Stephen Breyer (San Francisco, 1938) es juez asociado en la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, nominado por el presidente Bill Clinton. Realizó sus estudios superiores en la Harvard Law School, donde tiempo después sería profesor de derecho. En 1973 fue nombrado consejero especial del Comité Judicial del Senado, y en 1980 asumió el cargo de juez de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos, designado por el presidente Jimmy Carter. Es considerado uno de los mejores escritores en el sistema judicial federal. Entre sus libros más destacados se encuentran Breaking the Vicious Circle: Toward Effective Risk Regulation (Harvard University Press, 1993) y Administrative Law and Regulatory Policy (en coautoría con Richard Stewart, Little Brown, 1992).
SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO
CÓMO HACER FUNCIONAR NUESTRA DEMOCRACIA
Traducción
ALFREDO GUTIÉRREZ ORTIZ MENA
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición en inglés, 2010
Primera edición en español, 2017
Primera edición electrónica, 2018
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Imagen de portada: iSotck / tridland
Título original: Making our Democracy Work:
A Judge’s View, de Stephen Breyer
D. R. © 2010, Stephen Breyer
Esta traducción se publica por acuerdo con Alfred A. Knopf,
un sello de The Knopf Doubleday Group, una división
de Random House, LLC.
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-5609-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
PRÓLOGO
NOTA DEL AUTOR
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
La confianza de la gente
I. CONTROL CONSTITUCIONAL: LA ANOMALÍA DEMOCRÁTICA
II. INSTAURAR EL CONTROL CONSTITUCIONAL: MARBURY V. MADISON
III. LOS CHEROKEES
IV. DRED SCOTT
V. LITTLE ROCK
VI. UN EJEMPLO ACTUAL
SEGUNDA PARTE
Decisiones que funcionan
VII. EL ENFOQUE BÁSICO
VIII. EL CONGRESO, LAS LEYES Y SU PROPÓSITO
IX. PODER EJECUTIVO, ACTOS ADMINISTRATIVOS Y EXPERIENCIA COMPARATIVA
X. LOS ESTADOS Y EL FEDERALISMO: DESCENTRALIZACIÓN Y SUBSIDIARIEDAD
XI. OTROS TRIBUNALES FEDERALES: LA ESPECIALIZACIÓN
XII. DECISIONES JUDICIALES DEL PASADO: LA ESTABILIDAD
TERCERA PARTE
La protección de los individuos
XIII. LIBERTAD INDIVIDUAL: PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES PERMANENTES Y PROPORCIONALIDAD
XIV. EL PRESIDENTE, LA SEGURIDAD NACIONAL Y LA RENDICIÓN DE CUENTAS: EL CASO KOREMATSU
XV. LAS FACULTADES PRESIDENCIALES: GUANTÁNAMO Y LA RENDICIÓN DE CUENTAS
CONCLUSIÓN
APÉNDICE A
APÉNDICE B
AGRADECIMIENTOS
Para mis nietos:
Clara, Ansel,
Eli, Samuel
y Angela
¿Qué tendría que decirle un ministro de la Suprema Corte de Estados Unidos a la comunidad jurídica o al público no especializado mexicano? Creo que esa interrogante —además de responderse en un diálogo entre el autor y el lector en el que se van reconociendo las coincidencias y pertinencias de los análisis propuestos en el ámbito del interés y la pasión individuales— se resuelve a partir de una consideración fundamental: los diseños institucionales de los regímenes constitucionales de derecho no difieren sustantivamente los unos de los otros. Esencialmente, la democracia constitucional descansa en tres pilares fundamentales. En primer lugar, una división operativa y funcional de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cuya relación se establece en un complejo entramado de atribuciones específicas; deferencias a los mandatos y experticia distintivas, y una concepción independiente que permite que unos actúen como contrapesos de los otros. En segundo lugar, en el respeto, la protección y la garantía de los derechos humanos de las personas sujetas a la jurisdicción de determinado Estado. En tercer lugar, en una Constitución que distribuye esas competencias y que enumera esos derechos, y cuya vigencia es defendida a capa y espada por un tribunal constitucional que la concibe como una norma jurídica y no como un pacto político.
Además, los dilemas democráticos y protectores de derechos humanos que cualquier tribunal constitucional del mundo enfrenta son indiscutiblemente parecidos y presentan —aunque acotados por especificidades históricas y culturales— escenarios fácticos similares y marcos de resolución construidos a partir de un pensamiento jurídico cada vez más compartido y en constante evolución. Por ejemplo, los temas relacionados con la protección de los derechos sociales y la globalización, o la justicia de género y las resistencias culturales y religiosas.
