Al capitán Guillermo Jaramillo se le debe la existencia de este libro: fue quien lo sugirió y quien estableció contactos con la línea aérea carguera TAMPA para que lo patrocinara. A él nuestro agradecimiento, y a TAMPA, muy especiales. Contertulios, igualmente, Alberto Jiménez, el connotado Culebro y el Capitán Ignacio Ossa, colaboraron inmensamente en más de muchos sentidos con informaciones y sugerencias. A ellos nuestro agradecimiento muy profundo.
A doña Margoth Uribe de Echavarría van iguales nuestros agradecimientos. Ella nos suministró muchas informaciones sobre su padre, don Guillermo Echavarría.
También debemos agradecimientos al doctor Héctor Mejía Restrepo, quien nos permitió insertar una semblanza suya muy atinada sobre don Gonzalo Mejía. De su libro, Gonzalo Mejía, 50 años de Antioquia, que ha agotado dos ediciones y es excelente, tomamos muchos datos sobre el destacado hombre público.
Debemos agradecer también al excelente, desinteresado, colaborador amigo Jorge López. Él nos suministró muchos datos sobre don Luis H. Coulson y sobre don Jorge Coulson.
Y al hermano de Pedro Gerardo Ramírez, uno de los pilotos que cumplió con Hugo Molina el relevo de la tripulación cuando el secuestro del avión de SAM. Nos suministró muchos datos, y la prensa que narró la odisea. A él nuestros agradecimientos.
Mario Escobar Velásquez
Echavarría, Guillermo, De la mula al avión: compañía colombiana de navegación aérea. Medellín, Sevigráficas, 1989.
Boy, Herbert, Una historia con alas. Madrid, Guadarrama, 1955.
Mejía Restrepo, Héctor, Don Gonzalo Mejía, 50 Años de Antioquia. Bogotá, El Sello, 1984.
Forero, José Ignacio, Historia de la aviación en Colombia. Bogotá, Aedita, 1964.
Ossa, J. Ignacio, Por donde van las nubes. Medellín, Gráficas, 1993.
Guillermo Echavarría Misas
De los Echavarrías, los de la casta de don Alejandro, que tan entroncados estuvieron en la historia de Antioquia, se dijo siempre en estas escarpas abundantes y en los valles escasos, muy cariñosamente, que “del cóxis al suelo medían una cuarta”. Era una exageración, pero no demasiada. Para la mayoría de ellos el dicho era una buena aproximación. Para el final de la vida engruesaban un poco, y se veían macizos.
Pero, también para la mayoría, lo que les faltaba en estatura corporal lo completaron con la desmesura de su talla espiritual. Para muchos de ellos el calificativo de “grande” era, no una exageración, sino una realidad.
Con el apelativo de grande nos es grato clasificar a don Guillermo Echavarría Misas, un hombre sencillo, de grandes ojos que parecían adentrarse en el alma del interlocutor, y leerla, y que durante la pro longada existencia de noventa y seis años estuvo dedicando la ma yor parte de ella a servir a la sociedad.
Tuvo, desde muy joven, una gran visión para los buenos negocios, y de esos realizó muchos en su vida hasta edificar una fortuna de nota, y en ninguno de esos negocios fracasó, salvo en el que hubiera sido el más importante, y en el que demostró muy a las claras el alcance y la profundidad de su visión. Nos referimos al negocio de la aviación como transporte en Colombia, en el año de 1919, cuando las regiones estaban en la práctica incomunicadas, porque a la República la recorren tres grandes y altos ramales de cordillera. Estos, en la carencia de carreteras, eran muy difícilmente franqueables. Don Guillermo previó que sería la aviación la que uniría a las regiones, y, en asocio de otros antioqueños a quienes su verbo convenció, fundó la Compañía Colombiana de Navegación Aérea.
Que haya sido la primera compañía comercial de aviación que se fundó en el mundo, o la segunda, como suele discutirse a veces, una discusión con adeptos empecinados, carece, a nuestro ver, de importancia. Lo trascendente fue la capacidad deductiva que nuestro pequeño-grande hombre tuvo luego de asociar la propiedad de ir por el aire, rectamente, sin descender a valles ni escalar cordilleras, a mayor velocidad, y muy suavemente, con nuestra topografía específicamente escarpada.
Ni uno solo de sus cálculos estuvo errado. Todas sus conclusiones fueron correctas. Lo que no pudo prever, porque no era previsible, es que los aviones Farman, que se comercializaron en el mundo primero que los de otras marcas, adolecían de graves defectos, tales como el estar construidos de madera para aligerar el peso del fuselaje, dado que los motores que los sostenían eran de muy escasa potencia. Eran, a más, biplanos, aviones que demostraron después su escasa operabilidad si se les compara con los monoplanos. A más, no estaban hechos para nuestros trópicos, sino para los cielos más calmos de Europa. Acá, con corrientes de aire desmesuradas en potencia, anchura y altitud, y con un clima de elevadas temperaturas, se agravaban los defectos de esos aviones.
