Primera edición: mayo, 2018
Textos: © Fran Russo
Cubierta: © Fran Russo/MueveTuLengua
© MueveTuLengua
ISBN: 978-84-17284-34-3
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Introducción
Hace ya mucho tiempo que leí El monje que vendió su Ferrari, de Robin S. Sharma. Es un libro increíble que ha ayudado a millones de personas a ser mejores y a lograr sus metas, pero en muchas conversaciones a lo largo de años, demasiadas personas me compartían mensajes contradictorios cuando se referían a él.
Me di cuenta de que habían sacado conclusiones como que no puedes ser una persona espiritual y tener mucho éxito económico, que no puedes ser espiritual y tener un Ferrari. En ello iba implícita la creencia de que una persona espiritual debe renunciar a sus posesiones en mayor o menor medida, que debe hacerse vegetariano, cantar mantras, vestir raro y muchos más estereotipos, pero el que siento más peligroso es la renuncia y el rechazo al dinero, como si fuera algo antiespiritual.
Mi realidad era muy diferente. Mi vida había sido un desastre hasta que entendí realmente qué me impedía triunfar y sanar mi vida. El dinero es solo una herramienta que se puede usar de forma maravillosa o de forma terrible, y todo se basa en creencias como estas que nos limitan.
Sentí que tenía que hacer algo, porque ni Sharma pretendía dar ese mensaje ni era lo que encerraba su libro. Pese a todo, seguían compartiéndome interpretaciones que sentía que solo complicaban todo, como que la verdad siempre la tiene un maestro externo que te trae un secreto milenario infalible si cumples unos pasos concretos. Un maestro extraño que, siempre, o viene de lejos o debes ir a buscarlo lejos, preferentemente a un país exótico.
El camino de vida y crecimiento, tanto profesional como personal, está en tu cotidianidad, en tus problemas, en tu familia, en tus retos diarios, en ver con otros ojos esa vida que entiendes ahora ordinaria, y muchas veces se siente tediosa y pesada. Personalmente, la imagen de maestro es algo diferente para mí y siento que es algo importante que puede ayudar a mucha gente.
Sentí que tenía que aclarar las cosas y de paso compartir mi particular modo de ver la vida junto con mis extrañas experiencias. Eso he tratado de hacer con mi mejor intención y con el mayor de mis esfuerzos, siempre con todo el amor con el que he podido empapar todo, siendo yo mismo el primero que aprende de lo que este libro comparte.
Cada uno ya elige si desea un Ferrari, un hogar, una familia, paz o lo que estime que son sus sueños. Muchos de los míos ya se han cumplido y he aprendido que debo seguir soñando.
Fran Russo
Para ti, que eres mi maestro.
A veces apareces con el rostro de mis hijos,
otras con el de un mendigo,
el de alguien que me insulta,
o incluso
en un perro
que me muerde.
Capítulo 1
Un inmenso valle yacía bajo sus pies. En sus manos sostenía un bastón de madera que él mismo había labrado, y las ovejas pastaban detrás de él buscando los brotes frescos que nacían entre las rocas. Subido en la mayor de ellas, observaba la tormenta que se acercaba tiñendo de ámbar y carmesí el cielo de otoño.
Su vida era sencilla. Antes del alba sacaba el rebaño y regresaba al atardecer. Llevaba con él todo lo que necesitaba y cuando llegaba la noche hallaba en su pequeño refugio de roca lo otro poco que le faltara.
Apenas tenía doce años y ya sabía leer la naturaleza y sus mensajes.
Libros no, para él las letras escritas eran un misterio, pero no las plantas y sus usos, los cantos de los pájaros o el color de las nubes. Por ello contemplaba la tormenta sabiendo que debía regresar al redil en menos de una hora. Tomó un poco de agua de un pellejo y llamó al perro.
Maestro, pues así se llamaba el perro, era grande pero ágil, de pelo largo color ceniza. Su amigo, su único amigo, obedeció al instante y las ovejas entendieron a través de sus ladridos y giros que era hora de regresar a casa.
Soñaba con una vida similar el resto de sus días y amaba en lo que se había convertido su día a día. Permanecía solo la mayoría del año en aquellas montañas, para luego bajar una vez al año en verano al pueblo con las ovejas y lo que había sacado de ellas.
Pero su vida cambiaría mucho. Ya ni siquiera se trata de tener o no la capacidad de sorprendernos ante algo inesperado, ni tampoco de pretender cambiar nuestra vida, aunque estemos satisfechos con ella. A veces todo gira o evoluciona sin que entendamos previamente qué sucede, pero tiene un sentido. Existen encuentros con personas que nos cambian la vida, pero la mayoría de las veces ni nos damos cuenta de ello.
Esta historia no va de un encuentro místico, sino de uno cotidiano de personas sencillas, que hizo que esas dos personas terminaran siendo mejores, no importa si más sabias, pero sí más felices. Así sucede miles de veces y no somos conscientes de lo que podemos influir en otros. Una palabra, una mirada, un gesto que, quién sabe, cambie la vida a otro.
Todos somos maestros y lo son todos los que hallamos en el camino.
Lo son los que aparentemente nos dañan y lo son también los que nos fortalecen. ¿Acaso hay a veces diferencia entre ellos? Muchas veces desprestigiamos a quien tenemos delante y no reconocemos al maestro que la vida nos presenta, al que convocamos para enseñarnos algo, y pensamos que un pastor solo sabrá de ovejas, o que un rico solo sabrá de avaricia. Puede que la vida sea más mágica, más sorprendente, que los pastores conduzcan Ferraris, y los ricos duerman a la intemperie bajo las estrellas en lo alto de una montaña.
