribles consecuencias de Regreso al futuro II, por supuesto. No es que en Regreso al futuro llevaran la idea tan lejos. Aunque, si le preguntaban a Álex, veía muy raro que a ni a Marty ni a Doc se les hubiera ocurrido.)
Álex trató de ensayar una sonrisa, pero esta se le congeló. La pesadilla de aquella noche llevaba todo el viernes atenazándole el corazón. Hacía tiempo que ya no tenía ese tipo de sueños, pero estaba visto que seguían allí, dispuestos a atacar cuando más desprevenida estaba.
Hinchó el pecho, se puso las manos en la cintura y se dirigió a su reflejo con el tono de voz que empleaba su psicólogo:
—Álex, no puedes dejar que el miedo te paralice. Esos sueños no son más que miedos; no tienen nada que ver con la vida real. —La Álex del espejo le dirigió una mirada torturada por debajo del pelo y logró parecer vulnerable y a punto del suicidio, lo que en el caso de Álex equivalía a mostrarte sociable—. Mucho mejor. Ahora toma tus cosas y vete.
Apagó la minicadena, que seguía sonando con el disco de Hole, se puso su nuevo abrigo de paño gris y buscó en su armario un bolso que fuese bien con el conjunto. Solo encontró su vieja bandolera negra con una chapa de Darth Vader que había comprado hacía tiempo. Dejó la chapa sobre el escritorio, se colgó la bandolera y salió de la habitación.
—¡Alejandra!
Álex tragó saliva y giró sobre sus talones. Su madre salía en ese momento del baño, con la rubia cabeza llena de rulos rosas. Miró de arriba abajo a su hija y esbozó una sonrisa de aprobación. “Aprobación” como con un aprobado raspado, pero sigue siendo más que antes.
—Qué guapa vas, cariño. ¿Esos son los zapatos de la tita Julia?
—No, mamá. Esos eran de charol, y dejé de ponérmelos cuando tenía doce años.
—Pues se parecen. —La madre alargó la mano y trató de apartar el flequillo de Álex de su rostro; esta saltó como si le hubiera picado una avispa.
—¡MAMÁ, NO! ¡Ni se te ocurra tocarme el pelo!
—¡Es que te tapa un ojo, cariño! ¿Cómo vas a ver así?
—¿Qué hay que ver? —Álex comprobó que la raya siguiera en su sitio—. Cielo santo, hace meses me mirabas como si fuese una mezcla imposible entre un hombre de las cavernas y una estrella del rock de los años ochenta, ¡y ahora pretendes que vuelva a mis fueros! Así es como se lleva ahora, ¿de acuerdo? ¿Puedes aceptar que yo sé más que tú en este sentido?
Ofendida, la madre puso los brazos en jarras.
—Una cosa es un peinado a la moda, y otra, arriesgarte a quedarte bizca o tuerta por culpa de los vaivenes del canon estético… —Con un rapidísimo movimiento, trató de alcanzar de nuevo el flequillo de Álex, pero esta se lo impidió—. Haz lo que quieras, pero yo diría que debe de haber un equilibrio. Dios te dio un pelo rebelde; pero como toda tú, Alejandra.
Mascullando “a ver si algún día Dios me dice qué he hecho yo para merecer esto”, en voz baja para que su madre no lo oyera, Álex descolgó las llaves del gancho del pasillo y se dirigió a la puerta.
—Me voy.
—¿Vendrás pronto?
—No vendré tarde.
La madre de Álex titubeó. Álex sabía lo que deseaba hacer. Podía resumirse en un solo verbo insidioso: PREGUNTAR. Suplicar por saber aquello de lo que ambas sabían de sobra que no debían volver a hablar, ¿y todo para qué? Fútil. Absurdo. ¿De qué le había servido a Álex confiar en su madre? Ahora tenía un psicólogo al que le daba la murga y seguía sin poder hablarle a su madre de su vida sentimental. Pero recordó las palabras del señor Farigola y se apaciguó: La adolescencia es una negociación constante. Debes tener paciencia con tu madre si quieres que ella la tenga contigo.
Entonces su madre disparó:
—¿Y con quién…?
—Con Jorge, Cheli y Migue, al cine.
Álex respondió antes de que su madre pudiese terminar de hablar. No se sintió especialmente orgullosa, pero esta recuperó la sonrisa. Una mentira es objetivamente repugnante¸ pensó Álex. O al menos, eso es lo que me han enseñado. Pero cuando una mentira era lo único que calmaba las ansias maternas de PREGUNTAR, ¿era moral esgrimirla?
—Yo he quedado con Fina para probar la nueva cafetería que está cerca de El Val. Si quieres, cuando terminemos, podría ir a…
—¡Adiós!
