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© David Cox, 2018

eISBN 9788409038374

HOSTILES

DAVID COX

Índice

I.Orden de reset

II.El dios Tureswaja

III.Algunas lecciones básicas

IV.El rey pescador

V.El hostil

VI.El Palacio Real

VII.La palabra de dios

VIII.La taberna «Yaxo» en el muelle 35

IX.Fraude fiscal

X.La marca clave

XI.La zona de comercio

XII.Pacto de castidad

XIII.Todo lo que fue suyo

XIV.El niño correcto

XV.Mil millones de oldcoins

XVI.Órbitas coincidentes

XVII.Todos no somos uno

XVIII.El Gran Auge

XIX.Rebellibus Refugium

XX.Nuestro futuro pasado

Epílogo. Algo muy importante

CAPÍTULO I

ORDEN DE RESET

En cuanto el disolvente eliminó la primera capa de hollín de los murales y la imagen de infrarrojos me permitió ver lo que las pinturas estaban contando, fui consciente de que acababa de localizar aquello que Nansil H’To, la Oráculo del Reino, y Ol S’Neury, el portavoz del gobierno de Los Quince, tanto habían estado esperando que encontrara.

—¡Fuera! —exclamé señalando imperiosamente la salida—. ¡Orden de reset! ¡Fuera todo el mundo!

Los androides que trabajaban conmigo en la cueva giraron sus cabezas hacia mí y las herramientas cayeron de sus manos. Durante un segundo las lentes de las cámaras de sus ojos y sus cuerpos artificiales se congelaron, conservando una completa inmovilidad. Luego, tras resetear sus sistemas, empezaron a levantarse del suelo y a bajar de los andamios, formando una fila sumisa y ordenada.

—¡Orden de borrado! —continué—. ¡Eliminación completa de todos los datos de trabajo de los últimos tres días!

—¿Procede también la eliminación en el servidor, Maestro Nevus? —me preguntó el capataz.

—Sí, procede —asentí, usando manos y pies para descender lentamente por la escalera extensible en la que estaba encaramado—. Borrado completo. Reset completo. Id a las cuevas 3 y 4 y continuad trabajando.Transmitid al equipo la nueva orden: cualquier referencia a la cueva 5 debe eliminarse de todos los registros y, a partir de ahora, ni humanos ni androides ni robots pueden entrar aquí. ¿Está claro?

—Está claro —me respondió el capataz saliendo con los demás obreros.

—Ah, y Tilma —le detuve—, avisa a Nansil H’To y a Ol S’Neury. Pídeles que vengan inmediatamente.

Salvo por los suaves pasos de los androides alejándose, todo quedó en un profundo silencio, ese silencio que solo puede encontrarse bajo tierra, en los espacios huecos rodeados por miles de toneladas de roca. Además, la cueva 5 estaba separada del resto del antiguo complejo por un largo, estrecho y zigzagueante pasillo, de modo que el ruido de los otros trabajos de restauración no llegaba hasta allí.

Eché una mirada a mi alrededor. La cueva 5 era un espacio rectangular de seis metros de largo por cuatro de ancho y cinco de alto. Enormes depósitos de suciedad acumulados a lo largo de los siglos sobre la superficie lisa de sus paredes habían dejado una pátina espesa y obscura que apenas permitía vislumbrar, aquí y allá, trazos y sombras de los hermosos murales que los primeros khams, llegados a Kham Tare unos cuatro mil quinientos años atrás, habían pintado con toda devoción para dejar constancia de su cultura, sus creencias y su historia. Era un arte extraño que se había ido revelando poco a poco desde el inicio de los trabajos de restauración en la cueva 1, la primera del complejo subterráneo descubierto por casualidad, dos años estándar atrás, en el Gran Templo de O’Tado, residencia de la Oráculo del Reino.

El gobierno de Kham Tare quería desesperadamente recuperar las pinturas y devolverles su pasada belleza —por extraño que pueda parecer que un planeta tan pequeño esté dispuesto a pagar tantos millones de oldcoins— pero les interesaba por encima de todo una sencilla y única cosa: que los murales revelaran los detalles de un antiguo y secreto ritual que formaba parte esencial de la historia de su familia real, de sus reyes, todos llamados por el mismo nombre desde hacía cuatro mil setecientos ochenta y dos años estándar: Kûrü. De acuerdo con lo poco que sabía, Kûrü fue un cabecilla rebelde que terminó liderando una guerra por la libertad de los khams cuando estos eran esclavos en el planeta Esmerdis, a unos cuatro años luz de distancia, y que no solo conquistó para ellos esa libertad sino que, además, les llevó hasta el pequeño planeta minero de Tare —luego llamado Kham Tare— donde comenzaron, por fin, una nueva vida. Los khams, por supuesto, veneraban a Kûrü, pero fue su dios, ese misterioso Tureswaja del que nada se sabía en las enciclopedias de la ultranet, quien ordenó al Oráculo que Kûrü fuera investido rey y, además, que su linaje reinara para siempre en Kham Tare.

Kham Tare era un minúsculo planeta del lejano sistema Atordeen, en la periferia de la Galaxia, y los khams eran una civilización muy cerrada, muy hermética, siempre temerosa de ser nuevamente sometida a la esclavitud. Por esa razón se mantenía al margen de la Unión Federal de Sistemas, evitaba el contacto con el exterior y, pese a desarrollar una amplia actividad comercial, los extranjeros tenían prohibida la entrada en el planeta. Las áreas de comercio estaban perfectamente cercadas y separadas de las ciudades y núcleos de población. De hecho, ni siquiera yo estaba realmente allí.

