GUERREROS DE LA TORMENTA
BERNARD CORNWELL

Título original: Warriors of the Storm
© del mapa: John Gilkes, 2015
Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados
Primera edición: febrero de 2017
Primera edición en e-book: junio de 2018
© Bernard Cornwell, 2015
© De la traducción: Gregorio Cantera, 2017
© de la presente edición: Edhasa, 2018
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España
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ISBN: 978-84-350-4662-6
Producido en España
Para Phil y Robert
Cómo se fraguó Inglaterra
Aproximación histórica a la época en que discurren las andanzas de Uhtred
Las novelas de Uhtred cuentan la historia de cómo se fraguó Inglaterra. Hay países, como los Estados Unidos por ejemplo, que tienen fecha de nacimiento, es decir, una fecha que establece de forma definitiva cuándo comenzaron a ser una nación. Más enrevesados resultan, en cambio, los albores de Inglaterra, hasta el punto de que se pierden en eso que hemos dado en llamar la noche de los tiempos. Lo mismo cabría decir de Gales, Escocia, Irlanda y, desde luego, de otras muchas naciones europeas.
Tal y como se enseña en las escuelas, la historia de Inglaterra comienza con la invasión de los normandos, en 1066, año en que, como es natural, Inglaterra ya existía. Aparte de dar cuenta de que Julio César llegó, vio y conquistó (o mejor, llegó, vio y se largó) y de que al rey Alfredo no se le daba nada bien lo de hacer tortas, escasa es la atención que se presta a Inglaterra tal y como era antes de la invasión normanda. La imagen que tenemos de los vikingos es la de un pueblo de románticos y despiadados aventureros que, tocados con yelmos adornados con cuernos (si bien todo parece indicar que lo de los cuernos no fue sino una ocurrencia de los figurinistas de los teatros de ópera del siglo XIX) y a bordo de barcos con cabezas de dragón en la proa, arribaron a estas costas con el único propósito de violar y saquear. Rara vez se enseña, sin embargo, y menos aún se da por sobrentendida, la trascendental influencia que ejercieron en la aparición de Inglaterra como nación, cuando lo que debería enseñarse es que su presencia contribuyó en gran manera al alumbramiento de Inglaterra, una maravillosa aventura cuajada de sangre, héroes y batallas. La historia de Uhtred.
En todas las novelas doy por sentado que Uhtred era sajón, algo que irrita a los puristas, porque Uhtred era, en realidad, un anglo, pero, para el desarrollo de la trama, me pareció mucho más sencillo aplicar el calificativo de sajonas a todas las tribus que, por aquel entonces, hablaban la lengua de los anglos. Tanto los anglos como los sajones son dos pueblos germanos que invadieron Britania durante los siglos V y VI; lo que no quiere decir que fueran los únicos, que también los jutos, los frisios y los francos cruzaron el mar del Norte hasta Britania en busca de tierras donde asentarse. Que los romanos decidieran irse de Britania, dejándola casi indefensa, no fue sino la ocasión que propició las invasiones germanas. Como los sajones ya merodeaban por aquellas costas antes de que dejasen atrás la provincia, los romanos erigieron fortines a lo largo de la costa oriental de Britania, las conocidas como «fortalezas de la costa sajona»; pero, tras la marcha de las legiones, llegaron las tribus germanas, más numerosas si cabe.
* * *
A grandes rasgos, podría decirse que los anglos se asentaron al norte de lo que, con el tiempo, llegaría a ser Inglaterra, en tanto que los sajones eligieron quedarse en el sur, lo que bien a las claras demuestra de dónde procedían tales pueblos. Los anglos y los jutos llegaron de lo que ahora conocemos como Dinamarca; los sajones, los francos y los frisios procedían de regiones costeras de las actuales Alemania y Holanda. Si bien de muy distinta procedencia, tales tribus compartían una misma lengua (con marcadas diferencias regionales) y una misma religión pagana. Invadieron, pues, un territorio cristiano, y obligaron a los lugareños a emigrar hasta los confines; a saber, a las tierras bajas de Escocia, a Cornualles y Gales, también a Bretaña, al otro lado del mar. Una invasión en toda regla. Durante doscientos años, casi todo aquel territorio que, andando el tiempo, llegaría a convertirse en Inglaterra, permaneció ocupado por tribus germanas que hablaban una lengua que ellos mismos dieron en llamar «la lengua de los anglos». Como casaran con mujeres de aquellas tierras, conservaron algunos nombres de origen britano; de ahí que tantos ríos lleven el nombre de Avon en Inglaterra, porque «afon» era el topónimo con que los nativos designaban a los ríos, y es de suponer que, cuando los recién llegados les preguntasen cómo se llamaba un río cualquiera, la respuesta de los lugareños no fuera otra que «¡pues, río!», lo que llevó a que tantos ríos acabasen por ser sólo eso, el río Río. Aunque la ciudad con que se toparan los invasores en la orilla norte del Támesis la hubieran levantado los romanos, es más que probable que Lundene sea otro de esos vocablos de origen britano.
Una vez conquistado el territorio y habida cuenta de que los nativos britanos habían sido incapaces de constituirse como fuerza de resistencia organizada, los invasores lo dividieron en reinos que, belicosos como eran, no dejaban de guerrear entre sí. Uno de esos reinos fue Bernicia, un nombre ha mucho arrumbado en la noche de los tiempos. Bernicia se extendía por gran parte del nordeste de Inglaterra y del sur de Escocia, algo que no deja de tener su importancia en el caso de Uhtred, pues sus antepasados fueron, en tiempos, reyes de Bernicia. Él se proclama descendiente de Ida, el Portador de la Llama, uno de los primeros invasores, que estableció su reino en lo que hoy conocemos como Northumbria. Fue allí, precisamente, en aquella accidentada costa, donde Ida descubrió la gran peña donde se yergue el actual Castillo de Bamburgh. Casi con toda certeza podemos decir que en lo alto de aquel peñasco había un baluarte, un fortín del que Ida se apoderó y que reconstruyó, una fortaleza que su nieto, Etelfrido, distinguió con el nombre de su reina, Bebba. Así fue cómo aquella fortaleza, asentada en tan imponente roca, llegó a ser conocida como Bebbanburg, nombre que, a lo largo de los siglos, fue alterándose hasta convertirse en Bamburgh. Etelfrido fue un gran rey de Bernicia, al menos al decir de Beda, uno de los primeros historiadores eclesiásticos, quien afirma que «expolió a los britanos más que todos los grandes señores de los ingleses», hasta que encontró la muerte en el curso de una batalla y su reino se integró en Northumbria. Uhtred es, pues, descendiente suyo. Y si bien en el siglo IX nada quedaba ya del reino de Bernicia, los descendientes de Ida aún conservaban Bebbanburg y su señorío. Mantienen, pues, una imponente presencia en el norte.
