Volver a encontrarnos
BISHOPSTOKE I
JUDIT DA SILVA
Primera edición en digital: julio 2018
Título Original: Volver a encontrarnos
© Judit Da Silva 2018
©Editorial Romantic Ediciones, 2018
www.romantic-ediciones.com
Imagen de portada ©PixieMe, ©iiievfeniy
Diseño de portada: Isla Books
ISBN: 978-84-17474-12-6
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
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PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
EPÍLOGO
Esta novela no podría haber sido posible sin el apoyo incondicional de Beatriz Martínez, a quién considero como a una hermana. Y a Fuensanta Martín, porque en ningún momento dejó de creer en mí.
El día era soleado, perfecto para la temporada de verano en la que se encontraban.
Los insectos zumbaban entre las flores y, debido a las vacaciones, había más gente en torno a Hampshire, en el pueblo de Bishopstoke concretamente. Aun así, Lisa y Adrien no pensaron en renunciar a sus días de juegos, colándose en los terrenos de la gente con dinero de la ciudad, buscando escarabajos y otros pequeños animales que sabían que escandalizarían a las jóvenes damas que salían a dar paseos por los alrededores del pueblo.
Ellos vivían permanentemente en el lugar, Lisa como hija del párroco del pueblo, de la iglesia de St. Mary, una hermosa y pequeña iglesia de paredes grises, tejas rojizas y ventanales estrechos. Adrien como mozo en algunas de las casas donde su madre había estado como sirviente hasta el reciente fallecimiento de su marido y al cuidado de sus pequeñas hijas gemelas. Si no fuera por la ayuda que les daban la familia de Lisa, no podrían subsistir.
Pero esos problemas eran olvidados mientras jugaban, con Lisa esperando tras unos matorrales, conteniendo su risa, mientras veía cómo Adrien se acercaba a un grupo de jovencitas que venían por el camino.
Este, subido desde un árbol, no podría ser visto por ellas, así que, cuando las cinco muchachas estuvieron justo debajo, Adrien dejó caer la lagartija que se retorcía entre sus manos, la cual cayó sobre el parasol de una de ellas y saltó sobre la falda de otra, tratando de salvar la vida, haciendo que un grito colectivo se alzara cuando una de ellas la señaló.
Las muchachas, presas del pánico, parecían estar siendo atacadas por el mismísimo demonio y Lisa, escondida entre los matorrales, no pudo evitar echarse a reír a carcajadas, observando cómo estas echaban a correr por el camino y Adrien bajaba del árbol de un salto, uniéndose a ella a aquel despliegue de humor.
―¡¿Has visto?! ―exclamó esta cuando lo tuvo a su lado―. ¡Pensaba que alguna de ellas se iba a desmayar del susto!
―Las chicas de ciudad no aguantan nada ―sentenció el niño, mirando aún el camino por el que estas habían huido, con una sonrisilla en los labios.
Más alto que los niños de su edad y con el pelo oscuro de su madre, Adrien daba la impresión de que era más mayor y no solo contara con ocho años. Incluso sus ojos color humo ayudaban a crear esa sensación.
En cambio, Lisa, con su cabello rojizo y cara pecosa, siempre parecía mucho menor, como si fuera su hermana pequeña. Incluso la gente pensaba que tenía menos de los seis años, porque lo seguía por todas partes. Lo único que solía halagar la gente de ella, al verla siempre con el cabello revuelto y las ropas desastrosas después de jugar, era que tenía unos ojos dorados bonitos, sacados de su madre. Aunque esta siempre le había dicho que eran castaños.
―Tendríamos que venir otro día y hacerles lo mismo. Pero con un animal más grande ―sugirió Lisa―. ¿Qué tal una rata?
Adrien la miró, pero no contestó nada a eso.
Algo que a ella le extrañó. Al fin y al cabo, este siempre estaba dispuesto a poner a prueba todo lo que ella le sugería, incluso la disparatada idea que se le ocurrió un mal día de tirarse al río desde una rama de un árbol cercano, con lo que este casi había llegado a abrirse la cabeza al caer demasiado cerca de la orilla.
La pequeña cicatriz cerca del nacimiento del pelo, en la frente, le quedaría para siempre como un recuerdo de aquella ridícula ocurrencia.