Otros, de un diseño más avanzado, metálicos, con estructura de celdillas que daban buena rigidez al fuselaje, pero partiendo de una liviandad, y construidos en Alemania por el inventor de apellido Junker, y pese a que también fueron duramente golpeados por las inclemencias tropicales, pudieron soportarlas, y con ellos se fundó a la SCADTA, que pervive en la Compañía AVIANCA, que opera internacionalmente desde hace décadas, pero que desde sus inicios venció a la incomunicación de nuestras regiones.
Los aviones le fallaron a don Guillermo: solamente ellos. Toda la infraestructura que él edificó estuvo correctamente especificada y construida: aeropuertos, hangares, talleres, oficinas, cupones de vuelo, etc. Y fue él quien se “inventó” el correo aéreo. Aplicando las mismas deducciones que tuvo para las dificultades que para transportarse tenían las personas en Colombia, supuso las ventajas de toda índole, desde familiar hasta comercial, que tendría un correo que en el transporte tardara días u horas, y no meses, como el llevado en el lomo tardo de la mula por unos caminos inciertos. Nadie le disputa a él en este aspecto la primacía. Y todo en el andamiaje del correo aéreo estuvo perfectamente diseñado, desde estampillas para el franqueo y los matasellos de las mismas: especies que él diseñó y que hoy suponen fortunas para los aficionados a coleccionarlas. Todo bien estructurado, hasta las estafetas y la distribución.
Después de eso don Guillermo se dedicó a la ganadería. En grande. En las sabanas de Bolívar fue comprando lotes aledaños hasta que se hizo a un verdadero latifundio de doce mil hectáreas. Importó toros padres de la raza Cebú, y fue el primero en tener en el país ganados de la raza charolais. Después de ver en Estados Unidos los resultados magníficos que para el engorde daba la yerba pangola, introdujo las semillas. Muy pronto, entregando esquejes y semillas a conocidos, la hierba se extendió por el país, cultivada. Heredadas de su padre, las cualidades cívicas de don Guillermo Echavarría fueron destacadas, y las ejerció a lo largo de toda su vida, sin interrupción. Decimos que heredadas porque, en alguna vez en que su madre padeció una enfermedad seria cargada de sufrimientos, y salió de ella, Don Alejandro, el padre, meditabundo, dijo a sus hijos:
—Si con todos los medios de la fortuna los sufrimientos de la madre fueron los que fueron, puedo imaginar cuáles serán los de los po bres que carecen de recursos. Voy a empeñarme en la fundación de un gran hospital en Medellín que palíe las necesidades de salud de los pobres.
Dicho, y hecho. Don Alejandro reunió a los más notables de la ciudad, e inició campaña para la fundación del Hospital de San Vicente de Paúl. Si resulta un poquitín exagerado, apenas un poquitín, decir que él fue el fundador, alma y nervio, de esa obra monumental que no alcanzó a ver concluida, no lo es decir que fue su gestor principal. En su lecho de muerte llamó a don Guillermo y le encargó la ponderosa tarea que él había venido cumpliendo de ser el administrador de las obras del Hospital. Don Guillermo cumplió la tarea hasta el final. Años y años fueron los dedicados a esa tarea, ad honorem, como dicen los picapleitos. Porque en 1928 fue nombrado presidente de la junta constructora del Hospital de San Vicente de Paúl. Ejerció esa Presidencia hasta 1934, cuando se terminó el hospital, y se inauguró, pero continuó hasta siempre siendo miembro de su junta directiva.
Fue socio fundador del Club Rotario de Medellín, y perteneció a la entidad hasta su muerte.
Cuando don Gonzalo Mejía fundó a UMCA (Urabá-Medellín Central Airwais), la empresa aérea que unió a Medellín con Ura bá y con Centroamérica, don Guillermo fue miembro de la jun ta directiva. Y, como lo había hecho antes cuando la CCNA, adecuando un aeropuerto para su propia empresa, secundó ahora vigorosamente, eficazmente, a don Gonzalo en la tarea de dotar a la ciudad de un aeropuerto competente. Es el que ahora conocemos como el Olaya Herrera. Ese aeropuerto debió llevar el nombre de Gonzalo Mejía, pero ya diremos de los cimeros desagradecimientos de Antioquia para quienes le han servido desinteresadamente.
Don Guillermo Echavarría alcanzó la longa edad de noventa y seis años. Cuando ya había sobrepasado los ochenta se había propuesto como meta llegar a los ciento, y competía consigo en la tarea, alentándose. Cien años vividos son una meta difícil de lograr, y él casi que la tiene.
En el ancho pecho no le cabrían las condecoraciones, filadas. Las tuvo en cantidades magnas. Más adelante se detallan. Él las tomaba como deben ser tomadas: deportivamente, un poco displicente, un poco agradecido, sin darles demasiada importancia. Lo que importa en la vida de un prohombre no son las condecoraciones, ni los reconocimientos, sino los hechos que cumplió, las obras que edificó o sostuvo, sus comportamientos. Él lo sabía bien. Pero no puede negarse que son un medio, uno de los pocos, que las sociedades tienen de manifestar reconocimientos a quien las han servido. A veces, a las condecoraciones, las alcanzan algunos de cuyo fervor cívico, o patrio, puede dudarse. Pero ninguno de esos fugaces las logra en las cuantías de los verdaderos líderes.
