Marina Herrera (Saltillo, Coah., 1977)
Licenciada en Lengua y Literatura; desde 2004 es asesora de observación y práctica docente en la Escuela Normal Superior del Estado en la especialidad de Español.
De 1996 a 2004 participó en talleres literarios dirigidos por Rafael Ramírez Heredia, Guillermo Samperio y Gerardo de la Torre. Como narradora, recibió el estímulo a “Jóvenes Creadores” del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (2004-2005). En 2007 su libro de cuentos, El cuerpo incorrupto, fue editado por el Instituto Coahuilense de Cultura en la colección “La Fragua”.
Incursionó en la dramaturgia con Sé hombre y dispara (2016), ¿No escuchas que se acercan? (2017) —producto del taller de dramaturgia en línea del Centro Cultural Helénico— y Alimentar a las bestias (2018), llevadas a escena por el grupo “Calaverita de Azúcar Teatro”.
El cuerpo de Simón transita por el camino que va desde el panteón hasta el pueblo; el mismo trayecto que recorrió dos semanas atrás en sentido inverso, a marcha lenta, sobre una carroza fúnebre, dentro de un ataúd, oficialmente muerto.
Si tuviera a su merced los pensamientos, razonaría sobre aquella sensación de ser jalado por un cordón invisible liado a las coyunturas en brazos y piernas, anudado el cabo principal por el tórax y de ahí a la cabeza que, por sí sola, no podría mantenerse firme. Recapacitaría su ridículo tambaleo y, particularmente, en el hecho de que no tiene idea a dónde lo lleva esa fuerza que lo levantó de la tumba, haciéndolo arañar la vestidura mortuoria, golpear la madera con los nudillos hasta dejarlos en los puros huesos y emerger desde el útero de la tierra húmeda para sacudirse los gusanos, en un segundo nacimiento.
“No existe el infierno, Pau, tampoco el cielo. La muerte es una oscuridad terca que nos convierte en carroña. Más allá no hay luz y los que regresamos, sólo encontramos tinieblas”, diría sobre esa quimera de la vida tras la muerte, aprendida desde niño, a golpe de pecho, durante los catecismos dominicales. Pero Simón nada dice, la voluntad le fue despojada violentamente con su defunción. Jacinto fue el culpable.
Se festejaba la entrada de la primavera con el baile tradicional en la plazuela. Para Simón y Paula sería la última fiesta a la que asistirían como novios. Los hombres y mujeres que hicieron fila para ver el cadáver macheteado fueron los mismos que se formaron para bailar con la pareja, antes de que llegara el turno de Jacinto.
A cuchicheos, las comadres se encargaron de recordar el suceso que marcó la vida de la muchacha en otros tiempos, cuando aún no le bajaba su primera regla: Paula llevaba un vestido color melón con flores blancas bordadas en el pecho, venía de la tienda cargando cuidadosamente un kilo de azúcar, como quien sostiene un bebé recién nacido. A esas horas Jacinto trabajaba en el taller mecánico de la esquina, pero cuando vio a la pequeña atravesar la calle detuvo sus labores y dio un trago al refresco tibio, escupió una bola de saliva espesa acumulada en el paladar y se acercó al portón por donde ella pasó.
Nadie escuchó el susurro babeante que la petrificó; todo el pueblo recordaba la estela escarchada de una niña con una mano de grasa pintada sobre los retoños bordados en blanco.
“¡Esta fue mía primero!”, gritó Jacinto zarandeando por el brazo a la agraviada, quien se había negado a bailar una pieza con él.
Simón dejó en medio de la pista a Má Zahara para auxiliar a su prometida. La ofensa hizo empuñar el primer machete que arrancó tres dedos a Jacinto en una tajada; el segundo surcó el cuello de Simón, “desde la yugular hasta las cuerdas vocales”, apuntó el médico del pueblo en su informe.
El futuro de Paula se derramó en una laguna casi negra de tan roja y se extendió por el empedrado con las suelas de los curiosos que se fueron cuando se llevaron al difunto. Murió con los ojos abiertos, clavadas las pupilas en el rostro de su novia, con la incertidumbre de sus primeros días de noviazgo y esa mirada quedó como una herencia de culpa en el espíritu de la que pudo haber sido su esposa y que, antes de eso, viuda fue.
“No es cierto mi amor, no es cierto” gritaba; nunca fue tan verdadera su palabra, como cuando clamó llorando —con menos dolor, con menos orfandad— “no es cierto, papito, no es cierto”, después del castigo impuesto con una varilla sobre la espalda en piel reventada bajo el vestido melón, el de los capullos ultrajados.