Muchos años después, este pastor de nuestra historia regresó a la cabaña de piedra que le cobijara de joven, pero esta vez para refugiar su corazón malherido, su alma desgajada. Allí sanó sus heridas y aprendió de su propio dolor. Pero esta no es una historia triste, sino una real.
Real como la vida, donde lo que parece muchas veces no es lo que imaginamos, donde no vivimos verdaderamente cosas buenas o malas. Y si aún piensas que sí hay cosas malas, quizás te ayude a ver la vida de otra manera el conocer la historia de un pastor que se dio cuenta de que podía lograr todo lo que se propusiera en la vida, incluido sobrevivir al dolor más profundo. Como solo sabía leer en el cielo y en el canto de los pájaros, eso fue lo que hizo cuando bajó de las montañas, sobre todo cuando se sentía vacío y perdido.
A veces el vértigo nos angustia, pero después de la tormenta siempre llega la calma, aunque parezca hacerse eterna y oscura. Pasó mucho tiempo desde esa última tormenta arriba en las montañas, muchas décadas, muchos años.
Y aunque parezca mucho tiempo, eso es solo un abrir y cerrar de ojos para la vida. Más de medio siglo después, el pastor contemplaba otra tormenta. Entonces un resplandor se hizo presente en todo el despacho, como queriendo abarcarlo todo, sin dejar rincón sin iluminar, sin acariciar. Unos instantes después, que parecieron eternos para Amador, el profundo ronquido del cielo hizo temblar el suelo, las paredes y los altísimos techos. De pie, contemplándolo todo, sonreía, contagiado por la humedad del aire, por cada gota que salpicaba y luego lamía los inmensos ventanales.
Delante de él un profundo bosque bendecía la lluvia que le mojaba y Amador no sentía distancia entre las ramas de los árboles y sus manos.
Podía acariciar las hojas con sus dedos, sin moverse de la habitación.
Si muchos supieran lo que sentía, dirían que estaba loco, porque Amador en ese instante era uno con cada una de las gotas de lluvia, con el rayo, con cada árbol, con la mesa que tenía detrás y la lámpara de diseño.
Loco, pero era feliz, y sin renunciar a todo, sin decir que el apego es algo de lo que huir, sino comprendiendo qué significa apegarse realmente a algo.
Amador no se sentía atado a nada, pero sí conectado a todo. Su respiración era el aliento de vida de aquella habitación, y el aire que llenaba sus pulmones era luz que le confirmaba que estaba justo en el lugar donde quería estar, sin querer cambiar absolutamente nada. Amador era feliz, y no justamente por los millones que tenía en el banco.
Sonó de nuevo el teléfono, insistente aunque melodioso por tratarse de una grabación de delicadas campanillas. La llamada reclamaba atención, pero Amador estaba inmerso en el paisaje arbolado que contemplaba, y poco a poco el sonido se impuso al de la lluvia.
Sin prisas pulsó un botón y escuchó la voz de Marta, su secretaria, repetirle que otra vez llamaba un tal Fabio. Respiró hondo, miró por el ventanal de nuevo a los árboles empapados y le dijo que sí, que le atendería.
Algo debía pasarle a ese muchacho, ya que había pedido hablar con él durante todo el día. Tenía que escucharle, aunque estaba a punto de marcharse ya a casa. Cinco minutos más no serían problema y aquel asunto parecía importante, al menos para ese chico. Si el destino lo ponía en su camino, es que sería un buen destino. No sabía Amador del sorprendente camino que iba a hallar dando esos pasos, de lo que enriquecería más aún su vida. Y, por supuesto, Fabio sí que era incapaz de imaginar que también su vida iba a dar un giro completo en un solo día.
Amador aparentaba casi cincuenta años, pero tenía más. Había perdido mucho pelo, pero el resto, blanco como nieve, lo tenía un poco largo.
Vestía elegantemente, pero no traje, sino más sencillo. No era delgado ni gordo, ni alto ni bajo. En ese instante llevaba unas gafas de pasta marrones sobre su nariz, pero no las necesitaba para ver los árboles, tampoco para acariciarlos.
El altavoz comenzó a dar tonos de espera que reverberaban en el despacho, esta vez menos delicados que la melodía inicial de llamada. Fabio era un joven y prometedor comercial que despuntaba y subía escalones en la empresa. Había leído varios escritos suyos y realmente sabía expresarse y captar la atención. Le había visto en algunas reuniones y le pareció buena persona, trabajador y honesto. Merecía los cinco minutos sin duda.
«Vamos a ver en qué podemos ayudar a este joven», se dijo mentalmente mientras se sentaba más cómodamente en su sillón esperando la comunicación. Luego repitió la frase a su secretaria, como dándole el visto bueno al pensamiento y materializándolo fuera de su cabeza.
Cuando Marta le pasó la llamada, se escuchó una voz trémula que no parecía coincidir con el prometedor trabajador que recordaba.
—Don Amador, quiero darle las gracias por atenderme, sé que es usted un hombre ocupado con poco tiempo —dijo claramente agobiado, tramitando una cortesía inicial que no lograba disfrazar su apremiante necesidad de pedir algo.