Tuvo disciplinas inusuales en hombres de acción. Fue miembro de la Sociedad Bolivariana de Historia, y de la Academia Antioqueña de Historia. Y escribió dos libros: uno es la biografía de Camilo C. Restrepo, gobernador que fue del departamento de Antioquia, y la tarea la cumplió a cabalidad, investigando en el amplio tema concienzudamente, ayudándose a más del conocimiento personal que tuvo del personaje. Y a su tarea como presidente de la extinta Compañía Colombiana de Transporte Aéreo la narró en otro libro, con un título muy bien pensado: De la mula al avión, que es todo un compendio de sus motivos para la fundación de esa Compañía. Leyéndolo, uno puede bucear hondamente en el alma sencilla, sin alardes, de don Guillermo, en su modestia. No quiso erigirse personaje. No quiso justificar en modo ninguno el fracaso de la entidad, disculpándose. Con mucho tino inteligente narra la ristra de hechos, uno atrás del otro, de lo que fue su manejo de la Compañía, de los accidentes sucesivos que dieron al traste con ella. Los narra objetivamente, y el lector capta allí la dignidad que abunda. No hay una sola queja a lo largo de las pocas páginas. No atribuye culpabilidad a nadie, pero exalta la labor de otros: mecánicos, aviadores importados, uno de los cuales descansa con sus huesos en esta tierra lejana de la suya, Francia. Don Guillermo sabía reconocer méritos, algo que a muchos les cuesta tantísimo. Uno aprende de sus manejos el sistema metódico de erigir una empresa, el de tomar decisiones, algunas de ellas que llevarían a pérdidas significativas de dinero como en el caso del avión Goliath, que tenía en los motores unas piezas defectuosas que lo hacían inseguro. Don Guillermo no vaciló en desguazarlo, antes que tratar de paliar en algo las pérdidas de la empresa endilgándoselo a otros. El libro es la constancia de la existencia de una compañía aérea que fracasó, pero a su través se lee sobre don Guillermo, sin que él lo quisiera: nada más se retrató, sin pensar en retratos. Los hechos pintan a cada quien mejormente que un pintor. Tal vez tenía sabido que con las palabras se engaña, dada su flexibilidad y su abundancia, pero que con los hechos no: los hechos son duros como estacas. Para quien sepa interpretarlos los hechos narran mejor que muchos tomos de palabras. Así es como hemos leído a don Guillermo a través de sus hechos, y el personaje nos encanta. Lista de las distinciones y condecoraciones otorgadas en vida a Guillermo Echavarría Misas:
Orden de los fundadores
Fondo Ganadero de Antioquia
Propulsor de la aviación comercial en América
AVIANCA
Canciller de la orden de la cruz del mérito aeronáutico, en la categoría de “Gran cruz”
Presidencia de la República
Pionero de la aviación comercial
Instituto Iberoamericano del Derecho Aeronáutico
Cruz de Boyacá
Presidencia de la República
Ganadero emérito
Federación Antioqueña de Ganaderos
Orden del mérito hospitalario
Junta del Hospital Universitario San Vicente de Paúl
Condecoración Jorge Bejarano
Homenaje de la República a sus servidores en la Salud
Estrella de Antioquia
Gobierno Departamental
Medalla Paul Harris Fellow
Rotary Internacional
Consejero de honor
Federación Colombiana de Ganaderos
Hacha de Antioquia
Municipio de Medellín
Mérito agrícola
Sociedad Antioqueña de Agricultores
Caballero de la orden del mérito agrícola
República de Colombia
Como se ve, las distinciones son numerosas. Solamente por ellas, escrutándolas, el lector pudiera deducir con acierto qué actividades ejerció don Guillermo, y afirmar que se destacó en cada una.
Y, casi como una chiva periodística, podemos anticipar que el Gobierno Nacional emitirá próximamente estampillas que honran a las cien más grandes personalidades que ha tenido el país, que lo han servido denodadamente: una de esas cien personalidades es don Guillermo.
Los hombres pasan, fugazmente. De ellos, sobre la superficie también mudable del planeta, quedan sus obras: ellas son el retrato de quien las ejecutó. Todo lo demás es perecedero.
Quien toma asiento en un avión de los de hoy para un viaje nacional o intercontinental, mullidamente, atendido por camareras que le suministran viandas, con una seguridad que se puede calificar de total, pues su aproximación al ciento por ciento es del orden de las cienmilésimas (99,99999), en una cabina con aire presurizado que no le causa ninguna molestia sino que se las evita, y cumpliendo un itinerario veloz, no podría jamás imaginar lo que fueron los vuelos en la época de los pioneros que hicieron posible la aviación de hoy. No únicamente lo registramos porque es histórico el vuelo primero de un piloto italiano y otro nacional, desde Barranquilla en un avión Fokker dotado de ruedas hasta Medellín, sino porque la descripción del mismo que hace el coronel José Ignacio Forero P. es, a más de divertida, muy ilustrativa de esas épocas.