Los sajones se apoderaron de los territorios que ocupaban los britanos y, aunque no de forma pacífica, supieron conservarlos. Sufrieron al menos una gran derrota (monte Badon), pero también se alzaron con importantes victorias, como la que siguió a la batalla de Catraeth (Caterick, en la actualidad), tal y como se refiere en Y Gododdin, un conocido romance galés.
Entre gritos de guerra, hombres se llegaron a Catraeth,
A lomos de veloces corceles, torvas armaduras y escudos,
Lanzas enhiestas y erguidas, de puntas bien afiladas,
Resplandecientes cotas de malla y espadas.
El romance, quizá compuesto hacia el siglo vII, da cuenta de una derrota que sufrieron los galeses a manos de los sajones. No deja de llamar la atención que el ejército galés que participó en la batalla, que tuvo lugar en lo que ahora es Yorkshire, hubiese partido del sur de Escocia, un recordatorio más de que los genuinos britanos habían sido expulsados a aquellos confines por los invasores sajones. Con el paso del tiempo, aquellos colonos galeses acabarían por considerarse escoceses, pero, cuando se dirigían al desastre, aún hablaban galés y se tenían por britanos. Aunque plasme una derrota, el romance no deja de ser un canto heroico, muy parecido a las composiciones poéticas de quienes los derrotaron. Que, reflejo fiel de la época que les tocó vivir a nuestros antepasados, bien servido va de guerras y batallas el romancero anglosajón.
Escudo en mano, arremetió y le quebró el asta de la lanza,
Y, tras sucesivas embestidas, la punta se desprendió.
Fuera de sí, el guerreo traspasó
Al orgulloso vikingo que lo había herido.
Luchador curtido, a empellones apuntó
Con la lanza al cuello del guerrero,
Hasta que, al cabo, le arrebató la vida.
Estos versos corresponden a un fragmento de «La batalla de Maldon», que tuvo lugar mucho tiempo después del desastre de Catraeth. Una vez más, se trata de una derrota. En este caso la que sufrió Brythnoth, un caudillo sajón, en Anglia Oriental, quien recibió una buena tunda a manos de una tropa vikinga que, tras llegar a la parte alta del río Blackwater, se había adentrado en Essex. Este romance, como muchos otros, nos recuerda que Inglaterra no se forjó sólo gracias a aquella primera guerra contra los pobladores britanos, sino en un sinfín de guerras, en repetidos y terribles enfrentamientos contra aquellos invasores que ahora llamamos vikingos.
Porque, allá por el siglo IX, una nueva avalancha de pueblos trató de apoderarse de los reinos sajones. Eran, en muchos aspectos, muy parecidos a los antiguos invasores germanos; de hecho, algunos de aquellos pueblos procedían de los mismos territorios de donde, en su día, partieran los anglos y los jutos. Otros, sin embargo, venían de más al norte, de lo que ahora conocemos como Suecia y Noruega. A todos, no obstante, hemos dado en llamarlos vikingos, y su presencia resulta crucial para la historia de Inglaterra. En el siglo IX, los antiguos invasores sajones eran los pobladores de los cuatro reinos sajones que había en Britania y (en su mayoría) se habían convertido al cristianismo. Por el contrario, los enemigos que acababan de llegar seguían apegados a la antigua religión, veneraban a Thor, Odín y a todos los grandes dioses del panteón germano, de modo que a los horrores de las guerras territoriales vino a sumarse el encarnizamiento del conflicto religioso. Mientras copiaba un manuscrito, un monje escribió una plegaria al margen: «De la furia de los hombres del norte, líbranos Señor». Los invasores vikingos arrasaban con todo y, durante un tiempo al menos, con notable éxito.
El territorio que invadieron los vikingos estaba dividido en cuatro reinos. Al norte, Northumbria; más abajo, Mercia (más o menos, los actuales Midlands); Anglia Oriental, al este, y Wessex, al sur del Támesis. Las andanzas de Uhtred dan comienzo con El último reino, que no es otro que Wessex, que tal era el título de la novela, porque era el último de los reinos sajones. Los otros habían caído en manos de los vikingos, daneses sobre todo, que se habían apoderado de Northumbria, Anglia Oriental y gran parte de Mercia. Más tarde, invadieron Wessex, obligando al rey Alfredo a buscar refugio en los marjales de Somerset; en aquellas húmedas tierras comenzó, pues, la reconquista por parte de los sajones. Las historia de cómo se fraguó Inglaterra no es otra que la historia de cómo los sajones recuperaron aquellos reinos que habían perdido, comenzando por el sur y avanzando, de forma inexorable, hacia el norte, hasta que, en el año 937, un ejército de sajones del oeste, a las órdenes de Etelstano, nieto del rey Alfredo, infligió una severa derrota a un ejército conjunto de tropas vikingas, escocesas e irlandesas en Brunanburh. Victoria que, como es de suponer, también quedó plasmada en un romance.
Entonces Etelstano, rey, caudillo de caudillos…
Irrumpió en la batalla, espada en mano,
En Brunanburh. Desbarató el muro de escudos,
Y, astillando escudos a mandobles…
Aplastó a esos pueblos odiados, y
Escoceses y corsarios de ultramar cayeron.
Cubierta de sangre quedó la campa.
Pasados a espada, hacinados los hombres yacían.
Del alba hasta la noche, pelearon los sajones del oeste,
Los guerreros a caballo no dieron tregua al enemigo
Y, con espadas recién afiladas,
Por la retaguardia acabaron con aquéllos que huían.