—Hola, Fabio. Soy alguien que se ocupa de las cosas de las que debo ocuparme en su debido momento, en vez de preocuparme por ellas. Así que tengo tiempo, todo el tiempo del mundo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Justamente le quería hablar de eso, de tiempo. Mire usted, necesitaría pedirle un favor muy especial. Sé que no tengo ningún privilegio para pedirle algo así, pero no se me ocurre otra salida. Estoy verdaderamente mal y no tengo nada que perder. Tengo una situación económica muy complicada y me gustaría trabajar el doble para poder salir adelante.
»No quiero hacerle perder precisamente el tiempo con mis problemas, son mi responsabilidad y los solucionaré. Le prometo que rendiré igualmente. Sé de su política de horarios partidos y sé que paga tanto como otros por más del doble o triple de horas, pero necesito su ayuda, no le fallaré. Se trata de una emergencia, de verdad.
Amador se quedó mirando los álamos que hacían danzar a sus miles de hojas mojadas al viento del verano que terminaba, como aguardando que las secara un sol que se escondía tras las nubes y se negara a la tarea.
Tardó unos segundos en responder. Segundos que, es seguro, se le hicieron eternos a Fabio.
—En fin, si tú crees que trabajando el doble solucionarás tus problemas, adelante, que así sea —y cuando tras un suspiro de alivio Fabio iba a dar unas evidentes y efusivas gracias, Amador prosiguió—…, pero te propongo otra solución, si me permites darte un consejo.
—Por supuesto, señor, le escucho atento.
Fabio se quedó pensando en la extraña forma de hablar de su jefe, en unas palabras que desprendían paz. No había tenido oportunidad de hablar con él, pero no era la imagen que tenía de su persona. O quizás antes lo achacaba a un discurso motivacional típico de empresa, a un intento de motivar a los trabajadores sin que fuera más allá en realidad.
Pero no, a nivel personal, en una conversación como esta, su jefe parecía que no estaba proyectando nada, parecía ser sencillamente así y surtir verdadero efecto bálsamo de sus palabras. De pronto la voz de Amador interrumpió sus elucubraciones y le sorprendió más aún.
—Pienso que si no llegas a fin de mes es porque realmente tienes un asunto grave entre manos, y me gustaría ayudarte. ¿Te importaría contarme de qué se trata?
—Claro que no, ¿le cuento ahora?
—¿Cuándo mejor? Te escucho, Fabio.
—Gracias, señor. Mi problema es que no llego, efectivamente, a fin de mes. Sé que usted paga generosamente y el sueldo es bueno, pero, aunque mi esposa también trabaja, juntos no sumamos para la hipoteca de la casa y los gastos diarios.
»Hemos hecho todo lo posible por gestionarnos mejor, pero entre la casa, préstamos, facturas, colegios y mantener el hogar y la familia no logramos llegar. Estamos realmente agobiados, angustiados. Pronto no podremos pagar facturas.
»No me estoy quejando de usted, ni pidiendo un aumento. No me entienda mal.
—No, no te entiendo mal. Te entiendo bien. Sigue, te escucho —dijo Amador con dulzura.
—Yo había pensado que como trabajo solo medio día era mi obligación trabajar más. Mi esposa me dijo que buscara otro empleo por las tardes, pero yo quería ser fiel a la empresa, y preferí plantearle el doblar el turno. Usted me ha tratado muy bien, quiero decir, trata muy bien a su gente, y no quiero perder este empleo. Además, sé que soy bueno en lo que hago. Para mí es algo especial porque me siento útil en su empresa; algo que antes no sentía. Sé que puedo rendir más y aportar más a la empresa.
Amador no había despegado la mirada de los álamos, que aún continuaban bailando y emitiendo su canción. Aunque estaba atento a las palabras de Fabio, podía a través del vidrio escuchar mentalmente el sonido que hacía el viento en las hojas, ahora más secas tras escampar y dejar de llover. Seguro que los pájaros ya trinaban tras los ventanales, y quiso abrirlos. Pero no hizo falta, en su cabeza podía escucharlos sin necesidad de abrir los cristales. Ese bosque le daba paz y por algo había hecho diseñar su despacho con esas enormes ventanas y había plantado él mismo la alameda entera años atrás.
Bajó entonces la mirada al suelo de madera, se incorporó sobre la mesa y habló proyectando la voz hacia el manos libres del teléfono que había sobre el ancho escritorio.
—Ya veo. Insisto en que me gustaría ayudarte. Realmente es una emergencia, como bien decías. Pero para hacerlo de la mejor manera tengo que conocerte mejor y contarte algo. Las emergencias hay que tomárselas en serio. ¿Quedamos mañana para almorzar?
Fabio se había quedado blanco. No le salían las palabras.
—Por… por supuesto, señor…, por supuesto. ¿Dónde y a qué hora? Allí estaré sin falta.
—Maravilloso, a las dos de la tarde en la puerta del edificio, te recogeré en coche.
Fabio no podía creer lo que estaba pasando. El jefe le recogería en coche para ir a almorzar. Desde luego era lo último que habría imaginado antes de hacer esa llamada, mucho menos cuando se le ocurrió plantear eso a su jefe. Por su cabeza se habían paseado más bien dramáticas escenas como que su jefe se tomara mal la petición, que eso afectara a su trabajo, o que incluso le despidieran.