―¿Cómo está tu mamá? ―le preguntó este de pronto, haciendo que la pequeña pestañeara, tratando de reubicarse en la conversación.
La señora Sophia Freeman siempre había sido una mujer de salud delicada, un detalle que parecía acrecentarse con cada parto que había pasado. Aparte de Lisa y su hermana de dos años, Clea, la señora había vuelto a quedarse nuevamente embarazada.
Sin embargo, en el séptimo mes de embarazo había sufrido un aborto repentino y su salud no había mejorado en absoluto desde entonces.
―Aún sigue en cama, pero papá dice que se recuperará, que Dios la va a ayudar a levantarse. Aunque a mí no me lo parece. La veo más pálida y no deja de llorar. ¿Sabes que habría tenido un hermano? ―le dijo a este, con su ánimo bajo de repente.
―¿Y cómo sabes eso? Dicen que nació antes de tiempo y muerto.
―¡Se lo oí a los médicos que vinieron a verla! ―se quejó Lisa, pensando que este la estaba llamando mentirosa―. Incluso hubiera podido verle si papá no les hubiera dicho que se lo llevaran tan rápido.
―Tu mamá no se pondrá bien ―sentenció Adrien―. Mi madre lo dice mucho.
Lisa tragó saliva al oír aquellas palabras como si fuera un mal trago que se estuviera resistiendo en bajar por su garganta, ya que sabía, en el fondo, que tenía razón. Claro que lo sabía. Veía a su madre apagarse día a día.
―Yo cuidaré de Clea, así que papá no tendrá que preocuparse por nosotras. Si mamá muere, se irá con los abuelos y allí será feliz porque en el cielo no puedes estar nunca enfermo. Eso es lo que me ha dicho papá. Y también verá allí a tu papá y le dirá que estamos todos bien.
―Pues mi madre dice que papá solo murió y que no está en ningún sitio, que cuando te mueres solo te entierran y ya está. No vas a ningún sitio.
―¡Eso no es verdad! ―exclamó Lisa, riendo por esa idea tan ridícula para ella―. Tenemos almas que no se mueren nunca, que se irán al cielo si somos buenos. Tu mamá dice eso solo porque está triste. Pero se le pasará.
―¿No te asusta saber que tu mamá se va a ir? ―le preguntó Adrien, observándola de pie como estaba, con Lisa agachada a su lado.
―No me voy a quedar sola. Tengo a papá, a Clea. Te tengo a ti.
―Mi mamá me ha dicho que nos vamos a ir a la ciudad a buscar trabajo ―le contó por fin este, ya que era sobre lo que había querido hablarle desde el principio.
―¿Cómo? ¿Por qué? Aquí estáis bien. No pasáis hambre ni frío, ¿verdad? ―le dijo Lisa, notando que las lágrimas acudían a sus ojos al notar lo que aquello significaba.
Este había querido hablar de adiós porque se iba. Su único compañero de juegos, al menos el único chico del pueblo con el que se llevaba bien, aquel al quien siempre tenía presente en sus recuerdos y había estado a su lado, se marchaba.
―Dice que allí podremos encontrar un trabajo mejor. O, si no, nos iremos al norte, donde se están levantando fábricas. Dice que allí podrá irnos bien.
―Yo no quiero que te vayas ―le dijo esta, ya sin poder impedir que las lágrimas cayeran, tratando de secárselas con los puños.
―Y yo no quiero irme. Sé lo que dicen de las ciudades, de cómo son. Pero mamá se ha decidido y ya ha buscado a alguien que nos llevará ―le contó Adrien, dejando una mano sobre la cabeza de Lisa, ya que la pequeña no dejaba de llorar, aguantando su propia pena.
―¿Podré ir a verte? ―le preguntó esta de pronto, cayendo en esa idea.
―¡Claro! Cuando encontremos un lugar para vivir, le diré a alguien que te escriba nuestra dirección y podrás venir a vernos.
―Pero podrías escribirla tú. Te he estado enseñando a escribir y ya puedes leer casi a un buen ritmo. No te será muy difícil.
―No sé si podré estar trabajando y aprendiendo a escribir al mismo tiempo.
―¡Ven! ¡Vamos a casa! ―exclamó esta, limpiándose las lágrimas con la manga de su vestido mientras sujetaba la mano de Adrien con la otra―. Te voy a regalar los libros que papá me compró para que aprendiera a leer y podrás mejorar la escritura con ellos ―decidió esta, sin contar si aquello le parecía bien a su padre o no.