Hemos preferido, en lugar de reseñarla, hacer una transcripción literal de la narración de Forero. Es la que sigue:
A principios de 1924 llegaron a Barranquilla dos aeroplanos monomotores Fokker, aviones que habían sido utilizados durante la Gran Guerra como aparatos de observación. Dichas máquinas estaban provistas de un motor alemán BMW (traducida del alemán: Fábricas Bávaras de Motores) y de una cabina para piloto, copiloto y un pasajero, o piloto y dos pasajeros. Tenía asimismo un pequeño tanque de gasolina debajo del fuselaje con combustible para dos y media horas de vuelo. El entonces presidente de la SCADTA, doctor Von Bauer, se había dado cuenta hasta la saciedad de que Colombia necesitaría pronto aviones de ruedas para llegar hasta la puerta de las principales ciudades, cosa que no podían hacer los hidroaviones. De ahí, entonces, la compra de esos dos aviones que fueron sometidos a una rigurosa inspección por los técnicos alemanes. Tripulantes de ellos fuimos nombrados mi grande amigo el piloto italiano Feruccio Guicciardi, de la Fuerza aérea italiana, como piloto, y el que estos recuerdos escribe como copiloto.
Una vez que todo estuvo listo el primero de estos aviones, bau tizado Medellín, y después de repetidos vuelos de prueba en la costa, levantó el vuelo el 15 de diciembre de 1924 a las ocho y media de la mañana, de Barranquilla y con destino a Puerto Wilches y a Medellín. Las cosas a bordo habían empezado perfectamente bien, pero, por desgracia, a la altura de Calamar empezó a estornudar el motor y no fue posible calmarle el resfriado. Tuvimos entonces que dedicarnos a la poco grata tarea de descubrir el lugar que nos permitiera realizar un aterrizaje de emergencia. Después de mucho buscar en los alrededores de Calamar sin encontrar nada, y como nos alejáramos cada vez más de aquel puerto, resolvimos hacerlo en un pequeño claro del barranco en la orilla del Magdalena. Al llegar al borde del barranco el lado derecho del tren de aterrizaje golpeó la parte superior de un tubo de 4” que había allí para amarrar planchones de los barcos. Por suerte el tubo estaba bastante oxidado, no opuso mucha resistencia al golpe, y éste nos sirvió, al contrario, para disminuir la velocidad del avión y hacer un aterrizaje perfecto.
Al examinar el motor vimos cómo los inducidos de los magnetos se habían derretido totalmente. La Tropical Oil Company dio inmediato aviso de lo que ocurría a la SCADTA en Barranquilla, y dos horas más tarde teníamos en Calamar a Von Krohn y al Loro Gorrochateguí con varios repuestos de magnetos nuevos. Como el claro en donde habíamos aterrizado era muy corto, Guicciardi regresó solo a Barranquilla, en tanto que yo lo hacía en el avión Cauca con Von Krohn.
Era la última vez que volaba en su compañía. Un fatal accidente lo acechaba en tierra colombiana.
Durante cinco días El Loro Gorrochateguí estuvo inspeccionando el motor de El Medellín, ensayándolo en repetidas ocasiones y al domingo siguiente, 20 de diciembre de 1924, salimos temprano de Barranquilla para efectuar el primer vuelo en un avión de ruedas hacia Medellín. Como ya lo dije, el tanque de aquellos aviones era muy pequeño y su contenido solo alcanzaba para dos horas y media de vuelo. Para obviar este inconveniente, los técnicos de SCADTA habían colocado en la pequeña cabina ocho latas de cinco galones cada una, de las mismas que utilizaba la Tropical en aquella época. A dichas latas se les había soldado en la parte inferior un pequeño tubo de 5/16”, con tapón de rosca, todo lo cual estaba destinado a reaprovisionar en pleno vuelo al avión, con la ayuda final y preciosa de una manguera de caucho semejante a la de un box. Cada media hora de vuelo yo hacía las veces de galeno en aquella Operación Tetero desenroscando el tapón de una lata, destapando el tanque, poniendo la manguera y trasvasando gasolina en pleno vuelo.
Naturalmente no contábamos con la huéspeda y antes de llegar a Puerto Wilches se acabaron las ocho latas, en el preciso momento en que Guicciardi me decía que reaprovisionara. Me supuse que la aventura de Calamar habría de repetirse y empecé a echarle ojo a algún sitio que nos permitiera aterrizar, cuando de repente divisamos a Puerto Wilches. Según las cuentas de Guicciardi la gasolina del tanque estaba agotada, y según las mías en las latas no quedaba con qué llenar un encendedor. Por fortuna un buen viento de cola nos empujó suavemente hasta un potrero de espinos en cuyo fondo había un vallado de altos árboles. El Medellín aterrizó a bastante velocidad yendo a detenerse entre los árboles. Consecuencia: cuatro agujeros bastante grandes en cada plano. Y nosotros sin un rasguño, lo cual no era poco decir.