—Adiós, hija. —La madre suspiró—. No vuelvas tarde.
Álex tomó el cinco, el autobús que bajaba por la Vía Complutense en dirección al centro de la ciudad. Se acomodó en un asiento y dejó que su piel pálida se tostara bajo el sol refractado por un cristal surcado de miles de inscripciones: BEA x JAVI. KATY Y MÓNICA, FRIENDS FOREVER. AÚPA PEÑA DE EL VAL. El bus dejó atrás el Simago, la gasolinera y la muralla y llegó a la linde del parque O’Donnell, el llamado Parque de los Patos, que mantenía el sobrenombre pese a que hacía ya años que no se veía un solo ejemplar en él.
Descendió y caminó hacia la fuente del centro del parque. Vio que ella ya estaba allí, sentada en uno de los bancos, y se concedió un momento para contemplar la belleza de su perfil contra los árboles. El marrón de su abrigo y el verde del pañuelo que llevaba al cuello la hacían parecer parte de la naturaleza.
Mi chica.
Era su chica, como ella misma había dicho.
—Quiero ser tu chica —le había dicho, apretándole la mano entre las suyas tan fuerte que Álex estuvo a punto de soltar un ay.
—¿Lo dices en serio? —respondió Álex, halagada y eufórica después de una sesión de besos hambrientos que le había devorado la razón.
—Totalmente. Tu chica… ¡Como en las películas!
En ese instante, su chica la vio y le sonrió. El corazón de Álex se aceleró. ¡Tenía una sonrisa tan fácil! Era increíble la facilidad con la que lo entregaba todo, con la que se entregaba ella misma. Le entraron unas ganas irreprimibles de besarla.
Atajó por entre los matorrales…
Bam.
Por unos instantes no vio nada. Después se dio cuenta de que se estaba mareando y que un dolor punzante le irradiaba desde la frente. Cayó de rodillas al suelo, agarrándose la cabeza.
—¡Álex! ¿Estás bien? —La chica corrió a su lado y se agachó.
—¡Ah! ¡Ay, ay! ¿Estoy sangrando? ¡Dios! ¡Llama al cero sesenta y uno! —Álex se miró la mano, pero no había rastro de sangre en ella.
—¿Pero no has visto la farola?
—¿No es obvia la respuesta? —Álex se frotó el incipiente chichón—. Este sería el momento perfecto para soltar una buena retahíla de palabrotas, pero ni siquiera soy capaz de eso. ¡Maldita sea! ¿Sabes cuántas neuronas se te mueren con cada golpe craneal?
—Pos no…
—Yo tampoco, pero seguro que son muchas. Por cierto, hola. —Se colocó el flequillo en su sitio.
—¡Pobrecita mía! —Su chica la besó en la mejilla y la tomó de la mano—. Vamos a dar una vuelta, que te dé el aire.
Con la frente aún dolorida, Álex la acompañó a dar un paseo por el centro. Caminaban muy juntas, pero sin tocarse. Compraron un par de bollos de azúcar en el Dulcinea de la calle Mayor y fueron a comérselos a la plaza de las Bernardas.
Álex engulló el último trozo, se limpió con la servilleta y buscó en su bandolera un paquete de Lucky Strike. A su lado, su chica seguía devorando el pastel. Su chica. Se preguntó si podría cogerla de la mano en aquel sitio. Su chica aún no le había detallado nada en ese sentido.
—¿Ya estás pensando? —La voz de su chica la sacó de sus pensamientos—. Cuando piensas, medio cierras un ojo. El izquierdo.
—¿Sí? —Álex encendió el cigarrillo con una cerilla y le dio una calada—. No lo sé. Pensaba en tus manos.
Ella se sorprendió.
—¿En serio? ¡Ay, Álex! Eres tan romántica.
—Y tú tienes la cara llena de azúcar.
Su chica se limpió con el dorso de la mano, pero continuaba mostrando una enorme sonrisa.
—¿Puedo tomarte de la mano? —preguntó Álex.
—Me encantaría —dijo ella—, pero…
—¿Pero?
—Es que por aquí pasan a veces mis parientes, y…
—Entiendo —dijo Álex, tratando de no mostrar su decepción.
—Pero no es por ti —aclaró su chica—. ¡Si yo de lo que tengo miedo es de no contenerme! —Se arrimó y posó discretamente la mano sobre el muslo de Álex—. Porque vamos, estoy por ti que, como me agarres la mano, yo te agarraba y te besaba por arriba, por abajo y en lo más negro y peludo, así te lo digo…
Álex sintió que se le subían los colores. Fumó, pero no pudo evitar sentirse como una especie de locomotora acalorada a punto de descarrilar. Al otro extremo de la plaza habían irrumpido tres chicos de la tuna de Alcalá, quienes, vestidos con sus indescriptibles trajes negros, habían acorralado a varias chicas sobre otro banco y les cantaban muy alto Clavelitos.