Después de todo, aunque no pasaran penurias, tampoco tenían demasiado que regalar a otros. Con su madre en el estado en el que se encontraba, necesitaba muchas visitas continuas de los médicos y medicamentos para tratar de mejorar su condición.
Aun así, los niños se marcharon juntos, cogidos de la mano, con la esperanza de que, en el futuro, volverían a encontrarse.
Aunque su idea más lejana de futuro fuera volver a verse en unos meses.
Bishopstoke, Inglaterra, 1849
―Le ruego que deje de importunarme de una buena vez, señor Johnson ―se quejó Lisa, cuando el hombre de treinta y dos años apareció de repente entre las plantas del jardín trasero, donde ella se encontraba tendiendo la ropa.
Irene, la criada que había estado desde siempre con la familia, se encontraba dentro de la casa. Y Clea, con sus tontos dieciséis años, parecía haber desaparecido en algún lugar y no reaparecería hasta la hora de la cena o cuando ella creyera que era conveniente volver.
―No sé por qué le incomoda tanto mi presencia. Una joven adorable como usted debería estar encantada de que un hombre con honores como yo le rondara ―comentó el orgulloso rubio, tratando de dirigirle una amplia sonrisa mientras sacaba pecho como un pavo real.
El único logro de su vida había sido tener a un padre que había conseguido que lo colocaran en un buen puesto durante la guerra de China. Lisa estaba casi segura que ni habría olido el campo de batalla y las medallas que llevaba siempre en su chaqueta serían honores ganados por soldados anónimos que habrían muerto en el frente.
Aquella estúpida guerra del opio había dejado huérfanos, viudas, padres y madres, hermanos llorando por personas que jamás volverían, y aquel orgulloso Charles Johnson se paseaba como si hubiera ganado un simple premio en una de las competiciones de las fiestas del pueblo.
―Si tengo que decirle la verdad, señor, no es mi deseo que nadie me pretenda. Ni usted ni nadie ―sentenció esta, sacudiendo con energía una sábana antes de tenderla sobre las sogas que pendían a lo largo del jardín.
Recordaba perfectamente que la mala actitud de este le había acompañado durante toda su vida por culpa de su padre comerciante. El verdadero señor Johnson había tenido suerte a la hora de comprar y vender y había logrado que su hijo se transformara en la pesadilla de todos los niños del pueblo, pues este siempre les hacía lo que le venía en gana y nunca tenía consecuencias.
Los años y las medallas no habían mejorado eso.
―Ninguna muchacha rechazaría a un hombre de mi posición ―le espetó este, tomándola del brazo hasta que la tuvo frente a él.
―Señor, me está haciendo daño. Será mejor que me suelte.
―Le he dicho cientos de veces que puede llamarme Charles.
―Y yo le he dicho que no había motivo alguno para semejante trato ―afirmó Lisa a su vez, tratando de desembarazarse de las manos de este, que la mantenían presa.
―Me gusta que se haga la difícil de esta forma, como si de verdad fuera posible que no sintiera algo hacía mí ―comentó este, dirigiéndole una sonrisa que a Lisa no le gustó en absoluto.
Antes de que ella pudiera soltarse de su agarre, el señor Johnson ya se estaba inclinando hacia ella tratando de encontrar sus labios.
Pero ella se resistió, girando su cabeza de un lugar a otro, soltando pequeños gritos desesperados cuando comprobó que no había forma de alejarse, sintiendo los dedos de este clavados en la piel de sus brazos, impidiéndole la huida de cualquier modo posible.
El sonido de algo impactando contra un hueso le hizo abrir los ojos, al tiempo de ver cómo Charles se quejaba y se llevaba una mano a la cabeza, dándole la oportunidad de poder alejarse de él en rápidas zancadas.
―¡Deje en paz a mi hermana de una vez! ―gritó Clea, al otro lado del jardín, con el cabello revuelto y el vestido hecho un desastre, preparando otra piedra en su mano, dispuesta a arrojarla.
―¡Clea, no! ―gritó Lisa.
Agradecía la ayuda en tan mal momento, pero una vez podría ser tomado por una chiquillada. La segunda no.