No paraba de darle vueltas a si era algo arriesgado, que quizás lo único que lograría sería echar a perder el único trabajo que tenía, y aunque de media jornada, ganaba como muchos otros un día completo, más aún. Además, era un buen trabajo con un ambiente sin comparación.
Amador era un buen jefe y su empresa una gran empresa. Había sido una suerte comenzar a trabajar para él y era consciente de ello. Su firma era envidiada por muchos otros y era conocida por su honestidad y eficacia. Ello ayudaba mucho a dar credibilidad a los clientes y el negocio florecía cada vez más.
Amador era un jefe presente, que conocía los nombres de todos los empleados. No podía seguir de cerca lo que hacía cada uno, porque eran cientos, pero iba a muchas reuniones y escuchaba atento las propuestas de cualquier nivel de autoridad, desde sus delegados a los trabajadores más sencillos, incluso los nuevos. Las incorporaciones las aprobaba él mismo en persona y les daba la bienvenida aportando mucho entusiasmo, logrando contagiarlo a la gente. Casi parecía una gran familia en vez de una empresa.
Había tratado de darles las comodidades necesarias para que se sintieran bien trabajando, desde las instalaciones a los horarios. Por eso no permitía que nadie trabajara más de media jornada y pagaba mucho más que la competencia por una jornada completa. Ni siquiera accedía a partir esa jornada, argumentando que él quería que la gente trabajara bien, poniendo el corazón en lo que hacían, y que la media jornada ayudaba a que se trabajara para vivir, en vez de vivir para trabajar.
Defendía la familia y el tiempo que cada persona necesitaba para sí misma. «Sin ello —siempre decía—, nadie puede hacer las cosas bien, mucho menos trabajar». Creó una guardería para niños pequeños en el edificio, para los padres que necesitaran de ella, sin coste adicional. Permitía acomodar los horarios para poder llevar a los niños o recogerlos de la escuela, y hasta tuvo en cuenta las horas de mayor tráfico para permitir moverse a la gente más eficientemente entre la empresa y sus hogares.
Había instaurado un sistema en el que eran obligatorios dos meses de vacaciones y no ponía en duda que alguien faltara por motivos personales, sin necesidad de demostrar nada. Confiaba en su gente y eso hacía que las mentiras no fueran necesarias.
Esa enorme confianza provocaba que nadie deseara engañar a la empresa, mucho menos a quien había estimado unas reglas tan generosas.
Si alguien abusaba, se veía tarde o temprano obligado moralmente a reconocerlo, y él siempre disculpaba, creando una confianza y compromisos mayores. Algunos casos conocidos por todos habían reforzado esa confianza y esta manera de proceder entre los empleados. Realmente era una empresa modélica, que funcionaba por fuera porque también lo hacía impecablemente por dentro.
Fabio se dio cuenta de que le temblaban las piernas y fue a sentarse en su silla. Sin darse cuenta se había levantado y comenzado a andar por toda la oficina. Seguramente había recorrido cientos de metros en los apenas cinco minutos de conversación y había permanecido inconsciente a las miradas de sus compañeros.
Comenzó a pensar en qué ropa se pondría mañana y de pronto quedó parado al percatarse de que no tenía ni idea de qué le contaría. Ni siquiera sabía qué pretendía decir Amador con eso de conocerle mejor.
Quizás se refería a su desempeño como comercial. Puede que quisiera ayudarle a hacer mejor su trabajo y hubiera sentido la necesidad, como jefe, de maximizar el rendimiento de sus trabajadores. No sabía, pero por supuesto estaría bullendo en su cabeza toda posibilidad durante el resto de horas hasta el momento de la cita.
Capítulo 2
Esa tarde no llovió más y la tenía libre debido a la media jornada.
Entre recoger a las niñas del colegio y llevarlas a clase de danza y judo, tendría que buscar tiempo para preparar la cita del día siguiente. Había pensado en comprar una chaqueta nueva o una corbata, para estar más elegante. Debía dar una buena impresión y pensaba que Amador seguro que tenía gustos exquisitos debido a su posición.
¿Dónde le llevaría a comer? Pensaba carcomiéndose la mente. Porque si le llevaba a uno de esos restaurantes caros debía ir bien vestido, y a lo mejor se fijaban en que su traje era de los baratos. Finalmente, no compró nada, más que por otro motivo porque no tenía el dinero. Al fin y al cabo, esa era la razón por la que había tenido que recurrir a todo esto. Bueno, eso pensaba inicialmente.
Elisa, su mujer, trabajaba en unos grandes almacenes a tiempo completo. Pero ni aun así los sueldos les alcanzaban para llegar a fin de mes. Tenían dos niñas, dos gemelas de cinco años, de las que él se encargaba más entre semana porque su esposa entraba a su trabajo a las ocho y salía a las ocho también, pero de la noche. Los fines de semana podían ejercer de padres todo el día, y Elisa se desquitaba del tiempo robado. Ella pensaba así, para ella su trabajo le robaba el tiempo, pero necesitaba el poco dinero que le daban por ello.
Para Fabio era algo diferente. Amaba su trabajo realmente, no concebía nada mejor, y en realidad no sabía si era por el buen ambiente de la empresa o por su misma predisposición a hacer bien su labor. Él ganaba lo mismo que ella, pero trabajaba la mitad de tiempo. Seguro que eso a Elisa le dolía y le hacía que odiara más su trabajo. No se sentía útil en él. Sentía literalmente que desperdiciaba su talento, aunque ya había olvidado cuál pudiera ser.
