Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Jennifer Miller
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fuego cruzado, n.º 213 - agosto 2018
Título original: Crossfire
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-886-4
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Hay cosas que sólo pasan una vez.
Wesley Monroe, Hawk lo sabía bien; lo había aprendido a la fuerza y vivía guiado por aquella máxima. Sólo aceptaba la cruda realidad. La suerte y el destino no tenían espacio en su mundo. Había aprendido a pelear, a sobrevivir, en los peores antros imaginables. Pero en aquel momento, sus mecanismos de defensa lo habían traicionado y estaba expuesto al peligro.
Por ella.
La sentía moverse a través de la oscuridad, entre las sombras, fuera de su alcance. Como siempre. Era una noche sin luna, pero no necesitaba luz para reconocer su figura alta y esbelta, que avanzaba hacia él como una fiera al acecho.
Podía oír claramente la advertencia: ella estaba fuera de lugar. No tenía espacio en su mundo marginal, y debía mantenerse alejado para no sentir, tocar ni recordar.
Había hecho lo imposible para tratar de olvidarla. Los kilómetros y el océano que los separaban habían facilitado la tarea. Se había acostumbrado a no pensar en ella, a no recordar, a no desear. Pero aun entre las sombras de su casa del sur de la ciudad, los recuerdos parecían brillar en cualquier cosa que mirara. Incluso allí, en su propia cama, podía sentir el dulce y exótico perfume impregnado en las sábanas, en la piel.
Se despertó sobresaltado, encendió la luz de la mesita y miró el reloj. Eran las cinco y cuarenta y tres de la madrugada. Maldijo entre dientes y contestó al teléfono.
—Será mejor que se trate de algo… —murmuró.
—¿Wesley?
Para Hawk, oír aquella voz cavernosa al otro lado de la línea fue como un cubo de agua fría. Se enderezó de inmediato, como si fuera un adolescente que acababa de ser descubierto en la cama con su novia.
—¡Embajador Carrington! —dijo.
—Jorak Zhukov ha escapado —lo informó su jefe—. Ha desaparecido hace casi dos horas.
Aquella noticia terminó de hacer añicos su sueño y lo arrojó contra la cruda realidad. Con el corazón acelerado, Hawk apartó las sábanas y se puso de pie. No necesitaba que le explicaran el peligro que representaba Zhukov para la familia que lo había contratado como agente de seguridad. El delincuente que había jurado vengarse de los Carrington era un asesino despiadado.
—¿Cómo se ha podido escapar de una cárcel federal? —preguntó.
—Buena pregunta —contestó Carrington—. Con ese animal en la calle, mi familia no está a salvo. Necesito que traigas a Elizabeth a casa.
Hawk miró el arma de reojo. Los Carrington estaban en peligro y necesitaba organizar a su equipo, poner en marcha un nuevo plan de seguridad, y mantener la calma.
Maldijo entre dientes y se pasó la mano por el pelo.
—¿A casa? —repitió, aturdido.
Wesley miró su cama, con las sábanas revueltas, y la vio. Elizabeth estaba allí, con el cabello negro desparramado por la almohada.
—Está en Calgary —informó el embajador—. Ha ido a recoger un premio para la Fundación.
—Llamaré a Aaron.
—Tú eres el mejor, Monroe. Quiero que vengas con mi hija cuanto antes.
Hawk se alejó de la cama. El aire frío de la mañana no bastaba para disipar la persistente imagen de sus sueños.
—Wesley —dijo Carrington, al ver que no contestaba—, ¿hay algún motivo para que no quieras proteger a mi hija?
La pregunta del embajador lo estremeció. Hawk no quería ver a Elizabeth Anne Carrington, pero no podía negarse a protegerla. Había jurado dar su vida por ella, y una vez había estado a punto de hacerlo.