Tras la batalla de Brunanburh, todos los pueblos sajones reconocieron a Etelstano como rey y, por fin, uno solo fue rey de un solo pueblo en aquellas tierras en las que se hablaba la lengua de los anglos. Acababa de ver la luz la tierra de los ingleses, como dieron en llamarla. Que el nuevo reino saliera adelante habría de costar lo suyo. El norte del territorio tardó más en asimilarlo. Volvió a caer en manos de los hombres del norte y, una vez más, fue reconquistado y, durante un tiempo, daneses fueron los reyes de toda Inglaterra, hasta que llegaron los normandos. Pero la gran hazaña de Etelstano no fue otra que la de unir los cuatro reinos, recuperar el territorio que les había sido arrebatado a los sajones y fundar eso que ahora damos por sentado, un reino llamado Inglaterra.
El nuevo reino no era, en puridad, un territorio sajón, ni siquiera un reino en el que convivieran anglos, sajones, jutos y frisios. La lengua que hablaban sus pobladores era, o llegó a ser con el tiempo, el inglés, aunque con fuertes influencias de aquélla que hablaban los hombres del norte. Nos imaginamos a los vikingos como saqueadores, hombres despiadados que llevaban el terror allá donde arribaban sus naves alargadas con cabezas de animales en la proa. Pero, como antes lo fueran los sajones, también eran colonos y, de su paso, aún quedan numerosas huellas tanto en Inglaterra como en la lengua inglesa. El norte y el este de Inglaterra están salpicados de topónimos que se remontan a los antiguos vikingos. Así, podemos decir que toda ciudad cuyo nombre acabe en «by» fue, en su día, un asentamiento vikingo. Lo mismo cabe decir de esos topónimos en los que aparecen partículas como «thorpe, toft o thwaine», que tan sólo encontramos en ciudades del norte y del este, y que, en tiempos, también fueron asentamientos vikingos. Aquellos colonos casaron con sajones y adoptaron su religión. También el idioma, aunque salpicado de gran cantidad de términos escandinavos que han llegado a nuestros días. Las tortas quemadas del rey Alfredo quizá llevasen «eyren», pero, gracias a los hombres del norte, en inglés decimos «eggs (huevos)». «Slaughter, sky, window, anger, husband, freckle, leg, trust, dazzle (matanza, cielo, ventana, ira, marido, peca, pierna, fideicomiso o deslumbrar, respectivamente)», la lista podría ser interminable, son todos vocablos ingleses que fueron acuñados gracias a aquellos colonos escandinavos.
A estas alturas, cuando la lengua inglesa llega a, prácticamente, todos los rincones del mundo, resulta poco menos que increíble pensar que, en torno al año 878, la dominación sajona de Britania hubiera estado a punto de desaparecer. Que no otro fue el año en que el rey Alfredo tuvo que huir a Somerset en busca de refugio frente a los invasores daneses. Si lo hubieran derrotado por completo, si no hubiera conducido a sus tropas a la victoria en Ethandun, es muy posible que el último reino, Wessex, también hubiera caído en manos de los daneses. Y que Inglaterra no existiera como tal. Pero el destino, como tanto gusta decir Uhtred, es inexorable, y la historia de cómo se fraguó Inglaterra no es otra que la historia de innumerables hombres y mujeres que, plantando cara a ese destino inexorable, consiguieron levantar una nación. Wyrd biδ ful ãræd, escribió un bardo sajón allá por el siglo X, sirviéndose de un inglés como el que Uhtred debió de utilizar en su día.
Wyrd biδ ful ãræd!
Swa ewæð eardstapa,
earfeþa gemyndig,
wraþra wælsleahta,
winemæga hryre.
«¡El destino es inexorable! Así habló el hombre que vagaba por la tierra (el errante) al ver, con preocupación, tantas miserias y despiadadas carnicerías, la ruina que acechaba a sus semejantes.» Carnicerías y miserias, que no otra es la historia de cómo se forjó Inglaterra.

GUERREROS DE LA TORMENTA
TOPÓNIMOS
La ortografía de los topónimos de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto a los nombres. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados en lo que sigue, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place-Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años en torno al 900 de nuestra era. En 956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hæglingaiggæ. Tampoco he sido coherente en este aspecto: me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Norðhymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.
Æsc’s Hill Ashdown, Berkshire
Alencestre Alcester, Warwickshire
Beamfleot Benfleet, Essex
Bebbanburg Castillo de Bamburgh, Northumbria
Brunanburh Bromborough, Cheshire
Cair Ligualid Carlisle, Cumbria
Ceaster Chester, Cheshire
Cent Kent
Contwaraburg Canterbury, Kent
Cumbraland Cumbria
Dunholm Durham, condado de Durham
Dyflin Dublín, Irlanda
Eads Byrig Eddisbury Hill, Cheshire
Eoferwic York, Yorkshire
Gleawecestre Gloucester, Gloucestershire
Hedene Río Eden, Cumbria
Horn Hofn, Islandia
Hrothwulf
(granja de) Rocester, Staffordshire
Jorvik York, Yorkshire
Ledecestre Leicester, Leicestershire
Liccelfeld Lichfield, Staffordshire
Lindcolne Lincoln, Lincolnshire
Loch Cuan Strangford Lough, Irlanda del Norte
Lundene Londres
Mærse Río Mersey
Mann Isla de Man
Sæfern Río Severn
Strath Clota Strathclyde, Escocia
Use Río Ouse
Wiltunscir Wiltshire
Wintanceaster Winchester, Hampshire
Wirhealum Península de Wirrall, Cheshire
PRIMERA PARTE
El río en llamas
Capítulo VI
Habíamos hecho un montón de prisioneros, guerreros en su mayoría, y lo más probable era que se revolvieran contra nosotros en caso de seguir con vida. Casi todos, partidarios de Ragnall; unos pocos, hombres de Haesten; todos, igual de peligrosos. Si los hubiéramos dejado en libertad, habrían vuelto a unirse al ejército de Ragnall, y bastante numeroso era ya, así que mi consejo fue acabar con todos. No podíamos alimentar a doscientos hombres, por no hablar de sus familias, y, en mis filas, había jóvenes que necesitaban ejercitarse más con la espada y la lanza, pero, a la vista de tamaña carnicería, Etelfleda se echó para atrás. No era una mujer débil, ni mucho menos; en el pasado, impasible había asistido a la ejecución de otros prisioneros, pero, en aquella ocasión, no sabría qué decir: si le asaltaron los escrúpulos o le había dado por sentirse magnánima.
–¿Qué queréis, pues, que haga con ellos? –le pregunté.