—¿Me he pasao? —preguntó entonces la otra chica.
—No. Solo ha sido un poco demasiado… gráfico.
—Llevas razón, pero ¿sabes? Es que yo soy así siempre. Lo dice mi familia: la Carmen va ahí toa loca, lo dice tó ahí tal como le sale y eso no puede ser. Pero es que soy supersentimental. Cuando me enamoro, como que me dan calambres, me se derrite tó por dentro y me olvido de tó.
—Creo que conozco la sensación.
Carmen la miró con curiosidad.
—¿A ti también te pasa?
Los tunos seguían cantando. Álex tenía curiosidad por ver qué se rompía antes, si una cuerda de la castigada bandurria o las narices de uno de los chicos. Se dio cuenta de que la ceniza del cigarrillo estaba a punto de caerse y, con un experto movimiento de muñeca, logró tirarla al suelo antes de que cayera sobre sus flamantes pantalones.
—En cierto modo. Más que un calambre, es una especie de descarga eléctrica por todo el cuerpo, pero como con un generador de energía térmica. Sin fusibles ni resistencias de ningún tipo; una batería de plutonio en bruto.
—¿Qué es eso? Suena inteligente.
—¿El plutonio? —preguntó Álex.
—No, tú. —Carmen sonrió—. Tú eres muy inteligente. Hablas de muchas cosas y piensas mucho. A veces hasta me asustas un poco.
—Eso no es ninguna ventaja. Intentar comprender determinados aspectos de la vida es un camino fútil; nunca logramos encontrarles un sentido inequívoco y, psicológicamente, reflexionar en vacío tiene algo de insano…
—¿Fútil? ¿Insano?
—Perdón: que dar vueltas a las cosas en la cabeza es un poco tonto.
—¡Ah! Pero a veces no se puede evitar, ¿no? Además, a mí me gusta. Que lo hagas tú, quiero decir.
—¿De verdad?
—Claro.
La cuerda de la bandurria sufrió la anunciada rotura y los chicos dejaron uno por uno de entonar la canción. El humor de Álex mejoró considerablemente. Se levantó, apagó el cigarrillo sobre el banco y echó a caminar.
—Me pregunto qué sería de mí si no me sacases de vez en cuando de mis intrincados caminos mentales con tus palabras —dijo—. Para mí eres como la fuerza de la gravedad. La brutal simpleza de tus conceptos es suficiente para hacerme brotar de los infiernos como un manantial, como Alicia cuando por fin escapa del laberin…
Álex se interrumpió. Su chica se había quedado atrás; permanecía de pie en mitad de la plaza, con los ojos bañados en lágrimas y el rostro hundido en el pañuelo de su cuello. Ya he metido la pata, pensó, abrumada, mientras volvía a toda prisa y buscaba un kleenex en su bandolera. Es tan delicada que basta cualquier cosa para hacerla llorar. Luego, sin embargo, es capaz de soportar las collejas de su familia sin protestar. ¿Con qué clase de gente me relaciono?
—¡Álex!
—¡Carmen!
—¡Álex, es lo m-m-más bonito que me han dicho!
—¿Sí? —Álex se quedó de una pieza.
—Te lo juro. —Carmen se frotó los ojos con la manga de su abrigo marrón, demasiado grande para ella—. No sé qué me pasa contigo. Me dices esas cosas tan tiernas y tan complicadas, pero que suenan tan bien, y me siento siempre como viviendo en un sueño.
—Espero que uno bueno. —Álex, sin saber qué hacer, arrugó el kleenex.
—Uno ideal. —Carmen la tomó por los hombros—. Esto que tengo contigo es especial, ¿sabes? Sé que no llevamos mucho, pero yo he estado con otras chicas antes y… y no era igual, de verdad. Te quiero tanto, Álex. ¡Júrame por tus muertos que vas a estar siempre conmigo!
—¿“Siempre”? —balbuceó Álex—. Ningún ser humano debería jurar para siempre. No somos eternos.
—Pero yo quiero que sea para siempre —protestó Carmen.
—El mero y fugaz deseo no hace que las cosas devengan más reales.
—¡A la Nick se lo dijistes! Tú fuistes y la dijistes esto mismo. Yo lo oí.
