Luis Ramón Calzadilla Fierro (Los Palos, Mayabeque, 1947) se gradúa de Medicina en 1969. Es especialista de Primer y Segundo Grado en Psiquiatría. Fue profesor en el Hospital Psiquiátrico de La Habana y su vicedirector, así como exsecretario de la Sociedad Cubana de Psiquiatría y miembro titular y de honor de la misma. También es Doctor en Ciencia, Profesor Titular Consultante de la Universidad Médica de La Habana, conferencista y participante en proyectos de colaboración en universidades e instituciones de Canadá, Francia, Hungría, España y Argentina.
Mi gratitud a las innumerables personas, organismos e instituciones que me ayudaron, especialmente a Julio Lledín, primo del Caballero, y Silvia Rodríguez, trabajadora social del Hospital Psiquiátrico de La Habana, ambos fallecidos.
Al profesor de la universidad de Extremadura, Adrián Llerena Ruiz, colega y amigo, sin cuyo apoyo no hubiera sido posible la publicación de la primera edición de este libro en España.
Al señor Juan María Vázquez, expresidente de la Diputación de Badajoz.
Hace muchos meses, junio del año 2015, volví al «lugar de los hechos», la Basílica de San Francisco de Asís en La Habana, junto a mi querido amigo Luis R. Calzadilla; en el interior esperaba una joven promesa china del piano; qué contento hubiera estado San Francisco si hubiera visto su desnudez, su alma reflejada en esas armonías que se desgranaban por aquellas jóvenes manos orientales que, acariciando el piano, transformaban el ruido en orden.
A nuestra llegada, un nutrido grupo de turistas se turnaban para hacerse fotos con la escultura del Caballero de París, mientras el guía solícito aumentaba la fábula comentándoles historias de aquel hombre de pelo y barba largos y ensortijados, con esa gracia, esa precisión histórica, y el encanto ilustrado que solo puede tener un habanero, que hacían borbotear las fantasías en los ojos de los grupos de jóvenes que ansiosos inmortalizaban en todos los ángulos y posturas posibles la figura de bronce junto a las suyas de carne y hueso. Seducido en sus fantasías, el Caballero viajaba de nuevo en sus cámaras quién sabe adónde, para esparcir poemas que combatirían el prosaísmo de la vida cotidiana, cual flautista de Hamelín.
Hay veces que la verdad supera a la fantasía, la vida misma nos sorprende llevándonos más allá de la imaginación. En ese afán por hacer competir realidad y fantasía inquirí al guía si sabía que años atrás, cuando él aún estaba en la secundaria básica, nadie conocía del Caballero, sepultado por la abundante historia de la mayor de Las Antillas, y solo el esfuerzo visionario de la Oficina del Historiador estaba arrancando sombras para poner luz a los misterios transformados en textos, para así convertir los tonos grises en colores e invadir con una nueva marea, desde San Francisco, a la Plaza de la Catedral.
Le pregunté al joven narrador de historias si conocía a la persona que pacientemente, año tras año, había recopilado datos para transformar el misterio en luz, y que había atendido como galeno al Caballero en su último tiempo en esta tierra. Mi interlocutor se sorprendió (solemos asumir el tiempo presente como infinito, y para el guía, el Caballero había estado allí siempre, y probablemente desde la relatividad del tiempo con el que cada uno acota la realidad, no podía ser más cierto). Ofrecí presentarles al autor de la obra que había rescatado al Caballero del destierro y el olvido, al habanero de nacimiento, humilde de condición, con un corazón que no le cabe en el cuerpo; a mi querido amigo y ahora colega, el profesor, doctor Luis Calzadilla, quien rebosa inteligencia, clarividencia, y sobre todo bonhomía. Como impenitente rescatador, había coleccionado todos los detalles y junto a su experiencia directa había construido un manuscrito en trozos de papel de diverso orden, que constituían el primer manuscrito de Yo Soy el Caballero de París (ahora en su segunda edición). Les expliqué que enterado el historiador de la ciudad, Eusebio Leal Spengler, de la existencia de los documentos elaborados por el doctor Calzadilla, activó toda su energía, rescató restos de materiales y los depositó en la Basílica, seguro de que el Santo de Asís no podría estar más de acurdo en que este humilde personaje reposara en la otrora tierra para hijos hidalgos. La memoria rescatada junto a sus huesos hizo renacer, cual Ave Fénix, en la escultura con la que se fotografiaban, el regreso del Caballero de París a las calles de La Habana. Así de caprichosos son el tiempo, y la biología. En este siglo xxi volvía a nacer el Caballero, teniendo como progenitores a dos de los mejores personajes de los muchos posibles en la historia reciente de Cuba. Pueden imaginarse la perplejidad de turistas, acompañantes, merodeadores y del propio guía. Miraron sorprendidos, incrédulos y pidiendo que me apartara para facilitar el ángulo preciso al selfie de aquella visitante de ojos rasgados que hacía volar la imaginación, probablemente, a los territorios del
sol naciente. Feliz de poder sorprender a quien presume de
haber toreado en casi todas las plazas de la vida, esperé mi turno, y cumpliendo el ritual de cada año, el Caballero López, el doctor Calzadilla y el autor de este prólogo volvieron a encontrarse antes de volver a verse en los territorios de Colón, gobernados por otras autoridades.