De lo que juntos ganaban, poco más de la mitad era para la hipoteca de la casa. Una pequeña casa adosada común, sin muchos lujos, pero en un buen barrio con servicios. Los préstamos de los dos coches restaban otra parte de los sueldos, pues necesitaban dos vehículos para ir a trabajar.
Ese barrio no estaba precisamente cerca ni de los grandes almacenes ni de las oficinas de Fabio. Habían calculado que merecía la pena vivir allí, aunque perdieran mucho tiempo conduciendo cada día. Era la mejor opción por el colegio y el barrio en sí.
Por supuesto, los dos pequeños vehículos no eran lujosos, ni realmente necesitaban mucho más. Eran coches de precios bajos, aunque bien buscados. A Fabio le gustaban mucho los automóviles desde pequeño y casi se dedica a ser mecánico de no ser por la insistencia de sus padres en que estudiara algo más… Nunca les salía la palabra, pero todos entendían a lo que se referían.
Pero pagar ambos vehículos, sumado a los seguros, un préstamo que pidieron para adecentar la cocina, una fuga de agua en el baño, el colegio de las niñas, agua, luz y otros gastos dejaban apenas una mínima parte para comida. Literalmente, a veces no llegaban a final de mes y tenían que hacer compras ajustadas en el supermercado, o estirar la vida de la ropa o el calzado.
No era hermoso vivir así, siempre preocupado y cuidando cada céntimo que pudiera gastarse de más. Por supuesto, les era imposible ahorrar, y Navidad o un cumpleaños de algunos amigos de los niños significaban un compromiso doloroso. Igual de triste era cuando les incitaban a salir a comer fuera algunos amigos o familia.
Fabio y Elisa estaban hartos, cansados, hastiados de vivir al límite.
Cada día era una lucha contrarreloj para ajustar presupuesto, y, aunque no querían que eso les robara las sonrisas, comenzaban a sentir que mermaba su relación con las niñas, pues estaban agotados física y, sobre todo, anímicamente. Sabían que otros lo pasaban peor, que eran unos afortunados por tener empleo, casa y otras cosas que muchos no podían permitirse.
La tarde anterior a la llamada con su jefe, Fabio y Elisa habían discutido.
Últimamente lo hacían mucho, evidenciando el estrés de la vida que llevaban. A Fabio le descorazonaba mucho perder la paciencia por tonterías, pero no podía más algunas veces. En esa ocasión discutieron porque las niñas se peleaban, y terminaron enfrentándose ellos mismos debido a que Fabio olvidó darles la merienda. Se sentía peor si se encontraba furioso por encontrar un juguete tirado en el pasillo, o si entraba absurdamente en cólera porque su esposa le preguntara si había comprobado que las niñas se hubieran cepillado los dientes.
El dinero no era en realidad la causa de sus problemas, pero tensaba, más aún, todo hasta límites insospechados, o eso pensaban. A veces hay que analizar a fondo una realidad para hallar los motivos verdaderos. Hay que escarbar profundo, donde duele casi siempre. Uno siempre posterga su felicidad a un futuro en el que se cumplan ciertos requisitos, pero cuando se cumplen se buscan nuevos, excusas más elaboradas que convierten esa felicidad en un horizonte que nunca se alcanza, por mucho que se camine hacia él.
Fabio tenía también una hija mayor fruto de una relación anterior.
Las cosas con su ex no estaban bien, porque ninguno de los dos estaba bien. Eso repercutía claramente en su hija, Amanda, que pasaba además por una edad crítica, como casi todas las de un joven. Para alguien de dieciséis años los padres son enemigos, y si se suma que no estén serenos ni contenidos, se complica todo. Amanda pasaba los fines de semana con su padre, aunque en realidad no salía de su habitación o estaba fuera con amigas ambos días, con continuas discusiones que siempre terminaban en gritos y llantos.
La familia de Fabio era una familia normal, como es normal que todas las familias pasen por momentos sencillos y otros más complicados, por conflictos y limitaciones. Fabio estaba al borde de estallar muchas veces, y todo saltaba por los aires por una discusión con Amanda, con su esposa o sencillamente por alguna travesura de las pequeñas. Sentía que la cosa no podía seguir así, que no era esa la vida que había soñado, ni siquiera la que podría soportar mucho más. Su día a día era agridulce cuando él sabía que podría ser maravilloso si la tensión no arruinase todo, y echaba la culpa de esa tensión al asunto económico. Sabía bien que, por supuesto, nada tenían de culpa ninguna de sus cuatro princesas; las amaba, con locura, pero en demasiadas ocasiones se sentía al borde del colapso o de cometer una locura.
A veces se hallaba fantaseando con huir, con escapar. Quedaba embelesado mirando una fotografía de algún templo lejano, de una montaña o un lago. Sentía una angustia inexplicable, una frustración, cuando veía alguna película, un documental o sabía de alguien que había dejado todo para recorrer el mundo. Sentía cierto alivio en la idea de escapar, pero sabía que no era viable ni realmente lo deseaba. Era una sensación extraña que no entendía de dónde provenía, pero al percibirla, a la vez se sentía también un cobarde, además de saber que eso complicaría las cosas, no las solucionaría.
Sí, salir corriendo era una solución simple, dejar todo atrás, todos los problemas, todos esos agobios que le hacían ver que no era feliz.