Habían pasado dos años desde entonces; dos años durante los cuales no se habían visto ni habían hablado, ni siquiera cuando lo había herido el francotirador. Hawk había deseado quedarse en Europa; si estuviera lejos, el embajador no le habría pedido que regresara a la vida de su hija. Habría preferido que le clavaran astillas bajo las uñas.
—No, embajador —dijo, mientras iba al baño a ducharse—. No hay ningún motivo.
—El Lear estará listo para cuando llegues al aeropuerto. Me sentiré mejor sabiendo que estás con ella. Confía en ti.
Hawk tragó saliva. Elizabeth y él estarían solos durante horas en el reducido espacio de un jet. Estarían tan cerca que podría tocarla, oler el suave aroma de vainilla con que había impregnado sus sábanas, sentir el calor de su cuerpo; del cuerpo que sentía abrazado a él cuando se dejaba llevar por sus sueños.
—Llevaré a su hija de regreso a casa —prometió.
Después de cortar la comunicación, Hawk se metió bajo la ducha fría. Durante algunas horas tendría la vida de Elizabeth en sus manos. Finalmente, ella estaría obligada a afrontar aquello de lo que había escapado dos años antes.
Y esta vez no tendría dónde esconderse.
Alguien la había reconocido. A Elizabeth le bastó con poner un pie en la recepción del hotel para saberlo. Se le aceleró el corazón y se le hizo un nudo en la garganta. Aunque le pesaban las piernas, se obligó a seguir caminando con naturalidad, fingiendo que no había percibido la amenaza.
Sin embargo, lo había hecho. Llevaba todo el día siendo consciente del peligro que la acechaba.
Miró a través de las gafas de sol y vio a un hombre de pie junto a una planta, y a otro, más joven que el anterior, hablando por el móvil. Cerca de ellos había una pareja acaramelada. Nada ni nadie parecía estar fuera de lugar, pero Elizabeth seguía inquieta. Sus nervios le habían estado jugando una mala pasada desde que había sentido en el rostro la brisa fría de Calgary.
—¡Elizabeth! ¡Elizabeth!
El sonido de su nombre la impactó como un proyectil, pero siguió andando.
—No has contestado a mi pregunta sobre Nicholas Ferreday —dijo la periodista que la perseguía desde primera hora de la mañana—. ¿Te acompañará esta noche?
Cuando llegó a los ascensores, Elizabeth no tuvo más remedio que detenerse.
—No estoy segura —declaró—. Me temo que tendrás que esperar y descubrirlo por ti misma.
Madelaine Kitchens no se desanimó. Parecía inofensiva con su cabello rubio y su traje rosa, pero detrás de aquella fachada ingenua se escondía una fiera.
—¿Es cierto que os habéis reconciliado?
Elizabeth se mantuvo sonriente, a pesar del dolor de cabeza que le causaban aquellas preguntas. La fascinación pública con su vida amorosa era una pesadilla. En los días posteriores a la ruptura del compromiso matrimonial, la historia se había convertido en un asunto de interés nacional, al que dedicaban artículos en los periódicos, reportajes en las cadenas de radio y televisión de todo el país y miles de fotografías y conjeturas en las revistas del corazón.
Todos estaban enormemente equivocados.
Sólo Elizabeth y Nicholas sabían qué había pasado. Y Hawk. Él también lo sabía.
—Nicholas y yo somos amigos —contestó, llamando al ascensor.
Alguna vez, Elizabeth había soñado con casarse con el hijo del mejor amigo de su padre. Tenía seis años más que ella y era el marido ideal: alto, guapo, encantador e inteligente. Jamás se había imaginado con otra persona, ni siquiera se había atrevido a fantasear con aquella posibilidad, hasta que Hawk Monroe había entrado en su vida y lo había puesto todo del revés.
Y a pesar del tiempo que había transcurrido seguía sin entender cómo una decisión, un solo error, podía alterar los planes de toda una vida.
—¿Es cierto que asistiréis juntos a la subasta de la Fundación Carrington? —insistió Madelaine, con la grabadora en la mano.