Durante unas obras de ampliación del Gran Templo de O’Tado, descubrieron, por pura casualidad, el complejo de cuevas perdidas y los antiguos murales, y se volvieron locos por recuperarlos, así que indagaron y encontraron al único restaurador de arte que se ajustaba a sus intereses: yo. En primer lugar, por supuesto, les atrajo mi reputación de ser el mejor entre los mejores restauradores de toda la Unión Federal pero, sobre todo, les gustó especialmente mi exigencia de trabajar a través de RoDrons. Me negaba a perder el tiempo de mi vida en eternos e improductivos viajes interestelares de varios años estándar existiendo, como existía, la posibilidad de utilizar RoDrons para llevar a cabo el trabajo con la misma calidad. No todos los clientes lo comprendían, pero ese no era mi problema. Yo elegía las restauraciones que quería y trabajaba como me daba la gana. Así que, para los khams, resultó perfecto poder contratar al mejor sin tener que recibirle en su planeta. Me facilitaron el RoDron que pedí —el último y más moderno ZD-345S—, los robots que pedí y los androides que pedí. Y se mostraron dispuestos a pagar, sin regatear, mi muy elevada tarifa.

—Maestro Nevus… —susurró desde la oscuridad una dulce voz femenina. Me dio un susto de muerte.

Giré sobre mis talones (y sobre los talones de mi RoDron) y me volví para mirar a la diminuta y bella Nansil H’To, la Oráculo del Reino. Era tan extraordinariamente hermosa que, en su presencia, costaba concentrarse en algo o alguien que no fuera ella. Tenía un exquisito rostro de rasgos finos y perfectos enmarcado por un largo y brillante cabello negro y poseía una mirada que atravesaba como un cuchillo y que salía desde el fondo de esos ojos pardos, rasgados y profundos, sobre los que lucía unas finas cejas arqueadas. Nansil H’To era como una piedra preciosa encerrada en un joyero; su condición de Oráculo, de médium del dios Tureswaja, llevaba aparejada una castidad absoluta. Aquella tarde vestía su habitual larga camisola de color negro, sin mangas, y una falda del mismo color que le cubría hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba el birrete de ricos bordados propio de su cargo.

—Bienvenida, Oráculo —la saludé, inclinando levemente la cabeza.

Ella miró a su alrededor, como buscando algo.

—Supongo que has encontrado, por fin, los dibujos del ritual —susurró. Jamás levantaba la voz ni gesticulaba ni expresaba ninguna emoción en el rostro.

—Eso creo —asentí—. Di orden de que te avisaran y de que avisaran también al Consejero S’Neury.

—Sí, lo sé —dijo—. Yo estaba arriba, en mi residencia. Él tardará un poco más porque hemos acordado traer a una persona experta en el ritual.

Me sorprendió mucho saber que aquella ceremonia milenaria del rey Kûrü aún existía. Como los khams eran tan cerrados, cualquier pequeño dato, por insignificante que fuera, despertaba mi curiosidad.

—La cuestión es —empezó a decir con algo parecido a una inapreciable sonrisa apenas esbozada en la comisura de sus labios—, que no veo ningún dibujo en estas paredes.

Yo sonreí abiertamente.

—Tienes razón —convine—. No puedes verlos. Pero están y yo te los mostraré. Solo he limpiado una primera pátina de hollín, polvo y grasa. Aunque nos quedan aún varias capas más de suciedad hasta llegar directamente a los tintes, ya puede apreciarse la composición y se distinguen casi todas las imágenes. He ordenado un reset a los androides y un borrado completo de todos los registros, como vosotros especificasteis en el contrato.

Ella dio un par de pasos hacia el centro de la cueva y volvió a mirar a su alrededor intensamente.

—Entonces —murmuró para sí—, está aquí.

—Si te refieres al ritual, sí, está aquí. Se cumplen todas las indicaciones que me disteis para que pudiera reconocerlo si aparecía: el recién nacido, las puertas redondas… Cuando llegue el Consejero S’Neury con su acompañante, podréis decidirlo por vosotros mismos. Quizá me haya equivocado, cabe esa posibilidad, ya que desconozco tanto los detalles del ritual como vuestras tradiciones. Pero cuando lo veáis, espero que me lo confirméis y que me digáis cómo procedo a partir de ahora con los trabajos.

No hablamos más. Ella permanecía embelesada contemplando las paredes sucias mientras que yo, desde mi pequeño monitor de muñeca, encendía y ajustaba, uno a uno, los potentes focos de luz fría y colocaba de forma estratégica los trípodes con las cámaras de reflectografía infrarroja de alta resolución.

Al poco, se escucharon unos pasos apresurados que avanzaban hacia nosotros por el estrecho corredor zigzagueante.

Mi RoDron ZD-345S medía exactamente dos metros de altura, el patrón universal de estatura de los robots avatares, pero me sentía un gigante junto a los khams, el más alto de los cuales no llegaba al metro noventa. Supongo que eso no era muy del agrado del anciano y eminente portavoz del Buró, el Consejero Ol S’Neury, miembro del gobierno de Los Quince, quien, además de gordinflón y fofo como una bola de gelatina, apenas alcanzaba el hombro de mi RoDron con su pelada coronilla. S’Neury siempre parecía molesto en mi presencia, incómodo, y hasta diría que ofendido. Nunca levantaba la cabeza para mirarme. No le gustaban los extranjeros.

La joven mujer que le acompañaba —que debía de ser la experta en el misterioso ritual— era muy alta para ser una kham, pues pasaba de largo la altura del flácido Consejero. Su pelo era de color rojo fuego y, aunque lo recogía en una larga y gruesa trenza que le caía por la espalda, su cabeza aparecía rodeada por un halo de luz rojiza debido al puñado de finos cabellos que se escapaban de su trenza. Vestía una extraña chaqueta oficial de color azul cobalto con remates de cuero, pantalones blancos ceñidos, estrechos en los tobillos, y botines también de cuero. Su cara ovalada era de una piel extremadamente blanca, de nariz fina y tenía unos preciosos ojos azul turquesa en los que destacaba con fuerza el rasgo genético más característico de los khams: ese curioso anillo dorado en el borde del iris que, en aquel mismo momento, podía observar claramente en los ojos de mis tres acompañantes.