Pero horas después se encontraba mejor y no podía entender cómo le había pasado eso por la cabeza mientras se hallaba jugando con las gemelas, sintiendo las caricias de su mujer o logrando unos minutos de comunicación y ternura con Amanda, escudados en alguna tontería. Minucias así eran bálsamo para el corazón, pero luego cualquier chispa desencadenaba de nuevo las ganas de escapar, haciéndole girar en un bucle doloroso que le causara un dolor de estómago y un vértigo casi crónicos.
Había buscado soluciones de muchas formas y había comprado algunos libros, pero todo lo que leía acrecentaba más esas ganas de dejar todo atrás. Quizás por su angustia solo encontraba textos en los que las respuestas estaban en un lejano país exótico. Todo confluía en hallar lejos un maestro raro que desvelara los secretos de la vida, porque él era un ser perdido, ignorante de esos misterios milenarios que monjes escondidos guardan de los que no están preparados.
Sentía que vivía en la peor parte del mundo, donde el dinero, la codicia, los apegos, el poder y la sociedad corrompida arruinaban todo. Los paraísos eran esos países lejanos o escapar a la naturaleza lejos del mundanal ruido.
Fabio no podía buscar la sabiduría allí, ni podía hacerse monje por años, ni por meses u horas hasta poder volver a casa, no podía huir a un perdido y seductor monasterio de la India, los Andes o el Tíbet, ni buscar el escondite de ningún gurú. Él sencillamente no podía, no podía escapar de esa manera, era responsable de todo lo que había construido y muchos de esos libros parecían estar escritos para gente solitaria sin familia, o eso había sacado en conclusión él. Parecían estar destinados a salvar a almas diferentes, pero sus métodos infalibles y milenarios no eran entendidos por una mente aturdida y desorientada. Quizás no estaba preparado para un conocimiento así, y eso le hacía sentir inferior, peor, más perdido aún.
Había leído mil veces frases hermosas y sentencias contundentes que parecían tener toda la evidencia y verdad del universo, pero no eran fáciles de conciliar en una vida como la suya. No encontraba cómo sintetizar esas realidades en la propia realidad que vivía él, por muy claros que parecieran los consejos.
El dinero era una constante que en esos mundos parecía obviarse o menospreciarse y pareciera también que el primer requisito para esa paz que se prometía era restarle importancia, desprenderse de él. Pero él necesitaba ese dinero, sin el dinero su familia se destruiría, era la base de su frágil estabilidad.
Había muchos libros de cómo hacerse millonario, pero tampoco él pretendía ser la persona más rica de su ciudad ni de su país, ni ansiaba una mansión o esos lujos desorbitados. Solo quería no tener las preocupaciones que le angustiaban y, si bien el dinero no daría la felicidad, sí ayudaría a relajar todo y a poder vislumbrarla y caminar hacia ella de la mano de los que amaba. Estaba confundido y desorientado, tanto que ya no veía salida en ningún sitio.
Fabio estaba confuso, no sabía qué quería realmente, pese a que tenía claro lo que no quería. Le aprisionaba el alma la idea de que su familia se desuniera por no saber hallar solución, y su familia era lo que más amaba en este mundo. Amaba a Elisa, con todo su corazón. No podía imaginar una vida sin ella, por mucho que le atrajeran la tranquilidad y la paz de una existencia armoniosa en un paraíso lejano, sin discusiones por minucias diarias, sin las niñas y sus gritos y llantos, sin las broncas con su hija adolescente ni las angustias de dónde estaría y con quién.
Su familia no sería perfecta, pero era su familia. Y antes que nada su compañera era la persona que había elegido para estar junto a él en este camino, aunque ahora se dibujara escarpado y complejo. Amaba a Elisa, más allá de lo que podía poner en palabras o expresar de forma alguna. Ella era su vida, y ya habían logrado dar pasos importantes, ambos se compenetraban. Tan solo sucedía que esa vida no era tan fácil de vivir como tantos decían, ni como habían soñado, ni tampoco como muchos escribían. No todo eran cuatro leyes a seguir ni cuatro secretos por desvelar, no al menos para él.
No podía permitirse ser rescatado por un maestro que le sacara las castañas del fuego. Su angustia era tremenda, pero también sabía que él era responsable, que nadie podría hacer los deberes por él. No creía, pues, en esos maestros que tantos idolatraban, como si todos los demás fueran incapaces de vivir correctamente sin su luz, por no ser iluminados.
No, ninguno de esos maestros raros podía decirle lo que hacer porque no creía en ellos, sencillamente porque ninguno de ellos vivía lo que él vivía.
Una familia es un reto que parecía bastante alejado de esas vidas espirituales que narraban, de esos seductores caminos incompatibles con una vida ordinaria, común, normal. Y como no creía en ellos, nada que proviniera de ellos le serviría, así había sido decretado por su parte más profunda. Quizás a él se le escapaba algo, y por eso esos maestros no tenían familia. Quizás eso que hablaban del apego era eso, pero no podía ni pensarlo, porque él amaba a su familia, no estaba apegado a ella. No, debía de haber otro camino igual de válido, y debía encontrarlo.
Fabio tampoco es que fuera un pesimista. Al contrario, era muy consciente de que había hecho importantes logros. Nada más que el hecho de haber encontrado en su vida a Elisa era algo maravilloso, casi mágico. Se sentía un poco frustrado y culpable por no haber podido darle la vida que de novios le prometió, ni hacer realidad todo lo que planificaron.