Luego, nuestra práctica de control constitucional puede indudablemente nutrirse de la experiencia acumulada por un país con un diseño institucional similar. En efecto, México cuenta con un sistema jurídico que lo inserta en la familia de los Estados constitucionales democráticos. En principio, el modelo mexicano presenta los elementos básicos de una democracia liberal como la estadunidense —un listado de derechos fundamentales, el principio de división de poderes y una forma de gobierno republicana con la separación entre la Iglesia y el Estado—, aunque también recoge los elementos más destacados de las democracias sociales, lo que la aleja del sistema estadunidense. De hecho, la Constitución mexicana fue la primera en el mundo en reconocer un listado de derechos sociales.1
La Constitución mexicana tiene más de 100 años de vigencia. Fue aprobada en 1917, después de un movimiento revolucionario con un fuerte sentido social. Ese sentimiento de reivindicación social se trasladó a este acuerdo fundacional de la nación mexicana y supuso la incorporación de una serie de preocupaciones sociales a su conjunto de valores éticos mínimos. En contraste con el constitucionalismo estadunidense, en los inicios de nuestro constitucionalismo revolucionario, los constituyentes originarios llegaron al consenso de que uno de los principales propósitos del texto constitucional sería presentar un listado de derechos sociales, reclamables al Estado, en materia laboral, agraria y educativa. Estos derechos adquirieron la forma de prestaciones con cargo al erario y su intención última era nivelar las condiciones de los grupos más desfavorecidos por la industrialización del país. Por ello, y de manera consecuente, se determinó consagrar en la Constitución facultades de rectoría económica del Estado, llamadas a propiciar condiciones de desarrollo nacional equitativas. La Constitución estadunidense, por su parte, no prevé derechos sociales ni tampoco contempla un papel de rectoría económica para el Estado. Es así mucho más cercana a nuestra gran Constitución liberal: la de 1857.
No obstante, la Constitución de 1917 reiteró en su núcleo las propiedades de la Constitución de 1857, diseñada y aprobada por la generación política más liberal e ilustrada de la historia de México. Esa generación tomó como modelo de inspiración la Constitución estadunidense, aprobada en 1787 en Filadelfia. La actual Constitución mexicana conserva un listado de derechos civiles, muy similares a los consagrados en las primeras 10 enmiendas de la Constitución estadunidense; además prevé una clara separación entre la Iglesia y el Estado, un modelo de división de poderes, un sistema presidencialista, un sistema federal, con un gobierno federal de poderes limitados, un poder legislativo bicameral y estados con poderes residuales, respecto de los de la federación, unidos en un pacto federal.
Aunque estos rasgos otorgan similitud a los dos modelos de México y Estados Unidos de Norteamérica, no es ahí donde radica la similar posición de sus cortes supremas, sino, más bien, en la consolidación de una práctica institucional específica: el control constitucional de las leyes y actos de los otros poderes públicos. Facultad que —como el ministro Breyer trata de argumentar en este libro— es crucial (tanto en el sentido de fundamental como de instrumental) para la vigencia y preservación de la democracia como un régimen de división de poderes, sujeto a la voluntad popular y garante de los derechos de las personas.
Ciertamente, no puede concluirse que el proceso de consolidación de esa práctica institucional se desenvuelve en momentos y con estrategias idénticas en ambos países. Estados Unidos tiene un modelo constitucional con más de 200 años de operación, en el cual las facultades y atribuciones de los jueces para controlar la constitucionalidad de las leyes se han aceptado desde la resolución de la sentencia de la Suprema Corte en el caso Marbury v. Madison en 1803, presentado y discutido en este libro. En ese caso seminal, la Suprema Corte de los Estados Unidos resolvió que una ley que le otorgaba competencias mayores a las que le reservaba explícitamente la Constitución era inconstitucional y no debía aplicarse. Dado que las facultades de control constitucional de la Suprema Corte de los Estados Unidos fueron afirmadas pretorianamente, los ministros de ese país tuvieron que justificar sus poderes de intervención en la política a la luz del modelo democrático. Una intervención que ahora se entiende sin duda como legítima —tal como nos narra el ministro Breyer en la primera parte de su libro— pero que atravesó distintas crisis con motivo de la emisión de sentencias que fueron rechazadas por una parte importante de la población, por las opiniones documentadas de la época, y por las críticas más actuales (por ejemplo, Dred Scott v. Sandford de 1857, una sentencia que la crítica posterior ha caracterizado no sólo como una de las peores de la historia judicial norteamericana sino, incluso, como una contribución al estallido de la Guerra Civil, y en la cual la Corte concluyó que los esclavos no podrían ser titulares de los derechos y prerrogativas de los ciudadanos estadunidenses, a pesar de que un estado los considerase libres).