—Buenas tardes, maestro Nevus —dijo secamente Ol S’Neury al entrar. Como siempre, sujetaba con la mano derecha el gran medallón de oro que colgaba de su cuello y que declaraba su condición de miembro del gobierno de Los Quince.

—Bienvenido, Consejero —repuse inclinándome.

—Tengo el placer de presentarte —dijo el Consejero mientras hacía un gesto con la mano señalando a la pelirroja— a una de las personas más importantes de Kham Tare, la… hum… Investigadora Gan U’Hel, Jefa del Grupo de… hum… Investigadores del Reino.

Me quedó claro inmediatamente que ni Gan U’Hel era investigadora ni dirigía el grupo de investigadores del reino. La Oráculo me había dicho que era experta en el ritual, de modo que su cargo debía de ser otro muy diferente al de investigadora. Pero Gan U’Hel, tras examinarme durante unos segundos con curiosidad, se acercó hasta mí con una agradable sonrisa en los labios.

—¡Nunca había visto un RoDron! —exclamó encantada, buscando, muy divertida, la mirada de sus compañeros—. ¡Parece una persona de verdad!

Ambos inclinamos la cabeza al mismo tiempo para saludarnos.

—Los últimos modelos de RoDron —le expliqué, sonriendo— están diseñados para simular hasta los menores detalles del cuerpo humano.

—¿Y dónde te encuentras tú realmente? —me preguntó con curiosidad—. Es decir, ¿dónde está tu cuerpo real, el del verdadero maestro Nevus?

El Consejero se impacientaba, pude notarlo. Yo me reí.

—En mi casa —respondí—. En la casa que poseo en los hermosos acantilados de Peristere, un minúsculo asteroide que orbita el planeta Boros, a más de quince años luz de Kham Tare.

Su bonito rostro reflejó la enorme sorpresa que sentía.

—¡Tardarías unos nueve años estándar en llegar hasta aquí en una nave rápida de transporte civil!

Volví reír con ganas.

—Y, sin embargo —repuse—, dentro de un rato estaré durmiendo en mi cama. En cuanto corte la conexión virtual con este RoDron.

—Antes tendrás que enseñarnos lo que has encontrado —farfulló S’Neury, irritado.

—Desde luego —acepté, con una nueva inclinación de cabeza. Me dirigí hacia la pared de seis metros situada frente a la puerta y cogí un puntero de luz de una de las cajas de herramientas que había por el suelo—. Ante todo, debéis saber que estos murales, los de la cueva 5, se encuentran en un estado bastante crítico. La base se hizo con barro, barro seco extraído del lecho de algún río cercano que simplemente se adhirió a la roca para crear un enlucido sobre el que pintar. El problema de la cueva 5 no es que se hayan despegado algunos fragmentos, como ocurre en el resto del complejo, sino que aquí los murales cuelgan sueltos como cortinas, apenas pegados a la pared en algunos puntos. Además, como podéis ver —añadí, señalando algunos espacios huecos en los cuatro muros—, las filtraciones de agua han deshecho trozos completos dejando a la vista la roca original. El deterioro es inmenso.

—Tu trabajo es arreglarlos —apuntó con sencillez la Oráculo.

—Y lo haré, honorable Nansil H’To, lo haré. No lo dudes. Solo quería que supierais a qué nos enfrentamos.

—Enséñanos las pinturas —exigió el Consejero S’Neury.

—Orden para cámaras —exclamé en voz alta—. Enfoque y proyección. Orden de apagado para focos.

La cueva 5 quedó súbitamente a oscuras y los cuatro reflectogramas se proyectaron en el aire. Al quitar la primera capa de hollín, la luz infrarroja había podido atravesar por fin la suciedad así como los propios tintes, descubriendo los dibujos hechos al carbón de la capa preparatoria. De ese modo, la composición de la obra resultaba, errores iniciales incluidos, perfectamente visible.

Se trataba, en realidad, de una única escena formada por multitud de personajes cuidadosamente encajados dentro de una cuadrícula dibujada para ayudar a mantener las proporciones. Los diminutos hombrecitos que llenaban la parte inferior del primer reflectograma vestían solo unos pobres calzones mientras que las figurillas femeninas usaban exactamente la misma ropa que llevaba la Oráculo, Nansil H’To: largas camisolas y faldas hasta los pies. Todos juntos miraban con admiración hacia dos grandes figuras cogidas de la mano que ocupaban el centro. Uno era un hombre calvo y gordo, engalanado con lujosos ropajes, que lucía una sonrisa dulce y bonachona; el otro era un kham de cabello largo recogido en una trenza que portaba un cetro en la mano derecha y que miraba hacia abajo, hacia los pequeños hombres y mujeres situados a sus pies.

En el segundo reflectograma el hombre calvo y gordo flotaba en la esquina superior izquierda, sentado sobre unas nubes, mientras observaba al kham de la trenza que descansaba en un lecho con los ojos cerrados. El de la trenza aparecía otra vez a los pies del lecho, levantado, mirando hacia la derecha, hacia otra imagen idéntica a sí mismo que cruzaba con un gran paso el umbral de una puerta circular. Otros cientos de pequeños khams, hombres y mujeres, le acompañaban. El nivel de atraso técnico de los antiguos pintores khams era tremendo: los creadores de aquellos murales desconocían incluso algo tan básico como la perspectiva, que ya tenía once mil años de existencia. Los tiempos de esclavitud en Esmerdis debieron de ser muy duros para aquel pueblo.

En el tercer reflectograma los dos hombres, el calvo y gordinflón y el de la trenza, estaba sentados frente a frente en el suelo, ambos con las piernas cruzadas, y parecían sostener una agradable conversación. Y en la cuarta y última proyección, una pequeña mujer kham, vestida de nuevo como Nansil H’To, salía por otra puerta circular situada a la izquierda de la imagen llevando en sus brazos a un enorme recién nacido que la doblaba en tamaño y que dormía plácidamente. Cientos de minúsculos khams bailaban y levantaban los brazos en el aire con gran alegría. Y ahí terminaba todo.