–Los cristianos pueden quedarse en Mercia –dijo, frunciendo el ceño, señalando al puñado que había confesado que tal era su fe.
–¿Y los otros?
–No los matéis –repuso, sin más.
De modo que, al final, les dije a los míos que les cercenasen la mano con la que empuñaban la espada, y las pusiesen todas juntas en un costal. En el altozano, había además cuarenta y tres hombres muertos; di orden de que los decapitasen y me trajesen las cabezas. Soltamos entonces a los prisioneros y, junto con los cautivos de más edad, les dijimos que siguiesen la calzada romana en dirección este. Les advertí que, a media jornada de allí, llegarían a una encrucijada, y que, si decidían ir al norte, podrían cruzar el río y regresar a Northumbria.
–Seguramente, os cruzaréis con vuestro señor, que vendrá en dirección contraria –les dije–. Si eso ocurre, llevadle un mensaje de mi parte: que si vuelve a Ceaster, será algo más que una mano lo que pierda.
Nos quedamos con las mujeres jóvenes y los niños. La mayoría acabarían en los mercados de esclavos de Lundene, aunque era posible que, entretanto, algunas de las mujeres encontrasen nuevos maridos entre los míos.
Cargamos todas las armas de que los habíamos despojado y las enviamos a Ceaster para, en lugar de las azadas y layas afiladas que empuñaban, ponerlas en manos de los hombres del fyrd. Luego, poco nos costó echar abajo la empalizada recién levantada que defendía Eads Byrig; con los troncos, dispusimos una gigantesca pira funeraria en la que ardieron los cuerpos decapitados. Al contacto con las llamas, los cuerpos se arrugaban, retorciéndose a medida que encogían, en tanto que una columna de humo esparcía un hedor a muerte por el este. Pensé que, a la vista del humo, Ragnall se preguntaría si se trataría de un presagio. ¿Conseguiría disuadirlo de su propósito? Me imaginé que no. Se daría cuenta, sin duda, de que aquel incendio tan vivo no era sino aquél que consumía Eads Byrig, pero su ambición lo llevaría a ignorar el presagio y se mantendría en sus trece.
Y se me ocurrió una forma de darle la bienvenida; di órdenes de que dejasen en pie cuarenta y tres de aquellos leños y que, de trecho en trecho, los distribuyesen a modo de pilares a lo largo del perímetro de Eads Byrig. Una por una, fijamos las cabezas que habíamos cortado en cada uno de aquellos maderos. Al día siguiente, di órdenes de que clavasen las manos ensangrentadas en los árboles que se alzaban a ambos lados de la calzada romana, de forma que, a su regreso, lo primero que viera el irlandés fuera el saludo de aquellas manos, antes de contemplar las cabezas picoteadas por los cuervos que rodeaban lo poco que quedaba del fortín.
–¿De verdad creéis que piensa venir? –me preguntó Etelfleda.
–Lo hará –dije con toda seguridad. Ragnall necesitaba alcanzar una victoria sonada y derrotar a Mercia, por no hablar de Wessex; necesitaba hacerse con un fortín. Podía ir en busca de otros, pero Ceaster tenía un atractivo especial a sus ojos. Si se hacía con Ceaster, en sus manos quedarían las vías marítimas que llevaban a Irlanda y se apoderaría del noroeste de Mercia. Sería una victoria por la que habría de pagar un alto precio, pero contaba con hombres de sobra. Claro que vendría.
Era noche cerrada, dos días después de habernos apoderado de Eads Byrig; los dos estábamos en lo alto de la puerta norte de Ceaster, contemplando un cielo cuajado de resplandecientes estrellas.
–Si tantas ganas tiene de apoderarse de Ceaster –dejó caer Etelfleda tras un momento de silencio–, ¿por qué no se dirigió aquí en cuanto tocó tierra? ¿Qué necesidad tenía de pasarse antes por el norte?
–Porque haciéndose con Northumbria –repuse–, no sólo duplicaba los efectivos de su ejército, sino que se veía libre de enemigos a sus espaldas. Si nos hubiera asediado sin asegurarse antes el apoyo de Northumbria, Ingver habría tenido tiempo de reunir sus tropas.
–Ingver de Eoferwic es un rey débil –dijo con desdén.
Tentado estuve de preguntarle por qué, si tan segura estaba, se había opuesto con tanta firmeza a la idea de invadir Northumbria. Sabía la respuesta. Para ella, lo primero era asegurar los confines de Mercia y, sin contar con el apoyo de su hermano, nunca invadiría el norte.
–Es posible que sea un rey débil –repliqué–, pero sigue siendo el rey de Jorvik.
–Eoferwic –me corrigió.
–Y las murallas de Jorvik son inexpugnables –continué–; Ingver todavía tiene partidarios. Si Ragnall le hubiese dado tiempo, Ingver bien podría haber reunido hasta un millar de hombres. Con sus correrías por el norte, Ragnall le mete el miedo en el cuerpo a Ingver. Y ahora, los hombres de Northumbria se ven en esta tesitura: o con Ingver o con Ragnall, y ya sabéis del lado de quién se pondrán.
–De Ragnall –dijo en voz baja.
–Porque es un animal y un guerrero. Le tienen miedo. Si a Ingver le quedan dos dedos de frente, ahora mismo estará a bordo de un barco rumbo a Dinamarca.
–¿Y por eso pensáis que Ragnall está decidido a venir? –se interesó.
–Dentro de una semana –calculé–. Quién sabe si mañana mismo.
Se quedó mirando el resplandor del fuego que iluminaba el horizonte por el este. Eran las fogatas que habían prendido aquéllos de los nuestros que se habían quedado en Eads Byrig. A ellos les había encomendado la tarea de llevar a cabo la destrucción de lo poco que quedaba en pie del baluarte y, para entonces, confiaba en que se las hubieran ingeniado para hacerse con el puñado de barcos que Ragnall había dejado en la orilla norte del Mærse. Aunque rodeado de hombres de más edad que pudieran aconsejarlo, había dejado al mando al joven Etelstano; con todo, acaricié el martillo que llevaba al cuello y me encomendé a los dioses para que no cometiera ninguna locura.
–Convertiré Eads Byrig en un fortín –dijo Etelfleda.
–Deberíais –repuse–, pero no tendréis tiempo de hacerlo antes de que Ragnall vuelva.