Las bóvedas de la Basílica, la humilde cruz de madera que preside la sala, hasta las codornices de mi más admirada y querida ceramista de La Habana sonrieron esa tarde de Junio de 2015 con las notas desgranadas por aquella promesa del piano. El Caballero Calzadilla fusionado con su personaje agasajó y animó a la joven artista; le pidió, con la humildad de aquellos que saben reconocer el talento, que le firmara el programa.
Esa casa acogió en la primavera del año 2000 el bautizo del renacido Caballero de París. La fotografía de aquel primer junio del siglo xxi presenta al doctor Calzadilla, ufano, feliz de presentar en sociedad, por fin, los frutos de un arduo trabajo, de tantos sacrificios en unos papeles doblados como un tesoro, con la información del mito para acercarse a la verdad. Tantas historias, tantas fábulas del Caballero se clarificaban. Sabemos hoy, que José López Lledín, antecedió al Caballero de París, ambos ocuparon cuerpo y hábitos. Sin embargo, esa información solo haría aumentar su grandeza: no aceptar limosnas sino compartir, buscar la poesía como expresión, no confrontar… Podríamos discutir, cuántos de los llamados «cuerdos» pasarían un test de estas virtudes representadas por este ser humano, al que calificamos en el capítulo de la «locura». Aquella tarde, calurosa, y lluviosa, el abrazo del Caribe acogió las palabras del doctor Eusebio Leal, brillante como siempre, orfebre de las palabras, capaz de convertir la oratoria en una ciencia. Pocos han utilizado el instrumento de Cervantes con tal precisión, con tal armonía para darle belleza. Feliz, hablaba de la historia viva de La Habana, de esa restauración, que más podría calificarse como revitalización, llena de vida, de personas, de oficios, y también de historias, entre ellas, la del Caballero de París. Identificado su cuerpo, se depositó a unos pasos de este claustro del acto, para ser nuevo testigo no solo de aquellas palabras, sino para apoyar, acariciar cada manifestación del arte, también el de la pianista china.
Como siempre, la Oficina del Historiador parecía interpretar a la perfección las voluntades del hoy Santo. Aquel acto de presentación del libro Yo soy el Caballero de París, en su primera edición, en el convento de San Francisco de Asís de La Habana, acogía aquella tarde de Junio del año 2000 a otro ilustrísimo ponente, el doctor Eduardo B. Ordaz. Pocas veces se ha ejemplificado tan claramente el efecto terapéutico del amor, del cuidado a la dignidad de los llamados pacientes psiquiátricos. El Hospital Psiquiátrico de La Habana, bajo su dirección fue ejemplo de los efectos de la humanización terapéutica, uniendo estos valores a la mejor preparación profesional, aportada por algunos de los mejores médicos psiquiatras latinoamericanos, entre ellos el doctor Calzadilla y el doctor Ricardo González. Allá, en las paredes del convento, confirmamos que los fármacos no restauran la dignidad; sin esta pudiéramos mejorar el cuerpo, pero difícilmente la mente, y mucho menos el espíritu que envuelve y justifica la existencia de cualquier ser humano. San Francisco como testigo en su casa, acogía esta loa a la dignidad del Caballero de París, eje de la estrategia terapéutica plasmada por el doctor Ordaz, con el apoyo de los doctores González y Calzadilla, y tantos otros colegas ilustres de del Psiquiátrico de La Habana.