Fluidos infecciosos descomponiendo tejidos, sangre prieta detonando vejiguillas, carnes expuestas, putrefactas, desde el rostro hasta las plantas de los pies descalzos. “¡Sin zapatos!”, pensaría Simón, el vivo. Él, quien no salía a la calle sin el mejor calzado, con la mejor gala, planchada de almidón por Má Zahara, ahora va hecha harapos, “porque la ropa, junto con el cuerpo, el alma y el pensamiento, también se pudren, se hacen polvo... y esto es lo único cierto de todo lo que se dice en la iglesia”. Más que encarnado en pena pareciera un borracho en sus andanzas. Una troca foránea pasa despacio con la intención de pararse y le echa las luces. “Es un briago”, piensa el conductor y da marcha rápida al vehículo. “¡Qué vergüenza! ¡Qué pena me da estar muerto!”, se quejaría.
Llovió fuerte en la tarde, pero la brizna dilata el rayo lunar como un proyector; la única sombra es la del noctámbulo rumbo al pueblo. “Esta voz te guía, esta palabra te protege en los caminos”, se escucha balbucir al viento, y el cuerpo imantado se deja traer hacia su destino, sin memoria.
No pesa en él recuerdo alguno, Má Zahara no le significa. Sus pezones agrietados lo amamantaron cinco años hasta secarse y no les valió menos el olvido; tampoco escapó al desdén la voz añosa susurrando por una abertura en la puerta: “Ándele mijito, levántese que se le hace tarde pá supervisar la labor”. Luego se recriminaba el atrevimiento: “Duérmase otro ratito, buena falta le hace.”
Má llegó con discreción, sin ruido ni preámbulo, y en principio muchos la tomaron como la nueva cocinera en la casa principal. Fue después del bautizo cuando la descubrieron entre las fotografías, cargando a su criatura, escondida bajo el brazo del patrón. Cuando hicieron las conjeturas, los invitados se guardaron la vergüenza de haber apurado a la nueva señora con las tortillas y el licor en el banquete.
Con muchos años encima, las mujeres terminan por perdonarle que se hubiera quedado con el mejor partido, pero siguieron criticando su facha de mulata desnutrida, unas y otras especulaban acerca de los secretos con los que consiguió metérsele en la médula a tan distinguido caballero. Al final se convencieron de que su trato complaciente hacia él debía concretarse con mayor empeño en el colchón, de ahí el porqué don Poncio no volviera a giñar el ojo ni a solteras ni a casadas.
Él la encontró perdida en el desierto. Nada había por tratar en aquellos lugares y ninguna vez volvió a pasar por la vereda en donde la vio trabada en rezos, con un librito negro apretado entre las manos. La camioneta azul le abrió la portezuela hacia una vida próspera que supo agradecer. Por eso cuando su bienhechor murió, Simón obtuvo como derecho universal la servidumbre voluntaria de su propia madre. Má veía en los criados a usurpadores de un imperio ganado con el poder de sus rodillas sangrantes cuando pulía las baldosas del caserón o con las manos ardorosas por lavar a mano la ropa de la jornada: “Las lavadoras son para las flojas; nada como la espuma que saca el lavadero”, repetía.
Simón nunca le escuchó una negativa. Ella entendía las sugerencias como ordenanzas y las indirectas como mandatos, por eso el hijo tuvo el cuidado de no recaer en la una o en la otra, sobre todo cuando el fémur de la anciana de desbarató como un mazapán y quedó medio coja, pero con el ánimo servil intacto.
El reposo le venía nomás cayendo la noche y, con el mismo afán matutino, se recogía frente a un altar instalado en su ropero adornado con dibujos de santos que fue mostrando a su hijo. “Ellos —decía— protegieron a mi familia desde tiempos inmemoriales”. Allí ofrecía letanías en lenguas incomprensibles y cánticos dichos como un suspiro fluido y amplificado con el eco de los muros, entre las veladoras, proyectando una oleada rumorosa de luz por debajo de la puerta.
A lo lejos se advierte otro caminante; es el guardia del panteón que va tarde a la vigilia. Se toca el cuchillo por el mango sólo por asegurarse, no vaya a ser un ladrón caminero. “Son los vivos los que provocan temor”, se ha dicho. “¡Eh, Simón!”, saluda al reconocer la silueta y cuando la distancia lo separa, el miedo percute sus rodillas al acordarse de que él mismo ayudó a descargar el cuerpo. Ya frente a la fosa perderá el temple que su oficio le arraigó.