Breyer, a partir de una revisión histórica —por cuanto mira a las sentencias como ocurridas en un tiempo y espacio precisos, es decir, como hechos históricos— y jurídica —por cuanto identifica los dilemas jurídicos y plantea las preguntas constitucionales que fueron materia de las decisiones y las que debieron haberlo sido— de precedentes seminales de la Corte estadunidense demuestra empíricamente dos cuestiones fundamentales para debatir si la existencia de la facultad de control constitucional contribuye a la democracia. La primera es que un tribunal constitucional puede construir su legitimidad y convencer a la gente de la validez de sus decisiones; la segunda es que para lograrlo el tribunal constitucional debe reconocer y defender sus atribuciones al tiempo que reconoce la particular experiencia y los mandatos constitucionales de otros poderes.
El juez concluye que, en la actualidad, el pueblo estadunidense acepta y acata las decisiones de su Corte Suprema, y la comunidad jurídica admite sus interpretaciones constitucionales, no sólo en casos fáciles y de amplio consenso, sino, incluso, en aquellos que versan sobre normas imprecisas e indeterminadas respecto de las cuales personas razonables pueden tener desacuerdos legítimos. Sin embargo, Breyer insiste, esta confianza no debe darse por sentada y resuelta de una vez por todas. Por el contrario, constituye un trabajo continuo de los jueces. Un trabajo que debe descansar, por cierto, en su entendimiento jurídico y en una preocupación legítima por los derechos y las deferencias democráticas, que no en cálculos políticos. Los jueces, asegura, son muy malos meteorólogos políticos.
Es esta confianza la que soporta la legitimidad de los jueces como últimos intérpretes de la Constitución, en particular en la resolución de temas que dividen fuertemente a la sociedad y donde el desacuerdo es democráticamente factible, esperable y razonable. Por ejemplo, el célebre caso Roe v. Wade (1973), donde la Corte reconoció que el derecho a la privacidad —protegido por la Decimocuarta Enmienda— abarcaba la decisión de interrumpir un embarazo hasta antes del tercer trimestre, o la resolución del caso Bush v. Gore (2000), en el cual la Corte decidió negar el recuento de votos de la elección presidencial de 2000 en el estado de Florida. La trascendencia de este fallo, tal como nos lo explica el ministro Breyer, es que prácticamente decidió una elección presidencial muy controvertida a favor de George Bush. Ambos casos fueron resueltos —como puede suponerse— en un contexto de división razonable sobre el significado y alcance de normas constitucionales hasta cierto punto ambiguas. La premisa fundamental de Breyer es que la Corte estadunidense ha logrado —y tiene que seguir logrando— que la gente y el resto de las instituciones crean en ella a partir del papel que ha desempeñado como guardián de los derechos de las personas. Incluso cuando la sociedad se opone a sus conclusiones, esta oposición se plantea en términos jurídicos, y se entiende que la Corte —aunque con una perspectiva que puede no ser compartida— ha resuelto también en esos términos y optado siempre por proteger los derechos de alguien.
En México, esta “confianza del pueblo” en la Suprema Corte ha recorrido un camino distinto. La consolidación de nuestro tribunal constitucional, encargado de proteger los derechos de las personas y velar por el modelo democrático, supuso un desenvolvimiento propio. Para empezar, nuestra Constitución vigente apenas cumple su primer siglo. Aunque nuestro texto es pionero en Latinoamérica en regular un medio de control constitucional, como es el juicio de amparo, lo cierto es que la consolidación de la justicia constitucional —para la resolución de cualquier problema constitucional y no sólo los relacionados con la defensa de las personas frente a los actos de autoridad con consecuencias precisas y acotadas al conflicto concreto— se ha logrado de manera incremental a lo largo de la historia.
Uno de los puntos culminantes de esta historia es, sin duda, la reforma de 1994. En ella se asignaron a la Suprema Corte de Justicia las competencias necesarias para convertirla en un tribunal constitucional. En otras palabras, durante gran parte de este primer siglo, la Constitución era concebida como un pacto político o como un conjunto de decisiones políticas ajenas a la lógica judicial. Además, la vida política prácticamente no se judicializó como en Estados Unidos. Así, en ausencia de cimientos institucionales para el ejercicio de ciertas facultades de supervisión constitucional, resultaría incorrecto —desde mi punto de vista— asignar a la Suprema Corte un papel de guardián de los derechos de minorías o grupos en condiciones de desventaja histórica frente a los excesos del poder político en los momentos más importantes del primer siglo de la Constitución. Por tanto, la relación de la Suprema Corte con la consolidación del modelo democrático en México es todavía una obra en construcción y no, como en Estados Unidos, un hecho —hasta cierto punto— consumado.