―¡Maldita salvaje! ―exclamó el señor Johnson, volviéndose hacia la pequeña de los Freeman mientras esta alzaba la segunda piedra, dispuesta a arrojarla si este hacía algún movimiento en falso―. ¡¿Cómo te atreves a hacerle esto a un héroe de guerra como yo?! ¡¿No te han enseñado a tener respeto?!
―¡Si tú eres un héroe de guerra, yo soy la reina Victoria! ―exclamó Clea a su vez.
Pero Lisa no tardó en correr junto a su hermana, quitándole la piedra de la mano.
Algo más rubia de cabello y todavía más amante de los árboles que del hogar, Clea Freeman era el quebradero de cabeza de su hermana mayor, pues no conseguía que obedeciera, aunque llevara con ella desde los tres años, comportándose más como una madre que como cualquier otro miembro de su familia.
―Perdónela. Ya sabe cómo es. Nos ha visto de esa forma y pensaba que me estaba atacando.
Lo cual era cierto. Pero de nada serviría acusarlo de ello. Todos mirarían para otro lado, sabiendo que se escudaba tras el dinero de su padre y del ejército. En el mejor de los casos, si creían su palabra antes que la de él, obligarían a este a casarse con ella para que restaurara su honor, algo que Lisa no podría tolerar.
―¿Qué habría pasado si me hubiera abierto la cabeza? ―preguntó este, aún molesto.
―No tendremos tal suerte ―comentó Clea por lo bajo.
Pero un pellizco en el trasero por parte de Lisa fue suficiente para acallarla.
―Mi hermana nunca podría hacer tal daño. Y menos a un hombre como usted. Seréis tan fuerte que no os rompería la cabeza ni diez piedras como esa.
Lo que también venía a decirle que tenía la cabeza dura como una roca.
Pero, por supuesto, este no captó el doble sentido y le dirigió una sonrisa por el halago.
―Sí. Sí, eso es cierto. Una chiquilla como ella no podría hacerme daño.
―Así que sería tan amable de no comentar este incidente con nadie, ¿verdad? ―preguntó Lisa―. Solo ha sido cosas de niños.
Consiguiendo que el señor Johnson acabara asintiendo.
―Por supuesto. No estará acostumbrada a ver a hombres tan cerca de su hermana ―comentó este, aún sin dejar de sonreír hacía ella.
―Eso es muy cierto. Lo cual agradezco. Me gusta la soledad.
―Bien. Buscaré el modo de no alterar a vuestra hermana la próxima vez. Pero ahora, si me disculpáis, tengo que marcharme.
Desde luego, no había captado el significado de las palabras de Lisa sobre que le gustaba la soledad.
Esta inclinó la cabeza hacía él, pero Clea no dejó de mirarle hasta que este hubo desaparecido por el camino de la casa, perdiéndose su figura entre los setos altos.
―Cómo odio que ese tipo se te acerque ―comentó la menor cuando se quedaron a solas.
―¿Y crees que a mí me gusta? Pero ¿quién es la que se marchó sin decir nada a nadie y me dejó a mí con Irene y todas las tareas?
―Si no le hubieras dirigido la palabra en aquella fiesta...
La fiesta de primavera que se celebraba todos los años en el pueblo. Era una buena ocasión para hablar con todos los vecinos, bailar, escuchar música y, sí, en algunas ocasiones, encontrar un marido.
Pero cuando Charles se le acercó, preguntando a nadie en particular, si ella era la misma Lisa Freeman que siempre iba perdida de ramitas cuando se marchó a servir a la patria y a su reina, ella solo pudo reírse como gesto de cortesía, afirmando que habían pasado muchos años desde entonces.
Le concedió un baile para que dejara de rondarla, perdiera el interés y se centraran en otras jóvenes del lugar. Pero tuvo el efecto contrario. Desde entonces, este solía aparecer a menudo por casa, incluso sin ser invitado, y hablaba con su padre sobre si ya estaría dispuesto a dejar libre a su hija mayor en manos de un buen marido.
De buenas maneras, su padre había conseguido evadir el tema, pues tampoco le tenía demasiado afecto al joven. Pero parecía que no iban a poder seguir de aquel modo mucho tiempo más.
Su padre tendría que dejarle claro de una buena vez que su hija no quería saber nada de él. A aquellas alturas, ni siquiera estaba dispuesta a mantener una relación de amistad.