–Ya lo sé –dijo, molesta.
–Aunque sin disponer de Eads Byrig –añadí–, todo le resultará más difícil.
–¿Qué puede impedirle levantar nuevas murallas?
–Nuestra presencia –repuse con aplomo–. ¿Sabéis cuánto tiempo hace falta para levantar una muralla en condiciones alrededor de ese altozano? No me refiero a ese remedo que Haesten puso en pie, sino a una muralla de verdad. ¡Todo el verano! Y el resto de vuestro ejército está al caer, eso sin contar con el fyrd; dentro de una semana, seremos muy superiores en número y no le daremos respiro. Saquearemos, mataremos y hostigaremos. Con sus hombres siempre embutidos en sus cotas de malla y a la espera de un ataque, no podrá levantar esas murallas. Acabaremos con las partidas que envía en busca de víveres, llevaremos a cabo nuestras propias batidas por el bosque, haremos que su vida sea lo más parecido a un infierno. Resistirá dos meses como mucho.
–E intentará atacarnos aquí –dijo.
–En efecto –repuse–, ¡y confío en que lo haga!, porque se estrellará. Estas murallas son más fuertes de lo que se imagina. Yo estaría más preocupado en cuanto a Brunanburh. Deberíais enviar más hombres allí y hacer más hondo el foso. Si se hace con Brunanburh, ya tendrá su fortín y nos pondrá las cosas más difíciles.
–Estoy reforzando las defensas de Brunanburh –me dijo.
–Haced el foso más profundo –repetí–, más ancho y más profundo; enviad allá doscientos hombres más y nunca se hará con el fortín.
–Se hará como decís –al tiempo que me tomaba del codo y me dirigía una sonrisa–. Parecéis muy seguro de lo que decís.
–A la vuelta del verano –repuse, enardecido–, me habré hecho con la espada de Ragnall y él habrá encontrado su tumba en Mercia.
Eché mano del martillo que llevaba al cuello, preguntándome si, por decirlo en voz alta, no habría tentado a las tres Nornas, ésas que tejen nuestros destinos al pie de Yggdrasil. Aunque la noche no estaba fría, sentí un escalofrío.
Wyrd biδ ful ãræd.
* * *
La noche anterior a la festividad de Eostre, hubo otra reyerta a las afueras de El orinal: un frisio, un hombre al servicio de Etelfleda, resultó muerto, en tanto que otro, uno de los míos, perdió un ojo; no menos de doce hombres acabaron malheridos, antes de que Sihtric y mi hijo acabasen con aquel tumulto callejero. Fue mi hijo quien, despertándome en mitad de la noche, me dio la noticia.
–Hemos conseguido poner fin a la reyerta –me dijo–; por poco no degenera en una carnicería.
–¿Qué ha pasado? –le pregunté.
–Mus, eso pasó –dijo, con voz desmayada.
–¿Mus?
–Demasiado hermosa –contestó mi hijo–: los hombres se pelean por estar con ella.
–¿Cuántos hay a la espera? –bramé.
–Hay que guardar cola durante tres noches –respondió mi hijo–; es la primera vez que ocurre algo así.
–No será la última, a menos que pongamos freno a esa putita.
–¿Qué putita? –se interesó Eadith, que, incorporada en la cama y cubriéndose los pechos con las mantas de piel, se acababa de despertar.
–Mus –dije.
–¿Mur?
–Una puta –le expliqué, antes de volverme a mi hijo–. Decidle a Byrdnoth que, si se produce otra reyerta, ¡le cierro la maldita taberna!
–Ya no trabaja para Byrdnoth –contestó mi hijo desde el umbral, donde no parecía sino una sombra que se recortaba contra la oscuridad del patio que se abría a sus espaldas–. Y los hombres de la Dama Etelfleda se han quedado con ganas de más.
–¿Así que ya no trabaja para Byrdnoth? –al tiempo que saltaba de la cama y tanteaba el suelo en busca de algo que ponerme.
–Ya no –me aclaró Uhtred–; lo hizo en su día, pero me han dicho que las otras putas no la podían ni ver. Todos querían acostarse con ella.
–Si las otras chicas no la pueden ni ver, ¿qué pinta en El orinal?
–Ya no está allí. Despliega sus hechizos en un cobertizo que queda al lado.
–¿Sus hechizos? –rezongué, mientras me ponía unos calzones y un jubón apestoso.
–Un cobertizo abandonado –contestó mi hijo, pasando por alto mi pregunta–, uno de esos viejos pajares que son propiedad de la iglesia de San Pedro.
¡Un edificio propiedad de la iglesia! Cómo no se me habría ocurrido antes. Etelfleda había donado a la iglesia la mitad de las propiedades de la ciudad, y la mitad de esos edificios estaban desocupados. Pensando que Leofstan acomodaría a sus huérfanos y lisiados en algunos de aquellos edificios, me había reservado la mayoría para dar cobijo a los hombres del fyrd que habrían de acudir como refuerzo de la guarnición de la ciudadela. Muchos ya habían llegado, hombres y muchachos de las tierras de los alrededores, con sus hachas, lanzas, azadas y arcos de caza.
–¿Una puta en un edificio propiedad de la iglesia? –comenté, mientras me calzaba las botas–. Al nuevo obispo no le va a hacer mucha gracia.
–A lo mejor se quedaba encantado –dijo mi hijo, con retranca–; es una chica que se las sabe todas. Pero Byrdnoth quiere que abandone el cobertizo. Dice que le hunde el negocio.
–¿Y por qué no la vuelve a contratar? ¿Por qué no pone a las otras chicas en su sitio y contrata de nuevo a la puta?
–Porque es ella la que dice que no quiere depender de nadie. Que no puede ver a Byrdnoth, que no soporta a las otras chicas y que no quiere saber nada de El orinal.
–Y los idiotas, como vos mismo, no vais a permitir que esté ociosa –le dije, sin contemplaciones.
–Es un ratoncito precioso –suspiró con nostalgia. Eadith se echó a reír por lo bajini.
–¿Cara? –me interesé.
–¡Qué va! Dadle un huevo de pato y os sentiréis transportado mucho más allá de las cuatro paredes de ese cobertizo.
–¿Os han quedado cicatrices? –le pregunté. No dijo nada–. O sea, que se están peleando por ella en estos momentos.