—Oh. —Álex se pasó las manos por el pelo—. Dije, hice, sentí tantas tonterías entonces que no puedo ni empezar a recordarlas. —Fue consciente de que estaba estropeándose el flequillo y retiró la mano—. Aquello fue lo más estúpido y doloroso por lo que he pasado jamás. No me pidas que lo repita.
—Yo quiero ser como la Nick para ti —se obstinó Carmen—. Yo también quiero ver cómo te vuelves loca por mí y me dices cosas bonitas y sufres por mí.
—Unsinn! —protestó Álex—. Carmen, tengo dieciocho años. Soy una persona adulta. Ahora que estamos libres de la imagen, cuerpo y presencia de Ni… de Verónica —decir Nick dolía demasiado; en cambio, decir Verónica era como hablar de alguien desconocido—, me gustaría que aprovechásemos para emprender una relación madura y saludable, tú y yo. —Vaciló—. O si no puede ser, más adelante con otras personas.
—No entiendo. ¿Quieres salir con otra?
—¡No! No quería decir eso. Quiero decir que estamos intentando algo, ¿no? Y es magnífico e ideal y todo eso. Pero si no fuera bien, no sé, si hubiera demasiada presión por alguna de las partes o algo parecido… Espera, no me explico. ¡Claro que quiero que las cosas vayan bien! Contigo. ¡Por qué no!
—No entiendo. —Carmen dio una patada a una lata de refrescos que había en el suelo—. ¡Pero esto ya no me gusta!
—No pretendía ofenderte —aseguró Álex—. Créeme, por favor.
—Yo voy siempre detrás de ti y tú me rehúyes —refunfuñó Carmen.
—Eso no es cierto. ¿No he querido hoy tomarte de la mano?
—Manitas, bah. —Los ojos negros de Carmen brillaron con algo parecido a intencionalidad—. A mí lo que me habría gustado es…
—¿Qué es? —Álex le puso la mano en el hombro.
Carmen no respondió, pero Álex estaba curtida en respuestas mudas. Escudriñó la mirada de su chica y creyó encontrar la respuesta. ¿Por qué tengo que ser siempre yo la que haga estas cosas? Pero no quería decepcionarla. Y, para ser sinceros, tampoco quería desaprovechar la oportunidad.
Echó un rápido vistazo a los tunos, sentados ahora junto a las chicas, al señor mayor junto al convento y a las dos monjas que cruzaban la plaza. Luego tomó aire, se inclinó y la besó suavemente en los labios.
Al instante, su chica apretó la cara contra la suya y empujó la lengua dentro de su boca. Álex se defendió del envite como pudo, pero Carmen la sujetó con una especie de ruido cthulhuniano y conquistó la parte posterior de su paladar. No había mentido, realmente le tenía muchas ganas. Mi chica es capaz de dejarme literalmente sin respiración, pensó entre el orgullo y el horror.
Mientras decidía si tragar o morder, la lengua se retrajo y los labios se despegaron de los suyos. Álex notó una desconcertante sensación de pérdida.
—¡Oh, Dios, mi tío! —Carmen se medio escondió detrás de Álex.
—¿Uno de tus… parientes?
—Como me haya visto dándome el palo con una tía, me mata —siseó Carmen—. ¡Mierda! Sí que me ha visto. Pero espera, va borracho, lo mismo ni se ha enterao. ¡Rápido! Haz que te pasa algo malo.
—Pero… ¿como qué?
—¡Como que te mueres o algo!
Álex tardó unos segundos en reaccionar.
—¡Oh, qué mal me encuentro! —dijo, y se tambaleó—. Creo que me voy a desmayar. Me fallan las piernas.
—Yo te ayudaré —respondió Carmen a grito pelado, y sostuvo a Álex como pudo—. Túmbate. Respira. ¡No te mueras!
Álex se dejó acostar sobre la acera. ¡Mi flequillo!, pensó con aprensión, y se lo peinó rápidamente con los dedos, sintiendo el chichón debajo. Carmen le colocaba los brazos, le tomaba el pulso, gemía de preocupación. Álex se sentía como en aquella representación teatral de El hombre de La Mancha, escenificando su propia muerte. Y digo yo… ¿no será todo una excusa para meterme mano en público?
—¿Y a esta qué la pasa? —escuchó una rasposa voz masculina.
—¡Ay, tito, no lo sé!
—¿Es amiga tuya?
—¡Ay, tito! Sí, pero solo amiga, te lo juro.
—Habrá que hacerla el boca a boca, ¿no?