―Será mejor que entremos en casa. Y no le cuentes a padre nada de esto. Lo que menos quiero es que se preocupe ―le dijo a su hermana, enfatizando aquella orden con un dedo extendido ante ella.
―Yo creo que deberías decírselo. Charles está loco y se cree mejor que todos los demás, pero, si hablara con el señor Johnson, seguro que no se te volvía a acercar. El viejo quiere que su hijo se case bien con alguna tonta rica de ciudad ―comentó Clea, siguiendo sus pasos.
―No me gusta que hables de ese modo. Parece que no te enseñamos modales.
―Oh. Claro que lo parece. Solo que no los uso. Es un desperdicio con gente como él.
―No digas nada de esto dentro de casa.
―¿Ni siquiera a Irene? Ella podría estar pendiente de él también.
Lisa contempló a su hermana durante un momento y acabó asintiendo.
―Pero solo cuando estés segura de que padre no te puede escuchar. Estoy segura de que la paciencia de ese hombre acabará por agotarse. Y, cuando lo haga, buscará otra muchacha a la cual cortejar a su extraña manera.
Sí. Eso era lo que Lisa había pensado y, durante la cena, había estado pendiente de su hermana, procurando que esta no abriera de la boca más de lo debido. Y, sorprendentemente para variar, Clea no dijo nada de ello. Aunque sí dirigió malas miradas a su hermana por no poder hablar de lo que quería.
Se retiraron a la sala de estar tras acabar con la cena. Allí, Lisa bordaba a la luz de las velas mientras su padre fumaba en pipa, sentado en su sillón, contemplando el retrato de su madre que siempre permanecía sobre la chimenea, con Clea leyendo cualquiera de los clásicos que su padre le había pedido que leyera aquella noche.
Tom Freeman siempre había sido tranquilo, paciente, discreto y calmado. Sus placeres eran sencillos y siempre trataba de ayudar a los demás. Su figura esbelta ayudaba a crear esa sensación de hombre calmado y sus ropas negras con el pañuelo blanco al cuello dejaba claro que era un hombre de Dios. No tenía rastro de vello en el rostro y todo el cabello de su cabeza se había vuelto blanco hacía tiempo. De ojos oscuros, este solo se había permitido llorar una vez en su vida: ante la pérdida de su mujer, con lo que sus hijas permanecieron durante meses al completo cuidado de Irene hasta que este consiguió salir del pozo donde se había hundido.
Irene, de carácter fuerte, también era de figura esbelta, aunque más robusta que su señor, y también lloró ante el fallecimiento de su señora, pero tuvo que recomponerse rápido por las pequeñas.
De ojos azules y belleza notable, con un cabello espesamente dorado, Lisa nunca entendió por qué no se casó nunca y permaneció siempre al lado de la familia. Era la que principalmente se había ocupado de su madre y ambas permanecían horas hablando y riendo, pues las visitas eran la única alegría de su madre en aquella etapa.
Ni siquiera ahora, sentada bordando como estaba en el salón, podía creer que hubieran pasado ya tantos años desde entonces.
Bostezando ampliamente, dejó su bordado a un lado y le dio las buenas noches a su familia, besando en la mejilla a su padre y diciéndole a Clea que no tardara mucho más en ir ella misma a la cama.
Sin embargo, más entrada la noche, cuando toda la casa se encontraba en un profundo silencio, Lisa sintió frío y, abriendo los ojos, vio su ventana abierta, una pequeña ventana en el primer piso, por donde el sol no entraba tanto como a ella le gustaría. Era posible que no la hubiera cerrado bien antes de ir a acostarse.
Pero, al ponerse en pie para cerrarla, vio piedrecitas en el suelo, como si alguien hubiera estado tratando de despertarla y que se asomara al exterior, cosa que hizo poco después, apoyando las manos en el alfeizar e inclinándose hacía fuera.
Una figura caminaba arriba y abajo por su jardín y Lisa, inquieta, buscó su bata y decidió bajar para ver de quién se trataba el intruso.
Solo había pequeños hurtos en el pueblo, normalmente causados por los chiquillos en sus travesuras y tardes de juegos, así que no pensaba que se tratara de un ladrón. Sin embargo, en varias ocasiones, los hombres inquietos y con mala conciencia pasaban por casa de noche para lograr hablar en secreto con su padre y buscar sus consejos.