—¿Qué decís? —pregunté a mis tres absortos acompañantes—. ¿Son las imágenes que esperabais? El recién nacido del que me hablasteis está ahí, el kham con el cetro en la mano también. Y las dos puertas redondas. Lamentaría mucho haberos hecho venir para nada.

Pero aquellos tres grandes personajes de Kham Tare seguían mirando los croquis en blanco y negro como si les fuera la vida en ello. Gan U’Hel, la pelirroja alta, sonreía sin darse cuenta, absolutamente extasiada por lo que tenía delante, en vista de lo cual decidí callar y esperar.

Al menos diez minutos pasaron antes de que Gan U’Hel soltara un largo suspiro de felicidad. Sentí que los tres se habían olvidado de mí. De pronto, parecían un grupo de gente feliz y satisfecha.

—Es lo más hermoso que he visto nunca —murmuró la pelirroja.

Sobre gustos no hay nada escrito. A mí me parecían horribles.

—Sí —le respondió S’Neury—. Pero no resuelve nuestro problema.

—Habíamos puesto demasiadas esperanzas en estos murales —susurró la Oráculo—. Pero, sin duda, son maravillosos. Una alabanza a nuestra historia.

—Los estudiaré mejor cuando el maestro Nevus restaure las pinturas —comentó la honorable U’Hel, alzando la cabeza de nuevo hacia las imágenes; el extremo de su roja trenza superó el final de su espalda—. Maestro Nevus, me gustaría venir con frecuencia para ver tus avances. Espero que mi presencia no te moleste.

—Tu presencia no me molestará, honorable Gan U’Hel —repuse, halagado—, pero es muy probable que te aburras con mi trabajo.

—No me quedaré tanto tiempo —se rió la supuesta jefa del equipo de investigadores del reino—. Estoy segura de que los murales restaurados aportarán más información. ¿No es cierto?

—Por supuesto —declaré—. No sé a qué tipo de información te refieres pero la luz infrarroja no nos permite ver todo lo que hay, ni mucho menos. Lo que os he mostrado solo son los bosquejos originales, los bocetos a carbón. Aquí, por ejemplo — dije señalando un espacio vacío en uno de los reflectogramas—, podría haber pájaros, motivos geométricos o, incluso, otras figuras que el pintor añadió al terminar y de las que no hizo diseños previos.

—Es lo que pensaba —asintió Gan U’Hel, satisfecha—. Termina pronto tu trabajo, maestro Nevus.

—Entonces, continuaré con toda normalidad a partir de mañana.

El Consejero S’Neury dio un respingo.

—¡No, no, no! —afirmó con cara de espanto.

—Verás, maestro Nevus —añadió la Oráculo—, el ritual está aquí y, por lo tanto, todo lo relativo a esta cueva…

—¡Todo lo relativo a esta cueva —la cortó el desagradable Consejero S’Neury— queda sometido a máxima seguridad! Tus androides y tus robots serán revisados en cualquier momento para comprobar que no están grabando. Tú también serás revisado y pondremos cazadores de señal para comprobar que no emites nada desde el complejo del Gran Templo.

—Mi RoDron está emitiendo y recibiendo señal permanentemente desde la sala de realidad virtual de mi casa —les recordé—. Si cortáis la señal, no podré trabajar.

—Esa señal será permitida —dijo el Consejero—. Podemos leerla. De hecho, ya la leemos. La monitorizamos para evitar filtraciones. Lo que haremos a partir de ahora será encriptarla para que nadie más pueda acceder a ella.

¿Leían mi señal…? Bueno era saberlo. Aquella gente estaba más loca de lo que parecía. Llevaba un año trabajando en aquel planeta y no había salido del complejo ni una sola vez; solo conocía a dos personas —y aquella misma tarde había conocido a la tercera—; y, desde luego, había cumplido con todas y cada una de las cláusulas de nuestro contrato hasta en sus menores detalles. Pero monitorizaban mi señal buscando palabras clave sobre los murales para evitar cualquier filtración. Estaban locos perdidos.

—No puedes hablar con nadie sobre esta cueva —me dijo la Oráculo sin dar muestras de notar mi evidente cólera—. No puedes escribir nada sobre ella, ni ahora ni nunca. No puedes grabar imágenes ni traer a nadie, aunque sea kham. Y, por supuesto, no puedes informar a los organismos de la Unión Federal: ni a la Academia General de Historia ni al Registro Arqueológico Galáctico.

—Voy a desconectarme —dije con brusquedad.

—Muy bien, pero mañana volverás a trabajar —asintió el Consejero.

—Por muy estúpidos que sean mis clientes —proferí entre dientes— y aunque, por ejemplo, espíen mi señal sin avisarme, siempre termino mis trabajos y siempre cumplo mis contratos.

A quince años luz de distancia, yo, el Nevus verdadero, presioné el botón del cuello de mi traje de realidad virtual y abandoné los sentidos del RoDron para recuperar los míos propios. Con gesto enfadado me quité el casco y lo lancé contra uno de los sillones de la sala sin percatarme de que Dawa estaba allí, tranquilamente sentada, mirándome. Por suerte, Dawa era una androide dotada no solo de gran belleza e inteligencia sino también de unos rapidísimos reflejos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la diferencia de luz, vi el casco reposando tranquilamente en su regazo.

—¿Un mal día en la oficina, querido? —me preguntó con buen humor.

—Muy malo —gruñí bajando de la plataforma esférica.

—He oído lo que decías —comentó, levantándose del asiento y dejando mi casco sobre una mesa—. Escuchar una señal de RoDron sin comunicarlo al usuario es un delito muy grave.

—¡En la Unión Federal! ¡Es un delito muy grave en la Unión Federal! ¡Y esa gente no pertenece a la Unión! —bramé, pasándome las manos por la cabeza y la cara para despejarme. Era casi mediodía en Peristere pero en casa vivíamos según el horario de veintiséis horas del lejano Kham Tare.

Dawa se acercó hasta mí y me rodeó el cuello con los brazos.