A pesar de las diferencias notables surgen innegables paralelismos que pueden, justamente, ser identificados porque aunque la historia no ocurra al mismo tiempo, ni los impulsos sean los mismos, los relatos se cruzan, y me parece que las lecciones del trayecto estadunidense —tal como lo demuestra la lectura de este libro— en la construcción de la legitimidad democrática de su Suprema Corte son del todo pertinentes para nuestro particular momento. Esto es, se pueden comparar los roles institucionales de ambos tribunales constitucionales. Si el ministro Breyer defiende la postura de que el éxito de la implementación de la democracia constitucional depende de que las decisiones de la Suprema Corte se preocupen por hacer funcionar el sistema estadunidense de gobierno establecido por su Constitución y de que estas decisiones se relacionen con los principios de su Constitución de manera contextual y presente, en México nuestro máximo tribunal ha emprendido tareas semejantes, una vez implementada la práctica del control constitucional: la protección de los derechos de personas o grupos históricamente desaventajados y la garantía de que el ejercicio del poder público se sujete en todo momento a las formas democráticas.
Breyer afirma a lo largo de su libro que la Constitución contiene principios que han sido vistos por la Corte estadunidense como herramientas prácticas de gobierno. Por ello, al utilizarlos como parámetro de validez, ese tribunal ha buscado darles funcionalidad en la realidad cotidiana. En esto radica la responsabilidad de un tribunal constitucional: garantizar la factibilidad y operatividad —la funcionalidad— de la democracia. En mi opinión, recientemente la Corte mexicana ha asumido una responsabilidad similar. Esto es, limitar y redirigir —cuando ha sido necesario— el poder público para que logre su potencial creativo conforme al ideal democrático. Éste ha sido el papel asumido desde 1994, cuando se otorgó a la Corte la facultad exclusiva de conocer las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad. Me parece que hoy día es claro que cuando se ocupa de estos asuntos, la Corte no sólo resuelve diferendos políticos, sino que permite la operación práctica y la articulación funcional de los principios de división de poderes y federalismo en esos conflictos. Adicionalmente, desde 1996, con la reforma al artículo 105 constitucional, la Corte tiene competencia exclusiva para resolver, mediante las acciones de inconstitucionalidad, la validez de las leyes en materia electoral. Ha recibido, entonces, el encargo directo de velar y hacer funcionar el modelo democrático en el país, introduciendo en la conversación límites constitucionales a las facultades de los poderes que se expresan en la adopción de las reglas del juego para la conformación de la representación política.
En mi opinión, el papel de la Suprema Corte, como guardián del modelo democrático, se ancla en tres factores que es necesario considerar cuando se recorran las páginas de este libro. Esta orientación conceptual de la lectura nos permitirá identificar las herramientas interpretativas que son susceptibles de ser trasladadas a las discusiones de la jurisdicción constitucional mexicana.
En primer término, la decisión que tomamos como país de regirnos por una Constitución escrita, la que hemos entendido de una manera progresiva como norma jurídica y no sólo como texto político, que nos entrega un conjunto justiciable de derechos subjetivos que, en sede constitucional, se definen no sólo como el conjunto de atribuciones y reclamos que pueden deducirse de cierto derecho, sino en el contenido de las obligaciones que corresponden al Estado y sus autoridades para su realización y vigencia efectiva. En segundo lugar, la decisión del Constituyente Permanente de enmendar el texto constitucional en ocasiones recientes (1994 y 2011) para posicionar progresivamente a la Suprema Corte como un genuino tribunal constitucional. Por último, la determinación de la Corte de asumir activamente su papel de guardián de los derechos de personas o grupos históricamente desaventajados y una forma de autogobierno democrático con el reconocimiento expansivo del ámbito de lo justiciable —de un limitado ámbito de las garantías individuales a uno más amplio que incluye, ahora, los derechos humanos, la democracia, el federalismo y la división de poderes—.
Innegablemente, los tres factores están relacionados entre sí. El hecho de que la Constitución se conciba progresivamente como norma jurídica ha sido posible por la ampliación de las facultades de control constitucional de la Corte mexicana. Esta concepción surge como resultado, a su vez, de un proceso impulsado por las reformas constitucionales mencionadas. Más concretamente, en 1994 se otorgan a la Suprema Corte las facultades de resolver, por un lado, controversias constitucionales, que permiten participar en el debate democrático —enmarcado en sus competencias y atribuciones constitucionales— a los distintos niveles de gobierno y órganos originarios de la Constitución, y por otro, acciones de inconstitucionalidad que conducen a un debate democrático —arbitrado por la Suprema Corte— a las minorías legislativas, el procurador general de la República, los partidos políticos y las comisiones de derechos humanos para solicitar el análisis, en abstracto, de cualquier norma general a la luz de cualquier parte de la Constitución. Por otro lado, en 2011 no sólo se amplió el catálogo de derechos constitucionales justiciables con la inclusión de las normas internacionales de protección de derechos humanos, sino que se renovó el juicio de amparo para convertirlo en un genuino juicio de control constitucional y de protección de derechos humanos.