Álex notó que alguien más se arrodillaba a su lado y algo muy desagradable le subió por el pecho en forma de alerta roja. Notó un horrible aliento a Ducados y, al instante, unos labios gruesos como morcillas tantearon los suyos y una barba incipiente le raspó la barbilla. Se sacudió con horror, pero, por suerte, Carmen ya tiraba de su tío hacia atrás. El hombre era grande y peludo, llevaba cazadora negra y, por lo que podía ver desde debajo del flequillo, tenía una cicatriz que iba de la sien a la barbilla.
—¡Tito, no! ¡Ya me ocupo yo! —chillaba Carmen.
—¡Qué te ocupas ni te ocupas! Tú no sabes ná, ¡so asquerosa! Yo de joven he sío salvaguarda en piscinas —argumentó el tío de Carmen. Miró a Álex y se pasó la lengua por los labios—. ¡Míala! Si ha abrío los ojos y tó. No hay más que hacerlo otra vez y…
—No hace falta. Ya me encuentro estupendamente —dijo Álex. Reptó sobre su espalda y se puso en pie como pudo—. ¡Gracias por todo, pero tengo que atender un asunto urgente! ¡Adiós! —Se agarró la bandolera y salió corriendo como alma que lleva el diablo, atravesando la plaza de las Bernardas en un abrir y cerrar de ojos y dejando atrás a los tunos perplejos.
Cuando paró en una esquina cercana a La Zona para recuperar el aliento, Carmen le dio alcance. Álex dio un respingo cuando se le colgó del brazo.
—Había olvidado lo rápida que eres —jadeó.
—Son muchos años escapándome de mis hermanos —resolló Carmen—. Gracias, gracias, ¡de verdad! Ahora sé cuánto me quieres.
Álex miró a su chica y trató de normalizar su respiración sin conseguirlo. Yo la quiero. Ella me quiere. Y aun así, esto podría volverse un campo de minas en cualquier momento. ¿Dónde me he metido de nuevo?
La música, los gritos y las carcajadas salían a chorros por la ventana de aquel quinto piso orientado al río. El salón estaba lleno de adolescentes tirados en cualquier parte fumando o bebiendo: sobre los sillones verdes, con el trasero encima de la mesita o directamente sobre las baldosas del suelo. Un grupo bailaba cerca del pasillo que llevaba a la cocina.
Nick estaba sentada al revés en el sillón del rincón, con los muslos desnudos sobre el respaldo y la melena rubia cayéndole hacia abajo desde el asiento. Llevaba un vestido negro que le cubría poco —y mucho menos en esa postura—, sostenía un vaso medio vacío y tenía una expresión de profundo aburrimiento.
No era que no le importara lo que sucedía en su casa, sino que la tajada que llevaba encima era demasiado gorda. De fondo, se preguntaba cómo iba a limpiar el salón antes de que su madre volviera a casa al día siguiente, pero teniendo en cuenta que todo se había convertido en un tiovivo loco de formas y colores, era la última de sus preocupaciones. Se llevó el vaso a los labios y consiguió beber un poco de mojito antes de que el resto se le derramase por la cara. Todo por culpa de Nuria, se recordó Nick mientras la buscaba con la mirada.
Nuria Armentera era el centro del grupo que bailaba. A falta de algo más cañero, sonaba a todo volumen la canción de Barbie Girl:
A Nick le parecía que lo poco que podía entender de la letra tenía todo el sentido del mundo. La divina Nuria, con mallas rosas y pendientes plateados, rodeada por su grupo de admiradores. Estaba ese amigo suyo un poco mayor, el Javi, que solía llevarlas en coche…, el Róber, que si no babeaba más por ella era porque estaba seco de matarse a pajas…, el Moro, siempre adorando sus pasos… y el Buba, que había sido su novio hasta hacía poco, pero no quería nada serio, o quizás era ella la que no quería, Nick no terminaba de enterarse bien…
Nick se dio cuenta de que el Buba la miraba; debía de llevar un rato haciéndolo. Él levantó la botella que llevaba en su dirección y Nick alzó su vaso. Y cuando el Buba se acercó tambaleándose hacia ella, Nick recordó que hacía mucho que no atendía ciertas necesidades y que estaba cansada de vagar por las fiestas como un fantasma; y que el chico estaba de buen ver, aunque no creía que tuviera una gran conversación porque los dos estaban demasiado borrachos y se conocían demasiado poco y en realidad se interesaban demasiado poco salvo para pasar lo antes posible a la parte divertida. Pero aquel era un guion que se conocía. Así que decidió dejarse llevar, porque, qué coño, a todo el mundo le gusta a veces saber el final de algo de antemano.
—Una fiesta-botellón, ya veo —murmuró Nick con desgana.
—Será divertido —insistió la persona al otro lado del teléfono—. Tienes que sacarte de encima ese muermo de algún modo, tía. No vas a estar así toda la vida. Lo pasado, pasado está.