—¿Quieres cenar? —me preguntó antes de besarme suavemente.

—Me muero de hambre —le dije olvidando mi enfado y sonriendo de nuevo. Ella me acarició el bigote y la perilla con la yema de sus dedos.

—Pues ven conmigo —susurró.

La brillante luz del mediodía iluminaba todas las estancias de mi casa y de inmediato me sentí vigorizado. No había nada como volver al hogar después de un duro día de trabajo en los húmedos subterráneos de un planeta mezquino.

—Vamos a cenar tranquilamente —me dijo Dawa tirando de mí hacia el piso superior, hacia el comedor— y, luego, nos daremos un baño muy caliente y nos iremos a la cama.

—Pero no a dormir.

—No, no a dormir —sonrió—. Hoy tengo pensado para ti algo muy especial. Veremos qué tal te comportas.

Sentí deseo, un deseo intenso por Dawa. Aquella androide me excitaba de mil maneras distintas. Era hermosa y tenía un cuerpo que cortaba la respiración pero, con todo, su habilidad sexual era su mayor valor. Cuando la compré, insistí especialmente en este punto de su programación.

Sin embargo, aquella tarde, mientras acariciaba su cálida piel, la única imagen que tenía en la cabeza era la de la alta pelirroja de ojos azul turquesa con borde dorado. Habría deseado que fuera ella, y no Dawa, quien se movía entre mis brazos.

CAPÍTULO II

EL DIOS TURESWAJA

Al día siguiente, cuando regresé a mi RoDron para comenzar la jornada de trabajo, pensé por un momento que o mi conexión de RV se había vuelto loca o el que se había vuelto loco era yo: la cueva 5 estaba vacía, totalmente vacía. Los murales de las paredes habían desaparecido. Solo se veía la roca húmeda. Me quedé petrificado.

—Maestro Nevus… —me llamó Tilma, el capataz—. Maestro, te esperábamos.

—¿Qué…? —balbucí dando uno o dos pasos hacia delante—. ¿Qué ha pasado aquí?

—Tres horas después de que tú te fueras, el Consejero S’Neury regresó al complejo acompañado por el Consejero de Seguridad, Sil V’Raol, y ambos me ordenaron preparar los murales de la cueva 5 para su transporte. Hemos trabajado toda la noche, maestro, pero hemos hecho un buen trabajo, puedes estar tranquilo. Los murales salieron de aquí en perfecto estado, correctamente embalados y asegurados.

En ese momento entraron por la puerta, en grupo, el consejero S’Neury, la Oráculo, la investigadora pelirroja y dos hombres más, a los que pude reconocer como Consejeros del Reino por los medallones de oro que lucían sobre el pecho, idénticos al de S’Neury. Uno de ellos, el más joven —casi un niño—, parecía asustado; el otro, un tipo de aspecto arrogante y altivo de mediana edad, me sonrió como si nos conociéramos de toda la vida. Mis ojos se clavaron en Gan U’Hel, de la que no me había separado en toda la noche aunque ella no lo supiera. Me devolvió una mirada azul totalmente indiferente.

—Los consejeros te informarán debidamente, maestro —dijo Tilma dándose cuenta del cambio térmico que se había producido en la cueva por la presencia del grupo—. Les comuniqué tu hora de llegada.

Tilma era un algoritmo de inteligencia artificial de mi exclusiva propiedad. Contenía todos los conocimientos universales sobre restauración de arte además de mis técnicas personales de trabajo. Nadie salvo yo tenía derecho a utilizarlo aunque estuviera, como en aquel momento, temporalmente descargado en un androide de propiedad ajena. Una cosa era el programa y otra muy distinta la máquina, y tanto el programa de Tilma como los programas del resto de técnicos y operarios, eran míos. El gobierno de Kham Tare había cometido un nuevo delito y, esta vez, muy grave. Semejante comportamiento me daba completo derecho legal y moral a romper mi contrato con ellos.

—Buenos días, maestro Nevus —me dijo S’Neury, bamboleando su gelatinosa tripa mientras se ajustaba el cinturón de los pantalones.

—Buenos días, consejero —respondí, haciendo un gesto de saludo a todo el grupo—. Te comunico que doy por terminados mis servicios en Kham Tare. Os reembolsaré la cantidad adelantada, descontando los gastos generales y el importe de mi trabajo durante un año.

—¡No vayas tan rápido, maestro! —me atajó, alzando en el aire una de sus gruesas manos—. Nuestro dios habló anoche.

—Estoy encantado con la noticia —le respondí, apretando fuertemente con los puños cerrados las solapas de mi bata blanca. A pesar de haber trabajado toda la noche, Tilma no se había olvidado de limpiar mi RoDron ni de cambiarle de ropa—. Os dejaré para que podáis celebrarlo. Tengo que guardar mucho código antes de borrar los programas de mi equipo de vuestros androides y robots.

Los tres consejeros, la Oráculo y la investigadora cruzaron miradas de sorpresa e incomprensión.

—¿Acaso no has oído lo que ha dicho el honorable S’Neury? —se escandalizó el consejero adolescente. Tenía la cara llena de granos—. ¡Nuestro dios, Tureswaja, habló anoche! —tragó con dificultad una gran bocanada de aire y se sonrojó visiblemente—. ¡Y habló de ti!

Le miré despectivamente. ¿Cómo podía ser Consejero del Reino y miembro del gobierno de Los Quince un chaval que casi no tenía pelo en la cara y que debería estar en el colegio, saliendo con los amigos y buscando chicas o chicos para tener sexo?

—Escucha, joven y honorable consejero —repuse sin soltar las solapas de mi bata—. Vuestro dios no es mi dios y lo que dijera anoche de mí no me interesa. Solo me preocupan vuestros murales y, como los de la cueva 5 ya no están, el contrato queda anulado. Añadiría que habéis estado monitorizando, sin advertirme, la señal privada entre este RoDron y yo, y que habéis usado los algoritmos de mi capataz y de mis técnicos sin mi consentimiento. Creo que tengo motivos suficientes para abandonar cuanto antes este planeta.