En resumen, la Suprema Corte mexicana se desempeña como un tribunal constitucional y de sus criterios ha dependido que los derechos humanos sean efectivamente oponibles a las autoridades públicas. Estos criterios configuran jurisprudencia vinculante para todos los jueces del país y afectan, finalmente, la vigencia de los derechos en la vida cotidiana de personas concretas. También marcan las áreas de actuación de cada autoridad dentro de las cuales puedan ejercer creativamente sus responsabilidades públicas, en especial aquellos históricamente más precarios institucionalmente como son los municipios y los estados.
Por su parte, el modelo estadunidense de control constitucional no requirió de reformas estructurales similares a las nuestras. Allá la concepción de la Constitución como norma jurídica fue anterior y sirvió de premisa para fundamentar el control constitucional de las leyes. No hay nada en el texto constitucional de Filadelfia de 1787 que hable de las facultades de la Suprema Corte para pasar revista a las leyes. Esta facultad fue derivada casi naturalmente de la facultad entregada a los jueces de decir el derecho. Determinar el derecho aplicable requirió, entonces, buscarlo, incluso, en la Constitución, de donde se extrajeron las normas jurídicas necesarias para resolver casos concretos. La operación parecía sencilla. Si de acuerdo con la cláusula de supremacía constitucional prevista en su artículo 6º —equivalente al artículo 133 de la Constitución mexicana—, la Constitución es superior a las leyes, la facultad de controlar la validez de éstas resulta inherente a todos los jueces del país, siempre que sea necesario para resolver un caso o controversia. Éstas son las consideraciones medulares de la sentencia Marbury v. Madison.
Aunque Marbury v. Madison de 1803 fue la sentencia que fundamentó el control constitucional de las leyes, la Suprema Corte de Estados Unidos acudió a dos doctrinas adicionales para poner dicho control al servicio de los derechos de las personas. En Estados Unidos, el catálogo de derechos establecidos en la Constitución original (el Bill of Rights) fue considerado sólo oponible ante la federación. Se pensó que los estados no requerían un límite similar, ya que los derechos se garantizaban con sus procesos políticos internos. Después de la Guerra Civil, la Constitución estadunidense se reformó para incluir los derechos mínimos de los nuevos ciudadanos liberados de la esclavitud frente a los estados. Sin embargo, el listado no era similar al aplicable a la federación, y la historia demostró que no se podía confiar en los procesos políticos locales para proteger los derechos de las minorías. Era claramente necesaria una protección constitucional. Como respuesta, la Corte estadunidense construyó la doctrina de “la incorporación”, según la cual, mediante la cláusula del debido proceso, oponible a los estados mediante la Decimocuarta Enmienda, se suman la mayoría de los derechos del Bill of Rights a favor de los ciudadanos contra los estados. Con esta doctrina, la Corte estadunidense resolvió Gitlow v. New York en 1920. De acuerdo con ella, 10 enmiendas de la Constitución, salvo contadas excepciones, aplican a los estados. Así, sus actos se sujetarán al parámetro de control constitucional reconfigurado con los derechos antes aplicables sólo a la federación.
Una segunda doctrina importante fue aquella en que la Corte estadunidense trajo al presente el catálogo de derechos del Bill of Rights (de 1789), y dedujo de él derechos “no enumerados”: derecho al aborto, a la libertad sexual, a formar una familia, a criar a los hijos, etcétera. No me refiero a la construida en Lochner v. New York, cuando los ministros de la Corte estadunidense pretendieron sustituir la filosofía económica de los legisladores por la de ellos al considerar que el debido proceso protege también libertades económicas ligadas a un pensamiento libertario. Me refiero, más bien, a la doctrina del debido proceso sustantivo consolidada por la Corte Warren,2 doctrina que ha permitido la protección de los derechos de personas o grupos en desventaja histórica y que arrancó con la sentencia en el caso Griswold v. Connecticut.