Sin embargo, ella siempre tenía que bajar a persuadirlos de aquellas visitas tan intempestivas. No podían acudir en mitad de la noche, esperando a que su padre les solucionara todo. Sobre todo, cuando este apenas lograba dormir bien. No podía permitir que interrumpieran las pocas horas que este lograba descansar.
Pero, tras salir a la luz de la noche, no encontró a la figura. Extrañada, trató de buscarlo por las cercanías, ya que estos solían esconderse cuando veían que no era su padre el que salía de la casa. Incluso había golpeado la puerta de Irene para indicarle que iba a salir, oyendo la puerta de esta abrirse a su espalda momentos antes de que ella abandonara la casa.
Observó los árboles, arbustos y sombras del jardín, pero nada. Fuera quien fuera, parecía haberse volatilizado. Algo que no dejaba de resultarle extraño, pues sentía que aún había alguien a su alrededor. Incluso cuando salía en otras ocasiones, aconsejando a los hombres que volvieran a sus casas y acudieran por la mañana a la parroquia, estos no desaparecían tan rápido, pues esperaban con esperanza a que fuera su padre quien emergiera desde el interior de su casa.
Se giró para volver a su cuarto cuando, de repente, chocó con alguien, haciendo que soltara una exclamación de sorpresa más que de miedo, alzando la vista hacia el rostro que permanecía en las tinieblas por encima de ella.
―No quería asustarte, querida ―le dijo Charles, tratando de extender una mano hacia ella.
―Bueno... pero eso es lo que suele ocurrir cuando se acecha a alguien ―le indicó esta, retrocediendo.
―No pueden acusarme de acechar a mi propia prometida ―comentó este, bajando la mano al notar su retirada, pero sonriendo a su vez ante semejante idea.
Él estaba completamente convencido de que Lisa sería su esposa y no veía ningún inconveniente en su visita nocturna.
―Pero no lo soy. No soy tu futura prometida. En ningún momento, ahora o en el futuro, aceptaré a casarme con usted. Solo le dirigí la palabra por pura cortesía, así que le agradecería que acabara de una buena vez con este acoso que tiene dirigido hacia mi persona ―le espetó Lisa, sin poder contener su mal humor ante aquella desagradable situación.
Ya no se trataba solo de que este se presentara en casa, si no que se creía con el derecho para ello, fueran las horas que fueran, diciendo libremente que ella era su futura prometida, incluso cuando no había hablado con nadie nada sobre ello, dándolo por hecho.
La expresión de Charles, en la oscuridad de la noche, se tornó amenazante para Lisa.
Fue como si sus facciones se endurecieran al oír palabras que no quería escuchar, dando unos pasos hacia ella, como si quisiera hacerle cambiar de parecer por la fuerza.
―¿Cómo puede decir eso a estas alturas, cuando hemos estado cerca de besarnos? ―preguntó este, sonando confuso, con sus recuerdos bien diferentes a los de ella.
―¿Besarnos? Dirá, más bien, forzarme a besarnos. Si no hubiera sido por mi hermana, ¿quién sabría lo que hubiera acabado haciéndome?
―¿Cree que yo sería capaz de hacerle daño? ―preguntó Charles, indignado, dando unos pasos hacia ella.
Pero Lisa retrocedió, tratando de mantener la distancia con él.
―¿Me teme? ―preguntó este al comprobar su reacción―. ¿Piensa de verdad que sería capaz de hacerle algo malo? ¡Sabe perfectamente que yo la amo! ¡Solo quiero que me acepte de una buena vez de manera oficial! ―se quejó Charles avanzando hacia ella más rápido de lo que Lisa pudo alejarse, acabando presa entre las manos de este de nuevo.
Se retorció, queriendo alejarse de él de cualquier modo, pero Charles la acabó empujando hacia el suelo, con lo que Lisa acabó sentada de forma dura contra la hierba de su propio jardín, contemplando cómo este se arrodillaba a sus pies y acercaba sus manos a las piernas, ahora expuestas, por debajo de la bata y su camisón.
―Si supieras todas las veces que he soñado con tocar tu piel, con saber qué tan suave sería, lo bien que se sentiría contra mi... ―murmuró este, disparando el terror en torno a ella, haciendo que solo pudiera quedarse paralizada durante un instante.