Se encogió de hombros.
–En eso estaban hace un rato –mirando a otro lado–. Parece ser que da preferencia a los nuestros por delante de los de Etefleda; ahí está el quid del asunto. Sihtric dispone de una docena de hombres para evitar que lleguen a las manos; por ahora, parece que lo está consiguiendo. ¿Cuánto más podrá hacerlo?
Me cubrí con una capa, pero, en el último instante, me asaltaron las dudas.
–¡Godric! –grité, y volví a gritar hasta que el mozo apareció a todo correr. En efecto, Godric era mi mozo y hacía bien su papel, pero había alcanzado una edad en que habría de buscarme otro y permitir que el muchacho se sumase a nuestro muro de escudos–. Traedme la cota de malla, la espada y un yelmo –le dije.
–¿Vais con ánimo de pelea? –se sorprendió mi hijo.
–Voy a dar un susto a esa puta ratonil –dije–. Si, por ejercer su oficio, acaba por enfrentar a los nuestros con los hombres de la Dama Etelfleda, está facilitando las cosas a Ragnall.
* * *
En el exterior de El orinal, unas antorchas encendidas en los muros de la taberna iluminaban los rostros crispados de una multitud de hombres que se mofaban de Sihtric y de los doce hombres que, con él, guardaban el callejón que, por lo visto, llevaba al cobertizo que ocupaba aquel ratoncito. Al verme, guardaron silencio. Merewahl, que llegó al mismo tiempo, se quedó mirándome con recelo al reparar en la cota de malla, el yelmo y la espada que llevaba. Él había acudido tan sólo vestido de negro, con una cruz de plata colgada al cuello.
–La Dama Etelfleda me pidió que viniera –me explicó–; esto no le hace ninguna gracia.
–A mí tampoco.
–Asiste a la vigilia, como es natural. De allí vengo.
–¿Vigilia?
–La vigilia de Pascua –dijo, frunciendo el ceño–. Nos pasamos la noche orando en la iglesia y, con cánticos, saludamos el despuntar del alba.
–Qué vida tan azarosa lleváis los cristianos –dije, antes de volverme a la multitud–. Vosotros, ¡a la cama! ¡Se acabó la diversión!
Un hombre, con más cerveza que sesera en el cuerpo, se encaró conmigo; eché a andar hacia él llevándome la mano a la empuñadura de Hálito-de-serpiente; sus compañeros se apresuraron a llevárselo de allí. Con cara de pocos amigos, me quedé mirándolos hasta que la multitud acabó por dispersarse, momento en que me volví y le pregunté a Sihtric:
–¿Sigue esa infortunada muchacha en el cobertizo?
–Ahí sigue, mi señor –repuso; se lo veía mucho más tranquilo desde que había llegado.
Alta y llamativa, con una larga túnica verde y los rojos cabellos recogidos al buen tuntún en lo alto de la cabeza, Eadith también se había acercado hasta allí. Con un gesto, le indiqué el callejón; mi hijo venía detrás. Una docena de hombres esperaba en el angosto pasadizo; al oír mi voz, todos desaparecieron como por arte de ensalmo. Al final del callejón, cinco o seis cobertizos, unos edificios bajos de madera donde se almacenaba el heno; sólo en uno de ellos se advertía un tenue destello de luz. No había puerta, tan sólo una abertura; me agaché para entrar y me quedé de una pieza.
Porque, por todos los dioses, el ratón era una auténtica preciosidad.
La auténtica belleza no es algo que podamos contemplar todos los días. La mayoría de nosotros hemos padecido la viruela y tenemos la cara llena de cicatrices, amarillentos los pocos dientes que nos quedan, por no hablar de verrugas, lobanillos y otras deformidades; por si fuera poco, apestamos como cagarrutas de oveja. Cualquier chica que llega a hacerse mujer con todos los dientes en su sitio y una piel limpia de cicatrices se nos antoja una belleza; pero aquella joven era algo más que hermosa: resplandecía con luz propia. Y me dio por pensar en Frigg, la joven muda que se había casado con Cnut Ranulfson y que, en aquellos momentos, vivía en la hacienda de mi hijo, aunque él se figuraba que yo no estaba al tanto. Frigg era una criatura deslumbrante y hermosa, sólo que, así como llamaba la atención por morena y esbelta, aquella muchacha era rubia y de formas generosas. En cueros como estaba, con los muslos al aire, era como si aquella piel sin tacha alguna irradiase salud. De pechos bien formados, que no caídos, vivaces ojos azules y labios carnosos, componía un mohín deleitable que no se le borró de la cara hasta que no hube alzado en volandas al hombre que estrechaba entre sus muslos.
–Fuera de aquí –bramé–; a mear al foso. –Era uno de mis hombres; se subió los calzones y salió del cobertizo como alma que lleva el diablo.
Sofocado y sonriente, sin dejar de hacer arrumacos, el mur se recostó en el heno.
–Bienvenido de nuevo, lord Uhtred –le dijo a mi hijo, que callaba la boca. Una linterna sorda reposaba en lo alto de un montón de heno, y reparé en cómo, bajo aquella luz tenue y vagarosa, mi hijo se sonrojaba.
–Dirigíos a mí, no a él –rezongué.
Se puso en pie y se sacudió unas briznas de paja que se le habían quedado adheridas a aquella piel sin tacha. Ni una cicatriz, ni un rasguño, si bien, en cuanto se volvió hacia mí, no pude por menos que fijarme en el antojo que tenía en la frente, una minúscula marca de color rojo con forma de manzana. Fue casi un alivio comprobar que no era del todo perfecta, porque, en cuanto a sus manos, eran perfectas. De tanto trajinar con pucheros ardiendo, deformadas a fuerza de hilar y en carne viva de tanto frotar cuando lavaban la ropa, las manos de nuestras mujeres pronto se estropeaban. Las de Mus, sin embargo, eran suaves y perfectas, como las de un pequeño. Nada le importaba dejarse ver como había venido al mundo. Me dirigió una sonrisa y medio esbozó una respetuosa reverencia.
–Sed bienvenido, lord Uhtred –dijo con mucho recato, mientras sus ojos chispeaban divertidos al verme tan enojado.
–¿Quién sois?
–Me llaman Mus.
–¿Qué nombre os pusieron vuestros padres?
–Aflicción –dijo, sin perder la sonrisa.