Por suerte, en aquel momento llegó el ascensor.
—Sólo amigos —repitió ella, mientras entraba—. Nada más.
Cuando se cerraron las puertas, Elizabeth suspiró aliviada. Al haber crecido en una familia vinculada a la política estaba acostumbrada a estar en el candelero. En general no la molestaba, pero aquel día era distinto.
Estaba particularmente alerta e imaginó que los nervios la estaban traicionando. Apenas habían pasado cuatro meses desde que su hermana había sido utilizada como títere en un juego mortal, y habían estado a punto de perderla.
Aunque Miranda estaba a salvo en su casa, Elizabeth seguía sintiendo el miedo a flor de piel. Sus dos hermanas habían sido víctimas de la violencia. Una había sobrevivido; la otra, no. Y ella tenía la impresión de que sería la siguiente.
Al llegar a su planta vio un ramo de rosas rojas en la entrada de su habitación. Echó un vistazo al reloj y pensó que tenía suficiente tiempo para tomar un largo baño de espuma antes de vestirse para la velada.
Entonces volvió a sentirse observada, sólo que esta vez de un modo más intenso.
Oyó que las puertas del ascensor se cerraban a sus espaldas, resopló y metió la mano en el bolsillo para agarrar el aerosol de pimienta. El pasillo era estrecho y estaba desierto; sólo se veía el carrito de la camarera junto a la puerta de una de las habitaciones. No se oían pasos ni movimientos, ni se veían sombras por ninguna parte. Aun así, sentía que no estaba sola.
El ambiente estaba impregnado de un perfume masculino y notablemente fuerte. Un olor que la embriagaba y despertaba algo en su interior. Se volvió, esperando verlo allí, alto y corpulento, con la mirada encendida y su sonrisa única y sensual. Sin embargo, se encontró con las puertas metálicas del ascensor, el papel pintado de las paredes y el espejo del pasillo.
Con el corazón acelerado, cerró los ojos e inspiró aquel perfume de incienso y almizcle que le resultaba tan dolorosamente familiar.
Se prometió que algún día sería capaz de oler su colonia sin recordar su contacto; sin recordarlo a él.
A través de la mirilla, él la observó entrar en la habitación y sólo entonces salió al pasillo. Cuando la oyó cerrar la puerta con llave, sonrió y pensó en lo previsible que era.
Apoyó las manos en la barrera que los separaba. Si hubiera querido entrar, no habría habido cerradura en el mundo que se lo impidiera. Nada ni nadie lo habría alejado de ella.
La oyó abrir el grifo de la bañera y se puso en tensión. En pocos segundos, Elizabeth se habría quitado la ropa y estaría desnuda y vulnerable. Con los años había aprendido que las fotografías podían ser muy engañosas. Sin embargo, Elizabeth Carrington era mucho más exquisita en persona que en las instantáneas que había estado mirando en la cama la noche anterior. Era insultante que fuera tan perfecta.
Siempre le había gustado espiar, pero la tensión que sentía en aquella habitación, tocando su ropa, sobrepasaba el mero placer. Sus prendas eran tan suaves como imaginaba que sería ella. Quería probarla antes de acabar con ella, oírla llorar antes de silenciarla.
Un ruido en el ascensor lo impulsó a regresar a su habitación. Una vez dentro, se llevó un par de medias de seda a la cara y olió el perfume de vainilla. Se preguntaba si ella también lo olería, si se daría cuenta de que había estado en su habitación, tocando su ropa, y se había llevado un pendiente de diamantes.
Sonrió y acarició lo que consideraba un tesoro.
—Es un honor estar aquí esta noche—dijo Elizabeth al público—. La Fundación Carrington puede ayudar aportando fondos, pero son ustedes, los médicos e investigadores, quienes merecen el reconocimiento. El progreso es posible gracias a su dedicación.