Inmediatamente nos pusimos a arreglar el daño en los planos con los materiales que llevábamos a bordo para semejantes emergencias: cola de la que usan los carpinteros y zaraza, productos que por previsión habíamos comprado en Barranquilla. Sin embargo nos encontrábamos lejos de Puerto Wilches y no teníamos manera de hacernos a un poco de agua caliente para diluir la cola. Al fin, pagándole a una vieja, logramos conseguirla. En seguida cortamos los parches de zaraza y los adherimos a los planos, pero un nuevo tropiezo se nos presentó. Eran las doce del día, la canícula tropical caía sobre Wilches como plomo derretido y nos dimos cuenta de que el pequeño potrero en que habíamos aterrizado estaba lleno de espinos en los que la hélice, de madera, podría romperse en el despegue. Hubimos pues de ponernos a buscar campesinos que limpiaran un trayecto del potrero pero, por ser domingo, no quisieron trabajar a ningún precio.
Sin amilanarnos, pero tampoco en el colmo de la felicidad por esta serie de menudos pero graves contratiempos, nos pusimos, Guicciardi y yo, a cortar espinos en un largo trayecto, tolerando un calor infernal hasta que literalmente ya no pudimos más. Derrotados por aquella temperatura insoportable y sin siquiera esperar a que los parches pegados se secaran, reanudamos vuelo hacia Medellín, pensando que sólo faltaría que se nos rompiese la hélice contra algún espino al levantar el vuelo. Por fortuna despegamos rápidamente. Al volar sobre Barranca le puse el primer tetero de dos latas al tanque y a la altura de Puerto Berrío las otras dos. Cuando volábamos sobre la depresión de La Quiebra observé que una punta del parche del plano izquierdo empezaba a levantarse. Con la eficaz ayuda del viento no tardaría en volverse hilachas. Parecía que no habíamos llegado al fin de nuestras penalidades en aquel viaje, y esta se anunciaba como la peor de todas. Se lo indiqué a Guicciardi que me miró y me dijo indicándome con la mano: “Ahí está Medellín”.
¡Ya era tiempo!
Una vez sobre la capital antioqueña le pregunté en dónde quedaba el campo puesto que yo no alcanzaba a localizarlo. Guicciardi hizo un viraje a la izquierda y me dijo: “Allí en donde está aquel gentío”. El aeropuerto no era cosa distinta a una manga en la finca El Guayabal, de propiedad de don Jesús Sierra –hijo de don Pepe–, manga que dividía de otra una cerca de altos sauces, enmarcada entre el río Medellín y la carretera que conduce a Envigado.
Con la cantidad de vuelos que había realizado en Barranquilla me daba cuenta perfecta de la cantidad de pista que necesitaba este avión para aterrizar. Aquella me parecía pequeña, y así se lo hice saber a Guicciardi. Su respuesta fue “Este avión aterriza bien ahí”. Ante esa respuesta concluyente no me quedó más que asegurarme las correas del asiento y agarrarme de un pasamano de tubería frente a aquel. Minutos después el primer intento de aterrizaje falló, dado que los sauces eran bastante altos y cuando acabó el potrero el avión todavía estaba planeando. Dimos, en consecuencia, otra vuelta a Medellín, y repetimos la maniobra apagando el motor antes de llegar a los consabidos sauces. Esta vez la nave tocó tierra a escasos cuarenta metros de donde terminaba el potrero adornado de un ancho cercado de piedra, a donde llegó el Fokker Medellín a buena velocidad, pues en esa época los frenos en las ruedas de los aviones eran desconocidos. La estrellada contra el cercado de piedra fue bastante fuerte. Yo me di un golpe contra un paral del fuselaje y quedé medio viendo estrellas. A los pocos minutos oía como entre gallos y medianoche a Guicciardi preguntándome qué me pasaba. Le contesté que nada.
Cuando miré en derredor mío, ya más o menos repuesto del porrazo, lo que primero vi fue a la más bella colección de piernas femeninas que me haya sido dado admirar. Aquello me pareció una pesadilla. Nunca había visto a tantas simultáneamente. Por fin me di cuenta de que estábamos sentados en el suelo; al estrellarse el avión, el tren de aterrizaje salió hacia atrás y el fuselaje había quedado totalmente a ras del suelo. Por fortuna el avión estaba asegurado y SCADTA no perdió un céntimo en el accidente.