—Escúchanos antes de marcharte —me pidió la Oráculo con su voz inexpresiva de siempre.

—No podéis decirme nada que me interese, honorable Nansil H’To.

Indignada, la investigadora pelirroja avanzó unos pasos hacia mí con cara de pocos amigos.

—¡No serás mejor que nosotros si te marchas sin escucharnos! —exclamó plantándose justo delante con los brazos en jarras—. ¡Guárdate tu orgullo de artista ofendido y escúchanos! Puede que tú seas un idiota, pero lo que tenemos que decirte es muy importante.

Me sorprendió que, al ponerse delante de mí, los anillos dorados de sus iris quedaran a la altura de los ojos de mi RoDron. ¿Medía dos metros…? Era más alta de lo que había imaginado. ¿Y por qué había soñado yo el día anterior que era su cuerpo el que se unía al mío en lugar del cuerpo de Dawa? Acababa de llamarme idiota, orgulloso y artista ofendido.

—¡Así me gusta! —terminó, dándome la espalda y volviendo al grupo—. Mejoras mucho cuando te callas.

No estaba callado, lo que estaba era atónito. Hacía mucho tiempo que nadie me hablaba de esa manera. Hubiera jurado que la última persona que me había dicho algo parecido había sido mi madre.

—¿Querrás escuchar ahora la profecía, por favor? —me preguntó la Oráculo.

¿Profecía…? ¡Por mi vida, que alguien me sacara de aquel planeta de locos! ¿Es que acaso aún vivían en el año mil o dos mil de la Era Común? Tomé aire para decir que no, que de ninguna manera escucharía su maldita profecía, pero, cuando abrí la boca, lo que dije fue:

—Os escucharé.

Cuatro de los cinco estúpidos khams del grupo soltaron un largo suspiro de alivio y sonrieron complacidos. Incluida la pelirroja. Para variar, la Oráculo ni se inmutó.

—Te lo agradecemos mucho, maestro Nevus —dijo Nansil H’To—. Síguenos, por favor. Iremos a mi residencia en el Gran Templo.

¿Iba a salir del complejo subterráneo y además podría ver el Gran Templo de O’Tado, la capital de Kham Tare? No podía creerlo. Sería el primer extranjero en conseguirlo. ¿Qué demonios había dicho de mí el dios ese, el tal Tureswaja para que mereciera recibir semejante honor?

En completo silencio, abandonamos la cueva 5 y, poco después, el complejo subterráneo, y llegamos a una sala llena de deslizadores. Nos subimos a ellos y tras dejar atrás unas escaleras que nos llevaron hasta el exterior, nos encontramos en lo que parecía un enorme patio cuadrangular, de viejas baldosas cocidas, rodeado por un atrio de columnas detrás de las cuales se veían, a través de las paredes de cristal, tres aulas llenas de alumnos en cada lado del cuadrado. Sentí calor y un agradable aroma a madera quemada. Mi sala de realidad virtual estaba recreando para mí las condiciones ambientales que el RoDron enviaba codificadas hasta Peristere.

Aunque ya había leído sobre ella, me sorprendió la brillante luz de color aguamarina que emitía su estrella principal, llamada Shairas, que iluminaba todo con un suave tono azul verdoso. Shairas o, más probablemente, la atmósfera del planeta, debía de contener un exceso de moléculas de hierro o de berilo para provocar aquella hermosa y mágica luz. Por desgracia, todos los planetas y asteroides terraformados con las viejas y defectuosas técnicas de los años 6.000 a 8.000 presentaban características propias que los diferenciaban entre sí. Posteriormente, cuando la técnica fue mejorada, se consiguió una terraformación uniforme que se había estado realizando con éxito hasta hacía quince años estándar, cuando la Unión Federal prohibió seguir ocupando y colonizando más planetas. Kham Tare, a la vista estaba, pertenecía a la época temprana de la terraformación y sus defectos resultaban, en este caso, hermosamente evidentes.

—Esta zona, maestro Nevus —me dijo la Oráculo, sacándome de mi ensimismamiento—, es la zona norte del Gran Templo, donde viven los niños elegidos por Tureswaja para entrar a su servicio. Yo también estudié aquí antes de convertirme en Oráculo. Mis padres me entregaron al Gran Templo después de mi elección, cuando cumplí siete años estándar.

La cortesía me impidió soltar un exabrupto ante semejante barbaridad, pero siempre se deben respetar las costumbres de cada planeta como primera norma de convivencia galáctica. Mientras los khams no intentaran imponer sus costumbres a otros por la fuerza, no habría ningún problema. Sin embargo, la evidente manipulación de un hecho incorrecto como era el abandono en manos del templo de unos niños no deseados para convertirlo en una supuesta elección milagrera hecha por un dios me sublevó.

—¿Y cómo procede vuestro dios en la selección de los niños? —inquirí, tragándome la ironía—. Espero que mi pregunta no sea ofensiva.

Nadie me respondió, pero ya lo esperaba. Volvieron a cruzar miradas inquietas mientras abandonábamos aquel patio cuadrangular sobre nuestros deslizadores con forma de plato, para adentrarnos, tras cruzar unas puertas que se abrieron automáticamente, en un amplio corredor de piedra iluminado por esa extraña luz aguamarina que entraba por unos grandes ventanales.

—Voy a responder a tu pregunta, maestro Nevus —dijo la Oráculo tras un larguísimo silencio—. Debes comprender que no estamos acostumbrados a contarle nuestras costumbres a ningún extranjero. Obedecemos a Tureswaja dejándote saber todas estas cosas. Pero nos cuesta.

—Lo entiendo perfectamente —repuse, aunque la verdad era que no entendía nada. Aquella forma de actuar me parecía demasiado primitiva.