Los aplausos la obligaron a hacer una pausa, y aprovechó para respirar profundamente mientras contemplaba el salón en penumbra. Aunque las lámparas de las mesas no iluminaban lo suficiente como para ver las caras, le resultó fácil reconocer su mesa y ver que el lugar reservado para Nicholas seguía vacío. No sabía si sentía alivio o decepción.
—Como muchos de ustedes saben —continuó—, la Fundación Carrington fue creada por mi madre, Pamela Carrington, después de que a mi padre, nativo de Calgary, le diagnosticaran un cáncer de próstata. Ahora, mi madre está con mi padre en Ravakia, pero les envía sus más cálidos saludos.
Con cada palabra, la familiaridad reemplazaba a la tensión. Durante los lúgubres días que habían seguido a la ruptura de su compromiso, el trabajo había sido lo único que la había mantenido en pie. Se había dedicado a la tarea de conseguir fondos para combatir el cáncer. Aquella causa la había ayudado a cicatrizar las heridas.
—La guerra no ha terminado —dijo—. Pero gracias a ustedes, ganamos batallas todo el tiempo. Para finalizar, me gustaría…
Elizabeth percibió movimientos en el fondo del salón y se interrumpió. Se puso en tensión, trató de divisar qué ocurría, y vio el fogonazo demasiado tarde.
—¡Agáchate! —gritó un hombre.
Sin embargo, las lámparas se apagaron antes de que pudiera moverse. El disparo estuvo seguido por un rumor ensordecedor.
Aturdida y con el corazón en un puño, Elizabeth se ocultó tras el podio, como Hawk le había enseñado. El tirador la había apuntado a ella. No debería haberse sorprendido, porque su familia siempre había vivido amenazada, pero desde que su cuñado Sandro había conseguido apresar a Viktor Zhukov, no había habido señales de peligro inminente, y aquella situación era un absoluto imprevisto. Aunque, ciertamente, no todos los peligros podían preverse.
El instinto le pedía que corriera, que saliera del auditorio lo antes posible. El problema era que si se movía corría el riesgo de ponerse a tiro.
La multitud era presa del pánico; las sillas volaban por los aires y las mesas se estrellaban contra el suelo.
—¡Encontradla! —gritó alguien.
—¡Fuego! —alertó uno de los camareros.
Un minuto después se activó el dispositivo contra incendios, y los aspersores del techo comenzaron a llenar el salón de agua.
Elizabeth tenía que encontrar la forma de salir de allí. Se sujetó al borde del podio y se puso de pie. La oscuridad la cubriría hasta llegar a la salida de emergencia. Empezó a correr, pero algo la golpeó por detrás y la hizo caer de rodillas al suelo.
—¡Elizabeth!
—No te resistas y no te haré daño —le dijo un hombre con marcado acento extranjero.
Lo tenía tan cerca que podía sentir su aliento cálido y mentolado casi en la cara.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó.
El hombre la tomó del brazo y la obligó a levantarse.
—¡Vamos!
Elizabeth trató de defenderse con todas sus fuerzas, recurriendo a todo lo que Hawk le había enseñado. Gritó, pataleó y hasta le mordió las piernas.
—¡Maldita desgraciada! —exclamó el hombre, abofeteándola.
Ella se preguntó si Miranda había padecido el mismo maltrato.
—¡Déjame! —gritó.
El hombre la arrastró hacia el borde de la tarima. Ella le dio un codazo en el estómago, pero no consiguió detenerlo. Entonces reunió fuerzas y le dio un puñetazo en la tráquea.
Él gruñó y se lanzó sobre ella. Cuando cayeron al suelo, Elizabeth dejó escapar un alarido al sentir que se había torcido el tobillo. Con la respiración entrecortada, se quitó de encima el cuerpo mojado de su agresor, se levantó y trató de correr. No le resultó fácil, porque había perdido una sandalia, la otra tenía el tacón roto, y el dolor del tobillo era insoportable.