Poco después de este accidente Guicciardi regresó a Barranquilla para traer el segundo Fokker y a mí se me dejó en la capital antioqueña con el encargo de convencer a don Jesús Sierra, dueño de los potreros en donde se encontraba nuestro flamante terminal aéreo medellinita para que, a cualquier precio, nos arrendara una manga más de su hacienda El Guayabal, a fin de que nosotros pudiéramos prolongar la pista y no darnos más de narices contra su condenado cerco de piedra. Don Jesús, con un criterio que no hacía mucha honra, ciertamente, al proverbial espíritu emprendedor de los antioqueños, se cerró en sus trece, aduciendo como razón la muy curiosa de que las ruedas de los aviones le dañaban el pasto que él destinaba a sus ganados. Y lo curioso es que en forma parecida pensaba la mayoría de los colombianos para quienes eran más importantes las vacas que los aviones. Al fin don Jesús entró en razones y accedió a alquilarnos una manga más, pero fue otra hazaña de diplomacia verbal convencerlo de que nos dejara tumbar los sauces que dividían los dos potreros que, me supongo, no habrían de servir de forraje a los novillos.
En los primeros días de 1925 Guicciardi salió de Barranquilla acompañado de uno de los primeros mecánicos de SCADTA, David Herrera, pero al llegar a la depresión de La Quiebra y como el tiempo estuviera deplorable y le empezara a faltar gasolina, aterrizó en una isla del Magdalena frente al hotel del mismo nombre. A media noche el río empezó a crecer y al día siguiente, de madrugada, Guicciardi salió de nuevo hacia Medellín a donde llegó al cabo de una hora de vuelo aterrizando en el moderno y reacondicionado aeropuerto El Guayabal, que era una manga más.
Por especial deferencia para Guicciardi y para conmigo, don Clímaco Mejía nos había ofrecido alojamiento en su casa de El Guayabal, ocupada por su distinguida familia, y no dejó ni un instante de estimularnos con sus consejos y atenciones. En aquella casa que todavía existe planeamos con Guicciardi los primeros vuelos en que estaba empeñada SCADTA, es decir a Manizales y a Cali. Na turalmente teníamos que suplir los servicios de una estación meteorológica y para ello nos ingeniamos los de un vejete morenito, enjuto y vivaracho, residente en La Pintada, y dueño de una fonda caminera en donde había invertido todos sus ahorros de campesino trabajador y honrado. Olvidaba decir que este precioso auxiliar de tierra se llamaba don Pachito.
A don Pachito, pues, lo entrenamos para que aprendiera a calcular la altura de las nubes en el cerro de Caramanta, dato de suma importancia para los vuelos Medellín-Manizales, Manizales-Cali. Sus datos nos los procurábamos por teléfono Guicciardi y este servidor de ustedes, amables lectores, gracias a un teléfono de magneto de esos prehistóricos, por medio del cual llamábamos a La Pintada a don Pachito y le preguntábamos cómo veía el cerro de Caramanta desde su mesón. Cuando lo veía cubierto de nubes, don Pachito respondía con su fuerte acento y gracia antioqueños: “Está to do embejucao”. Si era lo contrario decía: “Hoy amaneció medio limpio”. Los datos que nos suministraba por teléfono y a gritos este primer meteorólogo-cantinero nos eran siempre exactos, aunque en esos días no se conocieran los instrumentos electrónicos y el radar. ¿Para nosotros qué mejor radar y más barato que la “dependencia” de don Pachito, habituado a verle los “bejucos” al Cerro de Caramanta?
La vida heroica de don Gonzalo Mejía
La gente suele asociar la heroicidad con acciones deslumbrantes, de esas que se dan en las cargas de caballería o en los combates longos, en los cuales se arrebata a los oponentes la vida, o se pierde la propia. Y se tiene por, y es, el tipo de heroicidad fulgurante más notorio.
Pero hay heroicidades sombrías, por decir con un término que aparente la oscuridad y no la brillantez del reconocimiento público, y es la heroicidad que no aspira al reconocimiento, y que no es reconocida. Por ejemplo la de quien dedica su vida a servir a sus semejantes, en un leprocomio, o en un hospital, y de su acción prolongada no espera ni loa, ni fama, ni bombos, ni platillos. A mi modo de ver, El buen samaritano, de quien habla la bíblica parábola, es tan héroe como el que más. Está salvando a una vida, y no tomando la de otro. Ni siquiera se piensa héroe. Es san Francisco de Asís o es el padre Demián, ese que por siempre atendió un leprocomio, y no el lloroso Aquiles, engreído a toda hora y lloroso a ratos por cualquier Criseida, con la espada tinta en sangre. El concepto de héroe más comúnmente tenido es del que siega vidas en contiendas. Pero algunos creemos que el héroe verdadero, que muy pocas veces fulgura, es el que las salva, es el que ayuda a sus semejantes.
En ese tipo de héroe último podemos encajar a don Gonzalo Mejía. Toda su vida estuvo dedicada, a la par que a sus negocios propios, a preocuparse por su ciudad y su departamento, el de Antioquia, y a servir a su comunidad, desinteresadamente en absoluto, con una dedicación tenaz, con un aferramiento de clavo a sus propósitos.