La dignidad como esquema de vida, el buen trato a uno mismo para poder extenderlo a los demás, el cuidado, la exquisitez en la relación con el otro, la búsqueda de la belleza en las palabras, el servicio desinteresado o el conocimiento que hace transcender la información a la verdad, a la virtud, se convierten en el único sentido de la vida. Parte de estos valores están contenidos en el ejemplo de la vida del Caballero de París, que Calzadilla ha recogido y plasmado, para regalárnosla a todos los afortunados que podemos tener en las manos esta obra y como hilo conductor de aquella tarde, la dignidad, en su condición terapéutica para la recuperación del enfermo, también para el camino de la virtud, en suma, peldaños iniciales para la senda espiritual.
El cielo se sumó a aquel acto; una fina lluvia nos acompañó y entre los asistentes apareció un hombre moreno, enjuto, con una amplia sonrisa, y un brillo deslumbrante quien con una tarjeta en la mano reclamaba mi atención, para después de algún tiempo confesarme: «Ahora entiendo por qué he venido aquí». José Pablo Gadea había recorrido un largo camino desde la sierra Calderona, junto a la brisa mediterránea en Valencia, desde Andra Pradesh, Anantapur, una de las tierras más pobres de la India, donde otro «loco», el anteriormente sacerdote Jesuita Vicente Ferrer, después de haberle dado educación, sanidad, en suma, «dignidad» a los Dahlits, los más pobres de la India, le había conferido a él una tarea, un sueño: incorporar a ese oasis de los más marginados entre los marginados, a los pacientes mentales de la India… Unos meses después, el doctor Ordaz, Calzadilla y Gadea, discutían…, discutíamos cómo trasladar estas experiencias de Cuba a la India…; solo locos iluminados o, desde luego, valientes, pueden atreverse a estos sueños… He tenido la suer-
te de verlos crecer, vivir persiguiendo la verdad, dedicándose con toda la virtud, y ante esto, no hay barrera que se resista; pero eso es motivo de otra Historia. Quizás la tercera edición de este libro.
Gracias querido amigo Luis, por ser el hilo conductor de toda esta historia.
Adrián Llerena Ruiz
Agosto de 2016
Este libro no puede comenzar sin rendir homenaje a una mujer generosa y humana, quien personalmente se ocupó desde el triunfo de la Revolución en enero de 1959 de la atención y cuidado al personaje cuya vida recorremos en las páginas de este testimonio. Se preocupó porque no careciera de nada en cualquier lugar de la ciudad de La Habana donde el Caballero se encontrara. Lo visitó, conversó con él y cuando la hospitalización se hizo necesaria con el fin de mejorar su estado físico y rehabilitarlo, acudió personalmente junto al doctor Eduardo Bernabé Ordaz, Director del Hospital Psiquiátrico de La Habana, para conducirlo desde su último rincón habanero hacia el lugar que él calificó de «Paraíso Terrenal».
Gloria eterna a la memoria de esta mujer excepcional,
Celia Sánchez Manduley.
El Caballero de París fue un personaje que durante la década del veinte apareció deambulando por la ciudad de La Habana vestido de forma peculiar, con capa, larga melena y barba, quien se autotitulaba «Dios, rey o emperador» y que atrajo, por su conducta pintoresca, cultura, educación y gran poder de comunicación, la curiosidad y simpatía de varias generaciones de habaneros. Su ingreso, en 1977, en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, puso fin a ese incesante deambular. Allí, por pura casualidad, después de algún tiempo de estar el Caballero hospitalizado, comencé a atenderlo. Me precedieron en esa misión dos distinguidos colegas: Ricardo Jiménez Malgrat y Gerardo Balart.