—¡Elizabeth!
Ella no hizo caso y siguió corriendo. No se podía creer lo que estaba viviendo. Por suerte, las alarmas le impedían oír la voz furiosa de su perseguidor. Estaba sola, y su vida dependía del personal de seguridad del hotel.
Antes de que pudiera alcanzar la salida, otro hombre la tomó del brazo. Cuando trató de librarse perdió el equilibrio y, al caer, se golpeó la cabeza contra el suelo. En el proceso, creyó oír que alguien gritaba su nombre. Se le nubló la vista. Trató de ponerse de pie, pero él la alzó en brazos y salió corriendo del salón.
—¡Detente! —gritó, forcejeando con desesperación—. Estás cometiendo un terrible error.
—Qué se le va a hacer —replicó él, apretándola contra su cuerpo.
Elizabeth sintió que algo se agitaba en su interior. Los recuerdos la atravesaron como una saeta. La imagen fue tan fuerte que, durante una fracción de segundo, sintió que retrocedía en el tiempo y estaba en brazos de otro hombre. Él había puesto su mundo del revés, pero en el fondo sabía que habría matado antes de permitir que alguien le hiciera daño.
El secuestrador no dejaba de correr. Atravesó el salón a tientas, empujando mesas y apartando a patadas las sillas que se cruzaban en su camino. La fuerza de sus músculos le hacía pensar que era un hombre del que no podría escapar fácilmente. El estruendo de las alarmas de incendio le impedía oír lo que decía, pero Elizabeth no dudaba de que estaba maldiciendo. Forcejeó una vez más para liberarse, pero él ni siquiera pareció notar el intento.
—Te tengo —le oyó decir, con la respiración entrecortada—. Te tengo.
Ella sintió asco. Hawk la había instruido sobre situaciones como aquélla, y sabía que si aquel hombre conseguía sacarla del hotel estaría perdida. Podría llevarla a cualquier parte y hacerle lo que quisiera sin que nadie pudiera detenerlo ni oír sus gritos de socorro.
Él empujó la puerta de la salida de emergencia y salió al frío de la calle. Aunque estaban en septiembre, en aquella zona las temperaturas eran muy bajas por la noche. Para empeorar las cosas, estaba lloviendo.
—¡Socorro! —les gritó Elizabeth a los policías que estaban junto al coche de bomberos—. ¡Ayúdenme, por favor!
El hombre no se detuvo ni demostró temor alguno; giró en la esquina y corrió por el pavimento mojado hasta que ella dejó de oír las sirenas y la confusión del hotel. Hasta que dejó de oír los sonidos de la seguridad.
Entonces se detuvo abruptamente. Elizabeth recordó las instrucciones de Hawk y se dijo que tenía que alejarse de allí cuanto antes, de modo que le mordió el brazo.
—¡Ay! —protestó él, aunque sin soltarla—. ¡Por Dios, Elizabeth! ¿Ésta es tu forma de darme las gracias?
A ella se le paró el corazón. No podía ser verdad. Aunque habría preferido no mirarlo, no saber, era consciente de que no tenía alternativa. Lentamente, se volvió hacia su secuestrador y vio aquellos ojos encendidos de pasión.
—Hawk —murmuró, aturdida.
Él sonrió, con la misma insolencia de siempre.
—¿Esperabas a otra persona?
—No me lo puedo creer…
—Pues tendrás que hacerlo, porque aquí me tienes.
En aquel momento, Elizabeth sintió que el mundo que la rodeaba había desaparecido. No sabía qué decir. Llevaba dos años sin ver a su antiguo guardaespaldas; desde la noche en que dos guardias de seguridad habían tenido que sacarlo a la fuerza de la casa de los Carrington.
—¿Ellie? —dijo él, preocupado—. ¿Estás bien?
Elizabeth no estaba bien. No podía estarlo. No cuando Hawk Monroe la sostenía en brazos y la protegía con su cuerpo.