En los tiempos griegos de antes, de los cuales tenemos todavía tantísimo que aprender, cada ciudad-estado sabía reconocer a sus ciudadanos héroes distinguiéndolos con el apelativo de epónimos, y dando a un año su nombre. Así, todo el que fechaba una carta sabía del ciudadano merecedor y de su nombre.
Con don Gonzalo ha sido Antioquia, su departamento, completamente ingrato. Supo Antioquia, al modo de los egoístas que creen saber que todo les es merecido y que reciben abundantemente, pero que no saben corresponder, recibir beneficios innúmeros del primero y segundo de los personajes que presentamos en Semblanzas de este libro, y no les ha dado ni migajas de agradecimiento. Y ese segundo personaje es don Gonzalo Mejía. Lo más que Antioquia ha tenido para reconocerle es una estatuica mediocre, que en nada ensalza a José Horacio Betancur, el escultor, sita en Turbo, un poco allende la plaza de mercado, y cuyo brazo, según es sabido por todo el mundo, está orientado a señalar el barrio de putas de ese puerto. A quien lo busca se le dice que ubique la estatua y mire el brazo. Pero esa estatua fue ordenada y paga por la Alcaldía de Turbo.
Para escribir de don Gonzalo Mejía, para conocerlo, hemos tenido necesariamente que basarnos en mucha parte en el libro de Héctor Mejía Restrepo, Don Gonzalo Mejía, 50 Años de Antioquia que nos despliega la vida del personaje. Un libro que su familia propició, y que editó, en la ausencia de lo que obligadamente debió cumplir el Departamento de Antioquia, que sabe desagradecer. Un libro de toda excelencia, que supo pintar muy cabalmente a don Gonzalo.
Don Gonzalo Mejía se inició en la vida pública fulgurando políticamente. El año de 1908 se iniciaba, y el gobernante de la República era el General Rafael Reyes, de cuyos manejos administrativos y financieros no estaba satisfecha la gente del Departamento de Antioquia, su cúpula, como se dice, industriales, mineros y comerciantes. El eje de la economía del país pasaba en ese entonces, como casi siempre, por La Montaña, y era apenas lógico que las repercusiones de un mal manejo del dinero se sintieran en este departamento antes que en otra parte cualquiera de la geografía nacional. Los antioqueños nunca nos hemos parado en pelitos para decir lo que pensamos, y Gonzalo Mejía encabezó como firmante un telegrama corrosivo que, –pese a las mañosas afirmaciones de que con él no se hacía oposición– fue un flagrante acto de oponerse. Dice el telegrama de cómo debe proceder un gobierno honrado, aceptando implícitamente según las indicaciones que se tenían a continuación, que el del General Reyes no lo era. El telegrama demuestra según las palabras que en el código morse llevaban los hilos del telégrafo, que el gobernante procede al contrario de gobernar, es decir desgobierna. Que no maneja el dinero con pulcritud, sino que lo desmaneja. Y le endilga al gobernante, que se usa un bigote estruendoso y albo de húsar, cómo es que debe proceder, a él, que como casi todo el que ciñe chafarote está más enseñado a ordenar cómo quiere las cosas, o a gritarlas, que a oír cómo debe hacerlas, precedido de la premisa de incapaz.
Razón le daría el tiempo al telegrama. Razón el tiempo de mucho después a la deshonestidad increpada, porque muchos de los turbios negociados fueron desvelados y se conocieron luego. Unos: no todos, quizá.
El telegrama rezaba así:
Excelentísmo Señor Presidente
Bogotá
Con el respeto debido al Jefe de la Nación, como verdaderos ami gos de la paz, sin el más ligero espíritu de oposición y con la firmeza que nos da lo sincero de nuestra opinión, os decimos:
Gobierno ninguno se ha encontrado en mejores condiciones que el vuestro para realizar la llamada reconstrucción nacional. Todo el país aceptó gustoso cuantas medidas extraordinarias se dictaron, cansado de guerras y confiado en vuestras buenas intenciones. Lejos de mejorar, la situación va cada día de mal en peor; los impuestos aumentan, y las gentes honradas, que viven de su trabajo libre e independiente, se arruinan día por día.
La crisis en que continuamente vivimos débese casi por completo a la exageración en los gastos públicos especialmente a los que ocasionan al país la excesiva representación en el extranjero que pueden y deben suprimirse casi en su totalidad. Y estas economías y muchas más que podrían hacerse debe un gobierno honrado y patriótico emplearlas en la amortización del papel moneda y no en el pago de sueldos por destinos innecesarios.
Con lealtad os pedimos que así lo hagáis, advirtiéndoos que los verdaderos amigos de un Gobierno son los que le dicen la verdad.
Excelentísimo Sr.
Medellín, marzo 7 de 1908
Gonzalo Mejía, Carlos E. Restrepo, Uladislao Vásquez, Eduardo Correa Uribe, Antonio J., Gutiérrez, Luis Alfonso Vélez, J. J.Toro e Hijo, José Jesús Toro U., Emilio B. Johnson, Nicanor Restrepo, Pablo Echavarría, Fernando González E., Alfonso Cano, H. Gaviria T., siguen 150 firmas.