En México, por el contrario, el poder de los jueces de controlar la validez de las leyes ha tenido una regulación detallada que indica las condiciones de esta práctica. En otras palabras, es una institución reglada y no extraída implícitamente del texto constitucional. La Constitución de 1917 recogió, en sus artículos 103 y 107, la regulación del juicio de amparo introducido en constituciones previas.3 Mediante este juicio, la Constitución otorgó a los jueces federales la facultad de conocer de aquellos juicios interpuestos por las personas por violación de sus “garantías individuales”. Sin embargo, al dejar fuera a la materia electoral y no regular un juicio de control constitucional que estuviera a disposición de los distintos poderes y niveles de gobierno o de las minorías legislativas, la parte “orgánica” de la Constitución tuvo más bien un entendimiento político, más que jurídico, lo que provocó que los problemas políticos —y con ello las discusiones constitucionales sobre democracia y división de poderes— no encontraran una instancia de resolución judicial ni tuvieran que debatirse en términos normativos.
Con base en este modelo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ejerció un control constitucional limitado, que le permitió consolidar el valor normativo de la Constitución hasta un cierto grado, dado el criterio sostenido de que sólo las garantías individuales,4 y no otro tipo de contenidos constitucionales, integraban el parámetro de control constitucional. Aunque desde 1917, en el artículo 105 constitucional, se prevén las controversias constitucionales, su uso fue muy escaso —tal vez por su falta de reglamentación—. De hecho, no fue sino con la reforma constitucional de 1994 que dicho juicio se reglamentó para abrir sus supuestos de procedencia y es, entonces, junto con la creación de las acciones de inconstitucionalidad, cuando la Corte se convierte en un verdadero tribunal constitucional, con una arquitectura semejante a la de los tribunales europeos de la posguerra. Así es como el resto de la Constitución —división de poderes, federalismo y democracia— se torna justiciable.
En cuanto a la segunda de las reformas constitucionales, la de 2011, conviene recordar que no sólo renovó el juicio de amparo, sino que transformó —o debería hacerlo— nuestro entendimiento sobre los derechos de las personas sujetas a la jurisdicción del Estado y sobre la Constitución como su fuente inmediata. El artículo 1º estableció el derecho de todas las personas a gozar de los derechos plasmados en ella y en los tratados internacionales de derechos humanos de los que México sea parte, así como la obligación de toda autoridad —en el ámbito de su competencia— de respetar, proteger, garantizar y promover esos derechos. Con esto se produjo una reconfiguración del parámetro de control constitucional.
Si la reforma constitucional de 1994 inauguró a la Corte como guardián del modelo democrático, del federalismo y del principio de división de poderes, con la reforma de 2011 se le otorgaron dos mandatos explícitos: proteger la vigencia de los derechos humanos, en particular de aquellas personas o grupos que han padecido una discriminación histórica y sistemática, y cerciorarse de que el resto de los poderes públicos pongan en el centro de sus responsabilidades y ejercicios de gobierno a las personas y sus derechos. Por otro lado, la justiciabilidad de los derechos se basa en dos doctrinas recientes de la Corte mexicana, que pueden ser comparadas con las doctrinas antes mencionadas, pues con ellas se expandió y reconfiguró el parámetro de control constitucional.
En la primera, contenida en el asunto varios 912/2011, nuestra Corte descentralizó el control constitucional de las leyes en todos los jueces del país y no sólo en los federales, adoptando la teoría detrás de Marbury v. Madison, esto es, estableció el control difuso de constitucionalidad. Mediante la segunda doctrina, adoptada a partir de la contradicción de tesis 293/2011, la Corte amplió el parámetro de control y dio lugar a una concepción sustantiva de los derechos humanos, a cargo de los jueces, con efectos similares a los logrados con las doctrinas de la incorporación y del debido proceso sustantivo, pues determinó que debe incorporarse al derecho internacional de los derechos humanos como parámetro de validez.
La primera doctrina se construyó en la sentencia emitida por la Suprema Corte mexicana con motivo del expediente abierto para consultar la forma de cumplir la sentencia de condena al Estado mexicano, emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Rosendo Radilla Pacheco contra México.5 El 14 de julio de 2011 la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió el expediente. La principal decisión fue modificar la interpretación del sistema de justicia constitucional para sostener que el control de validez de las leyes no era facultad exclusiva de los jueces federales en los procesos expresamente previstos en la Constitución para ello. Esta interpretación fue similar a la adoptada por la Corte estadunidense en el caso Marbury v. Madison, según la cual un debido entendimiento de la cláusula de supremacía constitucional conduce a la conclusión de que todos los jueces, no importa su fuero o especialidad, deben preferir la Constitución por encima de cualquier norma o ley para decidir los casos o controversias de su conocimiento.