—Sí —afirmó, cortante—. Bájame.
Aunque no parecía encantado con la idea, Hawk accedió. En cuanto apoyó el segundo pie en suelo, ella se tambaleó. Tenía los pies mojados y le dolía el tobillo, pero apretó los dientes para que no la viera vacilar. Quería escapar. No podía creer que Hawk estuviera allí, de pie bajo la lluvia, con un arma en una mano y sujetándola por los hombros con la otra. Tenía su clásico aspecto de chico duro, incluso con sus vaqueros y su chaqueta deportiva. Y como siempre, llevaba la cadena de plata colgada del cuello.
—¿Seguro que estás bien? —insistió él.
Elizabeth cerró los ojos, contó hasta cinco y los volvió a abrir. Él seguía allí, de pie y completamente empapado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con agitación.
—Me ha enviado tu padre. ¿Esos desgraciados te han hecho daño?
—No, sólo me han asustado.
Hawk la llevó hacia la pared para buscar cobijo.
—Es culpa mía —protestó entre dientes.
Antes de que ella pudiera apartarse, antes de que consiguiera que su corazón latiera con normalidad, él guardó el arma en la pistolera y le acarició los brazos y la espalda.
—Estoy bien, Hawk. Créeme.
Elizabeth estaba desesperada por no prestar atención al roce de aquellas manos sobre su piel desnuda, pero no podía. Llovía, hacía frío, y su vestido era demasiado ligero como para hacer caso omiso al calor que le proporcionaban las caricias de Hawk.
Se dijo que tenía que alejarse cuanto antes. El contacto entre sus cuerpos era tan íntimo que se sentía en peligro. Pensó en empujarlo para huir a toda prisa, pero el tobillo lastimado le impedía correr. Y aunque no fuera así, él habría podido alcanzarla con dos zancadas.
No quería tenerlo cerca. No de nuevo.
Como si le hubiera leído la mente, Hawk retrocedió y levantó una mano para mostrarle los dedos llenos de sangre.
—¿Cómo explicas esto? —preguntó.
A ella no la impresionó tanto la visión de la sangre como la expresión que había en sus ojos. Tenía la mirada tan encendida como siempre, pero no por la furia, como la última vez que lo había visto. De no haberlo conocido tanto, habría jurado que sus ojos estaban llenos de miedo y de preocupación.
—No es mía —contestó, casi susurrando.
—¿Cómo?
—Que esa sangre no es mía. Yo estoy bien.
—No es tuya —repitió él, mirándose la mano con incredulidad.
A Elizabeth la aliviaba que hubiera dejado de tocarla, pero no podía evitar seguir sintiéndose incómoda por la cercanía. Y más, viéndolo tan tranquilo con la situación. Era muy extraño. Hawk era la persona más inquieta del mundo, incluso cuando dormía; se movía tanto que su cama siempre parecía una zona de guerra. Sin embargo, en aquel momento estaba inmóvil, mirándose los dedos ensangrentados.
Ella le apartó la mano.
—¿Wesley?
En aquel momento, Elizabeth supo que había cometido un error fatal: tocarlo. El mismo error que había cometido dos años atrás. Trató de no darle importancia, pero él la miró fijamente a los ojos y le robó el aliento.
—Elizabeth…
Antes de que ella pudiera apartarse, antes de que consiguiera que su corazón latiera con normalidad, Hawk la besó apasionadamente.
Hawk se enorgullecía de ser capaz de conservar la calma bajo presión. No se aferraba a ninguna idea si creía que no iba a funcionar. No vacilaba ni improvisaba. Aquéllas eran sus reglas, y gracias a ellas estaba vivo.