–En tal caso, haréis bien en escucharme, Aflicción –rezongué–. O volvéis a trabajar donde Byrnoth, en El chorlito, aquí al lado, o abandonáis Ceaster. ¿Me he explicado con claridad?
Frunció el ceño y se mordisqueó el labio inferior como si se lo estuviera pensando; luego, me dirigió una sonrisa radiante.
–Sólo celebraba la festividad de Eostre –repuso la muy taimada– como a vos os gusta, o eso tenía entendido.
–Lo que no me gusta –dije, reconcomiéndome de rabia al ver lo despierta que era– es que un hombre haya perdido la vida esta noche por culpa vuestra.
–Siempre les digo que no se peleen por mí –abriendo mucho aquellos ojos que eran todo inocencia–. ¡No me gusta que se peleen! Sólo quiero que…
–Sé lo que queréis –salté–, ¡pero lo que importa es lo que yo quiero! Y os vuelvo a decir que o trabajáis para Byrdnoth o más os vale abandonar Ceaster.
–No me gusta Byrdnoth –repuso, arrugando la nariz.
–Menos gracia os haré yo.
–¡No, mi señor! –echándose a reír–. ¡Eso jamás!
–¡O trabajáis para Byrdnoth –volví a la carga– u os marcháis de aquí!
–No trabajaré para él, mi señor –contestó–, ¡no para ese gordo seboso!
–Como gustéis, puta –dije, a pesar de lo mucho que me costaba apartar los ojos de aquellos pechos redondeados y hermosos, de aquel cuerpo menudo, tan bien formado y generoso. Ella se dio cuenta de lo que me pasaba y le hizo gracia.
–¿Por qué para Byrdnoth? –me preguntó.
–Porque no quiere que le causéis más quebraderos de cabeza –repuse–. Retozaréis con quien él os diga.
–Y con él, de paso –dijo–; ¡es repugnante! Es como retozar con un cerdo bien cebado –al tiempo que, horrorizada, se estremecía.
–Si no volvéis a trabajar en El chorlito –pasando por alto aquel estremecimiento tan exagerado–, tendréis que abandonar Ceaster. Dónde vayáis es cosa vuestra, pero os iréis de aquí.
–Como ordenéis, mi señor –dijo, con la cabeza gacha y mirando a Eadith–. ¿Tengo vuestro permiso para vestirme, mi señor?
–Vestíos –repliqué–. ¡Sihtric!
–¿Mi señor?
–Os encargaréis de vigilarla esta noche. Encerradla en uno de los graneros y, mañana, acompañadla hasta la calzada que va al sur.
–Mañana es el día de Pascua, mi señor; no habrá nadie por esos caminos –repuso, muy nervioso.
–En tal caso, ¡la dejo a vuestro cuidado hasta que alguien se dirija al sur! Despedidla entonces, y aseguraos de que no vuelva por aquí.
–Sí, mi señor –dijo.
–Mañana –encarándome con mi hijo–, echaréis abajo estos cobertizos.
–Así se hará, padre.
–Y si se os ocurre volver por aquí –mirando a la chica de nuevo–, os azotaré la espalda hasta dejaros las costillas en carne viva, ¿entendido?
–Entendido, mi señor –dijo, compungida. Dirigió una sonrisa a Sihtric, su carcelero, y se llegó a un hueco entre unos montones de heno, donde había arrojado sus ropas de cualquier manera y, a cuatro patas, se puso a buscarlas.
–No tardaré nada en vestirme –dijo–. ¡Se acabaron vuestros quebraderos de cabeza! Os lo prometo –mientras así hablaba dio un salto adelante y desapareció por un agujero que había en la pared de la parte de atrás del cobertizo. Tan sólo llegué a ver una manita que, tanteando, se hizo con una capa o con una túnica; luego, desapareció por completo.
–¡Id tras ella! –ordené. Se había escabullido por aquella ratonera, dejando un pequeño montón de monedas y de trozos de plata junto a la linterna. Me agaché, pero, tras comprobar que el orificio era demasiado pequeño como para que lo intentase, encorvado volví al callejón. No había forma de llegar hasta la parte de atrás del cobertizo; para cuando nos abrimos paso por la casa de al lado, ya hacía mucho que se había ido. Me detuve a la entrada de un callejón, me quedé mirando la callejuela vacía a la que daba y, exasperado, empecé a soltar maldiciones.
–Alguien tiene que saber dónde vive esa puta –dije.
–Es un ratón –comentó mi hijo–; tendréis que echar mano de un gato.
Solté un bufido. Por lo menos, pensé, le había dado un buen susto a la chica, así que, a lo mejor, se dejaba de tonterías. ¿Por qué trataba mejor a mis hombres que a los de Etelfleda? Porque los míos ni eran más aseados ni estaban mejor pagados. Me imaginé que era una de tantas alborotadoras, una de ésas que disfrutan viendo cómo los hombres se peleaban por ella.
–Mañana, echaréis abajo estos cobertizos –le dije a mi hijo–, y buscaréis a esa puta. Dad con ella y encerradla.
Eadith y yo volvimos andando a casa.
–Es preciosa –dijo Eadtih, con un deje de nostalgia.
–¿A pesar de ese antojo en la frente? –le pregunté, tratando de salir del paso como pude con tal de que creyera que no estaba de acuerdo con ella.
–Es preciosa –insistió Eadith.
–Igual que vos –le dije, y vaya si lo era.
Al oír el cumplido, me dirigió una sonrisa; se notaba que era una sonrisa de circunstancias, no exenta de un tinte de melancolía.
–¿Cuántos años tendrá? ¿Dieciséis, diecisiete tal vez? Cuando deis con ella, deberíais casaros con ella.
–¿Quién iba a querer casarse con una puta como ésa? –le pregunté a bote pronto, sin dejar de pensar en que lo que realmente quería era llevarme a esa puta a la cama y gozar de aquel cuerpo en sazón.
–A lo mejor, un marido la hace entrar en vereda –dijo Eadith.
–A lo mejor, debería casarme con vos –dije sin pensarlo.
Eadith se detuvo y se me quedó mirando. Estábamos en el exterior de la gran iglesia donde celebraban la vigilia de Pascua; un chorro de luz procedente de las velas salía por la puerta abierta de par en par difuminándole la cara, arrancándole destellos de las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Alzó las dos manos y las apretó contra las carrilleras del yelmo que llevaba; luego, se puso de puntillas, y me dio un beso.