Mi interés por la historia —y los misterios— me condujo un día a pedirle al paciente que me autorizara a escribir un testimonio sobre los hechos de su vida. Él aceptó encantado y le aseguré que lo haría.
Comprendí que me había metido en «camisa de once varas», al comenzar las indagaciones, seguir sus huellas por esta ciudad, recoger sus recuerdos y el de quienes lo conocieron. Las razones de ese apuro se hicieron más evidentes con el transcurso del tiempo.
La primera, mi profesión, soy médico y dentro de la Medicina ejerzo la especialidad de Psiquiatría, por lo tanto, no tengo experiencia como escritor, a excepción de los artículos publicados en revistas científicas, que requieren un estilo diferente.
La segunda, no nací en La Habana, sino en un pequeño pueblo perdido en la geografía, llamado Los Palos, de la antigua provincia La Habana (hoy Mayabeque), limítrofe con la provincia de Matanzas; y no fue hasta cumplir dieciséis años que me establecí en la capital, la cual conocía por visitas esporádicas, y en las que les confieso, nunca me llamó la atención, especialmente, el caballero de París, a pesar del interés que me despertaba la conducta de algunos enfermos mentales de mi pueblo me despertara desde la infancia. ¿Cómo no recordar ahora las figuras familiares e inolvidables de Lelo, Lázaro o Lorenzo Cañón…? que ustedes descubrirán también en las páginas de este libro.
La tercera, cuando comencé a escribir este testimonio en 1981 tenía treinta y cuatro años, por lo que no conocí personalmente un largo período de la vida de nuestro personaje ni el contexto histórico y social en que se desarrolló.
Pero una de las razones más fuertes fue que, buscando la «verdad» acerca de la vida de mi ilustre paciente, encontré en los testimonios de las personas que lo conocieron, en las publicaciones, en sus familiares y en el propio enfermo, por supuesto, las más variadas versiones acerca de un mismo suceso: nombres diversos, distintos hechos, contradicciones asombrosas, que contribuyeron a sumirme en la mayor confusión. Encontré la «verdad» el día antes de él morir. Pero al encontrarla, tropecé con uno de los más poderosos factores éticos que ha movido la conducta de generaciones de pro-
fesionales de la medicina desde los comienzos de su historia: el secreto profesional, tan sagrado como el secreto de confesión. Hay informaciones que guardaré para siempre porque el Caballero no me autorizó a revelarlas. No tienen nada de extraordinarias, solo servirían para hacer más evidentes y profundizar, aún más, insignes huéspedes que esta ciudad ha acogido. Pero él no quiso, en la última entrevista que tuvimos, que fueran conocidas. Por sobre todas las cosas he de respetar ese deseo.
Pudiera alegar otras causas para no haber escrito este libro, pero a pesar de ello, continué en la tarea de hacerlo, y busqué motivos mucho más fuertes para seguir adelante. La única y poderosa razón, que vence a las otras, la encontré en mí: casi nunca dejo de cumplir lo que prometo, aunque lo haga tardíamente. Reiteré la promesa al Caballero de París, ya moribundo, que escribiría el libro y que no relataría lo que él no deseaba hacer público. El libro es este y al salir a la luz, mi conciencia está tranquila en el orden ético y moral y me invade una agradable sensación de paz espiritual. Esa promesa a la persona con quien establecí una profunda relación afectiva desbarató todas las razones para no concluir Yo soy el Caballero de París.
En sus páginas encontrarán mezclados testimonio y ficción; historia y leyenda; realidad e imaginación. Así fue él, así lo conocí.
Ya no me interesa la «verdad», cada uno tiene la suya, cada uno lo vio a su manera y acomodó su relato a esa peculiar visión. No importan las contradicciones, ellas forman parte del encanto del Caballero; lo más significativo es que ustedes logren descubrir a través de las múltiples versiones a un ser humano que está más allá de la locura o la cordura.