Aunque no la comparto, no puedo, en honradez intelectual, afirmar que la interpretación histórica de la Corte mexicana, previa al caso Radilla, era arbitraria. En mi opinión, más bien, se fundaba en un sistema de justicia constitucional expresamente regulado en la Constitución, mediante un juicio recogido desde la Constitución de 1857, y dos juicios disponibles para los poderes públicos y niveles de gobierno. Este arreglo normativo rígido y estricto —por llamarlo de algún modo— permitía la conclusión a la que arribaron anteriores integraciones de la Suprema Corte respecto a que correspondía sólo a los jueces federales controlar la validez de las leyes.6
Al resolver sobre el cumplimiento de la sentencia en el caso Radilla, la Suprema Corte mexicana observó que la arquitectura constitucional había cambiado. En junio de 2011 el Constituyente reformó sustantivamente el artículo 1º constitucional para incorporar el corpus iuris de los derechos humanos a la Constitución. Además, estableció la obligación de todas las autoridades de garantizar el cumplimiento de tales derechos, disposición constituyente que fue interpretada como una superación irrefutable del criterio previo de la Corte. Algo así como si todas las autoridades —en el ámbito de sus respectivas competencias— deben velar por los derechos humanos que tienen como fuente la Constitución, los jueces —en el ámbito de su competencia jurisdiccional— tienen idéntico deber: es justo su capacidad de decir el derecho lo que los obliga a preferir el alcance protector de la Constitución por encima de las disposiciones secundarias, ya sea descartándolas o ajustándolas interpretativamente para que cumplan con las finalidades protectoras de la Constitución.
Un par de años después de Radilla, en septiembre de 2013, la Suprema Corte resolvió dos casos, en los cuales debía dirimir una contradicción de criterios de los tribunales colegiados de circuito, surgidos de la discusión sobre qué tipo de normas debía utilizarse como parámetro de control.7 La Corte emitió dos criterios importantes. En el primero dijo que el parámetro de control constitucional se conforma por igual con las normas previstas en el texto constitucional, así como por todos los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales de los que México sea parte, siendo vinculantes las interpretaciones de la Corte Interamericana a propósito de éstos, salvo que la Constitución contenga una restricción expresa.
En el segundo caso, la Corte determinó que el principio de supremacía constitucional imponía a la Suprema Corte el deber de cumplir un doble papel. Por una parte, ser el guardián de un sistema de fuentes jurídicas positivadas en la Constitución; por otra, ser el guardián de los principios básicos del sistema. Es decir, entendió que el principio de supremacía constitucional era doble y no sólo involucraba la supremacía de una jerarquía normativa de reglas, sino también la jerarquía axiológica de ciertos postulados, como el reconocimiento de los derechos humanos y la dignidad humana.
Con esta segunda doctrina de la Corte mexicana se instaura un parámetro de control equivalente al establecido con la doctrina estadunidense del debido proceso sustantivo de la Corte estadunidense. Como la Corte mexicana en el corpus iuris de los derechos humanos, la Corte estadunidense ha encontrado en la Decimocuarta Enmienda una protección a libertades fundamentales, que se extiende a ciertas decisiones personales centrales para la dignidad individual y la autonomía, incluyendo decisiones íntimas que definen la identidad personal y las convicciones propias.
Éstos son algunos de los cobijos institucionales que posicionan a nuestra Corte como garante del funcionamiento de nuestra democracia. Esto es particularmente cierto si entendemos la democracia como un régimen de acción-contención de los poderes públicos, donde la gente participa no sólo en la elección de quienes los gobiernan o representan, sino en la medida en que sus necesidades básicas y derechos fundamentales son satisfechas y garantizados, respectivamente. Así, aunque después de haber recorrido caminos históricos distintos, las supremas cortes de ambos países están llamadas a desempeñar la responsabilidad similar de participar en el diálogo democrático y de vigilar el cumplimiento de los principios rectores de ese régimen tal como fue pretendido por sus respectivos constituyentes.
Con esta traducción del libro original del ministro Breyer Cómo hacer funcionar nuestra democracia he querido poner a consideración de los lectores —público especializado o no— un instrumento didáctico para la discusión sobre temas centrales para la justicia constitucional mexicana. En particular, el dilema que motiva al ministro Breyer, como él mismo nos dice, a escribirlo: qué papel reserva el diseño democrático a la vigilancia que se emprende desde la justicia constitucional, y cómo deben aproximarse los jueces al reclamo por una mayor justiciabilidad de la actuación de las ramas políticas de gobierno de manera que el sistema democrático de toma de decisiones se preserve.