La respuesta del gobernante no fue demorada, ni tampoco sin ácidos, y entonces los telegramas siguieron yendo y viniendo como sablazos, estruendosos, hasta en que uno de ellos Gonzalo Mejía, como cabeza de lista y primer responsable, llegó, según el de los bigotes albos, a la demasía y decretó el destierro del país al joven opo nente. Una pena que a nuestro entender ningún código del país admitía, ni tal vez el de ningún país civilizado. Tal vez el general, que usaba el apellido de quienes fueron omnímodos, los reyes, se creyó en un reino a pesar de gobernar en una democracia.
Y así, procediendo como los reyes, y como los tiranos según se le había tildado presintiendo, lo destierra, señalándole incluso el lugar de destino: Cumbal, en la sureña república del Ecuador. Lo hace acompañar de una partida de soldados para señalar la fuerza del tránsito. Para que sea reo. Para que tenga ignominias de llevado.
El exiliado en ciernes demuestra en el tránsito sus finas dotes políticas: en cada campamento de pernocta de cada puebluco o pueblote, arma, nochemente, algarabías y fiestas memorables en las cuales él, y los soldados que lo acompañan, bailan con las lugareñas. Tal vez hubiera podido escapar en una de esas ruidosas tertulias. Pero no lo hizo. Con esas fiestas se destaca, él, el desterrado en tránsito, y marca su nombre en los pueblos, y denota su condición de llevado al destierro. Eso de mostrarse destacado es política, pero lo es también la significación recóndita que está demostrando, esto es que partir de una tiranía es placentero y es alegre.
El clan de los Mejía es rico, y numeroso, y tiene poder, y está apo yado por otros clanes numerosos y ricos, y la presión que man-comunados ejercen sobre el de los bigotes albos es potente. El chafarote acaba permitiendo que el proscrito regrese, para que sea re-expedido a Europa, cambiando el exilio forzoso por otro “voluntario”.
Gonzalo Mejía se exilia en París. Su permanencia allá no fue muy larga, porque acá en el país la opinión pública, esa a la que nadie conoce ni puede señalar, pero que tiene demasiado peso en las decisiones nacionales, acabó propiciando la caída de ese a quien Gon zalo Mejía había llamado “tirano”. Fue ahora él, el tirano, quien debió dejar las fronteras patrias, y el autor de esos telegramas rudos como sablazos regresó a su país. Por poco tiempo, pues la visión de una Europa, con todo tan distinto a lo sudamericano, le había puesto a hervir en el magín un sinfín de ideas. A don Gonzalo Mejía habría que decirle, allá en los empíreos, que le debió mucho al generalote Rafael Reyes.
Aunque su paso por los ajetreos políticos le fue muy beneficioso, pues quedó dueño del campo y de la razón de sus telegramas estruendosos, el tránsito suyo por esos terrenos terminó con esa victoria. No volvió a intervenir pública ni privadamente en esos manejos, tal vez desengañado: era, de todos modos, mucha palabrería y muy poca obra. Había de todos modos demasiadas componendas y alianzas, había mucho acuerdo por lograr entre muchas opiniones disímiles y así la acción se retardaba. A él le gustaba la acción de un hombre solo que apenas de acuerdo con su conciencia y su pensar puede actuar, disponer, arremeter. Él había nacido para cusumbo solo, como se dice en estas breñas de las gentes como él. Lo cierto es que, desde principios del siglo había tomado una decisión de sabio, así en sus círculos familiares y de amistad no se le entendiera en absoluto: él iría a Europa a gastarse su fortuna, cosa que no era fácil por lo abultada, en hacerse a sí mismo a través del contacto con una civilización muy mucho adelantada que la suya parroquial. El iría a ponerse en contacto con las avanzadillas de la técnica, con las avanzadillas del pensamiento industrial y mecánico. Era su pensar el de hacerse docto sin ser doctor, es decir graduarse con todos los conocimientos posibles de una época en desarrollo vertiginoso, sin pasar por las aulas de una facultad que, de todos modos, van con retardo respecto de la acción. Fue una decisión de hombre maduro, incomprensible para sus pocos años, y muy audaz para el medio en el cual se había levantado, que era la prudencia suma, el ir por los caminos trillados, el camino de los que hicieron su fortuna con base en cálculos muy medidos, de una prudencia exagerada en preservar a cada uno de los pesos habidos.
El pastel al cual Gonzalo Mejía quería meterle el diente de apren diz era grande. Por lo pronto estaba la técnica mecánica, que después de poner el vapor en los barcos para hacerlos autónomos y veloces, y poner ferrocarriles en enrielados, y automóviles en las carreteras, quería poner en el aire aparatos pesados gobernados al arbitrio del piloto y no del viento. Recorrida la tierra por caminos terrosos, y los mares por su agua, quedaba el aire como una frontera próxima y excitante, y al aire querían ir los pioneros.
Alondra