Nick dio una calada a su cigarrillo y volvió la cabeza hacia la puerta de la habitación. Estaba tumbada sobre el colchón de su cuarto, con el nuevo teléfono inalámbrico en la oreja, mientras su madre se arreglaba en el dormitorio principal. Haberse mudado al cuarto pequeño le venía bien para tener más intimidad, pero, a decir verdad, la mitad de las veces se le olvidaba que podía tenerla.
—¿Por qué no vamos a Radical y ya está? —preguntó mientras estiraba un pie para cerrar con él la puerta.
—Eso está descartado. Siguen con las redadas. —La voz cantarina de Nuria Armentera sonó algo cansada—. Mi padre me tiene frita. Cada vez que salgo, se piensa que van a drogarme y violarme fijo.
Puto padre de Nuria, pensó Nick con algo de respeto y bastante más de desagrado al recordar su pistola sobaquera y su cara de luna llena. Parecía mentira que de un tío tan asqueroso hubiera nacido una chica tan guapa. O no. Nuria sería mona, y sin duda había hecho sus méritos para volver a ser su amiga, pero no se podía decir que fuese del todo inocente.
—Bueno…
—¿Bueno qué? —se quejó Nuria—. Lo primero no te digo que no haya pasado, pero lo segundo no. Y no voy a quedarme en casa solo porque fuera haya peligro.
—Eh, yo no he dicho ná. Tú verás lo que haces.
—Por eso. Y estando en una casa os tengo a los amigos para protegerme, ¿no?
Salvo que alguno o varios de tus amigos tengan planeado hacer eso en algún momento, pensó Nick, pero no lo dijo. Fumó pensando en los chicos que habitualmente rodeaban a Nuria. No le inspiraban confianza, pero qué podía decir. Ella, que se había enrollado con cada elemento que casi ni recordaba.
—Si hay que protegerte, yo te protejo —dijo—. Pero no me pidas marcha. Desde el otoño, ná funciona bien aquí dentro.
—Si no lo intentas… —lo dejó en el aire Nuria Armentera.
—Lo intento, pero he perdío feeling. Me siento gilipollas. Lo mismo hasta me ha vuelto a crecer la virginidad o algo parecido.
—Eso me gustaría verlo. —Nuria soltó una risita y, a su pesar, Nick también sonrió.
—No digas chorradas, no te gustaría.
—En cualquier caso —cortó Nuria—, tienes que hacer un esfuerzo. Solo tienes diecisiete años, tía. Mira, ¿te acuerdas del Buba? Va a venir, y está deseando intimar contigo.
—¿Pero no estabas saliendo con él?
—Qué va, tía. Lo dejamos hace ya dos semanas. Y le he hablado muy bien de ti. La ex del Richi, el Rayas. —Nuria volvió a soltar una risita—. Creo que la idea le da mucho morbo.
Nick soltó un resoplido.
—Pos va listo si se piensa que tengo material. Estoy pelada.
—No es por el material, es por ti —dijo Nuria ofendida—. Aunque…
—¿Qué?
—Al Richi no le ves ya, ¿verdad? Quiero decir, ni siquiera de pasada o algo.
Nick se contuvo. Sé por dónde vas, pensó. No sé si quieres verlo a él o si quieres sacar algo de él, pero por mi parte no esperes ayuda. Ya se desvive el resto del mundo por darte lo que tú quieres.
—Podría llamarlo si quisiera, pero no me apetece.
Nuria suspiró, bien porque habría esperado otra respuesta o porque la actitud de Nick la exasperaba un poco.
—Anda, prométeme que vas a intentar pasártelo bien esta noche. Solo hoy. Hazlo por mí.
Cuando se pone así, no puedo negarle nada, pensó Nick. Le molestaba mucho, muchísimo, horrores, ser tan vulnerable a los cambios de voz de Nuria. Era un deje que no se había podido quitar todavía. Y el Buba ese era mono, pero…
—Tengo cero ganas, pero bueno.
—Esa es mi chica.
Nick apagó el cigarrillo y se incorporó en la cama.
—¿Qué le digo a esta? —Hizo un gesto involuntario con la cabeza hacia la puerta.
—A ver, ¿dónde se va ella?
—Tiene una cita. Con el soldao este nuevo de la base. —A Nick le sonó viejo nada más decirlo.
—¿El medio mexicano?
—Medio dominicano y un cuarto haitiano —le recordó Nick—. Pero no creo que venga a dormir. La cena es en un hotel, con eso te lo digo todo.
—Entonces fantástico.