Dios, qué locuras no haremos por una mujer.
* * *
Siempre me había gustado hacer algo que se saliera de lo normal, como contar con la presencia de malabaristas, músicos y acróbatas, para celebrar la festividad de Eostre, pero las correrías de Ragnall por aquellos parajes pocos días antes de esa fecha habían bastado para disuadir a tales gentes de pasarse por Ceaster. No otra era la razón de que muchos de los invitados a la consagración de Leofstan hubieran excusado su presencia; con todo, la iglesia de San Pedro estaba abarrotada.
¿Consagración, entronización? ¿Quiénes, bajo aquel cielo plomizo, se habían creído que eran? Porque los reyes sí se sientan en tronos. La Dama Etelfleda debería disponer de un trono; en Gleawecestre, en algunas ocasiones, utilizaba el de su difunto marido; incluso yo, que sólo era un señor, a la hora de impartir justicia, lo hacía desde un trono, no porque fuera de regia estirpe, sino porque actuaba en nombre de la justicia del rey. Pero, ¿un obispo? ¿Qué necesidad tenían de trono aquellos obispos con menos sesera que una comadreja? Wulfheard se sentaba en un trono más ostentoso que el del rey Eduardo: un sillón de respaldo alto, profusamente decorado con multitud de tallas de santos con cara de pánfilo y de ángeles vocingleros. En cierta ocasión, le pedí a aquel mentecato de culo escurrido que me explicase para qué necesitaba un sillón tan ostentoso y, ni corto ni perezoso, me contestó que él era el representante de Dios en el condado de Hereford.
–Es el trono de Dios, que no el mío –me dijo, dándose muchos humos, aunque yo estaba seguro de que se pondría hecho un basilisco si alguien se atreviese a sentar sus posaderas en aquel trono tallado.
–¿Acaso vuestro dios ha tenido a bien darse una vuelta por esos parajes? –le pregunté.
–Es omnipresente; así que he de deciros que sí, y sí, se sienta en el trono.
–¿Y dónde os sentáis vos? ¿En su regazo? Bonita estampa.
De ahí que, dado que Leofstan se había decantado por un taburete de los de ordeñar, albergara mis dudas en cuanto a que el dios cristiano se aviniese a pasarse por Ceaster. Era un taburete de ésos de tres patas que había comprado en el mercado, el mismo que, en aquel momento, lo esperaba delante del altar. La noche antes de la festividad de Eostre había querido colarme de rondón en la iglesia y aserrar cosa de un dedo dos de las tres patas; la dichosa vigilia había dado al traste con mis planes.
–¿Un taburete? –le pregunté extrañado a Etelfleda.
–Es un hombre humilde.
–Pero el obispo Wulfheard asegura que es el trono de vuestro dios.
–Dios es humilde también.
¡Un dios humilde! Ya puestos, ¿por qué no un lobo carente de dientes? Los dioses, dioses son, y ejercen su poder sobre el trueno y desencadenan tormentas; son los señores del día y la noche, del fuego y del hielo, dispensadores de derrotas y victorias. A menos que, como broma, a los otros dioses les parezca divertido el asunto, sigo sin entender por qué la gente se hace cristiana. Más de una vez he pensado si no habría sido cosa de Loki, ese dios que, sin cesar, se burla de nosotros; que él fuera quien hubiese inventado el cristianismo, porque lleva su tufillo. Me imagino a los dioses muertos de aburrimiento y, probablemente, borrachos, recostados en el Asgard una noche cualquiera, y a Loki que trata de animar la velada con una de sus tonterías.
–Inventemos un carpintero –les dice–, y que esos necios crean que era el hijo del único dios, ¡que murió y resucitó, que lo mismo curaba la ceguera con arcilla que caminaba sobre las aguas!
¿Quién iba a creerse tamaña estupidez? Lo malo de Loki es que sus bromas siempre van demasiado lejos.
Las armas, los escudos y los yelmos de los hombres que asistían a la ceremonia se apilaban en la calle donde se alzaba la iglesia. No podían desprenderse de las armas o, cuando menos, debían tenerlas siempre a mano, porque ya habían vuelto los ojeadores que habíamos enviado Mærse arriba y nos habían dicho que el ejército de Ragnall se acercaba. La noche anterior, habían visto las fogatas de los campamentos y, al amanecer, habían observado el humo que tiznaba el cielo hacia el este. Echando cuentas, me imaginé que, para entonces, ya habrían descubierto que habíamos arrasado Eads Byrig, y que, a continuación, vendrían a Ceaster. Pero estábamos vigilantes; de ahí, los montones de armas y escudos a disposición de los hombres que abarrotaban la iglesia. Cuando oyesen el toque a rebato, tendrían que dejar al obispo con la palabra en la boca y trepar a lo alto de las murallas.
No todo habían sido malas noticias aquella mañana. Etelstano había conseguido apoderarse de dos de las naves que Ragnall había dejado atracadas en la orilla norte del Mærse. Dos barcos de ancha panza y altiva proa, dos navíos de guerra, con bancadas para sesenta y cuarenta remeros cada uno.
–Los otros barcos estaban varados –me dijo Etelstano–, y no fuimos capaces de ponerlos a flote.
–¿No los vigilaba nadie?
–Sesenta o setenta hombres, mi señor.
–¿De cuántos disponíais vos?
–Siete cruzamos el río a nado, mi señor.
–¿Sólo siete?
–Los otros no sabían nadar.
–¿Y vos sí?
–¡Como un arenque, mi señor!
Etelstano y sus seis compañeros se habían despojado de sus ropas y, en plena noche, con la marea alta, habían cruzado el río a nado. Se las arreglaron para cortar las maromas de dos de los barcos amarrados, que se fueron río abajo y, en aquel instante, estaban amarrados a buen seguro en lo que quedaba del embarcadero de Brunanburh. Me habría gustado que Etelstano volviese a quedarse al frente de aquel fortín, pero Etelfleda se empeñó en poner a Osferth, el hermanastro del muchacho, al mando, de modo que, en aquel momento, el pobre Etelstano estaba sometido al suplicio de tener que soportar la interminable ceremonia que acabaría por hacer del padre Leofstan un obispo del mismo nombre.