—Todos los niños y jóvenes que se educan en el Gran Templo —siguió diciendo la Oráculo con su voz átona—, murieron en algún momento por enfermedad o accidente y, por deseo de Tureswaja, regresaron a la vida. Así es cómo los selecciona nuestro dios. Para los padres, por muy doloroso que resulte separarse de sus hijos, es un honor y una alegría entregar a los niños que, de todas formas, habrían perdido para siempre si el dios no los hubiera resucitado.

—Perdonad mi pregunta —dije tras unos segundos de desconcierto—. ¿Tenéis médicos y hospitales, medicinas y servicios de emergencia?

—Nuestra sanidad es de las más avanzadas de la galaxia —me respondió muy ufano el consejero de mediana edad con aspecto arrogante—. Por cierto, mi honorable colega S’Neury es muy desconsiderado. No nos ha presentado debidamente.

S’Neury, molesto, se volvió a mirarle.

—Nunca se debe presentar a un Consejero del Reino —le recordó agriamente—. Y mucho menos a alguien que no es kham.

—S’Neury, S’Neury… ¿Acaso no escuchaste anoche a nuestro dios? —le replicó el arrogante con tono condescendiente—. Maestro Nevus, mi nombre es Sil V’Raol, Consejero de Seguridad del gobierno de Los Quince. Mi joven y honorable colega es Tau L’Sham, Consejero de Defensa.

Bueno, al menos el barbilampiño era responsable de una materia poco importante. Hacía más de tres mil años que no se producían enfrentamientos militares en la galaxia. De hecho, ya no existían ejércitos. El respeto mutuo había terminado por aprenderse a fuerza de millones de muertos en miles de guerras.

No vi mucho más del Gran Templo, tan solo el patio de la escuela e incontables corredores, muy largos, con puertas automáticas que se abrían y cerraban a nuestro paso. Nos cruzamos con varios resucitados adultos que iban y venían y que me miraban con exagerada curiosidad. Parecían muy atareados. Sin embargo, cuando entramos, por fin, en la enorme residencia de Nansil H’To, nadie la esperaba, nadie se movía por allí, nadie compartía la vivienda. No había ni un androide sirviente, ni un androide secretario… ni siquiera un androide cocinero o uno limpiador. Y, para mayor sorpresa, toda la gran residencia de la Oráculo era de un profundo e intenso color negro — paredes, suelos, techos, muebles…—, de un brillante negro laqueado al que la luz aguamarina, que entraba a raudales por unas grandes ventanas redondas, sacaba destellos de esmeralda. Las únicas notas de color, además de la estructura de madera de un escaso y sobrio mobiliario, las ponía una gran imagen repetida hasta la saciedad en todos los muros maestros: el retrato de cuerpo entero del hombre calvo y gordo, de lujosos ropajes y sonrisa bonachona, que aparecía en los reflectogramas de la cueva 5. El mismo rostro cuatro mil quinientos años después, aunque en color y más sonriente.

—Esta es la representación física de Tureswaja —me explicó la Oráculo—. Quienes le hemos visto, le conocimos así, dulce y amable.

—¿Le viste cuando moriste de pequeña? —podía parecer que estaba dando crédito a todas aquellas locuras pero no era así. Simplemente, me estaba dejando llevar por la situación para no parecer desinteresado o grosero.

La Oráculo asintió.

—Le vi, hablamos y estuvimos jugando con unas preciosas cometas —me explicó—. Yo no quería volver, pero me dijo que tenía preparada para mí una tarea muy especial y que debía resucitar. Años después, me eligió como Oráculo. Ahora, cuando entro en trance y Él ocupa mi cuerpo, siempre me deja en aquel mismo lugar en el que estuvimos juntos.

—Parece un dios agradable —murmuré, tragándome una carcajada.

—Lo es —afirmó la Oráculo—. Y siempre cuida de los khams.

Admito que, en aquel momento, todo me resultaba bastante infantil y ridículo. Tiempo después, cuando supe más cosas de ese simpático dios Tureswaja, mi opinión sobre él cambió radicalmente.

—Y anoche habló —insistió el joven Consejero de Defensa—. Hacía mucho tiempo que no hablaba.

—Sí, anoche habló —admitió la Oráculo—. Yo nunca sé lo que ocurre cuando entro en trance, por lo que, cada vez que Tureswaja se apodera de mi cuerpo, su mensaje se graba para que, más tarde, pueda ayudar a interpretarlo.

—¿Así que lo que dijo anoche sobre mí está grabado? —pregunté aparentando curiosidad.

—Sí, y te lo vamos a mostrar —dijo el consejero S’Neury tomando asiento en un amplio sofá de madera y cuero negro—. Siéntate aquí, maestro, por favor.

La residencia de la Oráculo parecía pertenecer a todos por igual. Hasta la investigadora pelirroja había desaparecido por algún lugar y había regresado con varios vasos de bebidas que repartió entre los presentes —a mí no me ofreció, claro, ya que un RoDron no puede beber—. Me gustó que eligiera sentarse a mi lado.

Con todos ya cómodamente instalados en los sofás y los sillones, los cristales de las ventanas se oscurecieron para impedir la entrada de luz pero, en lugar de aparecer una pantalla en el aire con la proyección, como yo esperaba, de algún lugar emergió un holograma en 3D con la escena completa. Decir que aquella ceremonia que se desarrolló ante mis ojos me dejó sin respiración sería quedarme muy corto.

Curiosamente, la grabación había tenido lugar en el mismo lugar en el que nos encontrábamos, de modo que la Oráculo, rodeada por cinco o seis resucitados que la ayudaban a cambiar su habitual atuendo por otro mucho más rico y lujoso, se veía rodeada exactamente por el mismo entorno. La única diferencia entre la proyección y la realidad eran los ayudantes resucitados y la presencia de otros muchos Consejeros del Reino a los que yo no conocía y que debían de ser Los Quince. La Nansil H’To de la proyección permanecía de pie, inmóvil, dejándose vestir por los ayudantes. Minutos después, totalmente envuelta en telas irisadas bordadas con metales y piedras preciosas, cerró los ojos y todo quedó en una completa inmovilidad.