—Sí, fantástico, pero llevan unas semanas que me tienen hasta los cojones. No es que sea la primera vez que la veo encoñada, pero…
Nick se calló porque, en ese momento, su madre entró sin llamar en la habitación, vestida con el albornoz verde. Abrió el armario, comenzó a sacar ropa y a tirarla sobre la cama a manos llenas.
—¿Qué cojones haces? —le gritó Nick.
—¿Yo? —dijo Nuria Armentera al teléfono.
—Buscar mi vestido de fiesta —respondió la mujer—. No vaya a ser que, por alguna casualidad, se haya lavado y haya acabado en tu armario. Por alguna extraña casualidad.
—Te dejo, nos vemos luego —dijo Nick, y arrojó el inalámbrico sobre la cama—. ¿Tú me ves a mí ponerme muchos vestidos largos?
—Tú te pones lo que haga falta. ¿Y quién te ha dicho que es largo?
—Fuera de mi cuarto. YA MISMO, mama.
Nick abrió la puerta de nuevo y se apoyó en el dintel. Su madre dejó escapar un silbidito, cogió una minifalda negra y se la puso por encima del albornoz.
—Esto tampoco está nada mal. ¿Por cuánto la has comprao?
—Mama.
—Y esta camiseta es bien maja.
—Mama.
—¡Oh, mira! —La madre se puso el resto de cosas sobre el brazo y tiró hasta sacar un pantalón blanco con bordados de lentejuelas—. Hasta esto es bonito, depende de quién lo lleve, claro. A mí me sentaría de vicio. Además, seguramente no lo cargaría tanto a la altura de las caderas, que mira que está dao de sí el pobre.
—Coge lo que quieras, pero lárgate —siseó Nick.
—Voy. —La madre recogió su montón de prendas y miró con desdén a Nick—. Desde que ya no duermes conmigo, estás de un soso que no hay quien te aguante.
Nick se encogió de hombros.
—Y tú te entusiasmas con ná.
—No digas eso. El Juanito se ha portao hasta ahora como un caballero. —Los ojos oscuros de la madre de Nick se abrieron y Nick distinguió en ellos la sombra de una conocida ensoñación—. Tengo una intuición con este chico que no había tenío en los últimos años, mira.
—¿En serio?
—Totalmente. Cuando me habla, siempre me mira como si me devorase, con esas pestañas largas al estilo Gary Cooper que tiene…
—¿Te mira a los ojos? —dijo malignamente Nick.
—Bueno, o al escote, qué más dará.
—Estará pensando en biberones. ¿Cuántos años tenía, quince?
La madre de Nick frunció el ceño.
—Envidia que tienes porque el mozo está de toma pan y moja. Tú también deberías echarte un novio o algo así, porque está visto que algo te falta.
—Más que un novio, lo que necesito es un sueldo, porque con lo que me das, ya me podría haber muerto.
—Una pena, con la de méritos que has hecho.
Su madre salió del cuarto. Nick apretó los dientes y dio un portazo tan fuerte que el inalámbrico dio un brinco sobre el edredón.
—¿Quieres otro mojito?
El Buba miró a Nick a cualquier sitio salvo a los ojos. Nick trató de reposicionarse de forma que pudiese hablar con él sin verlo todo el rato cabeza abajo, pero su cuerpo no le respondía y fue complicado.
—Epa.
—¿Te ayudo? ¿Vas bien?
—Claro. —Claro que no, pero dejó que el chico la ayudara a levantarse, no sin ciertos problemas para mantener el equilibrio. Se estiró el vestido—. Ven, tráete el tequila. Vamos a la cocina a hacer otra tanda.
Lo tomó de la mano y, así, caminaron en dirección a la cocina de Nick. Allí encontraron que otro grupo estaba intentando hacer más mojitos por el método directo de golpear las bolsas del hielo contra el fregadero.
—Quitar —dijo Nick—. Esto se hace así.
Abrió un cajón y sacó el cuchillo grande. Las cosas grandes y afiladas le daban un poco de miedo; la larga cicatriz de la palma de su mano derecha daba una idea de lo que podía hacer un simple cristal. Sin embargo, cuando estaba borracha le seguían atrayendo como la luz a una polilla, así que lanzó una estocada al hielo y, a pesar de tropezarse, consiguió que reventara en varios trozos más pequeños. Se sacudió los que le habían rodado por encima.
—Ya hay cubitos.
—Qué miedo das —bromeó el Buba.