Pero cuando las manos de Charles intentaron subir más por sus piernas, la movilidad volvió, tratando de alejarse, retroceder mientras golpeaba aquellas manos con las suyas.
―¡Deje de tocarme! ¡Déjeme en paz y no vuelva a esta casa! ―gritó Lisa, cuando por fin se decidió a golpear el rostro de este, contemplando cómo Charles se quedó paralizado sobre ella, con el rostro girado.
Supo demasiado tarde que aquello había sido un error.
―¡¿Te atreves a golpearme?! ¡¿A mí?! ¡Deberías darme las gracias por siquiera dirigirte la mirada! ―le gritó este cuando recuperó la capacidad de moverse, abalanzándose sobre ella, tumbándola en el suelo mientras Lisa gritaba.
Y sus gritos se volvieron aún más desesperados cuando notó que Charles subía su camisón hasta la cintura, tratando de colocarse entre sus piernas mientras ella pataleaba, inútilmente, queriendo que este se alejara de su cuerpo.
Oyó gritos que no le correspondían ni a Charles ni a ella, pero, en aquellos momentos, ni siquiera fue consciente de ello, tratando de liberarse de las garras de este, apartando su rostro cuando notó sus sucios labios sobre ella, intentando encontrar los propios para tomarla, manteniéndola retenida contra el suelo.
Su peso era muy superior al de Lisa, así que nada parecía posible para quitarse a este de encima, por mucho que luchara contra él. Sintió las lágrimas de frustración y miedo caer por su rostro mientras no dejaba de retorcerse, habiéndose convertido sus gritos en sollozos agónicos.
Sin embargo, en medio de todo aquel caos, el cuerpo de Charles quedó laxo en un momento, cayendo a peso sobre ella, haciendo que abriera los ojos y viera a Irene por encima de ellos, con una gruesa rama de un árbol entre las manos, con la expresión más oscura que alguna vez recordara haberle visto.
Clea, que parecía que acababa de aparecer y tenía una expresión igual de aterrorizada que su hermana mayor, la ayudó a salir de debajo del cuerpo de Charles, acabando ambas abrazadas mientras el señor de la casa llegaba para ver qué era lo que estaba ocurriendo en su jardín.
Solo le hizo falta ver el estado en el que se encontraba su hija y el cuerpo caído de este para saber qué había ocurrido y, con sorpresa, miró a Irene, ya que la mujer no había soltado aún la rama con la que había golpeado al atacante, y lo miró a su vez, con expresión desafiante.
―¿Qué debemos hacer ahora, señor? ―le preguntó con un tono frío que no indicaba en absoluto la rabia que había descargado sobre Charles.
―Yo... yo no sabría... Esto es... ―murmuró el señor Freeman, que ni siquiera se atrevía a acercarse a su hija, viendo cómo ambas hermanas aún permanecían abrazadas y Clea trataba de ayudarla a ponerse en pie.
La criada no esperó más, así que, volviéndose hacia la casa, tiró la rama y se internó en esta, volviendo poco después con una botella de whisky que el señor reservaba para las visitas. Cogiendo el cuerpo de Charles, lo giró sobre la hierba y vertió el contenido de la botella sobre él, incluyendo su boca.
―¿Qué... qué estás haciendo? ―le preguntó Lisa, sin haberse recuperado del susto aún, apoyándose en su hermana para poder moverse.
―Si alguien descubre lo que pasó aquí, pensará que el único modo de solucionar esto sería con una boda para que nadie dudara de tu honor. Pero no podemos permitir que eso pase. Sería lo que él querría. Si creen que está borracho y nosotros negamos lo sucedido, nadie confiará en su palabra ―sentenció esta, sin cambiar la expresión del rostro o su tono frío, contemplando el cuerpo de Charles como si de un bicho molesto que la atosigara se tratara.
―Pero tenemos que quejarnos ante las autoridades sobre lo que ha pasado aquí ―dijo el señor Freeman, tratando de poner algo de sensatez en lo sucedido.
―¿Quiere que su hija acabe envuelta en semejante escándalo? ―le preguntó Irene, haciendo que este observara a Lisa.
Esta, aun temblando, negó con la cabeza. No quería contarle a nadie lo que había estado a punto de pasar allí. No soportaría ver cómo la gente la miraría, cómo todos cambiarían su comportamiento en torno a ella, cómo cuchichearían por su causa y murmurarían sobre qué le dio pie a este para hacer algo como aquello.