Pasaron unos largos minutos sin que ocurriera nada y, de repente, la cara de Nansil H’To se fue transformando: su hermosa y perfilada boca, siempre inexpresiva, se abrió con una ancha sonrisa de inmensa felicidad, las aletas de su nariz se agrandaron de forma increíble y sus ojos, esos preciosos ojos rasgados, se desorbitaron tanto que parecían a punto de estallar. La metamorfosis era asombrosa. No parecía Nansil H’To. De alguna manera extraña, al terminar el proceso, sus bellos rasgos, finos y perfectos, guardaban un cierto parecido con la cara sonriente y gordinflona del dios Tureswaja. Pero no solo su rostro se había transformado. Su menudo cuerpo se había hinchado como si hubiera tragado tanto aire que estuviera a punto de reventar y comenzó a dar pasos en círculos como si fuera muy gorda y le costara mover su propio peso. Me recordó la reacción que producía un jarabe contra el ardor de estómago que tenía en casa y que podía hincharte como un globo si tomabas demasiado.

Y, entonces, empezó a hablar. Pero no era su voz, suave e imperturbable, la que se escuchaba. Era una voz grave, forzadamente masculina, rasposa y rota, que decía palabras incomprensibles para mí. La Oráculo detuvo la proyección y me dijo:

—No entenderás las palabras de Tureswaja porque habla en la antigua lengua kham, anterior a los tiempos de esclavitud en Esmerdis, y ya desaparecida. Solo dos o tres personas conservan el conocimiento de aquella lengua y lo hacen, precisamente, para servir de intérpretes a nuestro dios.

—¿Tú eres una de esas dos o tres personas? —le pregunté, aún asombrado por la enorme diferencia entre el bello rostro que me hablaba y el grotesco que se mostraba en el holograma.

—No, no lo soy. De hecho, la Oráculo no puede estudiar la antigua lengua kham. Está prohibido. Yo colaboro en la interpretación del mensaje una vez que ha sido traducido por los expertos.

—Y esta es la traducción —dijo Gan U’Hel, desplegando una pantalla pequeña desde su monitor de muñeca y mostrándome la trascripción—. Te iré leyendo lo que dijo nuestro dios.

—La Gran Buscadora U’Hel es una de esas pocas personas que conoce la antigua lengua kham —exclamó con entusiasmo Tau L’Sham, el joven consejero.

¿Gran Buscadora…? ¿No era investigadora? Entonces, ¿debía suponer que era la Jefa del Grupo de Buscadores del Reino y no de Investigadores del Reino? Y si era una Gran Buscadora, ¿qué buscaba?

Pusieron en marcha de nuevo la proyección holográfica y la Nansil H’To transformada en el dios Tureswaja empezó de nuevo a hablar con palabras incomprensibles mientras hacía gestos y aspavientos con las manos y el cuerpo. Hablaba sin parar pero, entonces, bajaron el volumen del sonido y la Buscadora U’Hel empezó a leer el mensaje del dios:

—«Pueblo Kham —empezó a decir—, ¿por qué no hacéis lo que os pido? Os advertí de que esta larga Época de Gran Pesar terminaría si traíais a Kham Tare al hombre llamado Nevus para restaurar mi antiguo templo. Me diréis que lo trajisteis y será verdad, pero para tenerlo encerrado bajo tierra sin permitirle saber lo que está ocurriendo. Dejadle aprender, dejadle ayudar. Quiero que conozca nuestras costumbres y nuestra historia. Él sabe, él puede saberlo todo, él viaja en el tiempo y yo le he elegido para poner fin a la Época de Gran Pesar más larga de nuestra historia. Quitad el Mural del Rito del húmedo lugar en el que se encuentra y ponedlo bajo la cúpula en el Recinto de Oración, a la vista de todos. Quiero que Nevus lo arregle allí y que hasta el más pequeño de los khams pueda verlo. No tengo nada más que añadir».

Al mismo tiempo que Gan U’Hel terminaba de leer la profecía, en la proyección holográfica el cuerpo de Nansil H’To caía derrumbado y deshinchado al suelo, como si estuviera muerto. Los resucitados de la escena se lanzaron hacia ella para ayudarla a incorporarse y se la llevaron fuera de plano. Y ahí terminaba la grabación. Los cristales de las ventanas recuperaron su transparencia y la potente luz aguamarina volvió a entrar a raudales en la negra vivienda.

Me hubiera gustado decir algo gracioso pero no podía hablar. Me encontraba absolutamente perplejo. Y lo que aún era peor, todos los presentes en la sala me estaban mirando fijamente. De repente me había convertido en el elegido de su dios para terminar con no sé qué extraña Época de Gran Pesar.

—No podemos entender —comentó S’Neury, rompiendo el silencio y pasándose la palma de la mano por la frente sudorosa— por qué Tureswaja cree que tú salvarás a Kham Tare. ¡Eres un extranjero!

—Tureswaja quiere que el maestro Nevus conozca nuestras costumbres y nuestra historia —apuntó el joven Consejero de Defensa arreglándose el cuello redondo de su dorada camisa—. Quiere que le dejemos ayudar porque lo sabe todo y viaja en el tiempo.

—Lo que dice Tureswaja, honorable Tau, es que el maestro Nevus puede saberlo todo —le corrigió, con una sonrisa, la Gran Buscadora pelirroja—, no que lo sepa todo. Y lo de viajar en el tiempo es su manera de referirse a que tarda solo unos segundos en recorrer quince años luz para acudir todos los días al trabajo.

—Confirmo esa interpretación —indicó la Oráculo.

La cabeza me daba vueltas a esas alturas de aquel extraño día. Tenía miles de preguntas y quería saber muchas cosas, pero me sentía presa de un agotamiento nervioso que me provocaba nauseas en el estómago, allá en Peristere. Notaba que mis verdaderas piernas flaqueaban sobre la plataforma en la sala de realidad virtual. Lo malo era que el cuerpo sintético de un RoDron no manifestaba ningún tipo de síntoma del cuerpo físico al que sustituía.