El libro demoró mucho en publicarse (Badajoz, 2000), pe-ro fue oportuno. Coincidió casi con el inicio del tercer milenio, cuando se conmemoraba el centenario del nacimiento de quien considero el más importante personaje popular cubano de este siglo. Cumplo una promesa que trasciende lo personal, porque intento contribuir a que permanezca vivo en la memoria de la ciudad y del pueblo al que le regaló sus fantasías, lo respetó y lo amó. Espero que los cubanos del siglo xxi y los tataranietos de mis tataranietos, cuando se detengan a contemplar, un día, el monumento erigido a su eterno huésped, además de recordarlo, entonen, como tributo, aquello que la voz intemporal de Barbarito Diez, cantara para todos nosotros.
¡Mira quién viene por ahí,
El Caballero de París!
Entonces, París habrá vuelto al seno del pueblo, donde alcanzará la inmortalidad y donde ha encontrado ya su verdadera y auténtica grandeza.
Luis Calzadilla Fierro
La Habana, 2016
—Caballero, ¿qué quisiera dejar en el recuerdo de sus amigos?
—Mi historia nada más
Dichosa edad, y el siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh, tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de…
Miguel de Cervantes Saavedra
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
Yo soy el rey del mundo porque el mundo siempre está a mis pies. No me mire los mocasines sucios. Mire la acera, mire la tierra, mire el pavimento. Todo está debajo de mí. Arriba el cielo, del cual procedo y al cual iré para irle a pedir cuentas a los filisteos que han entrado por sorpresa.
Es lógico que sea popular. Todo el mundo me conoce. Todo el mundo me mira. Yo soy la leyenda que camina, la tradición sagrada que recorre las calles. Yo soy no un hombre sino un dios… Un dios que persigue la paz entre los humanos y la guerra entre los guerreros… Los que me critican, me ofenden y hasta me desprecian, no saben ni sabrán nunca qué hay en el fondo de mi corazón. Esos fariseos ignoran la gloria inmensa, la emoción profunda que uno experimenta cuando dice: Yo soy el Caballero de París.
Es la mañana del sábado 13 de julio de 1985 y el sepulturero del cementerio de Calabazar está cansado de una agotadora semana de trabajo, se seca con su viejo pañuelo el sudor de la frente y mira hacia el pobre ataúd donde sabe que yace un anciano de encrespada melena y larga barba, quien viste un elegante aunque anacrónico traje negro.
El sepulturero ahora, además de cansado, se siente triste al evocar, como si los viviera de nuevo, aquellos felices días de su infancia, cuando del brazo de su padre por las estrechas calles de La Habana Vieja conoció este ilustre muerto que ha concluido su loco deambular conjurando a los hombres y a las cosas. Solo un humilde cojín de flores está con él. Pero no está solo, ni siquiera en este momento final.
Con un gesto de resignación da comienzo a su faena. Finalmente, con la última paletada de tierra, musita, persignándose, en medio del cementerio solitario: «Dios lo tenga en la Gloria». Después, con el sombrero entre las encallecidas manos y la cabeza baja, agrega emocionado: «Amén».
El humilde sepulturero del cementerio de Calabazar, sensible y de pura raíz popular, rendía así el último homenaje, en nombre de todos los ausentes, a una leyenda habanera que le fascinó desde su niñez y que continuaría viva más allá de la tumba.
Sala Juan Manuel Márquez, Hospital Psiquiátrico de La Habana, 10 de diciembre de 1981, 8.30 p. m. Un grupo de pacientes se encuentra frente al receptor de televisión. Entre ellos, un anciano encorvado, observa con atención el programa Escriba y Lea. De pronto, desde la pequeña pantalla, alguien menciona su nombre y una amplia sonrisa de satisfacción le ilumina el rostro cuando todos vuelven los ojos hacia él. ¿Quién es este paciente y por qué se ha convertido en un personaje célebre? Indaguemos con el panel…
Moderador: Bien, este segundo tema de la noche, ya saben que no lleva información visual, tampoco para usted, amigo televidente. Así que vamos a decirles que se trata de un personaje célebre y esta vez debe comenzar la ronda de preguntas la doctora Ortiz.
Dra. Ortiz: Este personaje célebre, ¿es de nuestra era?
Moderador: De nuestra era.
Dra. Ortiz: ¿De algún momento posterior a la Edad Antigua?
Moderador: Posterior
Dra. Ortiz: ¿Posterior también a la Edad Media?