—¿Sí? —dijo Nick—. No te preocupes, estoy muy entrenada. Mi ex siempre llevaba una navaja encima. —No le explicó que era más bien un cúter—. Y yo he estao en mogollón de peleas. Cuando vivía en Los Ángeles, tenía que defenderme a cuchillazo limpio. Pero es que allí todo es muy…
El Buba asentía sin escucharla realmente. Nick se dio cuenta de que estaba pendiente de un trozo de hielo que se le había quedado prendido en el escote. Lo sacó, lo dejó en un vaso y se chupó los dedos.
—¿Tú también quieres mojito?
—Claro —dijo él.
—Echa entonces tequila aquí. Y aquí también. ¿Dónde tenéis las limas? —La cocina daba vueltas ante los ojos de Nick—. Bueno, vale, bastará con limones. Joder, esta mierda…
—¿Qué te pasa?
—Me apreta el nudo del vestido.
Nick hizo una mueca. Los tirantes del vestido se ataban a la espalda y, dado que no tenía ni idea de cómo llevarlos —la prenda era de su madre, la verdad sea dicha—, se los había atado en un simple nudo bien enredado, como la parte de arriba de un bikini, pero no hacía más que rozarle y estaba empezando a perder la paciencia, aunque lo mismo antes perdía el sentido porque no sabía ni dónde estaba el mojito e intentaba beberse el limón y trocear el vaso y otra vez los cristales y el Buba le puso una mano en la espalda escocida.
—Espera, que te lo deshago.
—Pero no aquí —farfulló Nick—. Mejor vamos a la habitación.
—¿Habitación? —El Buba resolló como un caballo—. Claro.
—Vale, espera. —Nick abrió el tarro del azúcar, se echó aproximadamente dos tercios en el mojito y lo mezcló todo con el dedo—. Estoy lista.
Sujetándose el vestido, que de repente le iba un poco flojo, guio al Buba por el pasillo y abrió la puerta del dormitorio de su madre. Nadie se dio cuenta cuando desaparecieron allí dentro. He vivido esto ya varias veces, se dijo Nick mientras se dejaban caer sobre la cama de matrimonio, el Buba la besaba torpemente en el canalillo y luego intentaba, tal y como había prometido, deshacer el pifostio de nudos a su espalda.
El teléfono sonó una vez y Nick se inclinó para cogerlo de la mesilla de noche.
—¿Sí?
—Bajar esa música o llamo a la policía —le llegó la voz chillona de la vieja de al lado—. Como mi hijo se entere, sinvergüenzas, más que sinvergüenzas…
Nick colgó y regresó de nuevo a los labios y las manos del chico. El Buba besaba haciendo mucho ruido, como si quisiera sorberle la campanilla.
—¿Gomas? —preguntó ella cuando se soltaron para respirar.
—No —respondió él—. Pero solo tengo un huevo.
A Nick le costó trabajo procesar la información, y no solo porque estaba bastante borracha.
—¿Y qué pasa con eso?
—El otro no me bajó nunca —dijo el Buba mientras la acariciaba—. No produzco lo suficiente, así que podemos ir a pelo.
Nick resopló. No le apetecía nada pensar, ni mucho menos hablar de posibilidades aritméticas de quedarse embarazada. El teléfono volvió a sonar. Joder con la vieja. Es sábado, coño.
—Yo no sé si eso valdrá.
—¿En qué día estás?
—¿Y yo qué sé? —El teléfono le molestaba, así que descolgó de nuevo el auricular y se lo puso en la oreja. El Buba aprovechó la oportunidad para insistir con los tirantes de atrás del vestido—. ¿Qué pasa ahora?
La voz al otro lado del teléfono sonaba lejana y vacilante. Nick estaba a punto de colgar de nuevo cuando creyó escuchar su nombre, aunque pronunciado de una forma muy rara. Un recuerdo confuso se despertó dentro de ella.
—¿Quién eres? —preguntó, y soltó un jadeo. El Buba había metido la lengua en su otra oreja y la mano dentro de su vestido—. No, no es por ti. ¡Que quién eres! —Nick escuchó y se le cayó el alma a los pies—. ¿Q-qué? Estás de coña. Como me entere de que vas de farol, te reviento. ¿Eres tú? ¿En serio? Joder. No… no sé qué decirte, yo… ¿Por qué llamas justo ahora? ¿Por qué…?
Se quedó quieta durante un rato, pero finalmente tuvo que moverse porque el chico, en su búsqueda del enganche del sujetador (algo absurdo, porque Nick jamás se ponía un vestido con sujetador), se había hecho un lío con los tirantes del vestido y estaba a punto de cortarle la circulación. Mala idea enrollarme con este yogurín, pensó la parte de Nick que no estaba tan colocada, mientras le ayudaba a sacar la mano atrapada. Le dio un empujón y se hizo una bola en un extremo de la cama con el teléfono.