También se sentía frustrado por no haber logrado darle a su hija Amanda ese amor familiar, porque no funcionara su primer matrimonio, pero se sentía reconfortado al haber materializado una segunda oportunidad, esta vez con éxito. Sí, con éxito, con problemas, pero con éxito, si era sincero.
Elisa y Fabio se sentían unos privilegiados, porque muchos otros tenían situaciones de verdad angustiosas en las que no podía ni pensar. Ellos al menos tenían empleo y no les faltaba de comer, no hasta ahora. Pero todo aquello era en realidad una burbuja que les asfixiaba, les faltaba el aire y no hallaban la salida. Sin saberlo, Elisa también fantaseaba con escaparse, porque tenía los mismos miedos y las mismas angustias que Fabio. Pero todo esto no lo sabría hasta mucho más adelante.
Ninguno de los dos pensaban que estuvieran viviendo por encima de sus posibilidades, ni que tuvieran lujos, ni tampoco que se hubieran acomodado. Sin embargo, sentían que la vida los tenía con el agua al cuello y en la cama, antes de dormir, buscaban, junto con esas fantasías de huir, soluciones que nunca aparecían. Lo hacían ambos porque eran un equipo, pero Fabio se sentía responsable de alguna manera en mayor medida, sin saber que Elisa también lo hacía a la par. Por amor los dos querían salvar al otro, querían salvar a su familia.
Era justamente en la cama, en los pocos momentos de intimidad que tenían, donde la angustia diaria hacía mella y desvanecía la pasión que sus cuerpos antaño usaran para recargar energías. Ni siquiera el sexo les apetecía cuando se derrumbaban en la cama cada noche, porque estaban literalmente rendidos y agotados. En silencio, esa falta de caricias, de besos y temblores era algo anhelado, y no sabían cómo volver a encauzarlo.
Era como si sabiendo que tenían sed, hubieran olvidado dónde estaba el pozo más cercano.
No se dieron las buenas noches debido a la discusión, pero ambos se sintieron incómodos y estúpidos por no hacerlo, deseando que el otro pronunciara una palabra como enarbolando una bandera blanca. No pasó así.
Entre las sábanas entonces, como cada noche, solo lograron cerrar los ojos y cargar todas esas preocupaciones a las espaldas durante el sueño, si es que este les alcanzaba plenamente. A la mañana siguiente regresaría otra vez la rutina y el agobio diario, la presión de sentirse vivir limitados, atados, con las alas cortadas.
Capítulo 3
Esa mañana Fabio se despertó a las cuatro de la madrugada. Bueno, digamos que se despertó, pero en realidad tan solo había conseguido cerrar los ojos y dormir algo un par de horas antes. Tampoco es que durmiera muy bien últimamente, pero esa noche fue peor que las otras.
Pese a todo, no estaba tan cansado como a priori hubiera pensado cuando se puso de pie de un salto al sonar el despertador en su teléfono.
La causa era seguro los nervios ante el almuerzo con su jefe. Pasó toda la noche, por supuesto, pensando en la cita, con imágenes absurdas que no tenían sentido al abrir los ojos.
Junto con Elisa eligió traje y corbata, aunque no había mucho donde elegir. Mientras él se afeitaba, ella le limpió amorosamente sus mejores zapatos, dejándolos relucientes. Quería dejar en el ayer la discusión, comenzar un día nuevo y pretendía mostrarle su apoyo ante lo que iba a suceder. Ella sabía que él la apoyaría en una situación similar, pero esta vez la oportunidad la tenía él.
—Debes estar elegante en cada detalle —le dijo mostrándole los brillantes zapatos negros.
—Gracias, amor. —Recompensó Fabio junto con un pequeño beso, siendo consciente de que así zanjaban y olvidaban la pelea del día anterior.
Siempre sucedía así, pero ambos temblaban a la vez pensando cuál sería la tontería que disparase de nuevo la próxima absurda discusión.
Fabio salió más temprano porque en la empresa tenía horarios especiales para poder llevar a las niñas a la escuela. Salió a la calle con las pequeñas, cada una de una mano, y por un segundo no era capaz de recordar dónde había aparcado el coche. El barrio trabajador estaba lleno de gente que usaba su coche para ir lejos, porque siempre el trabajo estaba lejos. Por lo tanto, aparcar a ciertas horas era una tarea delicada que requería mucha paciencia. En alguna ocasión tenía que dejarlo a muchos minutos de su calle, lejos de su portal, pero era ya una rutina a la que se había acostumbrado.
Comenzó a caminar hacia un lado de la calle para inmediatamente rememorar que el recuerdo que tenía era de otro día. Se giró y desanduvo el camino. Al final de la calle, junto a un restaurante chino que le había servido de referencia mental, estaba el coche. Retiró una papeleta de publicidad de electricistas que alguien, que había madrugado más aún, había dejado en el limpiaparabrisas.
Sentó a las niñas en sus sillitas y se puso a los mandos del coche. Arrancó, puso el MP3 y comenzó a sonar la banda sonora de Diarios de motocicleta. Le relajaba escuchar este tipo de música, más aún cuando se enfrentara en breve al conflictivo tráfico de la ciudad. Dejó a las gemelas en el colegio no sin darles un beso a cada una y decirles que las amaba. Esa mañana estaban tranquilas y no gritaron mucho en el coche, algo que Fabio agradeció. Pero no podía ser todo perfecto y antes de salir de casa habían terminado llorando, empecinadas en peinarse solas, y con ello sacando de quicio a sus padres porque llegaban tarde.