Al besar a Elizabeth había atentado contra sus principios. Pero con el mundo explotando a su alrededor y con Elizabeth mirándolo con sus preciosos ojos verdes, no había podido evitarlo. Había abandonado su histórica racionalidad para dejarse llevar por el deseo y la necesidad. La había atraído hacia sí casi con brusquedad, sabiendo que nunca podría tenerla realmente, porque Elizabeth era inalcanzable.
Nada lo había preparado para verla, para sentirla, ni siquiera en el concurrido salón de actos. Ni los recuerdos ni los sueños. Estaba tan arrebatadamente bella, majestuosa y refinada como siempre. La había visto de pie detrás del podio, con aquel elegante vestido negro capaz de enloquecer a cualquier hombre, y no había podido evitar recordar lo que había pasado entre ellos: el calor, la intensidad y la pasión que ella había rechazado.
Estaba avanzando hacia la tarima cuando el salón quedó a oscuras e, instintivamente, había comenzado a correr hacia ella. Hacia la mujer por la que había jurado dar la vida. La misma que lo había despreciado.
Aun así, le temblaba el cuerpo con sólo pensar en lo cerca que había estado de perderla. Había visto cómo la atacaba aquel hombre, la había oído gritar y había sentido deseos de matar.
Sin embargo, en aquel momento lo único que quería era sentir toda su piel. Le acarició la cara y comprobó que era tan suave y tersa como recordaba. Quería jugar con su cabello, pero se había hecho un moño que le realzaba los pómulos y aquellos ojos cautivadores.
Necesitaba asegurarse de que estaba sana y salva, de que estaba entre sus brazos de verdad, de que no era uno de los tantos sueños que lo asaltaban en mitad de la noche.
La abrazó, la tomó de la barbilla y la besó con la misma pasión que en sus sueños y sus recuerdos.
Y ella correspondió con idéntica ansiedad. La boca de Elizabeth sabía a vino tinto y a miedo, a tentación y a destrucción. Estaba aferrada a la solapa de su chaqueta como si temiera perderlo. Pero él jamás se habría apartado de ella. No cuando se estaban besando como aquella noche; la noche en que habían traspasado los límites y el mundo se había reducido a sus caricias.
Hawk la apretó contra su pecho. Estaba viva y no la habían herido. Había llegado a tiempo para ponerla a salvo, y aquello era lo único que importaba.
Comenzó a besarle las mejillas y le deslizó las manos por la espalda hasta tomarla del trasero.
—No —dijo ella, mirándolo a la cara—. Detente. No.
Hawk recuperó la compostura de inmediato. Las palabras de Elizabeth bastaron para sofocar el fuego y devolverlo a la realidad. Se apartó para mirarla y vio que tenía una expresión gélida y oscura en los ojos. No había ninguna emoción en ellos, ni el menor rastro de las horas en las que se habían olvidado del mundo, nada del calor ni del deseo que latía en él. Sólo la misma indiferencia y frialdad de sus largas noches de insomnio en una cama revuelta y vacía. Sintió que algo se rompía en su interior.
—¿Qué es lo que me pides, Ellie? ¿Que me detenga o que no lo haga?
A ella se le encendió la mirada, y el reproche reemplazó el momento de apatía. Hawk le sostuvo la mirada, disfrutando de la pequeña victoria. Ya no pensaba en la forma en que Elizabeth se había marchado de su cama ni en cómo lo había echado de la casa de sus padres. De hecho, había olvidado la indiferencia y las palabras cortantes. Lo único que sabía era que la tenía entre sus brazos y que estaba a salvo.
Maldijo entre dientes y dio un paso atrás. No le iba a dar motivos de queja.
Con los ojos abiertos desmesuradamente, Elizabeth se llevó una mano a la boca. Tenía los labios enrojecidos, pero no por el pintalabios sino por el beso.
—¿Qué crees que haces? —preguntó, casi sin aliento.
—Estabas muy pálida —contestó él, divertido—. Quería que tuvieras un poco de color en las mejillas.
Ella levantó la barbilla, como siempre que intentaba recobrar la compostura.