―¿Y qué hacemos con él? ―preguntó Clea, señalando el cuerpo―. Dudo que esté muerto y no podemos dejarlo en nuestro jardín.
―Eso es precisamente lo que vamos a hacer ―dijo el señor Freeman, haciendo que las tres mujeres volvieran las cabezas hacía él, sorprendidas―. Mañana a primera hora, Billy y sus hijos tienen que venir a hacer unos arreglos en la casa y el jardín. Si lo encuentran, apestando a alcohol, serán los primeros testigos de que estaba durmiendo la borrachera en nuestro jardín. Nada más.
―¿Estará dispuesto a mentir sobre esto, señor? ―le preguntó Irene.
El señor Freeman miró durante un momento a su hija mayor, manteniéndole la mirada.
―Dios sabe que esto es por una buena causa. Me perdonará.
―Bien. Entonces debemos volver a la casa. Y nadie saldrá de ella hasta que Billy o alguno de sus hijos nos avise de haberle encontrado ―sentenció la criada, acercándose a Lisa para ayudarla a entrar en casa.
Esta aún no podía creerse que todo aquello estuviera siendo real. Se sentía como una especie de mala pesadilla. Podía ver y oír lo que pasaba a su alrededor, pero sus labios no se movían y se sentía confusa, aún asustada y con la vista todavía nublada por las lágrimas no derramadas.
Solo fue meramente consciente de que Irene y su padre se quedaban hablando en el salón mientras Clea la acompañaba hacia su cuarto, hablándole en tono suave, como si temiera que cualquier ruido fuerte la alterara. Incluso insistió en quedarse con ella y Lisa se sintió algo más tranquila al dormir junto a su hermana, esperando que todo lo ocurrido solo fuera un sueño que desapareciera al amanecer.
Pero llegó el nuevo día y, por muy temprano que Billy y sus hijos llegaron, en ningún momento llegaron a la casa diciendo haber encontrado a un hombre borracho en el jardín, haciendo que los habitantes de la casa se sintieron inquietos.
Eso significaba que Charles se había despertado en algún momento, alejándose de allí a toda prisa, destruyendo el plan que la familia había creado.
―Clea, no quiero ver que en algún momento dejas a tu hermana sola de nuevo ―le ordenó el señor Freeman a su hija menor―. He enviado una carta a un buen amigo mío y tenemos que estar atentos hasta que obtenga una respuesta.
―¿Sobre qué le has hablado? ―le preguntó Lisa, sentada junto a Irene como estaba, tratando de seguir con sus bordados. Era el único modo de imaginar que nada de lo de la noche anterior había pasado.
Clea estaba sentada en el piano de su madre, el piano que la había seguido cuando se casó y en el que sus hijas aprendieron a tocar, revisando las partituras para ver qué canción tocar durante la conversación. Después de todo, era una negada para dar puntadas.
―He pedido que me reubique en otra parroquia lejos de aquí ―contó el señor Freeman.
Todas en la habitación detuvieron lo que estaban haciendo para contemplarlo.
―¿Por qué? ―exclamó la menor, pareciendo la única con capacidad de hablar.
―No podemos permanecer cerca de ese hombre. Incluso aunque denunciáramos lo sucedido, seguiría siendo un peligro para Lisa. No puedo permitir eso. Y, si para ello tengo que cambiar de casa, bien dispuesto a ello estoy.
Las hermanas se miraron con pena, pues adoraban aquel pueblo, pero Irene asintió a las palabras del señor Freeman, pues estaba segura de que Charles Johnson no dejaría a Lisa en paz después de haber llegado tan lejos.
―Entonces... ¿es algo inevitable? ―preguntó la mayor, mirando a su padre.
―En cuanto llegue su carta con el nuevo destino cogeremos nuestras maletas y nos iremos. Incluso me gustaría que empezarais a guardar vuestras cosas para que estáis preparadas para cuando tengamos que marcharnos. Quiero que tardemos lo menos posible.
Las chicas no podían estar de acuerdo en aquellos momentos con semejante decisión, pero, sabiendo que era lo único que podían hacer, asintieron y trataron de comenzar con el empaquetado de sus enseres y guardar sus recuerdos.