En la medida en que se dan nuevas formas de intervención de las autoridades en la vida pública desconocidas para los autores de la Constitución mexicana, ¿los jueces deben aceptar la reducción de los espacios todavía reservados a la discreción política de los poderes políticos? De ser así, y si los jueces no deben sustituir a los representantes populares en la toma de decisiones, ¿cómo controlar la validez material de las políticas públicas? ¿Cómo puede la Corte mexicana conseguir la confianza de la sociedad como último intérprete constitucional en problemas que la dividen profundamente?
Las cortes constitucionales —la nuestra incluida— actúan en medio de circunstancias que representan retos enormes al modelo constitucional democrático de derecho como las amenazas a la seguridad humana por el terrorismo o la delincuencia organizada; el incremento de la intervención regulatoria del Estado en sectores y mercados mediante funcionarios técnicos no elegidos democráticamente, y el creciente reclamo de reconocimiento de las diferencias en una sociedad multicultural; todas estas nuevas circunstancias que exigen la adaptación de principios constitucionales formulados originalmente muchos años atrás.
Finalmente, que los derechos fundamentales en ambos países sean una realidad para las personas depende de la vitalidad de su justicia constitucional. Es vital, entonces, que la Corte mexicana consolide su compromiso institucional entablando un diálogo con tribunales de otros países. En realidad, los Estados constitucionales de derecho no sólo enfrentan problemas y amenazas comunes, sobre todo comparten aspiraciones democráticas.
Por último, me gustaría agradecer muy especialmente a Adriana Ortega Ortiz y a Karla Quintana Osuna, así como a Gabriela Cortés, Patricia del Arenal, David García Sarubi, Zamir Fajardo y Roberto López Vides, por sus aportaciones, sugerencias y comentarios sobre versiones preliminares de esta traducción. Sin todos ellos, este trabajo no hubiera sido posible.
ALFREDO GUTIÉRREZ ORTIZ MENA
Mi objetivo al escribir este libro es lograr que el común de la gente comprenda las tareas que lleva a cabo la Suprema Corte de los Estados Unidos. Los Constituyentes o Padres Fundadores —como suelen llamarse— y la historia han hecho de la Corte la intérprete definitiva del significado de la Constitución y la encargada de responder una serie de preguntas sobre cómo debe gobernarse ese complejo y enorme país. Por tanto, es muy importante que la gente conozca la manera en que la Corte cumple con estas dos tareas. He querido facilitar esa comprensión explicando, en principio, cómo es que la Corte reconoció que tenía la competencia para declarar la inconstitucionalidad de las leyes federales, mostrando cómo y por qué llegó a ser dudoso si acaso la gente implementaría esas decisiones y, finalmente, explicando por qué —desde mi punto de vista— la Corte puede y debe ayudar a que la Constitución y la propia ley funcionen adecuadamente para los estadunidenses de este tiempo.
Este libro es obra de un juez, de un miembro de la Corte, y contiene fundamentalmente mis propias reflexiones sobre la Corte y el derecho. Cuando reviso un caso, incluyendo aquéllos resueltos tiempo atrás, puedo intentar imaginar cómo se sintió o en qué y cómo pensaba quien lo resolvió, pero no puedo abordar el tema como un historiador, un politólogo o un sociólogo. Por ello, cuando hago descripciones históricas, éstas descansan esencialmente en fuentes autorizadas.
Es imprescindible para mí que las personas que no son abogadas entiendan el trabajo de la Corte. Así que me he propuesto que este libro resulte accesible para el público en general. Pocos capítulos abordan cuestiones complicadas y técnicas. Cuando esto ocurre, también presento la discusión de manera accesible para que cualquiera pueda captar el planteamiento general, aunque no distinga todos los detalles. Lo mismo hago con la línea argumentativa de algunos casos, en la que sólo conservo los elementos cruciales de la decisión y prescindo de otros que, aunque componen la decisión y fueron tomados en cuenta para adoptarla, no considero fundamentales. Espero que algunos lectores profundicen en los casos mediante su lectura directa. Los casos aquí presentados están disponibles y pueden obtenerse fácilmente en la página web de la Suprema Corte de los Estados Unidos: www.supremecourt.gov (conviene aclarar que, al exponer y discutir lo dicho en esas decisiones, me baso exclusivamente en los registros existentes). Para los curiosos sobre el proceso y forma en que se tomaron esas decisiones, he incluido en el Apéndice B una breve descripción del trabajo de la Corte, así como algunos puntos esenciales sobre la Constitución de los Estados Unidos. Sugiero que todos, salvo los lectores expertos, se acerquen a ese apéndice antes de leer la segunda y tercera partes. Finalmente, espero que este libro resulte ilustrativo e interesante para el público en general, especializado o no.