—Habría bastado con un pellizco.
Hawk pensó que tenía razón, pero no habría sido tan placentero como el beso. Volvió a sacar el arma y miró hacia el hotel. Ya no se oían tantas sirenas, por lo que cabía suponer que se estaba restableciendo el orden. Pronto notarían la ausencia de Elizabeth.
—Nada es tan sencillo contigo —dijo, volviendo su atención a ella.
Elizabeth creía que la vida debía ser de una manera y no podía aceptar que no todo lo planeado acababa por concretarse. Sin embargo, él le había demostrado que estaba equivocada. O al menos lo había intentado, aunque ella le había pagado el gesto aceptando la propuesta matrimonial de otro hombre.
—¿Qué quieres que diga? —añadió Hawk—. ¿Que quería besarte? ¿Que quería comprobar si aún te sabía la boca al vino de la cena?
Ella lo miró con incredulidad.
—¿Qué haces aquí?
—Salvarte la vida, según parece.
Elizabeth se frotó los brazos para entrar en calor. Estaba temblando.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
Hawk se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.
—Toma —dijo, casi gruñendo—. No deberías salir medio desnuda cuando hace tanto frío.
En vez de tirar la prenda al suelo, como él había imaginado que haría, Elizabeth la aceptó agradecida.
—Dime la verdad, Wesley. ¿Por qué estás aquí?
Hawk sabía que la policía llegaría en cualquier momento, y necesitaba que Elizabeth comprendiera la gravedad de la situación y colaborara con él.
—Me ha enviado tu padre. Jorak Zhukov se ha escapado de la cárcel.
Ella se puso pálida. Después de la terrible experiencia de su hermana, la mera mención de Zhukov bastaba para que el miedo le helara la sangre.
—¿Por qué tú? ¿Por qué no Aaron o Jagger o cualquier otro?
—Porque tu padre sabe que soy el mejor —afirmó—. Y tú también.
A Elizabeth le brillaron los ojos con la llama del recuerdo, pero se apresuró a ocultar la emoción y bajar la vista. Hawk no sabía si reír a carcajadas o pegar un puñetazo a la pared. Todo seguía igual. Aunque sabía que una relación entre ellos no tendría futuro, el rechazo seguía resultándole intolerable. Mientras él ardía por dentro, ella seguía tan fría e inalcanzable como siempre. Reprimió la reacción, porque no quería que creyera que seguía teniendo poder sobre él. No lo tenía. Nunca lo había tenido. Sólo era la adrenalina, la atracción por el riesgo.
—¿De dónde ha salido la sangre? —preguntó ella, mirándole la mano—. ¿Le has pegado un tiro a alguien?
—¿Contigo en la línea de fuego? ¡Por favor, Elizabeth! ¿Qué clase de tipo crees que soy?
—Entonces, ¿de dónde ha salido?
A Hawk no le pasó inadvertido que había evitado contestar a su pregunta. Pero no necesitaba que lo hiciera, porque sabía perfectamente la clase de tipo que ella pensaba que era.
La lluvia se había vuelto más intensa, y había empezado a granizar. A pesar de la chaqueta, Elizabeth seguía temblando. Un hombre compasivo la habría rodeado con sus brazos para darle calor. Sin embargo, por mucho que odiara verla temblar, Hawk no quería arriesgarse a un nuevo rechazo. Se dijo que la necesidad de abrazarla era una mera cuestión de instinto, de caridad humana. Nada más.
—Supongo que el hombre de Zhukov se ha hecho una herida al caer y te ha manchado de sangre.
Hawk había tropezado con el agresor y también había caído al suelo. El golpe le había dolido, aunque no tanto como los gritos de Elizabeth.
—Zhukov —murmuró ella—. ¡Dios mío! ¿Dónde está Miranda?
Él se asomó a la calle y comprobó que la zona estaba despejada.
—Sandro está con ella. Están a salvo.