Ni siquiera la música ni el atasco le permitieron dejar de darle vueltas a lo mismo. Al llegar a la oficina se dio cuenta de que, como ayer, le temblaban las manos y las piernas. Pasó casi todo el día disimulándolo, y en realidad poco rindió esa mañana. No podía parar de pensar en lo que viviría a partir de las dos de la tarde, ni cómo condicionaría eso su futuro.
Confiaba en que su jefe le ayudara a solucionar su angustia, pero no sabía qué se proponía. Realmente estaba desconcertado ante la reacción de Amador. ¿No hubiera sido más sencillo permitirle la jornada completa?
Efectivamente esa mañana pasó lenta, pero pasó. El reloj de Fabio marcaba las dos menos cuarto. Él nunca llevaba reloj, miraba el teléfono, pero Elisa pensó acertadamente que llevar su mejor reloj le haría estar más a la altura de los, seguro carísimos, relojes que portaría su jefe.
La verdad es que nunca se había fijado, pero era seguro por su elegancia al vestir y su posición.
No había pasado ni un minuto cuando de nuevo miraba las manecillas del reloj que le regalara Elisa cuando hicieron cinco años de casados, de hecho, su único reloj. No era uno de esos que valen lo que ambos ganaban en muchos meses, pero aparentaba ser caro y elegante, una copia que imitaba uno lujoso, pero que le hacía sentir mejor, más a la altura de la persona con la que iba a tratar. Quería darle una impresión de cuidado, de que le entendía y tenía algo en común con él.
Incluso sus compañeros, con los que reinaba un clima de confianza y afecto, le comunicaron su impresión al verle tan elegante y con un reloj que todos intuían que era una copia. No quería dar explicaciones, porque ni siquiera sabía cómo terminaría el día. Se limitó a decir que tenía una cita con el jefe, haciéndoles pensar que se trataría de algún requerimiento de la empresa. Aunque pensarían que había sido llamado por algún superior, nunca por el mismo dueño de la empresa.
Dos minutos antes ordenó su mesa de trabajo y bajó en el ascensor. Normalmente esperaba a las dos en punto, pero hoy tenía la disyuntiva de si debía ser estricto en su horario laboral o ser puntual en la cita con su jefe. Entendió que era prioritario esto último y a las dos en punto estaba en la puerta giratoria del gran edificio después de bajar corriendo y casi sin aire.
La gente empezaba a salir del edificio por la inmensa puerta y comenzaban a encenderse las luces de muchos coches cuando sus propietarios pulsaban las llaves, generando un concierto de gorjeos electrónicos.
Los empleados se despedían cordialmente y algunos charlaban apoyados en sus vehículos, sin esa angustiosa prisa que habían vivido en otros lugares por la imperante necesidad de huir del trabajo. Era algo que se agradecía y que a él siempre le había sorprendido. Sabía que era una empresa diferente.
Estaba contemplando a su derecha la línea de aparcamientos donde estacionaban sus coches los delegados y altos cargos de la empresa, todos coches de alta gama; hermosos, elegantes y señoriales. Los miraba con admiración y algo de envidia cuando un sonido reclamó su atención a su izquierda. Era un sonido inconfundible para él que amaba los coches.
Girando la rotonda relucía el rojo brillante de un majestuoso Ferrari.
No podía ser, se dijo. Su jefe no había tenido mejor idea que recogerle en su Ferrari. Y allí, a la vista de todos. ¿Qué pensarían? Sabía que tenía uno, pero hacía mucho que no le había visto venir a la empresa en él, o al menos no lo había vuelto a ver.
No le dio tiempo a pensar más, porque el impresionante vehículo se paró frente a él delicadamente. La ventanilla del piloto estaba abierta y Amador le sonreía desde el interior.
—¿Subes?
—Cla… claro —balbuceó dando la vuelta al coche para sentarse, agachándose por la altura del coche. Se abrochó el cinturón absorto en el cuadro de mandos, y cuando no había terminado de escuchar el clic, el ronroneo del motor trasero le abrazó contra el asiento. La sensación fue para él indescriptible.
Fabio nunca se había subido en un deportivo así, y los vídeos que había visto en nada se parecían a la experiencia real. Estaba hipnotizado contemplando los cambios de marcha, la tapicería y los acabados, pero sobre todo le provocaba un extraño trance el sonido del motor y su arrullo.
Incluso se sintió como cuando era niño y el motor del humilde coche de su padre le tranquilizaba y serenaba. Aquello tenía algo de hipnótico, de mágico. Todos los nervios de antes se habían pausado, y por un instante no importaba lo que aconteciera luego. Cerró los ojos unos segundos y entonces escuchó a Amador.
—¿Te gustan los coches?
—Claro, soy un apasionado del motor. Yo quería ser mecánico. Bueno, en realidad quería ser millonario y tener coches así; pero mecánico era lo más cercano que me permitiera tocarlos y, quién sabe, usarlos alguna vez para probarlos.
—¿Quieres conducirlo? —dijo Amador sin dejar de mirarle a los ojos sonriendo, como ignorando lo que había dicho y guardándoselo para esgrimirlo después.